martes, 20 de enero de 2009

BRIHUEGA


Una solana de la primera Alcarria que baja a desaguar a la vega del Tajuña pone ante los ojos de quienes por allí van la imagen incon­fundible de la antigua Brioga, convertida con el correr de los siglos en uno de los principales núcleos de población y de general interés de todas las tierras de Guadalajara.
Llego a Brihuega consciente y convencido de mi difícil papel. Es imposible, amigo lector, recoger en una sola tarde la exacta y completa impresión acerca de una villa para mí desconocida y de la que tanto y tan bien se ha dicho y se ha escrito siempre. A pesar de todo, tomo igual que cada sema­na las riendas de mi honesta voluntad y me cuelo en la cuna de los Borbones calladamente, disimuladamente, confiado en que la madre fortuna hará lo posible para que las cosas rueden como deben rodar. ­Los álamos y los plátanos de Las Eras han tapado de oro durante los últimos días el cuidado pavimento con las hojas secas que el viento desprendió. Ante la luminosidad y el brillo atornasolado de la tarde, uno piensa que Brihuega es villa para visitar en otoño, y celebra haber elegido este día y no otro para llegar hasta ella. Por la calle principal, que aquí coincide con la carretera que baja, se ven expuestos detrás de las lunas de cristal los productos de los escaparates.­ El murmullo característico de los bares próximos llega a los oídos avisando al viajero que la hora que eligió es inoportuna, que no es tiempo de contemplaciones. En la versallesca fuentecita del Jardi­nillo beben a sus anchas los gorriones. Luego doy en perderme por una encrucijada de callejones estrechos, de casonas con rancio sabor de siglos apoyadas en las columnas en hilera del soportal. La de Montes Jovellanos, por la que ahora voy, es una calle ancha, alumbrada de cara por el sol poniente, con filas en los arcenes de arbolillos en hibernación y dos evocadoras, una a la derecha y otra a la izquierda, pasarelas voladizas de columnatas donde juegan los chiquillos. Con­cluye la calle de Montes Jovellanos en la Plaza del Coso, remozada convenientemente sin que los retoques de las últimas décadas le hayan podido restar, en absoluto, su chispa dieciochesca. El nuevo ayunta­miento, de estructura tradicional y piedra viva, y la boca en ojiva de la "cueva árabe" son piezas destacadas y personalísimas de la an­tigua plaza de la villa. En el mismo centro, una elegante farola de cinco brazos la engalana y embellece.
En una de las fuentes gemelas de la Plaza del Coso hay una seño­ra llenando agua que se lleva y vuelve a cargar en una vasija de plástico. La mujer parece encantada con la nueva fisonomía de la plaza y de todo Brihuega. En un instante me hace la guía sobre la marcha de los sitios que debo visitar, si no quiero marcharme a dos velas de allí.
- Aquí mismo tiene usted la cárcel. Después del arreglo parece otra. Dicen que tiene mucha importancia.
- Ya lo creo. Construida en el reinado de Carlos III. En la pie­dra lo dice bien claro: año 1781.
- Y la iglesia de San Felipe, según se entra al pueblo, también tiene que verla, que ha quedado muy hermosa; y la de San Miguel que la están restaurando, y la Virgen de la Peña donde está el castillo, y los jardines... Aquí hay muchas cosas que ver.
- Pues, si tengo tiempo, lo veré todo y si no lo tengo volveré otro día. Y los arcos también, y la Fuente Blanquina, aunque usted no me lo ha dicho.
- Tiene usted razón. Esa está por allá arriba.
En la esquina de la calle de Las Armas fuma al sol, apoyado en la columna del soportal, un señor gordo. Es un hombre simpático que no debe de estar demasiado al corriente de los valores históricos y artísticos ticos de Brihuega; pues, al preguntarle por la majestuosa fachada barroca de los Goez, se limitóa decir que era una casa importante de los antiguos y que tenía dos escudos de piedra muy bonitos.
- ¿Y la Fuente Blanquina, por dónde cae?
- Toda la calle arriba. Suba usted por aquí y luego a la izquier­da. Cuando echaba agua, ¡qué hermosura! Pero está seca.
- No me diga.
- Ni gota. No sé si será por la cosa de la sequía o porque la quitan para el pueblo.
