sábado, 31 de enero de 2009

CANTALOJAS


-¡Ah!, ¿por fin te decides? Yo creo que ya está bien, ya.
-¿Por qué dice usted eso, abuela?
-¡A ver! Tú dirás si, después de qué sé yo el tiempo sacando pueblos en el papel, no merecerá el nuestro que lo pongas. . . Lo que no sé es cómo la gente te mira a la cara.
La abuela Flor tenía aquella noche toda la razón del mundo. Se lo había oído comentar algunas veces, pero sólo como una mera insinua­ción. Lo que nunca llegó a pensar la abuela Flor es que Cantalojas tiene para mí las mismas dificultades que pudiera tener mi propio pueblo ; que los tres mejores años de mi juventud y largas temporadas de otros posteriores los he pasado allí, entre aquellas cuatro montañas, respi­rando su atmósfera limpia, soportando los rigores de su clima en medio de toda aquella buena gente, de cuya entrañable amistad me siento or­gulloso. Por primera vez, y creo que jamás se repita, uno se enfunda su jersey de lana y se tira a la calle sintiéndose, al mismo tiempo, juez y parte.
Las gallinas del barrio de la iglesia picotean madrugadoras en los muladares que hay junto a las eras. Suben rectas, por encima de los tejados rojizos de las últimas casas, las columnas de humo de los ho­gares que se van abriendo en penachos hasta perderse después en el azul de la mañana. Vuelve Antonia de su casillo de echar una lata de pienso a los animales; de soltar las vacas; de encerrar las yeguas; no sé, es un serio ritual de quehaceres que jamás llegué a comprender y que creo no entenderé nunca. Antonia, que es una mujer del campo, sabe de su­dores agobiantes, de heladas insufribles, de horas de trabajo perdido en una tierra que desde siempre se negó a dar y, por extraño que pa­rezca, Antonia sabe de versos.
-¡Hombre! y de prosa, también sé. Empecé con los versos, pero ahora tengo mucho escrito en prosa. Tengo escrito todo, desde cuando nacemos hasta el ocaso. Pero, claro, lo que más tengo son poesías. Pa­sarán de cien.
-¿Se las sabe de memoria?
-Todas, no. De las primeras que hice se me han ido olvidando al­gunas. Quiero publicarlas en un libro para que la gente las lea, pero cuesta eso tanto que ya veremos.
Cantalojas se quedó en la mitad de su población durante las dos últimas décadas; pese a todo, y por no haber faltado nunca un jornal, todavía conserva sus escuelas, su médico, dos establecimientos comer­ciales, una panadería y bares y tabernas donde elegir.
El arroyo de la Virgen corre con agua de deshielo campo abajo. De unos humedales entre los chopos sale la cigüeña con una culebrita de agua en el pico y se va en vuelo aparatoso hasta su nido de los Ne­brillos.
-Hola, Julián. Buenos días.
Julián Arenas no es de aquí. Llegó a Cantalojas de niño hace mu­chos años. Es un muchacho trabajador, inteligente, padre de familia numerosa y el mayor ganadero del pueblo en la actualidad.
-¿Queda todavía mucho ganado?
-En el pueblo puede que queden aún más de dos mil ovejas, y cabras, más del millar.
El ganado menudo va para abajo; no hay quien lo guarde. Las vacas se guardan mejor porque no necesitan que la gente se quede a dormir en la sierra, y eso lo pueden hacer los mayores. Seguro que hay aquí cerca de quinientas vacas entre todo el pueblo. Desde el camino de Valdeiglesias, Cantalojas se ve en medio de todo un laberinto de praderas cercadas con piedra de pizarra, como restos de alguna vieja ciudad legendaria que hubiera salido a la luz desde las entrañas mismas de la tierra. Al fondo, el oscuro telón de las montañas tapizado en su mayor parte por un extenso pinar, al que iluminan por el Poniente, con su pincelada blanca, las sierras de Riaza y Tejeranegra.
La iglesia es un sólido edificio de piedra labrada que ni en sus par­tes más antiguas estará por encima de los dos siglos de existencia. Tiene un retablo mayor montado sobre dos piezas de estilo dispar: mitad neoclásico, mitad churrigueresco, en cuya hornacina principal, empuñando en su mano diestra la espada parricida, está la imagen de San Julián Confesor, titular de la parroquia y patrón del pueblo.
En Cantalojas nació el 19 de enero de 1797 don Damián Gordo Sáez, un virtuoso varón a quien la diócesis tortosina sigue contando entre sus obispos más preclaros.
Los casillos de penetrante olor a heno y las rústicas casonas de la Castilla del XIX comparten la fisonomía general del pueblo, que sólo vendrá a romperse con la nota romántica de sus pequeñas huertas, ar­boladas y sombrías, cuyas cercas de piedra limitan con las propias calles. De vez en cuando, uno se encuentra con inscripciones piadosas, retazos heráldicos o simples fechas de otro siglo marcadas en las pocas piedras nobles que lograron escapar de la garra del anticuario. Frente a una de estas bellas viviendas de corrido balcón está la panadería. Abraham, el panadero, continúa dando, pese a la inevitable maquinaria con que trabaja, el sabor tradicional a las hogazas redondas de pan de pueblo.
-¿Cuál es el secreto, Abraham?
-Secreto no tiene ninguno, ya ves. El pan sale así porque lo ha­cemos con levadura madre, igual que se hacía antes; nada o casi nada de artificial. Por eso sale menos lustroso que todo lo que se hace por ahí, pero con sabor a pan.
-¿Lo sacas fuera del pueblo?
-Sí; llevo también a Galve y, por hacer un favor a las cuatro fa­milias que quedan, me acerco algunos días a Valdepinillos y La Huerce. Donde viene a morir la calle Mayor, junto a la Puentecilla, hay un pararrayos descomunal, dividido en cuerpos, como una antena de automóvil con treinta metros de longitud y un disco de metal en todo lo alto. Camino del abrevadero, cruzan para el Caño media docena de vacas negras y dos ternerillos blancos con ganas de retozar. Un ven­dedor ambulante echa una cabezadilla a la sombra de su establecimien­to, sentado en una silla de tijera junto a la pared de la plaza. No se oye una mosca en el bar de Juanito. Hay tres ancianos que matan la mañana aburridos alrededor de la estufa de leña al lado de unos vasos de tinto a medias de beber. Felipe, el albañil, que viene de paso, puede ser en cualquier momento la insustituible compañía para conversar sin prisas, echando, cuidadosamente, delicadamente, un poquito de fuego al calor oculto de las añoranzas.
-¿Qué fue de tu guitarra, Felipe?
-¿La guitarra? Por casa debe de andar, medio sin cuerdas. ¡Cómo pasa el tiempo, hay que ver! Si se les cuenta aquello a los de ahora, se ríen.
-Parece que no se concibe en Cantalojas una fiesta sin ronda, ¿verdad?
-Ahora ya no hace falta rondar a nadie. Son ellas las primeras que se presentan en el baile o en la discoteca ésa sin avisarlas. ¡Anda, que no nos costaba antes a los mozos ir a rogarlas, a las mozas ya las madres, para que las dejaran venir al salón! Y, ya ves, sin malicia nin­guna. Con una cuartilla, los mozos, que entonces había mozos, toda la noche de juerga, de cantares y pasándolo bien. Ahora no se saben di­vertir si no van con el bolsillo lleno.
Cantalojas se abre al mundo por el único camino que llega hasta el pueblo. Con el arroyo a sus pies, la carretera se va estirando desde las afueras camino de Galve. En las praderas de la Dehesilla, entre el pueblo y el pinar, pacen al sol más de un centenar de vacas sin que nadie las cuide. De vuelta del molino, con un costal de harina terciado sobre el lomo de su cabalgadura, el tío Eulogio desanda por enésima vez el camino en el que, día tras día, con calores y con hielos, se ha ido dejando, sin darse cuenta, la mayor parte de su vida.
-No; la mayor parte, no. Toda la vida. Yo no he hecho otra cosa desde que era chico. Antes, en el otro molino y, luego, en éste, toda la vida en el oficio.
-¿Quedan aún muchos molinos de río como el suyo?
-Pues no lo sé, pero que yo sepa no debe quedar ninguno. Y el mío seguro que ya será por poco tiempo. Los años pasan y ya no está uno como antes.
-Pero lo bueno es que todavía sigue habiendo trabajo, ¿no?
-¡Que va! Como ya casi no quedan cochinos, no hace falta moler pienso. Así que entre la edad, la falta de animales y el molino, que cualquier día se va a hundir, esto habrá que dejarlo a la fuerza. Y bien que lo sentiré, pero no habrá más remedio.
De cara a los picachos más altos de la sierra, teniendo como trono sin par la humilde barandilla del puente de las Lumbreras, uno en­cuentra, en la claridad de esta primavera reciente, tiempo para recor­dar, momentos apacibles para volver a vivir con la caricia fresca de su brisa y el aroma perpetuo de sus pinares; con el encanto insólito de tanta belleza perdida entre los bosques, como un desafío de la Natu­raleza toda que se viniera a manifestar en riscos afilados y en hondo­nadas por las que corren limpias, silenciosas, anónimas, las aguas de mil regatos que allí encontraron su cuna y que perderán más tarde su virginidad monte abajo.
Tiene mucho de delicia subir por el camino de los Prados Redondos detrás de una carreta, oyendo de cerca el sonar acompasado de los cencerros y el resuello pertinaz de la yunta de vacas. Han pasado dos horas. Es posible que sea todo cuanto se necesita para introducir de hecho a cualquiera de ustedes en lo más íntimo del vivir cotidiano de uno de los pueblos más olvidados y más hermosos de la provincia. Cantalojas, a 1.200 metros de altitud, es un paraíso donde, a pesar de su trabajo y de la dureza de su clima, la gente vive en paz como una reserva de bienestar y de honradez a la vista de todos.

(N.A. Marzo, 1981)

