miércoles, 7 de enero de 2009

ARGECILLA


Ha pasado el tiempo, quizás demasiado tiempo sin que los hados de la casualidad hayan querido dar con mi persona en la vega del Badiel: Ledanca, Utande, Muduex, Valdearenas... Uno reconoce ser devoto de este valle donde encontró siempre horas de sosiego, paz por doquier, paisaje sereno tapizado con el intenso peluche de la ribera, donde bregan al amparo de un hilillo insignificante de agua del río, los laboriosos campe­sinos de la comarca, vestigio al fin de una lejana estirpe de hombres honrados cuya huella se ha impreso de manera perdura­ble en el alma de los que allí moran.
Tiene Argecilla, sobre todos los demás pueblos de esta vega, el encanto de aparecer escalonado en la escarpa, paten­tes las arrugas de su ancianidad como una piel de legendaria fauna que la historia quemó, expuestas a los caprichos del sol y de los vientos desde que el mundo es mundo, bajo la mole pedregosa de cerrucos horadados por la naturaleza que dan al entorno un carácter de profundo misterio.
-Aquella de arriba es la cueva de la Solana. Allí, seguro que cabe un camión tan anchamente.
La Plaza Mayor está arriba, casi al final de unas calles en cuesta, Dos fuentes de tres chorros cada una, adosadas al paredón tremendo que sube hasta la iglesia, hablan de la abundancia en Argecilla del agua potable. Luego, habría de saber que la mayor parte de las viviendas poseen desde antiguo su fuente interior de agua nativa.
La plaza está ocupada en toda su extensión por el juego de pelota de reciente hechura, pintado el frontón de un color verde intenso. A mi espalda hay una mansión palaciega, que en tiempos debió pertenecer a familias destacadas de la locali­dad. La fachada tiene una placa de mármol sobre la fachada, al lado de la puerta, recuerdo y memorial de algún hijo ilustre de Argeci­lla.
-Era una persona fuera de serie ese señor. La gente decía que en este mundo, después de Dios, no había otro tan grande como don José Ubierna. Le usted ahí todos los títulos que tuvo.
Los leí todos, sí; y tomé buena nota para dar cuenta exacta a los lectores de la capacidad, de la personalidad sobre todo, de aquel hijo excepcional a quien el pueblo honra. Para ganar tiempo, el propio Gregorio Doménech me fue dictando el texto escrito en la piedra: "José Antonio Ubierna Eusa, jurisconsulto, abogado del Estado, abogado fiscal del Tribunal Supremo, académico, consejero de Educación Nacional, senador del Reino, gobernador civil de Vizcaya, caballero de la Gran Cruz del Mérito Civil. Homenaje del pueblo de Argeci­lla."
-Ésta era su casa. Todavía vive una hija suya. Aquí se le quería mucho. Yo creo que era propietario de casi medio pue­blo. Cuando venía a cobrar las rentas y veía que la gente no vivía muy bien, o la cosecha había sido floja, no les cobraba y además les daba dinero. De esos ya quedan pocos.
-Gerardo, mi improvisado cicerone de Argecilla, me expli­có por la cuesta de la Iglesia que fue caminero de la Diputa­ción, pero lo tuvieron que jubilar por lo de la columna. Luego se dedicó a trabajos flojos en no sé cuántas partes más, siempre con su mal arrastra.
-Y fue una cosa tonta, ya ve usted. Cuando la guerra yo tenía ocho años, y un cabrito de soldado me dio un patadón en la espalda. Desde entonces, siempre ha ido la cosa mal. Ya de mayor vino lo de la aorta, los nervios, la coronaria, todo. Y me encuentro fuerte, sí señor, más fuerte que otros de mi edad. Ahora resido en Brihuega, en Jadraque, y aquí a tempora­das, depende.
La vega del Badiel enseña desde el atrio su plumaje gris de las mañanas de invierno. Un rebaño de ovejas está pastando entre los troncos de la chopera. Aguas abajo se ven las casas de Ledanca, empingorotadas sobre el cerro redondo del cemente­rio.
-Mire qué vega más hermosa. Todo arriba, hasta Almadro­nes. Se hizo la Concentración, pero quedaron demasiadas parce­las pequeñas. Ahora el problema es la lluvia. Yo no sé qué va a pasar como no llueva. Tenemos otra vega también en otro sitio que le dicen El Valle.
Después nos fuimos por la calle del Lujo. a derecha e izquierda van saliendo rincones pintorescos, callejuelas escondidas en las que no vive nadie, vetustos paredones de adobe recorridos por el brazo de una parra acabada de podar, cobertizos hundidos que apoyan toda la balumba de tejas y palitroques en una escombrera donde crece la hierba. El calle­jón del Chorrillo está por debajo de los peñascales de la Sola­na.
-Mire si es antiguo este paredón de calicanto. Ahí donde lo ve, lleva toda la vida cayéndose y nunca se cae. Yo siempre lo he visto así.
