domingo, 18 de enero de 2009

BERNINCHES


Hasta, el día en que se me ocurrió consultarlo por curiosidad en un mapa de la Provincia, era éste el lugar an6nimo que tantas ve­ces me Ilam6 la atenci6n, de paso por la carretera de los panta­nos, visto de lejos por las cuestas de Alhóndiga. El pueblo, desde allí, se deja ver un instante, subido sobre los altos que sirven de telón de fondo al valle del Arlés, y desaparece definitivamen­te. Arribamos a Berninches por un ramalillo que parte de la carretera de Budia, buscando entre los campos de arada y el monte bajo el escogido paraje en cuyo declive, como colocadas a propio intento, se van escalonando las casas. El pueblo no se ve, ni se adivina siquiera, hasta dar de hecho con las sombras que lo anuncian desde sus aledaños. Aparece de pronto al otro lado de los olmos y de la apretada vegetación del barranco, alzado de puntillas, mirando a la tarde. Berninches tiene todo el encanto de los pueblos en ladera, la gracia sin par de los viejos lugares derramados monte abajo, que aquí acentúan hasta lo insospechado la juventud per­petua de las huertas, el arroyo acabado de nacer, la vega tupida de un verde intensísimo, donde los campesinos bajan al caer la tarde con los cubos y las legoncillas a mover e1 agua, y pulen los surcos mullidos, y hacen dar fruto a todo aquello con la sabiduría que les dan los años, como dueños y maestros de la naturaleza.
La tarde está comenzando a tomar forma. Hace todavía calor. Ba­jo la olma gigantesca de la plaza trabajan las máquinas del hormigón para arreglar las calles. La olma de Berninches llena con su copa los volúmenes libres de la plaza; la cubre como si fuera una sombrilla.
- Es lo mejor que tiene la plaza: la olma. La remondaron hace un par de años y ya se ha vuelto a repoblar. Ahora, que la de Alhón­diga aún es mayor que ésta; aquella es digna de verse.
Por encima de la plaza, muy por encima, los altos del Anillo, el Cerro de las Matas, donde han ido creciendo sobre la altura las carrascas y la maleza, en ideal armonía con los roquedales que por el nordeste cubren al pueblo a modo de imponente murallón na­tural. La fuente pública tiene su sede en un rincón de la plaza, aprovechando como muro frontal el mismo pretil de la iglesia. Un rosal en flor se luce sobre la pared por encima de los dos chorros de agua fresquísima que bajan desde el corazón de la montaña. En el primero se recrea, haciendo como que bebe, un hombre muy simpático que se llama Venancio. Don Venancio Sánchez ha colocado, arri­mados a la pared, un saco vacío y una hoz.
- Es que me voy a segar un poco de verde, de eso que le dicen césped, para cuando vengan los nietos que puedan jugar encima.
- Buen agua ¡eh!
- Buena, sí señor. Nadie sabe lo que vale esto. Y tan fresquita.
- El pueblo es de los que llaman la atención. ¿También se fueron a la capital?
- Muchos. Si ahora puede que no estemos de continuo nada más que unas cien personas, o poco más.
- Ah, pues todavía se ve gente joven, que no es poco.
- Algunos quedan con esto de las obras; pero se irán en cuanto se les ponga a tiro. Dicen que lo que no hay son mozas. Ahora les han hecho un campo nuevo para jugar al fútbol.
La Calle Mayor es la primera de una serie de calles paralelas que descienden en zig-zag hasta los huertos del Barranco. La ca­lle Mayor es larga y estrecha, encajada entre casonas centenarias de rancio sabor a la arquitectura popular de la Alcarria del diecinueve, que se adornan con parras pomposas a manera de dosel o de arco de triunfo. Tres perros duermen estirados sobre el sue­lo a la sombra de una de estas añosas mansiones deshabitadas que hay en la calle Mayor. En la de La Ubierta te encuentras con un arco adovelado de piedra noble a la puerta de otra vivienda en cuya historia es posible que mereciera la pena hurgar. Corona el arco un escudo de familia con un león rampante, y lo cruza una cuerda de la que cuelgan doce pares de calcetines con listas de colores secándose al sol.
- Esto es muy viejo, ¿verdad usted?
- Sí señora; eso parece.
- Pues, hace poco han hundido una casa con otro arco igual. ¿Le gusta el pueblo?
- Mucho. Yo creo que es uno de los pueblos más bonitos que conozco.