viernes, 30 de enero de 2009

CANREDONDO


El sol acaba de aparecer y ya comienza a derretirse en tonos fríos entre las sinuosidades del terreno. Los chaparros de la ladera se esfuerzan por despertar con los primeros rayos. El tomillo, el romero, el espliego, la humilde matilla de la ajedrea, una fila de colmenas bajo la visera de un ribazo en la solana. El campo es por aquí fragoso, arisco; campo de bermejales y rocas grises perdidos en mitad de una naturaleza difícil en la que el hombre apenas tiene algo que hacer. Uno piensa que, después de tantos viajes pisando su piel, hoy ha dado por fin con el corazón de la Alcarria, La Alcarria tiene el corazón atercio­pelado, huraño, aromático. Habría que estudiar a fondo hasta qué punto la magia no dejó clavada también en la Alcarria su pequeña sede. Sería interesante velar las armas alguna vez a horas intempestivas en las oquedades de la llamada Puerta de Ruguilla, en el estrecho y bajo las peñas. Se acabaría por ver, quién lo duda, el vuelo torpe de los docejos sobre la roca, y los cabrichochos pastar entre las breñas del desfiladero; extraña fauna de aquelarre que un loco de Cuenca, Raúl Torres, ha llegado a sorprender en las noches de luna vagando de cueva en cueva, de risco en risco, por las hoces del Huécar.
Un hombre con traje de pana camina tirando del ronzal a una mulilla negra. No encontraría a nadie más desde Cifuentes antes de llegar al pueblo. En una vega de barbecheras ralas surge el tamo del verdín como un tul delicadísimo: es el anuncio de la cosecha; los trigos que se aventuraron a nacer sin el beso del agua, y ahora piden para sobrevivir una gotita de rocío a la mañana por el amor de Dios. Arriba el páramo extenso, desierto de vegetación, en cuyo término se divisan las primeras casas y la torre parroquial de Canredondo.
Hay, apoyado sobre la pared de unos corrales, un anciano que toma el sol mirando a los campos. El anciano padece de perlesía, camina con sorprendente agilidad y tiene en sus manos por el momento el testigo venerable del patriarcado.
-El más viejo del pueblo, sí señor. El diez de febrero me caen los noventa.
-Los ochenta, querrá decir.
-No, no; los noventa. Qué yo sé muy bien lo que me digo. Y hay otros dos que andan con mi edad, pero no están aquí ahora: el Isidoro, que está en Zaragoza, y otro que está en Parla con los hijos.
-¿Qué hacen ustedes para vivir tanto?
-Pues hombre, agua y pan no nos faltó nunca, pero vida mala... Hemos tenido que luchar y trabajar mucho. Ahora, cada cuatro meses me cambio de aquí a Coslada que tengo un hijo. Vivo en esa casa, donde la iglesia.
-Me pregunto, señor Guillermo, si aquí en la plazuela de la iglesia no haría bien una fuente, ¿verdad?
-Claro que haría bien; pero si no hay agua nunca ¿para que la queremos? Este año ya es la caraba. Cuando yo me casé, hace ahora sesenta y cuatro años, y éste, los peores. Yo no he visto cosa igual.
-Cuánto me extraña que camine usted tan bien, fíjese.
-Mire, no está bien que se lo cuente, pero el año pasado me fui a cobrar el subsidio y me vine andando desde Cifuentes por el Val. Más de quince kilómetros con mis ochenta y nueve años. No sé lo que es estar malo.
-¿Qué va a hacer usted hoy?
-Nada; lo de siempre. Ya lo tengo hecho todo. Yo voy a ver si encuentro alguno que me corte el pelo.
-Que no hay peluquero, claro.
-No; aficionaos hay muchos. La cosa es que encuentre alguno que le venga bien.
El abuelo Guillermo se marchó calle abajo hacia el frontón. A lo largo de la carretera, el barrio más soleado y alegre de Canredondo, va apareciendo gente por cualquier sitio. Hay un vendedor ambulante despachando a las señoras fruta y verdura fresca en cajas de madera que ha colocado alrededor de la furgoneta. Dos jóvenes repellan el muro del frontón con una llana de madera, y otros, menos jóvenes, se entretienen en mirar a los que trabajan. Allí se quedó mi amigo buscando un peluquero. En Canredondo uno topó siempre con gente amable, tanto, que uno hubo de pararse a veces a pensar si la contestación podría ajustarse más bien a la realidad o a la broma.
-¿Cómo se llama esta calle?
-Le dicen la Plaza; pero yo quería que le hubieran puesto Avenida de la Tercera Edad. Tampoco quedaría mal.
-Aún se ve gente por el pueblo.
-Unas ciento veinticinco personas debemos ser. Se fueron muchos. Algunos ya están empezando a volver. De Barcelona hay tres que ya se han venido de fijo; jubilados también.
-¿Tienen buena tierra?
-La tierra no es mala. Lo mejor de ella es que no desampara. Se cogerá poco, pero siempre se coge algo. Este año, sin caer una gota, muchos han sembrado, pero no sé ni cómo nace.
Por la Vega, que así llaman en Canredondo a las tierra llanas que se dejan ver desde las piedras del frontón, se divisa una superficie extensa de rastrojeras pardas sin cultivar. Toman el sol en las eras dos mulillas negras, dóciles, soñolientas, aburridas.
-Esas ya tienen poco que hacer. Para la cosa de la leña y las colmenas todavía se van usando. Hay en el pueblo ocho o nueve mulas y un burro. En otros hay más sin salir de la contorna, ya lo creo que hay más.
El señor Anselmo se fue de allí cuando se deshizo el corrillo después de la conversación. Seguro que a cortar el pelo a mi amigo el Tío Guillermo. «La cosa es que me encuentre a uno que le venga bien».
Cerca de nosotros hay una casona antigua, sólida, muy grande, con todo el porte de las mansiones castellanas donde usaban vivir los prestamistas y los grandes terratenientes del diecinueve. Es la posada. La posadera, doña Quintina Laguna, está barriendo el sombrío portalón por el que se entra en la taberna.
-Taberna, sí señor. Esto es taberna, nada de bar. A mí no me molesta que le llamen taberna; al revés, me gusta que llamen a las cosas por su nombre, ya ve usted.
-¿Y cómo es que le dicen posada?
-Porque fue posada cuando los tiempos de los arrieros. en la cuadra que tenía esta casa cabrían cuarenta mulas. Todo esto se llenaba de gente. Traían sus sacas, las llenaban de paja, y todos a dormir por aquí por el suelo.
-Vida dura, ¿verdad usted?
-Nada; de eso nada. Era una vida más sana y más alegre. La de ahora será más cómoda si se quiere, pero ¿adonde está la confianza que se tenía con la gente? ¿y aquellos cantares de los arrieros?. No me diga.
En la taberna de doña Quintina Laguna me junté con el colmenero de Abánades, que se llama Vicente. Es caminero, y tiene una visible -supongo que molesta- hinchazón en el ojo izquierdo.
-Una abeja. Y llevaba careta, pero no me la he puesto. Se fía uno, y luego pasan estas cosas. Lo da el oficio.
El colmenero de Abánades pidió para beber una copita de aguardiente de la Alcarria y yo le acompañé en ese trabajo. El aguardiente de la Alcarria es un licorcillo que yo no había probado nunca, de sabor fuerte y de efectos fulminantes, según cuentan, si no se le guardan las debidas distancias a la hora de tirar de él. La tabernera me contó que lo hacen en Morillejo, y que lo sacan del orujo de la uva, como el alcohol. En cambio, la miel, la verdadera miel de la Alcarria, hay que irla a buscar a Canredondo.
-Pues yo había oído decir a un melero de Pastrana que la mejor miel está en Ruguilla. Eso se conoce que va en gustos.
- anda, claro; porque los de Ruguilla tienen las colmenas aquí, y los de aquí, si sale, las ponen en Ruguilla. Ve usted, éste señor es de Abánades y las trae a Canredondo; por algo será.
-¿Le sacan mucho a las colmenas?
-Este año poco. No llueve y las abejas no dan. Para el gasto y los cuatro compromisos que siempre salen de amistades y gente que viene a buscar.
El vendedor ambulante que había en la carretera está empezando a replegar las cajas del establecimiento. El vendedor se llama Gregorio Pérez y es vecino y natural de La Puerta. Gregorio Pérez se pasea media Provincia cada semana con su cargamento de manzanas, plátanos, tomates, naranjas, melocotones, uvas..., según la época del año. Aunque hablar por hablar no cuesta dinero, uno prefiere abrir brecha en la conversación comprándole medio quilo de castañas.
-Cuarenta y tres pesetas, señor.
-¿Viene mucho por aquí?
-Todas las semanas. Los sábados me encontrará aquí siempre. Ahora me voy a Torrecuadrada.
-¿Hasta adonde llega?
-Llego hasta Armallones y Villanueva de Alcorón. Por esa ruta me toca los lunes. Hay que hacer por la vida; no hay más remedio.
-¿Y se va haciendo algo?
-Hombre; aunque sea poco, siempre se hace algo. Lo que más se vende es la fruta. El congelado tiene menos aceptación.
-¿Se acordará de dar recuerdos al Tío Julián, cuando llegue a su pueblo? El Tío Julián de La Puerta es mi amigo. Un señor muy simpático.
-Ya no podrá ser. El Tío Julián ya no vive. Lo enterramos el día de Jueves Santo. Se murió el hombre casi de repente.
En un rincón de la plaza hay una niña que hace cuentas y escribe, sentada al sol en su mesita de madera vieja. El adiós a Canredondo fue un paseo general por las calles del pueblo. Vi muchas casas de piedra antigua y viviendas en construcción por todas partes; y gatos, muchos gatos como adormilados a la puerta de casa o haciendo cabriolas por las esquinas. La iglesia está sola. Es un edificio monumental con un retablo llamativo, rico en dorados, y una imagen preciosa de la Soledad y otra de la Visitación de la Virgen, la Patrona del pueblo; todo en un ambiente de relajante paz, donde el tiempo no cuenta.
(N.A. Enero, 1982)

jueves, 29 de enero de 2009

CANALES DEL DUCADO


El pueblo de Canales contaba en mi memoria por algunas leyendas que, hace ya algún tiempo, me relató en Ocentejo mi amigo Ruperto, relacionadas, claro está, con una vieja rivalidad entre ambos lugares que también los años, y los siglos seguramen­te, han hecho desaparecer.
Toda la franja de montículos agrios y de adustos vallejuelos que marcan de alguna manera el límite de la Alcarria con los naturales paraísos del Alto Tajo es, sin duda, la tierra más misteriosa de toda la provincia de Guadalajara. Tierra de la que se ha escrito mucho -Guadalajara, desde que el Castellano como idioma existe, está trillada por la Literatura-; pero muy poco, o casi nada, acerca del embrujo que se mece entre el viento por estas serrezuelas y de cuya realidad en algún momento apunté algo, y pienso concluir, a no tardar mucho, si Dios me da las fuerzas necesarias y consigo al final los conocimientos suficien­tes como para llegar en sus estudio hasta donde buenamente me sea posible, de manera que pueda sacarlo a la luz con un considerable porcentaje de fiabilidad.
Cada vez que tengo que pasar por estas risqueras del Estrecho de Ruguilla, recuerdo el compromiso que contraje conmigo mismo de hablar alguna vez de los brujos de la Alcarria con todo fundamento, cuyos espíritus se adormecen cada invierno, igual que el espíritu de los topos y de las lagartijas, en los informes agujeros de estas piedras.
Las viejitas de Canredondo toman el sol de la media tarde al socaire de la ermita. Las tres o cuatro viejitas de Canredondo me explican a un tiempo, desde sus asentillos bajos, cuál es el camino mejor para llegar a Canales.
Cuando se va a Canales, guardando sin errar la dirección de Sacecorbo hacia el alto Tajo, uno se encuentra con fornidas sabinas en los descampados, con piedras grises en las vertientes de los montes y con verdín pinariego de la repoblación. El lugar aparecerá más tarde, como desvaído a mano izquierda de la carretera, en su sitio justo, mostrando con el sol de las cinco sus fosforescentes tejados ocres, paisajes largo con verticales planos de blancal por donde se escapa la vista, allá mismo, cuando el meticuloso cuentakilómetros del automóvil marca exactamente el número 100 desde que salí de la capital.
A la entrada de Canales hay tres mulillas mordisqueando los primeros brotes de abril en un baldío. Una pareja de patos beben y chapotean a placer en la reguera que sale de la fuente. Canales del ducado tienen una fuente pública redonda, muy bonita, restaurada en el año 1986 por el alcalde actual don Gabino Trujillo, después de que un rayo la partiera en dos en época todavía reciente. El pilón sobre el que se sostiene la bola del remate hace constar al visitante, en artística letra de molde, que "Se hizo siendo alcalde don Hilario López. Año 1891". Dos chorros cuelgan desde la boca de dos soles o de dos caretas de piedra perfectamente redondas.
Canales se comunica por este barrio bajo en donde está la fuente de manera directa con el campo, con lo que uno sospecha debieron ser las huertas en otro tiempo; ahora visiblemente desatendidas por falta de gente joven que lo mueva. Al fondo, destaca sobre todo lo demás el cerro del Otero, altozano agreste y romántico que según me explicaron los lugareños, guarda toda el agua del mundo escondida en sus entrañas. Pueblo de plomizas tonalidades en piedra grietada, de hermosos y legendarios parajes, de nostalgias sin fin y de caducos decires.
Como la tarde invita a hacerlo así, la gente se ha salido a tomar el sol en el barrio de la Fuente. Por ser sábado, los habitantes de Canales son un par de docenas más de lo ordinario.
-Ah, eso desde luego. Si viene usted otro día, nos coge aquí a cuatro de ellos.
Un poco en cuesta se abre entre sol y sombra el juego de pelota. Más arriba está la iglesia, junto a las eras, con el viejo cementerio adosado a sus muros. La iglesia pregona en contados detalles su origen medieval, ajustándose en algunos de ellos a lo más rudimentario del arte románico. La puerta está cerrada; una puerta nueva que se esconde bajo arco semicircular a la sombra del clásico portalejo de tantas iglesias pueblerinas. Por la puerta del camposanto vuelvo a recibir, tan alejada de los mundanos artificios, la repetida impresión que sentí en otros lugares, la paz serena de las tumbas remarcadas de hierba y de flores de lis, la imagen marmórea y fría de las cruces de los muertos. Dos tumbas muestran inscritos sendos epitafios en memoria de doña Gregoria Huerta Buendía y de doña Gabriela Huerta Buendía -hermanas quizá-, fallecidas a los 84 y a los 85 años respectivamente, dos vidas paralelas que esperan también juntas, por los siglos de los siglos, la hora suprema de la resurrección.
A la caída se advierten desde las eras los campos al descubierto del barranco de la Hoz, todos de sabinas, y las complicadas orografías a las que da lugar el cauce invisible del río Ablanquejo, un poco más al sur, por donde uno imagina visiones paradisíacas, más sugerentes aún a estas horas de la tarde allá por los primeros requiebros naturales del Alto Tajo.
Tres o cuatro perros tímidos salen juntos a ladrarme a la vez por las eras. El viento que a menudo sopla en rachas desde el norte es grato y confortador. Los perros se callan. Las eras que aparecen por el alto tienen piedras planas como pavimento, y restos de muro alrededor igual que los castros celtíberos. Una bandada de grajos merodea por el camino que sube desde el barranco. Se siente un indecible bienestar en este ambiente de silencio, sano y remoto de Canales.
Al bajar de nuevo hacia adonde está la gente, lo hago por unos callejones estrechos de piedra en los que crece la hierba. No lejos hay un olmo enfermo. Las columnas de la alta tensión se llevan la corriente eléctrica por encima de los montes. Piedras, ruinas, palitroques de madera podrida, ropas tendidas al sol... En la plaza del pueblo siguen sentado sobre poyo dos hombres de avanzada edad, don Julián del Amo y don Germán Salmerón. Año arriba, año abajo, los dos deben ser de las mismas quintas.
-No señor -explica el primero-: yo soy más viejo. Le saco al Germán tres o cuatro años. Nací el 18 de octubre del año cuatro. Así que, eche usted la cuenta.
-Ochenta y cuatro pues, los primeros que le caigan.
-Sí, yo creo que esos deben ser.
-Tienen una fuente muy bonita. Con esa fuente, el pueblo parece otra cosa.
-Ya lo creo. La hizo un alcalde que se llamaba el Tío Hilarión. Aún me acuerdo de él. Nevando estaba el día que lo enterraron. Las piedras de la fuente las bajaron de lo alto del cerro del Otero con una yunta de bueyes. Debieron se unos fontaneros o albañiles de Ruguilla los que la pusieron en funciones.
Los dos abuelos, don Julián y don Germán, que hasta sus nombres riman, son a la par de simpáticos. El Tío Germán es, creo yo, un poco menos abierto. Los dos cubren sus cabezas con boinas de paño negro, y los dos se echan a reír cuando les digo que si todavía bailan el día de la fiesta.
-Sí; ahora bailamos los dos de coronilla. Harto lo hemos hecho, no crea. Todavía hay por mi casa un guitarra de cuando éramos mozos.
-Y bailarían para San Roque, naturalmente.
Sí, señor; para San Roque. Ahora traen una música de esas que hacen ruidos.
-¿Cómo les dicen a los de Canales?
-A nosotros nos llaman canaliegos.
-¿Y a los de Ocentejo?
-A esos les dicen pollitos.
-¿Por qué?
-Vaya usted a saber por qué. Eso sí que no se lo puedo decir.
-¿Se entienden bien con ellos?
-Sí, con los de Ocentejo nos entendemos bien. Son buenos chicos.
Aparece por la tertulia del poyo otro nuevo amigo, Gabino Abánades. Aunque por más joven es seguro que sepa del pueblo muchas menos cosas que los otros dos, tiene, sin embargo, mucha más soltura para andar que cualquiera de ellos. El abuelo Julián así lo reconoce.
-Que le acompañe él, que es más joven. Es mi yerno. Nosotros nos quedamos aquí.
Gabino me ha dicho que vive en Madrid. Durante algunos fines de semana se viene al pueblo a disfrutar, a ponerse en contacto de nuevo con los miles de recuerdos de la niñez y a pasar -porque aquí se puede- dos días tranquilo de vez en cuando.
-Bueno, la verdad -me dice- es que el pueblo, desde hace unos años atrás, estaba llamado a desaparecer. Últimamente lo hemos ido arreglando; se han hecho obras, y parece que la gente, mal que mal, se va sosteniendo. En verano, todo esto es estupen­do.
Gabino me deja un instante y vuelve al momento con la llave de la iglesia. A las gentes de los pueblos les gusta enseñar su iglesia a falta de algo mejor. En realidad son muchos los pueblos de la Provincia que apenas si aportan como interesante algo más que su iglesia: resumen de historia callada, de quereres comunes, de devociones y de recuerdos.
-Pues la nuestra me parece que tiene muy poco que ver. Una buena pila de bautismo sí que había, pero se la llevaron al museo de Sigüenza. Aquella, de verdad que era una joya.
La iglesia es, con arreglo al pueblo, pequeña por dentro. Tiene una sola nave, blanqueada, baldosas antiguas en el suelo, interesante cúpula y una bóveda agrietada con cierto peligro. Anoto, además, una imagen de San Roque en el nicho de yeso del ábside, con la pintura tosca de un castillo sobre el mismo muro. San Antonio -según me dicen- dando a un chiquillo un pedazo de pan, una imagen del Niño Jesús de Praga, una Inmaculada Concep­ción también pequeña y un Sagrado Corazón de igual tamaño, completan el todo en imágenes que durante bastantes años debieron atraer el fervor de los canaliegos.
Gabino y yo damos la última vuelta por los alrededores, soportando de costado el viento poniente que a medida que la tarde cae se va tornando más frío.
Las lejanas perspectivas de cortes y peñascos por donde se encaja, joven aún, el padre Tajo, se me vuelven con el sol dorado de las siete y media como un indescriptible lugar de ensueño. Delirio de cadíes y de princesas moras muertas de amor, olimpo de leyendas que se dejaron perder, quedando a perpetuidad la belleza embrujada de estos atardeceres de la sierra a los que, con no poco pesar, uno ha de decir adiós aunque no le apetezca hacerlo.