La fuente del Chorrillo arroja un hilo muy fino de agua helada. La fuente del Chorrillo, pese a la abundancia de agua potable que hay en el pueblo, nunca echa más. Como si una maldición hubiera caído sobre su caudal enclenque, pero fiel, eso sí, en cualquier época del año.
-Es muy fría. Ahora, a lo mejor no tanto; pero cuando bebes en verano, te duelen los dientes de lo fría que sale.
La señora Petra tiene en el barrio del Chorrillo una fuente dentro de casa, un patio muy antiguo con higueras, parras, y un centenario balcón de forja por debajo del alero. La mujer nos prepara una buena lumbre con estepas y con leños secos en la chimenea. Mi acompañante y la señora Petra se tratan con familiaridad; se ve que entre unos y otros hay una larga historia de afectos que viene de lejos.
-A éste lo saqué yo de pila -dice la mujer. Es como si fuéramos de la familia. Lo tenía que haber visto usted cómo se comía el chocolate el día que lo bautizaron. Cuando tenía nueve meses, corría que se las pelaba.
Argecilla conserva en muchos rincones perdidos de sus calles el recuerdo de familias hidalgas de más allá de un siglo, presentes aún en casonas inmensas de piedra envejecida por la pátina que dejan los años. La Casa del Duque luce sobre el paredón un escudo nobiliario fechado en 1596. Tiene huerte­cilla propia en la solana y una galería columnada que deja patente la raíz de su noble linaje. La de los Ubierna, no más pequeña que la Casa del Duque, ha sido restaurada en parte por su dueño actual, adaptada al modo de vivir de hoy con el regusto de la época en que fue levantada. La hija del dueño, Raquel, nos enseñó la casa habitación por habitación. Se nota que la muchacha -agradable, por cierto- está acostumbrada a enseñar la casa a los que vienen de fuera, y lo hace con trato de buena escuela, como los guías de los museos.
-Es nuestra desde hace años. Todavía nos falta mucho por arreglar. a la hora de la limpieza, usted no sabe lo que cuesta.
En Argecilla, además de muchos perros de caza por las calles y chicas guapas, que siempre las hubo, según me explicó Gerardo, hay uno de los términos municipales mayores de la provincia. Cuenta Andrés Raposo, el carnicero, que es el segundo pueblo en extensión aunque por la traza no lo parezca; que la gente de fuera se piensa que allí no hay nada más que la vega, pero que los altos son interminables.
-Tenemos, exactamente, cuatro mil cuatrocientas cuarenta y cuatro hectáreas de terreno de cultivo, aparte de los eria­les y de los campos que no se pueden trabajar.
-¿Con qué mueven todo eso?
-Ahora con los tractores. En Argecilla hay en este momen­to cuarenta tractores. Más tractores que familias, porque no sé si llegaremos a treinta casas abiertas. Aparte tiene tam­bién seis o siete hatajos de ganao.
Arrastra el pueblo en el declive, y con la vega al fondo, dan a la vista una nueva dimensión desde las eras. Las ovejas mordisquean el sequedal de tomillo sobre nuestras cabezas por el palomar del Tío Molondro, el tercero de los altos pedrego­sos que resguardan Argecilla de los malos vientos.
-Demasiadas cuestas, ¿verdad? Antiguamente, la gente enfermaba del corazón de tanto subir cuestas. Cuando se iba a acarrear con las caballerías, siempre cerro arriba, aquello era muy duro. Por lo demás, pues ya lo ve, la vega cuando viene el mes de mayo se pone como un paraíso.
El nuestro fue de hecho centro social y comercial de la comarca. Tuvo el pueblo botica, escuelas, seiscientas personas y un fielato, tal como reza en un cartel ocre desvaído que leí casualmente sobre el blanco de una fachada próxima a la plaza.
Del Valle del Badiel siempre se sale con nostalgia. Creo haberlo visto de cerca en todas las estaciones del año, y en cada una me ha sido posible descubrir una nueva dimensión aplicable a su personalidad más íntima: calma, silencio, espectacularidad, luz, unos cuantos centenares de vidas agos­tadas, de almas nobles a caballo de unos cuerpos rendidos por el trabajo. Oasis de bienestar al margen de tanta corriente nefasta, donde la gente vive por obra y gracia de un campo al que -en esto no ha cambiado nada- el hombre ha de regar con el sudor de su frente.

(N.A. Marzo, 1983)

1 comentario:

Pablo Morterero dijo...

Felicidades! Fantástico blog y fantástico post sobre Argecilla. Por si le interesa, le paso un dato sobre Argecilla, y es que Felipe V se alojó en la casa que mi antepasado Manuel Morterero poseía en la localidad tras la batalla de Villaviciosa. El dato se encuentra en el Privilegio de Hidalgía que puede localizar en el Archivo Histórico Nacional (Sig. Consejos: 8952.N10). Muchas gracias por el regalo que nos ofrece en este blog.