viernes, 12 de diciembre de 2008

ALBORECA



Sigüenza, verano, siete de la tarde. Alboreca, unos minutos después. Es delirio, amigo lector, lo que estas dos horas que preceden al crepúsculo hacen sentir en el ánimo de quien por aquí llega, cuando acude a las fuentes del Henares con intención de no desaprovechar nada de cuanto se le brinde a título de impresión. Las torres gemelas de la catedral, y Sigüenza toda, parecen encendidas al restallar al restallar en sus piedras tantas veces centenarias los rayos del sol ponien­te. Atravieso la Ciudad Mitrada en un juego de sombras y de luz, rozando de cerca algunos de sus monumentos más representa­tivos. Por la carretera de Alcuneza los veraneantes, matrimo­nios con carritos de niños, ancianos y chiquillas quinceañeras con pantalón blanco, se han salido a pasear hasta muy lejos. Sigüenza es a estas horas una explosión de deleites que el viajero prefiere pasar de largo camino de lo suyo, sin dete­nerse a paladear siquiera las mieles de su encanto.
Debo confesar que salí buscando las postreras horas del día a propio intento, exponiéndome a que la noche me sorprenda lejos de casa, circunstancia que en nada me inquieta pero que tampoco la tengo por costumbre.
Alboreca, amontonada más allá del ramaje, en el centro de una caldera verde que bordean algunos viejos cerros de Sierra Ministra, en los que proliferan los tomillos y los marojos compartiendo las laderas con las peñas, me parece antes de llegar a él un espejismo de cualquier perdido paraíso que, para su propio mal, tan sólo tuvo espacio en las mentes román­ticas del diecinueve y que espera, ahí junto a un riato sin nombre, el soñado milagro de los tiempos nuevos.
Una familia completa de abuelos que viven en el pueblo, de hijos que vinieron desde la capital a pasar el verano, de nietos que se pelean por montar todos a la vez encima de una bicicleta en donde tres no caben, toman el fresco sentados sobre el escalón de su casa.
- Qué envidia de tarde, ¿verdad?
- Pues sí. Ahora da gusto salir a la calle.
- ¿Harían el favor de indicarme dónde está la plaza?
- Depende de la que usted busque. Hay dos. Esta del frontón es una de ellas.
- Deseaba hacer una foto antes que aflojara el sol.
- Entonces, será mejor que suba a la de arriba, donde la fuente.
La plaza del Frontón tiene un estanque con el agua corta­da, que debe ser muy bonito cuando los chorrillos del surtidor se pongan en funcionamiento. Es a su vez monumento a los Caídos, con inscripciones "in memoriam", y un escudo de España señalado en la piedra. La de arriba es una fuente menos pompo­sa, mas recogida, pero es una fuente viva, con dos chorros hermosos que desaguan desde el monolito central, uno a cada lado, y que se remata en artística cruz de hierro. El remanen­te de la fuente de arriba se recoge dentro de un piloncillo rectangular, cuyo fondo se transparenta como un cristal en la parte superior de un triángulo, a modo de jardinillo en el que crecen un sauce llorón y un abeto joven.
En una casa inmediata de la que pudiéramos llamar calle Real, me encuentro con una señora que está lavando las manos a una anciana. La escena es de una ternura que conmueve.
- Pues mire, aquí la tiene, Es la más joven del pueblo. Noventa y cuatro años. Es igual que los chicos, y hay que tener cuidado para que vaya limpia.
- ¿Son ustedes de aquí?
- No señor. Somos de Santa María del Espino. Hemos venido de temporada por la cosa de los pastos.
La calle Real es la única de Alboreca que tiene aspecto de calle. Las demás son entrantes y salientes; algunas nada transitadas, como bien lo demuestra la hierba que crece en sus orillas, y que vienen a confluir desde extramuros con ésta o con cualquiera de las dos plazas.
Siguiendo una misma acera en la calle Real se alinean las casonas de buena piedra en muro, esgrafiados curiosos y balco­nes de cuidada forja que delatan su principal condición en la vida del pueblo hace más de medio siglo. A pesar de todo, hoy, sin que las paredes hablen ni musiten las rejas, se adivina en el silencio de sus quicios que pasó por ellas el ángel exter­minador del olvido y la guadaña mortal de la despoblación.
- Buenas casa. Se nota que en algún tiempo éste fue el barrio de los poderosos en Alboreca.
- Pues sí. Algunas están por dentro mejor todavía. El dueño de ésta que linda con la mía era muy famoso. Le llamaban el Tío Flor. Le robaron al pobre, y yo creo que se murió del susto. ese olmo de ahí enfrente lo puso él. Tenía un bote muy hermoso lleno de monedas de oro.
¿Y también se lo quitaron?
- No, dijo que lo tenía en un palomar y no le dieron tiempo. Le robaron 11.000 pesetas en aquellos años de antes de la Guerra.