(N.A. Mayo, 1988)

CANALES DE MOLINA


La capital del Señorío está al caer. Apenas nos separan unos minutos de camino cuando el pueblo de Canales nos sorprende a lomos de su atalaya por la margen izquierda de la carretera. Es la hora de la media tarde. El verano parece que asentó sobre su copetón de finales de junio y pica el sol, quién sabe si tramando desde ahora la tormenta que nadie prevé para la anochecida.
Ascendemos nada más llegar por un ramal muy pino hasta la Plaza de la Fuente. La altura parece que intensifica el silencio. Abajo carea un rebaño de ovejas sobre la plataforma verde de una era recortada en círculo. Al otro lado del valle por el que se estira la carretera se divisa con asombrosa nitidez el áspero espectáculo de las sabinas dibujando las formas del monte, preludio de aquel otro tupido manto de pinar que nos imaginamos debe de haber a la caída.
Ahora sale de su casa en el rincón una mujer, con el asiento arrastra en una mano y la cestilla de la labor debajo del brazo contrario. Al punto se instala en una esquina al otro lado de la calle.
-Buenas tardes tenga usted, señora. Parece que se busca la sombra.
-Mire; aquí estoy cuidando un poco de esos pollos que compré el otro día. A ver si suben a colmo.
-Subirán -le digo-; claro que subirán. La pluma no es mala, y con este tiempo que llevamos, seguro que enseguida se le hacen grandes.
-Luego se mueren. Todos los años se mueren. No sé que les pasa.
El atrio de la iglesia está comido por la hierba, que crece por cualquier rendija entre las losas del suelo. Da la impresión de que no hay animales callejeros que la coman ni personas que la pisen.
-Si está todo igual, las calles y todo. Este año, con tanta lluvia en la primavera, yo creo que sale la hierba hasta por debajo de las camas.
La señora Rosa continuó haciendo ganchillo a la sombra de la pared, cuando yo me dispuse a subir hasta lo más alto del pueblo de Canales: las eras del Calvario, desde donde, con un poco de suerte, se dará vista a las dos veguillas que bordean al pueblo: la del camino de Molina por donde llegamos, y la de Valdecanales, más escondida, más solitaria y más bella quizás.
He venido a situarme cómodamente sobre las peñas al pie de una cruz de palo. El firme de las eras se ve embaldosado en parte por losetas planas rodeadas de hierba. Son muchos los pajares semiabandonados que se cuentan en la ladera, testigos mudos que hablan al forastero de aquel otro Canales de hace un cuarto de siglo. Aquí los despeñaderos abruptos del Calvario, que se cortan en vertical desafiando al vacío hasta las tapias del cementerio en el barranco. Muy lejos, como a la salida del sol, se distin­guen a pesar de la distancia las torres y las murallas inconfun­dibles del castillo de Molina; y ocupando las extensas sinuosida­des que miran al norte, las tierras de Valdecanales, con sus altos de breña a derecha e izquierda, entre los que se despliega la veguilla suave de los Navarejos, fertilizada por las aguas del arroyo, cuyo rumor al salvar los pedregales de su cauce, sube hasta nuestros oídos en singular concierto que favorece el viento de la tarde.
Se ven cuatro hombres en otros cuantos bancalillos removien­do la tierra. El golpe de las legonas nos llega tardo y arrítmi­co, punteado desde no sé dónde por el canto del cuclillo.
-Oiga, ¿para ir hasta la Peña Escrita?
-Pero qué me dice usted. Eso ya no existe.
-¿Cómo? ¿Pero no es en este término donde hay una piedra que tiene marcadas así como figuras muy raras?
-No señor; ya no está. Hace cuatro o cinco años que la volaron con barrenos, cuando hicieron lo de la concentración.
-Usted perdone; eso no puede ser.
-No podrá ser, pero es. Los cachos de piedra los tiramos al río. No sé si aún quedará alguno por allí.
El señor Rufino me está contando todas estas cosas mientras pinta la puerta de su casa en un rincón que hay por detrás del campanario.
-En el monte, y más escondida que la que usted dice está la Peña del Moro. A esa vienen a verla muchos extranjeros. Hay como un moro muy grande y una mora pintados en la piedra. Lo que pasa es que como no vaya alguien con usted, no dará con ella.
-Pues qué mala suerte. Y dice que la verdadera Peñas Escrita ya no existe.
-Nada, no señor; de esa no queda ni el rastro. Aquella sí que no tenía pierde; estaba en el mismo camino. Pero, ya le digo, hacía mal tercio cuando lo de la concentración y al quitamos del medio.
-¡Caray, pero de qué formas!
Una hija del señor Rufino lo animó para que me acompañase hasta la Piedra del Moro. Yo le insistí y el buen hombre no se hizo rogar demasiado. Dejó sobre una mesa los bártulos de la pintura, y los dos nos fuimos a tomar el coche en la plaza de la Fuente. Por el camino me fue contando que no le gustaba llevar a nadie hasta la Peña, porque en una de aquellas cuevas está enterrada la Reina Mora, y dentro hay un tesoro, que según cuentan debe de ser muy valioso, que vienen muchos de otros países a medir el terreno y que nadie quiere decir nada.
Pasamos ahora junto al cementerio que había visto desde el alto de las eras unos minutos antes, y después por la vega de los Navarejos hacia el pinar con dirección norte. En el sitio mismo en donde el señor Rufino me indicó que había estado la Peña Escrita, nos detuvimos a olismear con la esperanza de ver por lo menos algún pedazo en medio de aquellos montones de piedra desprendida.
-Nada, por aquí no se ve nada. Qué sé yo adonde irían a parar los cachos. Era una piedra llana, de un palmo o dos de gorda, y estaba en este mismo sitio de pie, pegada al camino.
Por un sendero fatal para subir en coche llegamos finalmen­te a una calvera entre los pinos, desde donde mi acompañante me indicó que podíamos bajar a pie hasta la Peña del Moro. Es todo aquel un paraje inhóspito, plagado de maleza y de pinar escaso, de lastras de piedra que bajan hasta la vega y de matorral arisco por el que nos vamos colando, dejando a salvo las ramas secas de los marojos y de las estepas, saltando a veces sobre las cañas tronzadas de los pinos resineros hasta caer en el fondo de otra barranquera por la que pasa un arroyo.
-A todo esto le decimos en el pueblo Las Palancás. Hay que tener mucho cuidada, que por aquí andan los jabalines.
-¿Los han visto?
-Muchos. Por aquí arriba vieron el otro día a doce juntos.
-Estoy admirado de lo bien que camina usted, señor Rufino. algunos ratos me cuesta trabajo poderlo seguir ¿Cuántos años tiene?
-Más de los que usted se imagina. Eche, a ver.
-Pues, qué sé yo. Unos sesenta y cinco o setenta a lo sumo.
-Qué más quisiera. Tengo ochenta y dos.
Hemos llegado, al fin, colándonos desde el riato por mitad de unas zarzas que se agarran a las ropas, a la que en Canales llaman la Peña del Moro, mientras que los historiadores y los investigadores de todos los tiempos conocen por la Peña Escrita. Es admirable saber cómo en 1646, hace mucho más de tres siglos, el erudito molinés don Diego Sánchez de Portocarrero, ya vio en este rincón "áspero y fragoso" lo que cualquiera de los que hoy somos podemos admirar con idéntico realismo, siempre y cuando tengamos la precaución de asirnos a la compañía de algún cicerone del pueblo, naturalmente.
La peña en cuestión es una losa tremenda, de cinco o seis metros cuadrados de superficie y forma triangular, colocada en horizontal por la Naturaleza bajo la visera de otro peñasco liso y mucho mayor todavía, que la protege de las lluvias y de los demás efectos demoledores de la intemperie. La Peña está toda ella recubierta de unos signos extrañísimos, no atribuibles con exactitud a ninguna civilización pretérita sin correr el riesgo de equivocarse, por lo que se ha llegado a pensar indagando acerca de su origen, en la posibilidad de que fueran señales grabadas por seres extraterrestres de lejanas épocas. Allí se ven a manera de cascos guerreros rematados por una cruz, huellas de manos y de pies con cuatro dedos, dibujos de herraduras en tamaños diferentes, y un ciento más de formas inconcretas donde cada cual puede imaginarse lo que buenamente se le ocurra. Lo que sí parece ser cierto es que nada de aquello tiene que ver con la España Musulmana ni con períodos posteriores de nuestra historia, pese a las ricas leyendas montadas en su entorno y que el paso de los siglos no ha conseguido borrar del decir de las gentes.
-Pues la mora debe de estar enterrada en aquella cueva de abajo. Dicen que si la mañana de San Juan la han oído cantar alguna vez, pero a mí esa no me la cuelan.
Tanto por los signos de la peña como por las dos figuras que hay marcadas algo más arriba, pudiera muy bien fijarse su origen en el período Neolítico como suposición más digna de crédito. Una de estas dos figuras humanoides que se ven arriba es de un tamaño enorme, de no menos de cuatro metros de altura y con los brazos extendidos en forma de cruz.
-Ese es el moro. Menudo tiarrón debió de ser, ¿no le parece? La que hay más abajo es la mora.
-Un poco estropeadillos me parecen. Claro que, con los años y con los siglos que tendrán encima, y el sol, y la nieve y demás...
-Cuando veníamos por aquí los pastores, también nos gustaba picar en la piedra. Eso le ha tenido que perjudicar.
-¿Viene mucha gente a ver todo esto?
-Aún vienen. Sobre todo extranjeros, vienen muchos con libros muy gordos, y toman medidas de las piedras. Yo no sé lo que andarán buscando. El tesoro, desde luego; pero que no dan con él.
Sabiendo que es ésta y no otra la famosa Peña Escrita de la que hemos leído algunas cosas antes de venir aquí, uno se marcha con deseo de saber lo que fue aquella, la que encontró fin a sus posibles milenios de existencia por obra y desgracia de unos cartuchos de dinamita.
-¿Ve usted todas esas bocas que se ven por debajo de las piedras? Por ahí se meten las zorras y van a salir por allá, por encima del cerro. En estos sitios hemos cogido muchas, y algunos tajudos también.
Nada más. El resto de la historia fue devolver al bueno de don Rufino Benito, mi amigo de Canales, hasta la puerta de su casa debajo del campanario. Con el sol grana del ocaso sobre los ojos, el regreso resulta molesto, hasta que el astro acaba por esconderse por donde cada tarde dejando al viajero seguir su camino por la general, pasada Alcolea.
La satisfacción personal con la que uno regresa cada vez que viaja hasta las tierras de Molina, se ha vuelto a hacer presente en esta ocasión. Hasta el tráfico por la carretera es tranquilo y la noche grata.

