domingo, 4 de enero de 2009

ARAGOSA


ARAGOSA

Cuando hay nieve en los altos de Mirabueno, las vegas de Mandayona y los hocinos de Aragosa se ven limpios como la barra del jaspe. No es posible pensar que a cuatro pasos de estos inhóspitos sequedales de carrascas y de fragosidad sin provecho por donde andamos, la Naturaleza se pueda tornar tan brava y tan espectacular como en ese rinconcito que ahora nos espera. Aragosa, amigo lector, debido a la tremenda barranque­ra en donde lo colocaron, es uno de los pueblos más agraciados en esta provincia de contrastes.
Desde el leve ramal en que se bifurca, ya cerca de Arago­sa, la carretera de Sigüenza, el profundo barranco por cuyo fondo corren medio heladas las aguas del río Dulce, va tomando forma poco a poco. Altas choperas en fila bajan escon­diendo la cepa de sus troncos entre los carrizales de la ribera. A una y otra margen los huertecillos abandonados que fueron despensa insustituíble y lugar común de campesinos en tardes de traba­jo. Ya en los primeros cortes rocosos que surgen a la vera, negrean las bocazas naturales de las cova­chas que abrió el tiempo geológico, los miles de siglos, porque tanta belleza no surge de improviso en un sólo día, ni en un siglo, ni en cien. Por si era poco, los aguiluchos vigilan desde más arriba de las últimas rocas, ojo avizor, el adormilado caserío en donde cacarean las aves de corral, suenan los esquiloncillos de los ganados y faenan los hom­bres. En Aragosa, el murmullo de las aguas es como una música de acción sedante.
El pueblo tiene sólo una calle, pero es muy larga. La calle Mayor de Aragosa se abre a la altura de la fábrica de luz y sube paralela al río, hasta concluir en el magnífico anfiteatro de plomizas rocas a las que dicen los Eros. A mitad de la calle Mayor hay amagos de plazuelas sin llegar a serlo y un estableci­miento que dice "Vinos-Comidas". La gente mira impasible desde sus casas al desconocido, que anda de un lado para otro intentan­do explicar su sorpresa, mirando con la boca cerrada y los ojos bien abiertos el sublime espectáculo de las escarpas grises en donde sólo se da la aliaga, un poco la estepa, y algo también los chaparrillos equilibristas. Al final de la calle hay una casa de recreo, forrada toda ella con tronquillos largos y finos de madera de pino. Luego otra vez las crestas del Sabinar, del Poyato del Enebro, y las tranquilas corrientes del río Dulce que desciende serpenteando entre recodos y riscos desde el escalón superior de La Cabre­ra. El río Dulce ha debido ser de por vida el padre y señor de la comarca entera, algo así como el mitológi­co Nilo para los habitantes del antiguo Egipto.
Uno sabe muy bien que Aragosa es pueblo eminentemente veraniego; pero no le pesa el haberse llegado hasta él en una de las mañanas más crudas de un invierno verdaderamente desa­pacible, teniendo aún por testigos los retazos de nieve en las umbrías.
-Aquí, en verano, esto es muy bonito. Todo el que viene lo dice.
-Yo también lo creo, señora. Muy bonito y muy fresco con tanta sombra y con tanta agua por todas partes. ¿Cómo se llaman aquellas peñas que hay por detrás?
-A eso se le dice el Pico de los Moros.
De una chimenea sube recto el chorro de humo sin una brizna de viento que lo descomponga o que lo diluya. En Arago­sa, o llega el viento de poniente o no puede entrar por ningu­na parte. Como conjunto de casonas en las que la gente vive, nos encontramos en un lugar de escasa población, en donde se ve que los de fuera hacen todo cuanto está de su parte por conservarlo con decencia, dignamente, con todas las comodida­des dentro de lo que es posible.
-Pues los que tienen casa aquí, ya ve usted, van arre­glándola poco a poco para cuando vienen. Sólo quedamos en el pueblo la gente mayor.
De sus primeros tiempos hablan antiguas crónicas, inclu­yendo al mínimo caserío de Aragosa en el lote que, con motivo de la reconquista a los moros de la ciudad de Sigüenza, donó el rey Alfonso VII al obispo y guerrero don Bernardo Agén, para unirlo a su recién creado señorío, pasando así durante tres siglos a pertenecer a la mitra seguntina. Fue de impor­tancia capital su castillo en plena Edad Media, como atalaya de control en el paso de aquellos valles. Hoy no queda de él el ni el menor vestigio; ni las buenas gentes del lugar sa­brían por su parte prestar noticia.
Un señor alto y de buen porte viene tras de mí con una carretilla. Se llama Petronilo Ballesteros Gil y es miembro jubilado de la Policía Nacional. Damos rápidamente un repaso al personal de su oficio que hay en la capital, y enseguida sacamos en claro que tenemos conocidos comunes. Eso siempre aumenta la confianza.
Petronilo es de esas personas que, aun viviendo fuera, saben sacar el jugo y el encanto que conlleva en su trasfondo la vida del pueblo.
