sábado, 27 de diciembre de 2008

ALOCÉN


Cada vez que uno encuentra la ocasión propicia de contemplar tan calladamente, tan gratuitamente, tan casualmente un espec­táculo como el que en este momento se ha colocado delante de sí, piensa que la Naturaleza -madre al fin- premia con asiduidad a quienes, como el que suscribe, tiene a bien dedicar de cuando en cuando horas enteras a pasmarse delante de su admirable piel con ojos benévolos. Hoy la madre Naturaleza, dibujada a maravilla en pleno corazón de la Alcarria, ha sido excesivamente generosa, tanto que el viajero, acostumbrado a todo tipo de impresiones, duda si sacar o no el cuaderno de notas que siempre le acompaña, por miedo a no saber aproximarse siquiera a la verdad de lo que allí hay.
Son las cuatro, poco más, de un día de verano moribundo. El viento fuerte del poniente silba entre las hojas de los chaparros como misterioso sonido de fondo para un cielo y una tierra unificó en áspero tono gris con barruntos de tormenta. Hace frío. Los asientos, hoy afortunadamente solitarios del "Mirador de Alocén", guardan al visitante en la explanada del azote del viento. El Tajo, arrastra entre las risqueras montunas del barranco, se esfuerza por convertirse en lago, y entra y sale en inexplicable quietud por debajo de las hoscas laderucas de olivar donde toman cuerpo las calas, los islotes ribeteados por la cinta que alcanzó la subida en años precedentes y que coronan, en piña color verde Greco, las boinas del pino recental de los oteros. La Alcarria se dilata, se pierde en la distancia, turbia por la neblina del preotoño, alzándose de puntillas para ver el augusto panorama de su propia imagen desde las jorobas gemelas de Viana, donde, no recuerdo si lo he oído contar alguna vez o lo soñé de paso por las inmediaciones de las Tetas, los brujos de la Alcarria juegan sus partidas de mus a deshora sobre la monumental plataforma de ambas cumbres.
Acurrucados en la solana, uno alcanza a ver los pueblecitos en los que fue dejando gotas de su sangre en tardes como ésta, y hoy son recuerdo entrañable de su caminar por la Alcarria: Pareja, Chillarón, Casasana... Más hacia nosotros los modernos edificios para el turismo que preceden, como palomas mortecinas flotando sobre el azul de las aguas, las barquichuelas ancladas en la cala que se abre por la orilla opuesta.
Amigo lector, sin género de pasión alguno te diré que tenemos ante los ojos uno de los paraísos más bellos de la provincia, del que acabo de gozar por obra y gracia de esta tierra nuestra a la que, los de fuera porque no la conocen y los propios porque no la quieren conocer o porque nacieron en ella, se obstinan en volverle la espalda.
El pueblo de Alocén apenas se adivina desde el mirador por el humo de sus chimeneas en la vaguada, a la que decidimos llegar siguiendo la misma dirección que trajimos por la carretera de El Olivar.
El rollo de la horca nos sirve de límite en una curva del camino para entrar al pueblo. Alocén surge escondido entre la vegetación cerro abajo, mirando a la vega. Con su estado impecable, las calles suplen la natural dificultad que aporta la pendiente. Después de mucho bajar me apeo del automóvil junto a una fuente pública de traza dieciochesca, en cuyo pilón nadan por mitad de las ovas y de las piedras media docena de pececillos. Dos chavales los miran, con los ojos abiertos como platos, sentados en el borde.
-¡Cómeme el dedo, pececito! -dice uno.
-¡Toma pan, que está muy rico! -dice el otro.
Los niños se van de la fuente con un perro galgo que se deja acariciar.
-¿Cómo se llama el perro?
-Se llama Talgo, porque corre más que el tren.
Subo ahora por una cuestecilla pina, bordeada de higueras, de olivos, de hiedra y de enredaderas en flor. Un lorito prisione­ro en su jaula dice cosas ininteligibles. Aquí la terraza en sombra de una casa de estilo, con acacias y un juego de la rana junto al tronco de un ciprés.
La anciana que tengo junto a mí se llama Emilia, doña Emilia Morales. Por lo que veo, la buena mujer es una entusiasta de Alocén, de su gente y de su paisaje.
-Es todo muy bonito. Como un jardinillo digo yo que es el pueblo. Me quedé viuda y me fui con los hijos a Madrid, pero me paso aquí todo el tiempo que puedo. Estoy hasta diciembre, porque no quieren que me quede más.
-La fiesta debe ser en agosto, ¿no?
-Sí señor, el tercer domingo. Se celebra el Santo Cristo del Amparo. Hubo teatro algunos días y nos comimos los toros en la plaza. Es un pueblo muy pequeño, pero muy bonito y con mucho orden.
En la calle de María Cristina, por debajo del ábside, la señora Juliana anda preocupadísima. Primero, me pregunta si voy por las calles tomando los números del contador de luz. Luego me cuenta sus penas.
-Pues nada, que juegan al fútbol en la plaza, y me han tirado al suelo no sé cuantas tejas de un balonazo. Mire esa espuerta que tengo ahí llena de tejas rotas. ¿Qué le parece?