(N.A. Julio, 1984)

miércoles, 28 de enero de 2009

CAMPISÁBALOS


-Cómo están, mi fiel don Diego, las cosas por aquella noble tierra que en vuestras prudentes manos tuvimos a honra dejar?
-Nada bien, señor. Luego de la última batalla el campo quedó sembrado de cadáveres. Los cuerpos sin vida de nuestros guerreros y de los guerreros de vuestro enemigo infiel, llenaban a la caída del sol las tierras aradas con el sudor de tus hombres. Los muertos fueron tantos, señor, que a la luz de la luna en lo que había sido campo de batalla, hasta mi can pisábalos.
Así pudo ser la ocasión anónima de la Historia de Castilla en la que, al decir de las gentes, se escuchó por primera vez, nadie sabe cómo, ni cuando, ni dónde, el nombre de este lugar simpático de la sierra de Atienza, en el que concurre, además la circunstancia de ser uno de los municipios más altos de la provincia.
El viajero corona de buena mañana la cuesta de Villacadima y se sube a lo alto del páramo con el alma deshecha. El tremendo abandono que acaba de ver en la bellísima portada de la iglesia en ruinas, es demasiado duro como para no ponerse a llorar por dentro en aquella conmovedora paz de la sierra. Por el cruce de caminos, a dos pasos de la línea divisoria de las tres provin­cias, las tierras ofrecen en la mañana turbia un aspecto casi lunar. Un águila culebrera deja caer sobre la rama del majuelo toda la envergadura de su corpachón, que se queda balanceando entre el acero de sus garras.
El antiguo pinar de la dehesa sirve de preludio al pueblo, que ya se alcanza a ver con sus tejados rojizos y las chimeneas humeantes de los hogares, escondidas tras las choperas del rellano. En las tierras del Pozo hay una yunta de mulillas arañando, próximo a las primeras casas, una modesta heredad de tierra negra revuelta con cantos de caliza, esperando la sementera que por estas latitudes viene a coincidir con las últimas bocanadas del invierno. Me lo contaba Antonio Ortega, el labrador de Campisábalos, en un respiro de la huebra junto al camino.
-Por aquí, hasta marzo no hay nada que hacer. Algún año, viniendo la cosa bien, se puede sembrar antes, pero es muy difícil.
-¿Labran todo con mulas?
-Qué va. Hay seis tractores. Lo que pasa es que a mí me gusta darle un repaso con las mulas antes de la simienza. Me lo labró un tractor allá por mayo o junio. Yo soy un labrador de poca monta. Labro cuatro tierrecillas mientras viva mi padre, pero, si echo cuentas, seguro que salgo perdiendo.
-No es posible.
-Sí es posible. Casi no se sacan los gastos. El trigo viene dando a siete simientes, y la cebada a lo mejor da ocho, o un poco más en lo bueno. Pero, ya digo, mirándolo bien, así tal y como yo lo hago no merece la pena. De las patatas, si llueve en verano no se sale del todo mal. Aún se vendrán sacando a veinte por kilo.
El ábside de la monumental iglesia de Campisábalos saluda a los visitantes con las formas románicas de sus piedras cuando estos tienen ya frente a sí la plaza del pueblo. Los primeros vehículos del fin de semana van acudiendo a la amplia plaza, procedentes en su mayoría de Madrid. El sol se afianza en la mañana de otoño que, definitivamente, consiguió disipar las vedijas del firmamento hasta quedarse solo, brillante, en mitad de los cielos limpios de la sierra.
A uno, que tiene la debilidad de ruborizarse como un adolescente cuando alguien le mira con atención en sitio desconocido, se le debió subir el pavo ante la mirada insistente de una muchacha pequeñita, delgada como un alfeñique, que tuvo a bien plantarse a mi lado, mirándome sin apenas pestañear, en medio de la plaza. La muchacha llevaba de la mano a una niña con pantaloncitos verdes, y, rota por la curiosidad, se me desató al final en una cadena de preguntas.
-¿Qué está usted escribiendo?
-Nada; pongo que Campisábalos es un pueblo muy bonito. ¿No te lo parece a ti también?
-¿Ha visto ya San Galindo?
-No; todavía no lo he visto. Eso está en la iglesia, ¿verdad?
-Sí; yo fui una vez a enseñárselo a unos señores.
-¿Y les gustó?
-Sí, señor; les gustó mucho. Si quiere le digo dónde está.
-Pues claro que quería verlo; pero más tarde. Es que acabo de llegar y prefiero ver antes otras cosas.
-¿Sabe lo que nos dieron esos señores a mí y a mi niña?
-No, no lo sé.
-Cinco duros.
-Anda, pues yo le doy a la niña otros cinco duros ahora mismo. ¿Verdad bonita que sí? Toma.
-Dile gracias, hija. Di a este señor cómo te llamas.
-Me llamo Pirita.
En la soledad casi mística de sus calles, Campisábalos tiene oculto algo de ciudad dormida, de pueblo de leyenda que capricho­samente detuvo su existir en un instante concreto de la Historia, cuyos espectros se traslucen al través de las piedras cluniacen­ses roídas por el andar de los siglos. El arte románico pone al descubierto en la vieja iglesia todo el secreto de su riqueza de formas; se exhibe con maravilloso descaro ante los ojos que no se cansan de ver, que se quedarían allí encantados por tiempo indefinido como uno más de aquellos campesinos medievales del altorrelieve que el sol de la mañana hace contrastar con las sombras frías de sus siluetas. Los niños juegan a esconderse entre las columnas del atrio. Son niños con cara de listos, que responden todos a la vez cuando se les pregunta, en un tono como ensayado de lección aprendida.
-Ahora somos diecisiete chicos; pero dos están de vacacio­nes.
-¿Tenéis la escuela aquí en el pueblo?
-Sí, señor. Nuestro maestro se llama don Juan.
El silencio es absoluto por los callejones de extramuros. A Campisábalos no llega el negro imperio de la piedra de pizarra que vimos nacer en Hiendelaencina y acabar paulatinamente en las últimas parideras de Galve y Cantalojas. Por un atajo que sale camino de los Condemios, hay un hombre tomando el sol con tres perros que corren y saltan a placer sobre el césped de las eras. El hombre intenta vivir con intensidad los últimos días de vacación, antes de encerrarse en el invernadero sombrío, y tantas veces inhumano, de la ciudad.
-Pues ya le digo; si no fuera viudo, no me llevaban a Madrid ni atao. Mis hijos conmigo muy bien, pero eso de estar allí encerrao la mitad del invierno, cuesta mucho trabajo. Aquí es donde se vive, y déjese de Cibeles y de Puertas del Sol.
-¿No sale a ningún club de hombres de su edad a pasar las tardes?
-Alguna vez. Pero a esos clubes de viejos yo no puedo ir, porque todo el mundo fuma y me va mal. Mire qué tranquilidad tenemos aquí.
-¿A qué distancia estamos de la tierra de Soria?
-Nada, a cuatro pasos. Ese cerro de ahí se llama Valivaló­pez. Arriba está la mojonera, y aguas allá, la provincia de Soria.
Don Domingo prefiere el pueblo, mientras que don Benito Sevilla tiene que conformarse sin vivir la aventura de la capital.
-Qué le vamos a hacer. Habrá que conformarse, toda la vida aquí.
-Oiga, ¿qué pajarraco es aquel?
-Es un abanto. Tienen un fato que enseguida barruntan alguna res muerta. Cuando se juntan muchos a comer en el campo, les decimos "la justicia". Amigo, allí no hay quien se arrime. Por todo esto de las eras pasan las porcás de jabalines a la busca de los patatares.
La olvidada leyenda, que tantas generaciones tuvieron a gala por estos pagos relatar junto al fuego en las frías noches de sus inviernos, surge de nuevo a la luz a poco que se hurgue en el repleto cofre de las historias del pueblo.
-Por aquí estuvo El Empecinado. Según cuentan, se refugió por la Peña de la Espada, ya cerca de Somolinos, con más de cuatrocientos hombres. Yo creo que fue sobre el año 1811, y debieron de pasar ahí más de treinta días. Por el manantial de la laguna están marcadas las dos espadas en la roca.
Me contó Bernardino del Olmo ésta y otras historias más en la solana de la plaza, que a mitad de mañana, bajo el sol de octubre y la brisa apenas perceptible de las tierras de Ayllón, comenzaba a teñirse de una transparencia que sólo en contadas ocasiones he podido encontrar por singular privilegio en aquellas alturas de la sierra.
-Uno de aquí le ganó al rey una apuesta.
-No me diga.
-Me parece que era secretario del rey; no sé si de Fernando VII o de Alfonso XII. Se llamaba Baltasar Carrillo. La cosa es que le apostó que la cama en la que dormían sus perros era de más valor que la cama del rey.
-¿Y le ganó la apuesta?
-Claro que se la ganó. Resulta que los perros de este hombre dormían encima de los cortes de lana de tres años, que aún los tenía sin vender en la calle de la Ermita. Como cada corte era de tres mil carneros, había que saber lo que valdría todo aquello. Más que la cama del rey, aunque fuera de oro.
La casa que fue de los Carrillo es una sólida mansión castellana acorde con la estructura peculiar de las casonas serranas del diecinueve. El secretario me contó que no era toda sillería porque la familia no estaba en posesión de título nobiliario alguno, requisito para ello indispensable.
Por las calles de Campisábalos los hombres toman el sol apoyados en los paredones de piedra. Desde los oteros del páramo se oyen, en la absoluta diafanidad de la mañana, los disparos de los cazadores. El pueblo queda atrás, desperezándose poco a poco del plácido letargo de las noches de otoño, símbolo al fin de ese otro sueño secular, maravilloso, de lo que fue su historia.

