jueves, 11 de diciembre de 2008

ALBENDIEGO


A estas alturas, metidos de lleno en tierras serranas tras haber pasado de largo el castillo de Atienza, se hace más intenso el aroma campestre de las retamas y el ambiente regala al viajero con el olor fresco de los pinos bisoños. En las praderas de Cañamares y en los ribazos del propio Albendiego empezaron a florecer, precursoras del otoño, las flores lila que los serranos de acá conocen con la significativa denomina­ción de quitamerien­das. Se avecina el otoño.
Surge el pueblo de Albendiego aconchado por su rojiza cobertura en mitad de la fronda, verde todavía, de las chope­ras que bajan desde la falda de Somolinos bordeando por ambas márgenes las aguas del Bornova. Un puentecillo romántico, perdido en las sombras, da paso a las primeras casas. Me cruza una mujer joven que conduce una carretilla cargada de hierbas de la huerta y de hojas de col. La mañana ha comenzado a entrar. Los pájaros cantan entre la espesura, con trinos que el silencio de la ribera difunde y sonoriza.
Por una callejuela de paredones ocre, derruidos algunos, se llega hasta la Plaza Mayor, la única plaza de Albendiego, dedicada según se lee en marmórea lápida al Excmo. y Rvdmo. Dr. Ricote.
- Oiga; ¿Ha mirado usted ya el contador de mi casa?
- No señora. Se equivoca usted. Yo no he venido a mirar contadores. Ese debe ser otro.
El camión del vinatero entra a la plaza con un pitazo largo, estruendoso, llamando a los vecinos. Una señora bajita, con gafas de sol, sale en este momento cargada de recetas y de medicamentos por la puerta de la casona en la que don Javier pasa la consulta.
- Por favor, señora. ¿El doctor Ricote, el obispo, tenía algo que ver con este pueblo?
- Pues mire, era primo carnal de mi padre y de mi madre. Fue un señor muy importante. Nació en La Toba, pero descendía de aquí. En este pueblo hay muchos Ricotes. Yo no llevo ese apellido por casualidad, pero soy de la familia. Me llamo Teodora Aparicio Noguerales.
- El pueblo no esta mal -le digo-. Es mejor de lo que yo pensaba. Agua, por lo menos, parece que no les falta.
- Sí señor; en agua y en leña somos ricos. Tenemos cuatro fuentes con buenos chorros, y por el campo las tiene usted en cualquier sitio.
- Dígame: ¿Qué tendría yo que hacer para poder entrar a la iglesia de Santa Coloma?
- Pues nada -responde muy resuelta-. Pedimos la llave aquí mismo que vive el alcalde y yo bajo con usted, si no le importa.
La llave de la iglesia de Santa Coloma, verdadero joyel del arte románico y mudéjar, apareció muy pronto, gracias a la rápida gestión de doña Teodora. Salió con ella, y nos acompañó durante el casi medio kilómetro que separa a la iglesia del pueblo Milagritos, una muchacha jovencita, muy callada, que se limitó a caminar delante, sin decir esta boca es mía.
Por las calles de Albendiego uno se cruza con hermosas casonas, magníficos ejemplares de la arquitectura serrana del siglo dieciocho; algunas de ellas con piadosas inscripciones marcadas en las piedras de los dinteles, y dibujos alegóricos en honor y a devoción del Santísimo Sacramento y de la Madre de Dios. Algunas de estas viviendas antañonas, alzadas a base de piedra caliza o de arenisca, dejan ante los ojos la mortal herida del abandono.
- Es que, vino una avalancha por aquellos años, y la gente se marchó a la capital; por eso algunas casas se han hundido. Ahora, vuelven otra vez y las van arreglando.
Al pasar junto a la ermita de San Roque, los rayos obli­cuos del sol de otoño dañan la vista. A nuestro lado hay huertecillos sombreados de nogales, de manzanos, de guindos y de chopos con costrudo tronco que, el débil regato del Bornova mantiene y vitaliza.
- A esta ermita le decimos de San Roque. Es la más peque­ña de las tres que hay en el pueblo. La de arriba es la de la soledad. Cuando se muere alguno de este barrio se le dice aquí el funeral, y si es del otro se le dice en la ermita de la Virgen.
- Lo que encuentro es la iglesia muy apartada del pueblo.
- Yo he oído contar que toda esta parte del Calvario era ciudad antiguamente, y que Santa Coloma quedaba en medio. A lo que hay a la otra parte del río le decimos los Tesoros, porque cuando las guerras carlistas sacaron cosas de mucho valor.
Hemos llegado a los aledaños de la recién restaurada iglesia de Santa Coloma. Allí nos espera Milagritos con la puerta abierta. Los trabajos de la restauración se ve que han sido acertados y eficientes. El templo está prácticamente nuevo, con todo el regusto que deja la pátina de los siglos.
- Pues no sé cuantos millones se han gastado aquí, pero se ve que se han lucido. Aún puede tirar otros tantos años como tiene. Lo del campanario lo fueron desmontando, piedra a piedra, y lo han vuelto a colocar otra vez igual.