- Qué cosas. Y a nosotros que no nos gusta. Nos parece muy feo, pero a todo el que viene de fuera dicen que le encanta.
A Berninches lo están minando las obras. Los nuevos sistemas, las formas y los materiales modernos acabarán dándole la vuelta no muy tarde. El fenómeno, como en casi todos los pueblos, toma en este caracteres de desproporción. Las nuevas fisonomías de los pequeños enclaves están ganando en lujo, en confort, en salubri­dad, nadie lo duda, pero se les va apagando, poco a poco, la dul­ce esencia rural y pueblerina que es su propia alma, como en latidos de muerte, con cada zarpazo de las escavadoras. A pesar de todo, y tampoco sé si será por mucho tiempo, todavía es fácil encontrar­se aquí con rincones típicos de marcado regusto ancestral, con viejos escondrijos adornados de rosales, de parras y de hierbabuena, en donde las simpáticas mujeres del pueblo pasan las tardes largas del verano laborando junto a la canastilla de la calceta, como lo hicieron sus madres, sentadas, tal vez, en la misma sillita de es­padaña. Los vecinos de la calle del Horno son un grupo de hombres y de mujeres muy amables, que viven como en familia por el barrio bajo, a cuatro pasos de los primeros huertas. En la calle del Hor­no, me cuenta la señora Primitiva que aún quedan en Berninches de­talles festivos de la mejor clase y antigüedad, a salvo de las corrientes de hoy aunque parezca mentira.
- Pues sí señor, claro que quedan costumbres; no tantas como an­tes, pero aun se hace una buena fiesta para la Virgen del Colla­do, y otra para el Corpus.
- ¿Cuándo es eso?
- La Virgen del Collado es para el 8 de septiembre. Se traen to­ros y a la gente le gusta divertirse. En mayo se le hace una rome­ría hasta la ermita. Nadie sabe la cantidad de coches que vienen de fuera. Llevamos la Virgen en procesión, cantamos el Rosario por el camino...Es muy bonito. Si viene usted el domingo siguiente al Corpus, entonces le dan cañamones y vino a hartar en la plaza. Son costumbres de las de antes, pero que la gente se lo pasa muy bien sin hacer daño a nadie. ¿No le parece a usted?
A la vera del arroyo, con las aguas de los sobrantes mojándole los pies entre la hierba, uno se da cuenta de que tiene pasión por los pueblos en ladera y no sabe por qué, y que es posible que la cosa no sea para tanto. El naciente Arlés discurre dejando a su paso0 una vegetación exuberante y un frescor que se cuela a través de todos los poros de la piel. Llegué hasta las mismas huertas charlando amigablemente con una señora del campo, con doña María Alba, que cruzaba por aquellas sendas entre los regatos con un cubo col­gado del brazo.
- Me voy con mi marido a sembrar unas pocas judías. A estas horas da gusto bajar.
- ¿Y dice usted que este canalillo es el río?
- Sí, señor. Lo que pasa es que nace aquí y por eso es tan peque­ño. Luego se va hasta Alhóndiga y después a la parte de Pastrana. Le decimos el río Arlés.
En alguno de los bancales de la vega hay un hombre faenando bajo la copa de las nogueras, o de los chopos, que con la constante humedad del arroyo alcanzan aquí alturas y volúmenes infrecuentes. En las zonas muertas que quedan entre uno y otro cuartel, o al lado del ca­mino, abundan los yerbazales de vallico y de ababol que hay que pi­sar para salir al camino.
Se sube a la plaza después de atravesar un laberinto de callejue­las escuetas y de rincones escondidos que se van superponiendo a distinto nivel sobre el terreno, hasta llegar arriba.
Todo Berninches se ha hecho hora del paseo, o del trabajo, que también es un gozo en aquellos paraísos ínfimos del Barranco. Las gentes del pueblo se han salido a la calle, han hecho de la tarde su obrador y su recreo, jugando a la paz en cualquier sitio. Entre los árboles de la carretera hay un campesino, solitario. El buen hombre se está comiendo un puñado de habas tiernas sentado en la cuneta.
(N.A. Julio, 1982)

1 comentario:

El Club dijo...

Que bien ha descrito mi pueblo. Era muy pequeño, apenas 9 años cuando escibió este artículo, pero recuerdo perfectamente aquella olma presidiendo la plaza y las calles sin el hormigón. Por desgracia acertó en lo del cambio de la edificación, el pueblo sigue estando en ladera, pero las calles han perdido su encanto con las nuevas casas.