(N.A. Noviembre, 1981)

CAMPILLO DE RANAS


Cuando el insigne escritor y académico don Miguel Delibes tuvo noticia de esta sección periodística, y más concretamente del libro Plaza Mayor en el que se recogieron los primeros cincuenta reportajes publicados en edición única, tuvo también la gentileza de enviarme una carta amabilísima de la que, a duras penas, transcrita de su difícil caligrafía, extraigo y subrayo: «Le felicito por su proyecto de sacar a la luz hasta el pueblo más escondido de la comarca. Castilla se despuebla y si Dios no lo remedia acabará viviendo únicamente en los libros.»
Hoy, uno se acerca hasta las plantas del Ocejón como notario que fuese a extender, no sabe si la última fe de vida, de un pueblo al que indirectamente alude el ilustre novelista de Valladolid.
El imperio gris de la piedra de pizarra surge en los primeros repechos que salen una vez pasada la ermita de Los Enebrales. La carretera tiene por aquí tramos en condiciones pésimas. Después es más estrecha, pero mejor cuidada. Atraviesa la sierra bordeando las laderas de las montañas, siempre por medio de cerros negruzcos, de ribazos erizados de jaras con los fondos del precipicio perdidos a una mano, mientras que a la otra se elevan, estriadas por los surcos de la repoblación, las cumbres ariscas del macizo. Muy pronto la sierpe viajera se adentra en el concejo del Campillo, que como sabido es comienza en esta dirección con Campillejo, sigue con El Espinar, y acaba con los poblados de Roblelacasa, Robleluengo y el propio Campillo.
En el empalme de Roblelacasa hay una señora sentada en la pradera. La buena mujer pasa el tiempo haciendo punto junto a un majano. A más o menos distancia de la pastora carean medio centenar de vacas y retozan los ternerillos por encima de la hierba fresca. Para ser la vacada de todo el concejo, me ha parecido un rebaño exiguo. La señora deja enseguida las cosas claras.
-Éstas son sólo de dos dueños: nuestras y de otro.
-En ese caso me parecen demasiadas. Les darán mucho trabajo.
-Claro que nos dan. Un día sí y otro no nos toca de vaqueros.
-¿Es usted de Campillo?
-No, señor; yo soy de El Espinar. Mi hijo es el alcalde que ha salido nuevo este año.
-Un alcalde para los cinco pueblos.
-A ver. Siempre ha sido así. Igual da que sea de un sitio que de otro.
Campillo se distingue de los demás pueblos del concejo por lo esbelto de su torre parroquial en piedra de pizarra, con sillería esquinera de caliza blanca. La Plaza Mayor se encuentra en estas fechas levantada a causa de las obras, y las maquinarias y los materiales aparecen regados por todas partes. En la tarde apacible del fin de semana llaman la atención del recién llegado las ruinas de la casa rectoral, con su reloj de sol, y el sonido intermitente de un calderillo de metal sobre el que porracea un anciano sentado a la sombra del poyo.
-¿Qué hace el abuelo, de arreglos?
-Equilicuatro; sí señor. Aquí estoy a ver si compongo un poco este cacharrillo para echar el agua a las gallinas.
La plaza ofrece todo el aspecto agreste que rezuma de la sierra. Es una plaza informe de casas negras, de casas que encierran en el silencio mate de sus almas una misteriosa quietud. No lejos de nosotros hay un olmo desmochado, con una bola de verdín sobre lo alto a manera de copa que no da sombra.
-Lo desmocharon para que eche monte nuevo. Las calles ya ve usted cómo están, hechas un asco con el asunto del desagüe.
-Se nota que queda poca gente.
-Poca, sí señor. No queda casi nadie. Para el hecho de estar, unos diez o doce vecinos. Los demás se fueron a la capital.
El Tío Hilario es un hombre encantador. Viste un traje antiquísimo de pana negra y boina del mismo color tomada por los años. Al Tío Hilario tan solo le queda un diente, y mucha edad, y un gran corazón, y toda la sabiduría que sobre su gastada persona dejó el tiempo.
-Pues el calderete es de aluminio. Lo vi que lo tiraron ayer y me pensé que podría aprovechar para las gallinas. No se vaya a creer que se maneja bien; pero, lo que yo digo, a fuerza de golpes tendrá que volver a su ser.
-Pensaba, Tío Hilario, darme una vuelta por Majaelrayo, pero no sé si me acercaré. La verdad es que sin el Tío Encarna pienso que no tiene aliciente. Éramos muy amigos.
-Es verdad. Ya no vive el hombre. Que dios lo haya perdonao. Tuvo el pobre una muerte muy mala. Se lo encontraron medio helao por la noche. Fue una pena, sí señor.
Por las oscuras callejuelas de Campillo uno anda absorto en lo que ve. Es la pureza ancestral de tanto paredón negro lo que importa; los tejados aconchados de losas; los rincones insólitos donde juegan los palitroques de roble, las ropas de las cuerdas, los cachivaches tirados anárquicamente; la viejita que asoma su rugosa faz por el ventanuco del cocedero... Un gato blanco está sentado, impasible, sobre el canto de la primera hoja en una puerta de dos que abre en horizontal.
Por las esquinas han colocado carteles indicadores con los nombres de las calles, y números correlativos de chapa nueva sobre los dinteles, incluso en las chirriantes portonas de las tainas del ganado. Uno piensa que todos los aditamentos están por demás, y que Campillo no sería menos bello a falta de tanto artificio con el que se ha querido engalanar: Calle del Pico, de la Escuela, de las Cortes, del Rincón, y otras dos plazas, aparte de la Plaza Mayor, la Plaza de la Iglesia y la Plaza del Olmo.
En la calle de las Escuelas, por detrás de la iglesia, hay un hombre sentado a la sombra de un tejadillo comiendo pan, y una mujer que hace calceta de lana gorda por el viejo sistema de las cinco agujas.
-Buenas tardes tengan ustedes. Que aproveche.
-Muchas gracias.
-¿Usted no merienda, señora?
La mujer se resiste a contestar. El hombre lo hace.
-Dice que no quiere.
Por las afueras del pueblo está la era de pan trillar, donde los veraneantes juegan al fútbol. No se ve un alma. La era está rodeada por paredones de pizarra superpuesta y de praderillas donde suben a comer las cabras. En primer término aparece una hilera de praderillas alineadas, abajo los huertos escondidos entre la arboleda, y más a distancia el tremendo murallón de las montañas de jara y robledal que comanda por el noreste la elevada cumbre del Ocejón.
El silencioso espectáculo de aquella naturaleza al desnudo empequeñece al hombre. Desde la era los ojos no ven más allá de las crestas de Cabeza de Ranas, ni oyen los oídos otro son que el canto del grillo y el tañer de las esquilas. La piel bebe aquí hasta saciarse el bálsamo de la Naturaleza, bajo el soplo de la brisa serrana.
Al cabo se ve otra mujer cuidando su hato de cabras en la cerca. Le hablo desde lejos, desde las piedras del paredón opuesto al sitio donde ella está. Por medio mordisquean la hierba una docena de reses con las ubres a punto de reventar.
-¡Buenas tardes, señora!
-¡Buenas tardes tenga usted!
-Bonito panorama el del campo, ¿verdad?
-Sí, señor; eso es lo que dicen todos, que esto es muy bonito. Ahora en verano, ya se sabe. El invierno es peor.
-¿Por qué no han echado las cabras al monte?
-Pues mire, es que hay mucho bicho por ahí. Bajan las zorras, aunque esté mal dicho, y la cabra que se queda a parir por de noche, el chivo ya no lo logras.
-¿Ah, sí?
-Sí, señor. Hace ya mucho tiempo que no echan estricnina, y hay mucho bicho.
Me contó la buena mujer que era hija del Tío Hilario, el abuelo de la plaza, y esposa de Gregorio Jiménez, el cartero de Corralejo, de Cabida y de Peñalba, allá por el río Jaramilla.
-¿Entonces usted no sabe lo de mi marido?
-No, señora; no lo sé.
-Pues que todos los días se hace cuarenta y dos kilómetros para llevar la correspondencia.
-¿A pie?
-Pues, para el caso, sí; porque lleva caballería, pero es como si no la llevase. Que si la mosca, que si unas cosas y otras, siempre le toca ir andando.
-¡Qué barbaridad! Y habrá días que no haya más que una docena de cartas.
-Y menos también. Ya veremos, cuando caiga de golpe qué jubilación le queda.
Así de sencilla, amigo lector, es la vida por donde hoy estuve. Hombres y mujeres, niños es posible que no los haya, yo no los vi, asidos de la mano a estas sierras sin tapujos. Gentes de magno corazón cargadas de problemas que nadie resuelve, pero que en su pequeñez, consiguen sacar a la vida rutinaria de cada día todo el jugo de lo bueno que es capaz de dar; y viven en medio de una paz que se respira, de una comprensión mutua que se palpa, sin otras pretensiones que los hados de la climatología les sean propicios y les dejen vivir en su anonimato, al amparo del sol generoso de las montañas, de las nieves, de sus noches largas de invierno para soñar en remotos paraísos, nunca más bellos, lo aseguro, que donde ya viven.

(N.A. Julio, 1983)

martes, 27 de enero de 2009

CAMPILLO DE DUEÑAS


Allá donde la provincia acaba, donde Aragón y Castilla se dan la mano en presencia de inmensas llanuras de cereal, está Campillo de Dueñas. El pueblo que de mil formas te pone en contacto con el latir de su vieja estirpe, es uno de los que más impresionan al viajero que llega, no sólo por su situación geográfica, a la sombra de los picachos de la Sierra de Caldere­ros, que desde el mediodía le sirve de barrera natural, ni siquiera por la feracidad de sus campos trabajados sabiamente por unos cuantos labradores celosos, sino por el pueblo en sí, por su vivir y su haber vivido, por la huella que el paso de los años y de los siglos le dejó marcada y que, a finales del siglo XIX, recogiera en un esfuerzo meritorio de investigación y de amor a su pueblo don Julián Herranz, cura de San Martín de Molina, impreso en interesante volumen que se editó en Barcelona en 1913.
En la plaza de Campillo de Dueñas los ancianos duermen la siesta tumbados sobre los poyos de piedra que hay a la sombra de los paredones. Dos pollitos con pantalón corto juegan a la pelota en el frontón, y un grupo de señoras hacen punto sentadas en sillas bajas de cara a la fachada principal. La plaza de Campillo es a estas horas un lugar soñoliento, un dormitorio cargado de luz, de la luz fortísima de las cuatro de la tarde. La veleta de la torre, que no concluye en gallo de hojalata, sino en la silueta de un guardia civil, permanece inmóvil bajo la fuerza del sol.
Don Bernabé Navío es un hombre abierto, al que le gusta hablar con las personas sin recelos ni miramientos, como debe ser.
-Y dice usted que esta es la plaza principal del pueblo.
-Sí, señor.

Ésta es la plaza, señores;
ésta es la plaza, y no hay otra,
donde se tira a la barra
y se juega a la pelota.