Escriben los cronistas que la iglesia de Santa Coloma -Colomba para otros- se construyó a finales del siglo XII por monjes de la Orden de San Agustín, y que en su entorno moraron por aquellos años, contando siempre con el favor de los obis­pos de Sigüenza. No obstante, de lo que hoy se aprecia son más los aditamentos del XV que lo puramente románico de su ábside semicircular en el que se lucen, maravillosamente conservados después de ocho siglos, los ventanales en bocina y arco de medio punto que cubren caladas celosías de piedra impecable, reprodu­ciendo artísticos dibujos mudéjares en los que los canteros dejaron para la posteridad la muestra más genuina del arte medieval.
- Pues dice usted. Después de restaurarla sólo se ha dicho misa aquí una vez, el día de San Roque.
Por un pasadizo en ojiva entramos a lo que pudo ser una de las dos sacristías o pequeña capilla del primitivo templo. En un rincón, apoyadas sobre la pared a la espera del fuego que las consuma, hay un montón de tablas rotas, monturas deshechas y columnillas policromas con capitel corintio, pertenecientes a algún viejo retablo comido de carcoma y que han perdido interés, incluso para los amigos de lo ajeno.
- Antiguamente, las vidrieras de las ventanas eran de colores. No sabe usted lo bonito que era aquello cuando le daba el sol.
Mientras salimos a la huerta, para contemplar desde otro ángulo la explosión artística de aquellas piedras del ábside, Milagritos, cumplida su misión, se marchó sin que nos diéramos cuenta.
- Todo esto de fuera -sigue explicando doña Teodora- era la huerta de los frailes. Es la mejor tierra que hay por aquí, pero si no se cuida se llenará de zarzas como estaba antes.
Paseando, ya de regreso por la sendilla de la alameda, me contó doña Teodora que los cerros de enfrente se llaman el Ceño y las Rozas, que detrás justamente está el límite de las tres provincias, y que los avechuchos que se mecen sobre lo alto deben ser quebrantahuesos que andan barruntando algo.
- Pues el pueblo no estaba mal hace años. Ahora, segura­mente que no llegamos a las cien personas, casi todos viejos.
Una mujer nos adelanta con un mulo cargado de haces de jara. El animal, con su volumen sobre los lomos, nos pasa como si no llevara nada en lo alto.
- Pesa poco. Lo llevamos para encender, mire usted.
En una sombra de la calle Real, los ancianos conversan y se aburren sentados sobre un tronco de madera vieja. Son hombres simpáticos, abiertos al trato con el desconocido y dispuestos a pedir, que tampoco cuesta mucho.
- Estamos aquí en el tronco porque no hay quien nos ponga un par de bancos como tienen los viejos de los otros pueblos.
- Cuando llega el sol de frente ¿Qué hacen?
- Entonces nos vamos detrás de la esquina. Y por la tarde ahí de frente. Tenemos todo bien estudiado.
Los viejos de Albendiego se llaman Juan, Agustín, Anto­nio, Alejandro... Metidos en conversación me refirieron algo que ya conocía, y es que, jamás hubo soltero o soltera del pueblo que casase con hembra o varon de Somolinos, el pueblo vecino y rival.
Así de viudos, algunos se llegaron a casar, pero de soltero con soltera, nunca.
- Y eso ¿Por qué será?
- Pues qué sabemos. Dicen, que si en tiempos bajó una vez San Antonio desde Somolinos a pretender a Santa Coloma, pero como San Roque estaba por medio, le achuchó el perro y tuvo que volverse otra vez a su pueblo. Los antiguos decían que por ahí viene la cosa. Vaya usted a saber.
- De todas formas, creo que entre los dos pueblos se llevan bien ¿no?.
Sí, nos llevamos bien. ¿Por qué nos vamos a llevar mal? No tiene nada que ver una cosa con otra.
- ¿Cuál de los dos es mejor?
- Pues mire lo que decimos aquí:

Somolinos es buen pueblo
porque tiene cerca el monte,
pero es mejor Albendiego
porque tenemos San Roque
.

Me acompañó mi amable guía de Albendiego por las calles del pueblo a recorrer las fuentes públicas y las piedras esculpidas de las fachadas; luego, a ver el pequeño jardi­nillo de su casa, una vez atravesado el sombrío pasadizo de la calle Antonio Bernal.
- A veces me voy con los hijos, ¿sabe usted?, sobre todo a Granada. Pero cuando puedo me vengo otra vez. No hay nada que valga tanto como esta tranquilidad del pueblo.
Y allí se quedó nuestra buena mujer, en su jardinillo adornado de caléndulas, de geranios, de malvas reales, de enredaderas y de dondiegos; orientado a la solana, a la espera de los primeros fríos serranos para partir en busca del calor de los suyos. Es la historia, mil veces repetida, de todos los Albendiegos que, con razones o sin ellas se quedaron solos, convertidos en pozos de nostalgias y de recuerdos.
(N.A. Octubre, 1983)

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