Más arriba queda la Plaza Mayor. Es la de Alocén una de las plazas más cuidadas y hermosas de la provincia. Está limitada por el nuevo ayuntamiento, que el pueblo ha sabido devolver en sus formas a la primitiva imagen que tuvo hace un siglo, y por la iglesia parroquial de torre cuadrada, mampostería, sillar y contrafuertes. La plaza está pavimentada con losetas y guijarri­llo, como un enorme mosaico que limitan las tres caras y el barandal que mira hacia la vega. La plaza de Alocén es, como todas las plazas, el centro vital de los grandes aconteceres de la villa.
-La población no es mucha. Ciento treinta habitantes de hecho es lo que suele tener en estos momentos. En verano, y sobre todo en fiestas, aquí se meten dos o tres mil almas.
-Me han dicho que las fiestas de este año han sido excepcio­nales.
-Sí; son fiestas diferentes a las de los pueblos vecinos. Hemos tenido exposición de pinturas del grupo "Luís S. Madrigal", algunas representaciones de teatro, concierto de órgano en la iglesia por el organista de la Concepción de Madrid, don Paulino Ortiz de Jocano, aparte de toros, fuegos artificiales, concursos y demás como en los otros pueblos.
Era el joven alcalde de Alocén, Jesús Ortega Molina, a quien con otros hombres del pueblo encontré trajinando por la plaza en tareas de limpieza. Me invitó a visitar la iglesia.
-Merece la pena verla. Hay un órgano que será de los pocos en funcionamiento que aún quedan en la provincia.
El origen del templo puede fijarse en los años finales del siglo XVI. Impresiona al entrar la grandiosidad de su retablo mayor, barroco, con curioso y monumental baldaquino del mismo estilo situado por detrás del altar, y una imagen de corte románico presidiendo, desde su pedestal en el tercio más alto del retablo, la nave central de la iglesia.
-Es una copia de la Asunción desaparecida cuando la guerra. La hemos podido conseguir muy exacta a la primera, porque quedaban fotografías y muchos datos.
-Parece curioso aquel retablo, dedicado a la Virgen de Guadalupe.
-No sabemos seguro el porqué; pero lo cierto es que aquí hay bastantes cosas, platería y demás, procedentes de México. Yo he oído decir que si un confesor de la reina Isabel la Católica, y el virrey aquel que regaló tantas cosas a la iglesia de Budia, han tenido algo que ver con todo esto.
A derecha e izquierda del presbiterio se ven colgadas sendas lámparas de plata repujada, con inscripciones y fecha de 1721.
-Hemos preparado un pequeño museo parroquial en la sacristía con todas las cosas de valor. Estamos a punto de conectar el aparato de alarma. Ya que tuvimos la suerte de que nunca nos robasen, queremos conservar lo nuestro.
El museo ocupa dos habitaciones en las que se han recogido los ornamentos, los vasos sagrados, las casullas bordadas en oro, y los cuadros de valor que había en la iglesia. Luego, ya en el coro, anduvimos viendo de cerca y manipulando el órgano acabado de restaurar.
-Toda la trompetería es la suya -me dice el alcalde-. No ha sido preciso cambiarle ni una sola trompeta. Las han arreglado y suena estupendamente.
Atravesamos de nuevo la plaza para ver el ayuntamiento. Al pasar me doy cuenta de que una placa en la esquina dice. "Plaza de Jesús Ortega Molina". Pienso que el pueblo ha sido tan gentil que ha querido dedicar la plaza en vida, y en plena juventud, a su alcalde; y el gesto, por lo que tiene de infrecuente, me llena de sorpresa.
-Pues, así es. Lo propusieron dos en una reunión, luego se les unieron otros, y ahí está. A mí me da un poco de rubor cuando me lo dicen.
-¿Y qué les das?
-Nada. Mucho trabajo en los seis años que llevo de alcalde. Son gente extraordinaria. Jamás hay que decirles haz esto o haz lo otro. Se te adelantan ellos antes de que tú lo digas. Yo me admiro muchas veces al ver cómo el vecindario se vuelca en beneficio de su pueblo.
Desde la galería alta del ayuntamiento volvemos a ver el panorama paradisíaco que ofrecen las tierras del pantano. Minutos después nos decíamos adiós en el establecimiento de Víctor, algo más arriba de la plaza. Una casona antigua, con entrada en arco de dovelas, donde han instalado el bar y un poco de tienda, aprovechando la habitación que un señor decoró cuando la guerra con pinturas murales representando animales y que todavía subsisten.
Afuera, los hombres, residentes en Madrid la mayoría, concluyen la limpieza de la plaza que han dejado como el oro. Ya en las proximidades de la fuente pública, un grupo de señoras que me ha debido reconocer, me ruegan con gran jolgorio que cuente cosas buenas sobre su pueblo. Les prometo hacerlo y así lo cumplo, sin salirme siquiera en una sola línea de la verdad.
(N.A. Octubre, 1984)

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