¿No sabía eso?
-Pues ya ve usted, es la primera vez que lo oigo. ¿Queda mucha gente aquí?
-Menos de la mitad. Se han ido a Madrid, a San Feliú, a Zaragoza, a muchas partes. Aquí sólo quedamos los buenos. Yo creo que, para lo que esto ha sido antes, no llegaremos ni a doscien­tas personas.
Dentro de la gastronomía campiñesa ocupan un lugar preferen­te las tortas de alma, una especie de empanadillas, muy dulces, que tuve ocasión de probar y cuyo secreto me reveló doña Miguela mientras daba puntadas en una camisa.
-Pues mire: la pasta se hace con aceite, agua, azúcar, harina y un poco de aguardiente. El alma, que es lo que va dentro, lleva miel, peladura de naranja, pan rallado y algunos granos de anís. Para hacerlas se cuece antes el alma, se mete en la pasta y luego se fríe todo.
-¿En qué ocasiones hacen ustedes estas tortas?
-Las hacemos en todo tiempo, para celebrar cualquier cosa: cumpleaños, comuniones, en las fiestas del pueblo y cuando hay ganas de hacerlas.
Por una calle cercana a la iglesia baja, echando un pregón a toque de trompeta, la señora Constantina. Avisa por orden de la autoridad que mañana comienza en el pueblo el servicio de recogida de basuras. La señora Constantina pregona siempre que el bando se trata de cosas escritas; cuando no, suele pregonar Bartolo, que se aprende de memoria lo que tiene que decir y luego lo adorna a su gusto.
En la plaza está la casa de don Antonio Gaona, sacerdote de Traid, a quien conocí en su época de coadjutor en la colegiata de Pastrana, y que ejerce su misión pastoral en Campillo desde hace doce años. Don Antonio, correspondiendo con exceso a una vieja amistad, fue desde entonces mi guía e informador de casi todo cuanto pude saber del pueblo, tanto de lo que aquí aparece como de lo que pudiera quedar sin decir por falta de espacio.
Éste es un pueblo tranquilo, de gente buena, donde el campo se lleva bastante bien, pero que se ha quedado en una parte de lo que era.
-¿No es difícil ser cura en un pueblo donde han nacido tantos sacerdotes?
-No; difícil no es, ni mucho menos. Quiere decir que es un pueblo con una raíz religiosa muy profunda, y eso siempre es bueno.
¿Cuántos sacerdotes ha dado Campillo?
-Entre sacerdotes, religiosos y religiosas, más de doscien­tos en los últimos siglos. Actualmente hay más de treinta hijos del pueblo como sacerdotes por ahí; muchos de ellos en Madrid. Aquí vivió desde muy niño, aunque él era de Rueda, don Narciso Martínez Izquierdo, que fue el primer obispo de Madrid-Alcalá, hará unos cien años.
Aparte de algunos aderezos posteriores que la hacen más confortable y acogedora, la iglesia parroquial conserva todavía el gusto dieciochesco con el que se inauguró pomposamente un 29 de julio de 1732. Sobresale, entre las particularidades artísti­cas del templo, el encanto barroco de su retablo mayor, obra del maestro de Bello don Miguel Erber, cuyo dorado se conserva sorprendentemente intacto al cumplirse los doscientos años de su ornamentación, medio siglo después de la puesta al culto de la parroquia que el pueblo dedica a Santa Catalina, virgen y mártir.
-El órgano funciona perfectamente. Lo que pasa es que no hay quien lo toque mientras las ceremonias religiosas.
Preparando su maquinaria para salir al campo saludé a José Antonio Martínez, el joven alcalde de Campillo, a quien el cargo le ha venido a quitar muchas horas de tranquilidad al servicio de su pueblo.
-Los problemas de aquí son varios, y ninguno está para esperar mucho. Por ejemplo, la carretera de La Yunta no puede continuar así por más tiempo; y el no tener en toda la zona un silo para llevar el trigo es un mal que estamos padeciendo los agricultores de estos pueblos, al que se debe buscar una solución urgente.
-¿Y como cosas ya hechas, señor alcalde?
-Pues mire, acaban de avisar que mañana empieza el servicio de recogida de basuras a domicilio, y luego, ahí abajo, tenemos a punto de acabar el Centro Cultural, que nos está suponiendo mucho más dinero del que tenemos. Podría estar funcionando si se nos hubiera dado alguna ayuda. No será por no haberlo pedido con insistencia.
Una buena parte de mi estancia en Campillo la pasé con don Antonio recorriendo en su automóvil distintos parajes del término. Las ramblas y los riatos del término se unirán en Embid, para dar lugar más adelante al río Piedra, el de los lagos y las cascadas que se despeñan a la sombra del conocido Monasterio, ya en tierras de Aragón.
-Y aquí mismo está la divisoria de aguas. Desde esta sierra hacia un lado es vertiente del Tajo; la otra parte pertenece al Ebro.
La Sierra de Caldereros es una cadena de picachos de piedra arenisca entre los que destaca el Pico Lituero, que se alza por encima de los 1450 metros de altitud.
Muy cerca, sobre una de estas rocas colosales en la misma sierra, se conservan restos de torreones y muros de lo que fuera en otro tiempo el Castillo de Zafra, una de las antiguas fortale­zas que por su calidad de inexpugnable llegara a ser foco de codicias y sinsabores para guerreros y reyes en plena Reconquis­ta. El castillo se debió de fundar en tiempos de Leovigildo, y cuenta en su interesante historial con el hecho de haber sido durante cuarenta días lugar de refugio de don Gonzalo Pérez de Lara, tercer señor de Molina, cuando el rey Fernando III el Santo vino a pedirle cuentas por haber querido ampliar alegremente a sus espaldas el Señorío por tierras de Castilla.
-Mira, aquí en esta piedra hay signos y letras que nadie sabía que existen. Yo creo que fue un pastor el primero que se dio cuenta.
-Pues, fijándose bien, algunas parecen árabes.
Cuando un cura atrevido invita a subir a lo alto de la peña que sostiene las ruinas del castillo a un amigo mucho más miedoso y pesado que él, éste se queda sin respiración a cada peldaño que pisa en el aire de una vieja escalera de palo. Desde el castillo de Zafra la vista se pierde en muchos kilómetros a la redonda. Pacen un centenar de vacas de cría en la vega próxima. Las laderas de la sierra cambian caprichosamente de color entre los marojos y los matorrales, y allá, como un mínimo indicio de habitabilidad en medio de tanto campo, los pueblos de Hombrados y El Pobo a la vera del camino, que una vez pasado El Pedregal dirá adiós a la provincia antes de adentrarse definitivamente en tierras turolenses.
Siguiendo la sierra por la cara sur, los bloques de piedra adoptan formas originales que las gentes de la comarca distinguen con sus nombres propios. Desde el coche vimos de paso el Fraile y la Monja, las Corbeteras, el Púlpito y algunos otros que semejan en su quietud rocosa objetos y figuras bien definidos. Sin parar, cruzando entre buenos campos de trigo pané, que es la especie que mejor se adapta a las condiciones del terreno, se pasa de regreso junto a la Laguna Honda, en cuyas aguas tranqui­las navegan a placer una docena de patos.
-No creas que es una simple charca. Por el centro pasará de los diez metros de profundidad.
Cerca del pueblo se guarda y se venera con gran cariño desde hace siglos la imagen de su Patrona, bajo la misma advocación que en la capital de provincia. La Virgen de la Antigua de Campillo está en una ermita bien cuidada, a la que hay que asomarse por cualquiera de los dos ventanillos que tiene en la puerta de entrada.
Era ya la media tarde. Los ancianos de la plaza habían despertado de la siesta, y hablaban ahora y discutían en animada tertulia a la sombra de la pared. Por la carretera de La Yunta aprieta el sol. No sopla ni una brizna de aire que mueva las espigas secas. Queda atrás, entre una nube polvo cegador que levantan las ruedas del coche, Campillo de Dueñas, el pueblo donde después de unas cuantas horas, uno viene con la impresión de haber visto poco, de haber dado quizás demasiada importancia al tiempo cuando hay tanto que ver y que admirar.

(N.A. Septiembre, 1980)

lunes, 26 de enero de 2009

CAMPILLEJO


Pasado un mes, o menos quizás, vuelvo a las faldas del Pico Ocejón aprovechando la inusual benevolencia de esta tarde de otoño. La calma en el ambiente que uno adivina por aquellas sierras, la luz sin amenazas de la tarde y la inevitable proximidad del invierno, me han tirado al campo en busca de alguna cara nueva que conocer, y con la libreta de apuntes dispuesta para registrar nuevas visiones o anotar alguna que otra impresión, más bien cogida como a lazo en cualquiera de aquellos pueblecitos entrañables, pintorescos y moribundos.
El camino es ésta la tercera o cuarta vez que lo ando en la misma época del año a lo largo de la última década. Las imágenes que manchan la retina, prácticamente las mismas: tierras de labor en la Campiña dispuestas para la sementera; sinuosidades cada vez más adustas a medida que el camino avanza, siempre como guía la cumbre inconfundible del Ocejón, y, por aquello del fin de semana, de vez en cuando en los baldíos más cercanos, es fácil encontrarse, preparado con su bolsa colgandera, algún buscador de setas.
Al otro lado de la ermita de Los Enebrales el paisaje se torna más feraz. Impresiona al bajar la exagerada inclinación de la carretera por algunos tramos, buscando acomodo por medio de las dificultades orográficas del terreno. Campillejo será el primer poblado de negra arquitectura que uno encontrará a medida que se va internando sierra adentro.
El panorama montuno de Campillejo reviste en cualquier dirección caracteres de franca monumentalidad. Crestones pedregosos color galena y vallejuelos de pastizal en donde nada se mueve, suelen compartir la estampa que entorna toda una serie de lugares y de aldeas con un cierto sabor pastoril. Uno, que no se acaba de acostumbrar, siente un renovado placer en cada visita a estos agrestes aledaños de la provincia donde, sin competidor posible, es la Naturaleza la que en cualquier caso impone su ley.
Dentro del pueblo, cansado ya de tanta atención a los pormenores del viaje, busco como estrado ideal el poyo de pizarra anejo a la fuente nueva. Se ve que la fuente de la carretera es de construcción reciente; tiene forma mural y está toda ella forrada de planchas de piedra. Es a su modo una fuente original y coqueta, que debido a su situación da a los viajeros la bienvenida al pueblo de Campillejo, aparte, claro está, de un trago de agua de su grifo si es que el caminante de ello sintiese necesidad. No lejos de la fuente hay tres hombres trabajando encima de un tejado. Al darse cuenta de la novedad se han puesto a conversar entre ellos acerca de mi posible identificación. No van descaminados. Uno de ellos, Donato el de El Espinar, pone definitivamente la cosa en claro, sin dar lugar a equivocaciones.
-Es quien yo digo -asegura-. Es el señor del periódico que viene por los pueblos. Todo lo que ve y lo que le dicen lo va apuntando, y luego lo saca en el papel. Ya veréis que pronto se acerca por aquí.
Sobre el muro que rodea la casa como patio hay tiestos con geranios de tardía flor. En los cercados de la era se advierten más abajo huertos en los que tan solo queda el encañado seco de las judías y alguna que otra mata de tomates, seca también. Una explanada con porterías para jugar al fútbol, y más allá la voluminosa falda oeste del Ocejón. Por todo el macizo, aprove­chando siempre la margen de las regueras y el fondo de los valles, se ven ejemplares sueltos de chopo lombardo, robles corpulentos y algún que otro frutal de los que casi nunca es posible aprovechar la cosecha.
-Oiga; lo que no acabo de comprender es que no se les hagan goteras en los tejados con las dichosas pizarras.
-Claro que no hay goteras. El hacerlo bien también tiene su ciencia. Deben tener vertiente; colocarlas correctamente unas sobre otras, y cuanto más ajustadas, mejor, que no quede hueco.
-¿De dónde se surten de material?
-Pues éstas -explica Wenceslao- son de aquel cerro de allá mismamente. En estos pueblos no se acaba la cantera.
En los porches, algunos con columnas de madera que hay en las casas, las ropas a secar parecen mucho más blancas al contraste con el oscuro mate de las paredes.
-¡Ramona...! ¡Dame una vuelta a lo que tengo en la lumbre, haz el favor! -dice una voz de mujer que habla desde una casa a la otra.
Por la carretera de Campillo se ven las parras deshojadas en los patios de los chalés con los racimos secos. A la caída hay dos o tres casas de recreo recién construidas, con aspecto de ser cómodas y elegantes. Más adentro se vuelven a ver los huertos con residuos nada más de lo poco o mucho que tuvieron a su debido tiempo. Las esquinas lucen todas su placa municipal que indica el nombre de la calle: Calle del Cerrillo, Calle de los Callejo­nes, Calle de las Eras. Todas las placas azules, iguales y muy limpias. Ahora vuela sobre el pueblo una avioneta biplano, repartiendo sobre toda la sierra un ruido ensordecedor.
-Es del ICONA. Andará oteando por si hay algún incendio.
Al poniente se alzan medio confusas las crestas de Somosierra, con el mítico cerro de San Cristóbal hacia nosotros. A medida que disminuye la luz, el misterio en las asperezas de los montes se hace mayor. Los volúmenes de la sierra parecen dilatarse, mientras que las sombras de los salientes y de las hondonadas se ven cada vez más oscuras.
En la plaza se ha formado junto a uno de los olmos secos un remolino de mosquitos pequeñísimos. En la plaza están las ruinas de la iglesia parroquial de Campillejo. Al faltar la cubierta sobre los cuatro muros de piedra y cal, han crecido dentro los yerbajos y rebrotaron con ansias de vivir las raíces de los olmos. En la plaza hay dos olmos muertos, tres sauces y un castaño loco novenzal. El pavimento de la plaza es un tamo denso de polvillo negro.
-Pero la fuente, no dirá usted que le parece mal.
-No señor; la fuente está muy bien. Es lo mejor que tiene el pueblo.
La fuente de la plaza tiene dos grifos de continuo caer. Está, como la de la carretera, recubierta toda ella de planchas de pizarra. Al respaldo sostiene un pilón redondo con una piedra de toba en mitad y una docena de pececillos en el interior que nadan a sus anchas. Varios de ellos son blancos y de un rojo pálido.
Al cruzar la plaza hay otra más pequeña con un olmo seco en medio. Junto a las cosas se apilan montones de roble troceado para quemar. Muchas de las puertas, incluso las de los corrales y las tainas del ganado, se adornan con números capitalinos colocados sobre los dinteles de madera o sobre la misma piedra sin demasiado orden. Las piedras blancas incrustadas sobre los muros oscuros en forma de cruz es otro de los detalles caracte­rísticos de la estampa urbana del pueblo. No he visto por las calles a nadie desde que entré, ni he oído tampoco a nadie salvo los ladridos de un perro por los Callejones. Otra vez en la calle de las eras, con Wenceslao, con Donato y con los dueños de la vivienda en la que hacen las obras.
-Pues, decía usted. Si las pizarras se colocan bien y no son malas, no se vaya a creer que hacen tanto peso.
Wenceslao, colocador de lajas y hacedor de muros en Campille­jo, su pueblo, es teniente de alcalde en Campillo de Ranas, el pueblo cabecera de comunidad.
-Claro; son pueblos pequeños todos. Así, un poco agrupados, nos vamos arreglando.
-Y como en todas partes tampoco les faltarán problemas. Aquí, seguro que son diferentes a los de otros sitios.
-Sí, nuestros problemas son distintos. Aquí pedimos poco, pero se nos da menos todavía. ¿Usted cree que a estas alturas es mucho pedir que se nos ponga el teléfono?
-No, en los tiempos que corren es una necesidad y un deber de justicia.
-Pues en esas estamos. Y sin esperanzas de que nos lo pongan, que es peor. La línea la tiene usted ahí detrás, a cien metros de las casas. Luego, no es cuestión de gasto. Nos dicen que al no ser por lo menos sesenta personas que no nos lo ponen. Y somos quince; así que ya ve usted el plan.
La verdad es que no es ésta la primera vez que los vecinos de nuestros pueblos se lamentan en mi presencia por la misma razón. el comentario en situaciones así no es preciso, habla por sí solo. Tercermundismo legal y pase lo que pase. Yo lo compren­do. En noches infernales del mes de enero, sin comunicación vial a veces por causa de la nieve, estas buenas gentes, con las mismas obligaciones y derechos que cualquier contribuyente, por el simple hecho de no ser sesenta personas (los que se quedaron en el pueblo no tienen la culpa) se les excluye por sistema, si no por ley, de un beneficio público verdaderamente vital. Será, supongo, como tantas veces, machacar en hierro frío, mas es buena cosa que la denuncia quede impresa y a la vista del público, como reflejo fiel de una época en la que estamos muy lejos de que sea oro todo lo que reluce. La obligada privación de un bien, a la que se ven sometidos estos leales ciudadanos del Macizo, es argumento válido del que todos esperamos más que palabras.
-Nos da igual, sabe, tomarlo por las buenas que por las malas. Nadie nos hará caso.
Los contados vecinos que por allí hay, y algunos que todavía quedan sin decidirse a emprender la marcha hacia sus lugares de residencia obligados por el frío, están de acuerdo en que la tranquilidad de la sierra vale cualquier cosa, pero que a veces es demasiada tranquilidad. Agosto, dicen, es distinto; se hace algo de fiesta y el tiempo se pasa mejor.
-Sí, entonces nos juntamos más que ahora. No crea que tantos.
-¿Cuál es el Patrón de Campillejo?
-Ahora ninguno. Ni siquiera tenemos Patrón. Siempre se celebró en el mes de noviembre la Virgen del Patrocinio; pero hace ya años que no se celebra. Como se nos hundió la iglesia y todo eso... En agosto se hace algo de fiesta.
Y se lo pasarán estupendamente.
-Los jóvenes, sí. Los viejos, que son la mayoría, no tanto.
-Me han dicho que hay un matrimonio con cerca de un siglo cada uno.
-Sí, ahí mismo viven. El Tío Anselmo y la Tía Anastasia. Él tiene 95 años, y ella 94. La abuela está casi como cuando era moza. Tan relista la mujer. El Tío Anselmo ya está el hombre bastante peor.
Poco más, creo que muy poco más sería lo que hubiese que contar en Campillejo por mucho que se busque. Una docena de personas, honradas a carta cabal, ocupadas en consideraciones para que el tiempo que corre les sea benévolo, sin auxilio de nadie, con la amistad siempre ferviente de las montañas y de una naturaleza impoluta en cualquier época del año parece que los mima, y los sirve amorosamente, sin condición.