-Pues mire -dice-, tenemos una bodega ahí en las orillas y vamos a ver si sacamos un poco de aguardiente. Cosa de poco. Para el gasto de la casa y nada más.
-Qué bonito es todo esto -le digo.
-Muy bonito. En verano todos estos rincones son una maravilla. Los paredones de roca impresionan siempre, pero cuando no se han visto nunca, todavía más. Mire, aquellos de la húmedo están tapados de hiedra. En el buen tiempo se puede subir hasta arriba mismo, dando un poco de vuelta por todo el corte.
-Parece mentira la de caprichos que tiene la Naturaleza.
-Si se fija bien, ahí se ve una piedra redonda que le decimos La Bola. Por debajo se apoya en otras y se puede pasar. Se sostiene como un poco en el aire.
-¿Adónde va el agua que se desvía en el canal?
-Va a parar a una fábrica de electricidad que hay según se entra al pueblo. Antiguamente se daba luz desde ahí a toda Sigüenza.
Aunque esto no me lo apuntó don Petronilo, en una fábrica que hubo hace siglos en Aragosa, se hizo el primer papel moneda que empleó el Banco de España. Un importante dato para la Historia.
-Sí; aquí hubo una fábrica de papel por encima de donde está la de la luz, y otra más según se sube a La Cabrera. Todo eso sí que lo sabemos bien.
-¿Cuál es ahora la población de hecho?
-Unos cincuenta y cinco. Como ayuntamiento el pueblo está integrado en Mandayona.
-¿Nunca calcularon la altura de aquel pico que se ve al mediodía?
-No, creo. A ese le dicen el Pico del Lutuero.
-Los buitres, supongo que andarán por las covachas de arriba.
-Claro que andan por allí. El nido lo suelen hacer en otro barranco que le dicen San Pedro. En todos los agujeros que ve allá en frente, anidan las grajillas esas negras. en verano montan allí un escándalo que para qué.
-Es raro -le pregunto- que no pasara por aquí el doctor Rodríguez de la Fuente.
-Sí que venía mucho. Con eso de las águilas y de los buitres solía venir con frecuencia.
Por la vertiente opuesta, las peñas del Pico del Moro se precipitan en plano inclinado hasta la misma iglesia. En el pueblo dicen que hay un hoyo en las piedras que los moros debieron utilizar como parapeto.
-Aquel otro pico de arriba se llama Santaolalla. Se conoce que había una ermita allí, junto al río, pero tan antiguamente que ninguno de los de ahora la llegó a conocer.
No invita la temperatura hoy; pero gusta dar una vuelta aunque sea rápida por la calle Mayor y por algún que otro callejón contiguo. Los aleros de las casas viejas apenas si contrastan con el pálido gris de las montañas. La iglesia parroquial de Aragosa tiene un ábside semicircular de corte románico, revocado con una mano de argamasa. La espadaña es de sillería, con dos vanos y completamente achatada. Sobre los sillares parduscos de la espadaña crece una aliaga.
El atrio exterior a la iglesia es solitario y silencio­so. Se entra a él a través de un arco posiblemente del siglo XVII, que cierra una verja pintada de un color chillón. Detrás hay una pequeña explanada que cerca un murillo de barbacana. Se ve que antes fue cementerio. Existe sobre el liso del pretil una lápida mortuoria fechada en 1858. El difunto consta que se llamaba Domingo Leoncio, fallecido a los 18 años, 5 meses y 22 días. Uno piensa que por aquellos tiempos de muer­te, de ruinas y de camposantos, rondaba la tisis y escribía versos al punto el genial Gustavo Adolfo Bécquer.
Desde el pretil se ve abajo, plácido y humeante, el pueblecito de Aragosa tratando de despertar al día. Por encima del Pico del Lutuero se han puesto a dibujar círculos concén­tricos en el azul tres parejas de águilas, Una perra galga pasa junto a mí sangrando por una pata. Más a la caída, de nuevo en la calle larga, suena un aparato con música para clave de Scarlatti. Aragosa parece que se vuelve a dormir al son de una nana bajo las peñas.
Hemos dado al final en caer por la zona selvática que atraviesa el río, más abajo de la chorrera y de la fábrica de luz. En ambas márgenes crecen sin miramiento las plataneras y los madroños. Hay una explanada sembrada de césped que nos hace recordar las tardes calurosas del verano, con sus terna­chos de una hierba fresquísima, con sus sombras tupidas y apacibles, con el persistente murmullo de sus aguas... Bajo la peña, aprovechan­do la oquedad de alguna bodega, intuyo que debe estar el ambigú o pequeño mostrador de un merendero. Todo al momento, esperando, igual que en tantas cosas, el cambio de la climatología cuando al sol le dé por situarse frente a las capotas de los árboles.
Al partir, ante aquella quietud donde la Naturaleza lo es todo, uno piensa si el hombre, al fin y a la postre, no inten­tará imponer su perniciosa ley actuando contracorriente, y haciendo de estos paraísos anónimos carne de cañón para sus especulacio­nes, para sus caprichos, para sus comodidades, según el último grito de la nueva filosofía.
(N.A. Marzo, 1986)

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