Era otra buena mujer del pueblo la que me contaba todas estas cosas en amigable coloquio desde la puerta de su casa. Su nombre lo ignoro, por razones que nuestros lectores com­prenderán, y también el de su hija, una señora bastante más joven, natural­mente, vestida de rojo y con aspecto de vivir fuera del pueblo a la que -no somos billetes de mil, que todo el mundo nos quiere- le debí caer mal desde el primer instan­te, incluso después de haberme identificado y de comentar con las dos, madre e hija, detalles referentes a personas de Sigüenza y de la comarca, conocidas por todos, a fin de evitar lo que no fue posible.
- No he bajado aún, pero la vega debe ser una envidia.
- Muy buena -sigue respondiendo, muy educada, la madre-. No crea que no se han sacado patatas y judías de ahí. Ahora no ponemos más que lo poco del gasto.
- Lo peor de Alboreca deben ser las comunicaciones ¿ver­dad usted?
- Si señor, eso es lo malo. Si nos pusieran un autocar, aunque sólo fuera una vez en semana para ir a Sigüenza, a todos estos pueblos se nos haría un gran favor. La gente pobre tenemos que ir andando, o juntarnos cuatro o cinco para pedir un taxi.
- Creo que es una cosa justa. Lo único que puedo hacer es decirlo, para llamar en la conciencia de quienes puedan hacer­lo. ¿Cómo se llama usted?
- ¡No se le ocurra decirlo, madre!
Habló, por fin, la hija.
- Entonces, nada de lo que me ha dicho me sirve. Si no me dice quién es usted, la gente pensará que soy yo quien me invento las cosas. ¿No lo comprende?
La buena señora ya no habló más.
- Bueno -responde en su lugar la hija-, ya le hemos dicho que de nombre, nada. Y nos da lo mismo que lo ponga o no, porque no lo vamos a leer. Así que ya sabe lo que tiene que hacer.
La mujer joven siguió hablando mientras que el forastero, corrido por primera vez después de cinco años de vagar por las calles de los pueblos, donde siempre encontró la respuesta correcta al trato que acostumbró usar con los cientos de personas que le salieron al paso, intenta esconderse por la primera esquina que le llevará de inmediato al pie del campa­nario.
Los muros de sillar del campanario aparecen comidos en su planta por el yerbazal que creció sin tino al favor de las aguas. Dos campanas enormes reciben de cara los postreros rayos del poniente desde sus huecos en la espadaña. Desde la vega, a nuestros pies, sube hasta los descampados un viento suave, cargado de aromas ribereños y de olor a campo.
- Pues él no está aquí en este momento. Se fue hasta los huertos a sembrar unos pocos melones.
Era doña Luisa, creo que tía o familiar de Ángel Yubero, el alcalde de Alboreca. Doña Luisa me acompañó hacia las afueras. Desde allí me puso en camino para bajar hasta el huerto en donde estaba el alcalde.
- Poca gente.
- Poca; unas treinta y tantas personas, nada más.
Los huertos de la vega de Alboreca, tapados ya por las sombras de la Cuesta de los Hoyos que amenazan con tragarse al pueblo de un momento a otro, es un canto único, un trinar fortísimo desde las choperas, un chirriar incesante de los grillos desde el henar de la linde. Hay un hombre que saca cubos de agua de la acequia y se los va llevando, uno por uno, pacientemente para regar.
- El riato no tiene nombre. Nace ahí, un poco más arriba, y se junta con el Henares por Alcuneza.
Más adelante, pasada de hecho toda la vega, encuentro al alcalde sembrando pepitas de melón en una tierra pedregosa del Erial del Ojo. El hombre me saluda sudoroso. Lleva la cabeza cubierta con una gorrilla ligera de paño blanco.
- Tanto gusto -me dice-. No sabe cuántas ganas teníamos de verle por aquí. ¿Qué le parece todo esto?
- Muy bien. Como pueblo, un poco olvidado; pero el sitio, y la tranquilidad sobre todo, valen cualquier cosa. ¿No le parecen demasiados cantos para sembrar melones?
- Qué va. Al contrario. Eso es lo bueno. Necesitan una tierra fresca, y esta casquera es lo mejor.
- Qué pena. No poderse quedar uno aquí a pasar, por lo menos, los meses de verano.
- Mire, aquel de allá es el chalet de Gómez Gordo. No sé lo que vería en el pueblo para venirse a edificar aquí. A nosotros que nos parece tan feo.
- Ah, pues don Juan Antonio es persona que sabe lo que se lleva entre manos. Oiga, la provincia acabará por aquí cerca.
- Un poco más arriba. En Olmedillas. Ahí detrás del cerro de Pozancos.
Pasé unos minutos más con Ángel Yubero a campo abierto, enterrando semillas de melón que madurarán en otoño, y contem­plando en silencio, por el mero hecho de ver, la caída de la noche sobre Alboreca. Un espectáculo gratificante. Entre los manzanos de la vega y bajo la copa oscura de los nogales, los campesinos arrían velas y enfilan la senda de regreso a sus hogares. Por el horizonte en penumbra se recortan, ya cerca de la antigua Segontia, las torres chatas de la catedral.
(N.A. Agosto, 1984)

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