(N.A. Diciembre, 1987)

domingo, 25 de enero de 2009

LA CABRERA


Se han dicho cosas, elogiosas siempre, acerca del pintoresco emplazamiento del pueblecito de La Cabrera en el fondo del rocoso valle del río dulce. Es cierto que, vista la mínima aldehuela seguntina desde la carretera que sube hasta la Ciudad del Doncel, deja en el viajero la gratísima impresión de atisbar un pequeño paraíso allá en el barranco, perdido entre ríos y entre pies de montañas, vigilado de cerca por apretada vegetación de alamedas que escoltan al arroyo donde, por un singular privilegio, nunca dejó señal siquiera de sus frutos perniciosos el árbol de la ciencia del bien y del mal.
Preciso es por las condiciones del camino descender con prudencia hasta la misma plazuela del frontón. Nos han precedido las nogueras y algunos huertecillos familiares antes de atravesar el puente sobre el río; un puente dieciochesco de considerable dimensión, con tres ojos de los que solamente se cuela el agua por dos de ellos. Las gentes del pueblo me habrán de contar más tarde que una riada, en el año 1921, dio al traste con los sillares de la barbacana y arrastró hasta lejos de sus cimientos las coberturas enteras de los pajares. En uno de los dos murillos se puede leer, con un poco de paciencia, esta frase grabada sobre la piedra: "Se hizo esta obra reinando Carlos III, Año 1778."
Una vez dentro del casco urbano intento dejar el coche al abrigo del frontón. Como no está permitido hacerlo, lo dejó detrás del ábside de la iglesia, poco más adelante.
Por el caz del arroyo corren las truchas en el agua acristalada antes de colarse por el ojo casi ciego del puente. Las truchas son de buen peso y de sorprendente movilidad, una verdadera envidia. Los hombres del pueblo miran curiosamente apoyados en el pretil. No sé si me habrán tomado por pescador de caña fina o por agente de la Fiscalía de Tasas.
-Buenas tardes -les digo-. Este arroyo nada tiene que ver con el río Dulce, ¿verdad?
-Hasta aquí nada tiene que ver. Un poco más abajo se juntan los dos. Lo que es el río pasa bajo el otro ojo del puente. Éste no tiene nombre; se le dice el Arroyo de la Fuente, por decirle algo. Nace ahí arriba, a unos doscientos metros de aquí.
-Pues qué agua más clara. Dan ganas de ponerse a beber.
-Siempre se ha bebido de este arroyo. Las mozas llenaban los botijos de ahí arriba. Y aquí mismo también la hemos bebido. Se tumbaba uno panza abajo en esa orilla y a beber se ha dicho.
-Es una lástima que no se aproveche, con lo que escasea en otras partes.
-Pues mire, hasta hace bien poco, días nada más, se mandaba alguna a las fuentes públicas; pero un buen día vino el dueño del criadero y la cortó allí mismo, adonde nace, y la desvió al arroyo. Desde entonces ahí tiene usted las fuentes, secas a la fuerza. Si viene un forastero no tiene donde beber como no pida en alguna casa.
-¿Y eso se puede hacer?
-Se podrá, cuando él lo hace. Para el pueblo ha sido una mala acción. Si se construyeron las fuentes fue para que corran, no para que un señor las corte en su propio beneficio, así a su antojo.
Los tres vecinos que pasaban el rato al sol junto a las pilastras del puente -don Dionisio de Francisco, don Cipriano Ballesteros y don Jacinto Águeda- se pusieron de acuerdo enseguida para acompañarme adonde yo quisiera ir. Con el río y con el arroyo corriendo por la pradera, en la que se aburre amaneada una mulilla blanca, La Cabrera queda encajada entre los cerros peñascosos de la Peña de la Horca, de la Corza y del cerro de la Cabeza. La tarde, pese a ser soleada, se ha vuelto fría. Con los tres jubilados como guías, y con una niña pequeñita que ha venido de Alcalá con sus padres a pasar el fin de semana, nos vamos a pie siguiendo el regato de la fuente hasta las eras.
-Esta losa de piedra era el puente antiguo. Luego se hizo este otro de por parte, para que pudieran pasar los coches y demás.
-¿Cómo llaman a todo ese campo que hay por debajo del cerro?
-Esos son los Hinachares. Eran todo huertos. Muchos están perdidos por falta de gente que lo mueva. A esta piedra es donde venían antiguamente las mozas a llenar los botijos.
-Y los mozos detrás; qué remedio. La historia de siempre, ¿no?
-Sobre todo yo -dice don Dionisio-, que tenía el huerto ahí delante y me hice novio de la molinera. El molino era aquella casa de enfrente. Hasta que nos casamos, yo no salía del dichoso huerto. Mejor atendido lo tenía que ahora, ya lo creo.
-¿Saben lo que les digo?, que no sé si me escaparé de aquí sin probar el agua del arroyo.
-Venga. Clávese ahí de rodillas y beba hasta que se hinche. El agua no puede ser mejor. Luego se come un tomate del huerto de Pitos, que aún quedará alguno, y verá que cuerpo le queda.
El abuelo Dionisio tiene en el huerto de Pitos tomates de otoño, membrillos, flores de los muertos y pepinos pajizos, de los que se quedan en la mata para simiente.
-Eso que tenemos en los surcos, de hojas grandes, son borrajas. No crea que las conoce todo el mundo.
Subiendo con dirección al manadero del arroyo, mis amigos me cuentan que antes de estar agregados al ayuntamiento de Sigüenza lo estuvieron al de Pelegrina, y que la cosa tampoco les iba demasiado bien, que cuando había palos siempre les tocaban a los de abajo y que aquello no era plan.
El arroyo nace bajo una bóveda de piedra que hay por detrás del molino, al fondo de una barranquera devorada por la maleza. Aquí se despide de nosotros el señor Dionisio, mientras que sus convecinos me acompañan por la Magdalena, al pie de la Peña de la Gallina, hasta las mismas puertas del cementerio.
-Si se fija, más allá del río verá paredones antiguos. Para mí que hubo algún poblado, cualquiera sabe cuándo. salen cerámicas y de todo, y en lo alto del cerro debió de haber una ermita, porque sacaron unas piedras con cruces. Nadie sabe lo que pudo ser aquello. Los huesos humanos aparecen por cualquier parte; aquí en el camino mismamente.
-La Cabrera debe de ser un pueblo muy tranquilo, según veo.
-No lo crea. En el verano viene demasiada gente. Ya molestan. Se van al campo y lo dejan todo hecho una pena. Hay de todo.
El cementerio es reducido en capacidad, como cabe pensar a la vista de cómo es el pueblo. Los muertos de La Cabrera, con sus crucecillas de piedra y sus tres o cuatro lápidas, descansan en paz entre aquellos muros, todo atendido y limpio. "Familia Duarte Yagüe", se lee sobre la que, desde fuera, parece la más lujosa. La verja del camposanto es una auténtica joya del arte de la forja. Intento descubrir cuidadosamente por los barrotes el nombre del artífice que la hizo, pero no lo encuentro. El hierro está recubierto de capas superpuestas de pintura negra.
-En esa chapa de arriba tenía una leyenda. Era como de porcelana esmaltada. La rompieron a pedradas.
-Una gracia. ¿La recuerdan?
-Como si la estuviéramos viendo ahora mismo. Decía:"Cemente­rio de La Cabrera, fundado en el año 1928, siendo alcalde don Francisco Guijarro. El maestro herrero, hijo de este pueblo, Adrián Escudero".
-Estupendo. Por lo menos ya queda constancia.
-Muchas piedras de las paredes las trajimos nosotros siendo chicos. Estaba de maestro entonces don Wilfredo de la Iglesia. No crea que no hace años. Un hombre que era el número uno para todo lo que se ponía. Bien que dejó memoria en el pueblo. Demasiado severo para lo que son los de ahora; pero un gran señor.
De regreso vemos una casa moderna, curiosísima, levantada en el llano, cerca del río y rodeada de vegetación. La casa tiene las paredes blanqueadas, con dibujos rellenos de piedrecitas que representan escenas de caza y animales de todas las especies, como el Arca de Noé.
-Es de unos señores que vinieron de fuera, compraron esto y aquí están establecidos. El padre trabaja en Madrid, y la señora lleva los chicos a diario al colegio de Sigüenza. Contándolos como vecinos, puede que seamos cerca de treinta personas en el pueblo.
-Y el medio de vida, el campo. Ya se sabe, como todos los pueblos.
-Pues ya ve, vamos funcionando con las cuatro perras de la jubilación. Dos de ellos tienen ganado, y las tierras las labran los de Pelegrina.
Cipriano y Jacinto me cuentan al pasar por las eras que, cuando se aburren, se suelen juntar en lo que fue la escuela a echar la partida de cartas. Que en tanto se beben su porrón de vino y luego se marchan a la cama tan contentos.
-Otras veces nos sentamos al sol, si es de día, y nos contamos nuestras batallitas de lo mucho que sufrimos cuando la guerra, que ya nos lo sabemos de memoria de tanto oírlo; pero en alguna cosa tendremos que pasar el rato, ¿no le parece?
En ocasiones, cuando el ambiente es agónico como en La Cabrera, el visitante suele acabar hundido en el pesimismo y un poco en la desesperación, por sentirse incapaz de hacer algo práctico para que aquello no acabe. En cuántas ocasiones, al salir, suelo pensar para mí si no seré el último notario que lo ve vivir; que las pocas letras impresas que nos servirán de recorda­torio pudieran ser la postrera fe de vida que antecede a un final doloroso, pero imprevisible. Si tal llegase a ocurrir, uno quisiera dejar bien sentado que La Cabrera es un pueblecito increíblemente bello, pacífico, fuera de época si se quiere, donde habitan dos docenas de personas de bien que merecieron mejor suerte.

(N.A. Noviembre, 1985)

CABANILLAS DEL CAMPO


Ir a Cabanillas supone un paseo desde la capital abriendo camino hacia las tierras de cultivo de la Campiña, comarca en la que cabe catalogar a este importante pueblo de la provincia, cuya visita en mañana soleada de finales de octubre viene a resultar tan solo una distracción, por no decir una grata disculpa para salir durante un par de horas del continuo y monótono rodar de la vida capitalina. De Guadalajara hasta Cabanillas la distancia debe ir no mucho más allá de los tres o cuatro kilómetros.
Antes de llegar, los campos se ven coloreados de un tono marrón prometedor, estercolados algunos y dispuestos para la siembra. En las leves laderas de los oteros hay pequeños recuadros de olivar poco desarrollado, y al momento el pueblo, Cabanillas, extendido en largo y ancho sobre el lomo de una ondulación apenas perceptible, con el agudo chapitel en punta de lanza de su torre parroquial, pinchando el azul intenso de los cielos.
-Cabanillas de las Tres Torres.
-Del Campo querrá usted decir, caballero.
-Del Campo también; porque Cabanillas está en el campo, lo mismo que Madrid.
-Perdone usted. No había caído.
-Y de las Tres Torres porque tiene tres, y si no, mírelo bien desde la carretera, antes de entrar.
El pueblo -extraño para lo que uno tiene por costumbre ver- es próspero, grande y de los que van a más, porque la relativa fiabilidad de sus campos y la distancia hasta la capital, le evitan de casi todos los problemas que suelen tener como suyos los demás pueblos.
En la plazuela de la Iglesia está la pareja de la Guardia Civil, que miran con cara de mal disimulada sospecha. La siguiente plaza, la del Ayuntamiento, la encuentro cambiada desde la última vez que la vi. Le han colocado una romántica fontani­lla-surtidor en mitad con un poco de jardín. Le favorece; creo que le hacía falta. Cabanillas del Campo, el pueblo, se enseñorea con casonas antiguas de noble traza y con nuevas que nada desdicen, y en las afueras otras más antañonas de adobe campiñés que ponen, muy acertadamente, la nota rústica a una villa con vocación ciudadana; porque villa ya es, por gracia real de Felipe IV desde el año 1628, y bien que se nota.
Desde la puerta de la farmacia se oye el murmullo del personal que hay en el bar de la plaza. En la ventana del ayuntamiento se ve una mujer de espaldas tocando la guitarra. Los chicos vienen y van por las calles corriendo en bicicleta. El sargento y el cabo de la Guardia Civil me vuelven a mirar con sus caras serias. En la esquina de una calle hay una placa descasca­rillada que dice: "Calle del alférez Tomás Verda del Vado". Más adelante, sobre la pared frontal de una elegante casa antigua, hay otra placa mayor de bronce, cuya leyenda íntegra transcribo: «En esta casa nació el alférez de Infantería don Tomás Verda del Vado. Murió por la Patria en la posición Verda (Larache) a la que dio nombre con su heroísmo (27 enero 1901-18 enero 1922)». Adorna la leyenda un relieve artístico en el que la Reina de los Héroes recoge su cuerpo muerto.
-Ese era de aquí. Lo mataron cuando la Guerra de Africa.
Callejuelas evocadoras de ladrillo visto me acercan al barrio de abajo, al viejo barrio del Alamín, cuyo nombre ya nadie usa. Más allá se alcanzan a ver los grises olivares a la caída, compartiendo con el matorral las laderas de los pequeños cerros del norte. Dos puentes de moderna estructura atraviesan el cauce canalizado de un arroyo seco. En la plaza de abajo pelotea en el frontón un adolescente, y un viejo dormitea sentado a la sombra de un árbol muy grande. Pasa a mi lado una mujer de edad con un envoltorio de ropa debajo del brazo.
-Señora, ¿cómo se llama esta plaza?
-Plaza de José Antonio.
-Es muy bonita y muy grande.
-No señor; es muy fea y está muy sucia.
Otro anciano recibe toda la fuerza del sol del medio día sentado en una silla de mimbre. Francisco Fernández, amigo anónimo del forastero, saluda amablemente desde la cabina de su tractor parado en la plaza.
-Pues yo creí que no iba a venir nunca por este pueblo. Se va por ahí a todos los pueblecillos de la Sierra y de nosotros, que estamos aquí a un paso, ni se acuerda.
-Todo llega, ya ve usted, en esta vida. Lo dice el cantar. Es cuestión de paciencia.
-Bueno hombre, ¿qué le parece esto?
-Muy bien. Ya conocía el pueblo. Me parece muy grande para lo que estoy acostumbrado a ver. ¿Cuántos son en Cabanillas?
-No crea que tantos. Arriba o abajo, sobre unos mil.
-Creí que eran más.
-No. Cuando hagan la urbanización, seguro que crecerá bastante. Ya han empezado con ella en serio, allá a la entrada del pueblo.
-Debe ser enorme.
-Sí; no estoy seguro, pero creo que están previstas 275 parcelas. Si en cada una se pone una familia, el pueblo casi se dobla.
-¿Quienes suelen ser los compradores?
-Pues, algunos son de Madrid, otros de Guadalajara, y bastantes hijos del pueblo que viven fuera también van tirando de ellas.
Francisco Fernández, agricultor de Cabanillas, es un hombre complaciente que celebra el encuentro. El remate de la conversa­ción se hace ya con el tractor en marcha.
-¿Qué tipo de árbol es este de la plaza? Acacia, no es.
-No; no es acacia. Ni plátano tampoco. Es un árbol que prolifera mucho. Cada una de esas hojas secas lleva una semilla, y donde la deja el aire o el agua, allí que sale un árbol. Hay que tener cuidado.
En algunas viviendas y corrales de Cabanillas aprovecharon en pasadas épocas las guijarras y cantos rodados de los ríos para edificar, mezclados convenientemente con el ladrillo y con el barro o adobe; detalle bastante común en todos los pueblos campiñeses.
La torre de la iglesia, símbolo de la villa, es altísima. Toda ella está edificada a base de ladrillo del XVI y piedra blanca de caliza incrustada en disposición vertical, ocupando el centro de sus caras, que era una forma de construir con cierto rango por toda la comarca cuando los años del Imperio y los inmediatamente posteriores. La portada es sencilla; tiene un arco renacentista en semicírculo, y se adorna con dos medallones en relieve que representan las efigies de San Pedro y San Pablo.
Encuentro abierta la puerta de la iglesia. El interior es espacioso; se ve meticulosamente cuidado. Su aspecto anda parejo con la severidad y con la elegancia que se adivina desde afuera. Tiene tres naves, y crucero bajo la cúpula que cubre el presbite­rio. El retablo mayor es una obra recientísima, construido en Zaragoza hace escasamente tres años. En el retablo mayor figuran las imágenes de San Pedro, titular de la parroquia, de San Roque y de otro santo obispo que uno, sin haberse informado antes, no es capaz de identificar.
-¿Quién es aquel obispo, señor cura?
-Es San Blas. Tenemos dos imágenes de San Blas en la parroquia. Cuando se montó el retablo compramos aquel para tenerlo fijo, sin que haya necesidad de bajarlo y volverlo a subir cada año; y luego el otro, el de siempre, que está en aquella capilla para sacarlo en procesión cuando llega su día.
La bóveda de la nave central es de las llamadas de medio cañón, con curiosos adornos en relieve dibujando formas geométri­cas que aportan a la iglesia cierta prestancia. A cada lado del crucero hay una capilla: la de la Milagrosa, con adornos barrocos del siglo XVIII, y la del Pilar en el lado de la Epístola, muy parecida a la anterior, pero bastante más pobre.
En la iglesia de Cabanillas siempre hay alguien. Entran, rezan devotamente durante unos minutos y luego se van. El párroco, don Primitivo Pérez, debe abandonar por segunda vez su recogimiento para volverme a responder.
¿Cuándo son las fiestas patronales, don Primitivo?
-Hay más de una -me dice-. Por tradición, las fiestas de Cabanillas son para San Blas y para la Cruz de Mayo.
Consta -más en el recuerdo que en el cotidiano vivir del tiempo presente- que éste es pueblo de muchas y de muy variadas tradiciones; algunas curiosas y muy antiguas, como la botarga, rebuscadora de despensas, los clásicos “mayos” de a finales de abril, o los sabrosos pasteles del domingo de Ramos.
Seis hombres de edad, sentados todos ellos alrededor de una mesa en el Bar Alcázar, hablan del tiempo mientras las horas pasan. Cuando el tema no da para más, hablan de la sementera y de lo cara que se ha puesto la vida. Otros más jóvenes toman cerveza y copas en la barra mientras conversan animadamente. Cuando advierten que anoto cosas en mi cuaderno de apuntes, dejan de hablar.
Merece la pena hacer referencia, en este somero recorrido por las calles y rincones de Cabanillas, al arzobispo de Santa Fe de Bogotá don Antonio Sanz Lozano, nacido aquí en el siglo XVII, quien dejó por tierras americanas sabia y reconocida huella.
-Pues de ese señor nunca había oído yo hablar; ya ve usted lo que son las cosas. Es que hace muchos años que falto del pueblo.
El mesón Los Picos tiene un patio floreado al estilo andaluz. Desde el día que lo instalaron cuenta el establecimiento con el pláceme de su buena clientela, sobre todo de gentes de la capital, que acuden durante el buen tiempo atraídos por lo cómodo del sitio, y por el conejo al ajillo que, según me han asegurado, es la especialidad de la casa. Cuando llego hay sólo dos clientes, dos señores de edad avanzada que toman cerveza pegados al mostrador con tapas de aceitunas y boquerones en vinagre. Dentro se está muy bien, tanto en verano como en el tiempo frío. Los camareros, quizás demasiado serios y parcos en palabras, postura que no debe ser muy aconsejable en este tipo de oficios. En una de las paredes se ve colgado un pasquín de espectáculos en el que aparece, bastante al descubierto y pechugona, una dama morena que recuerda a aquellas de las viejas revistas de variedades, pero algo más acorde con gusto actual de la gente. Los ojos bien pintados de la señora del cartel miran con tono provocador a los dos ancianos de la barra.
-¡Vamos hombre! -dice uno de ellos- Y por lo visto no es una mujer. Si dicen que es un tío. Les hacen yo no sé qué coño de operación, y las vuelven tías.
El resto de la conversación que mano a mano se traen los dos abuelos resulta la mar de simpática en torno al asunto de los travestis y de sus antagonistas, las mujeres de porte machuno; pero, honradamente, irreproducible.
-No sé, no sé. Dicen que si es de Zaragoza.
Variedad de ambientes; diversidad de visiones en un pueblo donde la gente debe sentirse a gusto. Cabanillas del Campo, laboriosa y antigua, se enciende a éstas del medio día por el sol cargado de luz en una fecha cualquiera del otoño.

(N.A. Noviembre, 1987)