La Fuente Blanquina queda muy cerca de aquí, en una prolongación de la placetuela de Herradores. Con sus doce caños alineados ocupando el sombrío rincón donde la construyeron, olvidada y a la espera de tiempos mejores.
En la misma calle de Las Armas está el Hogar del Pensionista. Un establecimiento de recreo pensado para las gentes de la tercera edad. Intento pasar al mostrador y lo hago con la idea de que allí no tengo sitio, pero no hay nada ni nadie que me lo impida. En las mesas juegan, entre una nube de humo de los cigarrillos, medio centenar de jubilados, al mus, a la brisca y al tute subastao. Hay, dentro de lo que cabe, un encomiable silencio.
- ¿Qué va a tomar?
- Café solo.
El encargado del negocio se llama José Antonio Fuente. Me dice que tengo derecho y que puedo estar allí tranquilamente el tiempo que quiera. Que, aunque no se pertenezca al Hogar como socio, a la barra puede pasar quien lo desee a tomar lo que le apetezca.
- Si quiere sentarse a jugar la partida, eso ya es otra cosa. No se le permite más que a los socios o cualquier jubilado que venga de otra parte aunque no lo sea. El reglamento lo dice bien claro.
- ¿Son muchos afiliados?
- Unos doscientos cincuenta, pero de hecho vienen menos de la mitad. Se toman su café y pasan la tarde jugando a las cartas. Si vinieran a diario todos los socios, sería distinto. Con cincuenta servicios no se puede vivir.
- ¿Qué tal se portan?
- Bien. Son buena gente. Algunas veces discuten, pero no es por el pago ni nada de eso. Discuten las jugadas y nada más.
La casualidad me lleva después a la iglesia de San Felipe, con su doble portada protogótica, restaurada toda ella en un alarde de magnífico hacer. En la portada principal hay un viejito sentado al sol so­bre los escalones. Cuando le hablo me responde con un venerable tar­tamudeo, muy nervioso, a la sombra de su visera de paño.
- Buenas tardes tenga usted. ¿Qué se hace el abuelo?
- Nada. Aquí estoy solo. Como soy viejo no se viene nadie conmigo, y todo el sol es para mí. Esto es San Felipe. Si está abierto puede usted pasar.
- ¿Cómo se llama usted?
- ¿Es que me conoce?
- No señor, no le conozco; pero me parece un hombre muy listo, que sabe escoger los buenos sitios.
- Bueno, si entra al pueblo, dígales que ha visto a un anciano que se llama Manuel Caballero Rojo. Ese soy yo.
San Felipe es en su interior una valiosísima muestra recuperada del primitivo arte ojival del siglo XIII, mandada construir, como las restantes iglesias de Brihuega, por el arzobispo de Toledo don Rodrigo Ximénez de Rada, que fue su dueño y señor. Es un juego abierto de piedra inmejorable, con tres naves estrechas cortadas por columnas y arcadas góticas que, partiendo de interesantísimos capiteles foliáceos, se cubre por un nuevo artesonado que sustituye al original. En el presbiterio, en soledad y en penumbra, arde la lamparilla del Santísimo.
Pienso que he debido de atravesar la villa entera para llegar con tiempo y buena luz a la iglesia de Santa María. En la placetuela de la Guía hay un templete muy original por encima del arco que alberga, bajo artístico tejadillo, una imagen de la Inmaculada. Luego se acce­de a un patio romántico, umbrosa explanada de árboles altísimos que, cumpliendo los mandatos de la naturaleza, tiró su la­minado ropaje por los suelos, donde nada más se escucha el conti­nuo rumor de la fuente, al pie de los paredones cubiertos de yedra de lo que fue su castillo, cementerio hoy, en el que, recostados sobre el sutil almohadón de las leyendas, duermen su sueño de eternidad los difuntos de la villa al amparo de la Madre de la Peña. Una cruz de forja sobre vieja columnata dórica en un rincón de la muralla, nos lleva la imaginación a la Castilla de Gustavo Adolfo, allá por los mediado del pasado siglo. Pendiente del muro, a un lado la puerta cerrada a cal y canto de la Veracruz, se lee en un curioso juego de azulejos: "A la memoria de Sebastián y Diego Durón, insignes músicos briocen­ses".
- Buenas tardes. Perdone si me equivoco. ¿No será usted por casualidad el señor que escribe en el periódico sobre los pueblos de la Provincia?
- Sí, claro. Yo escribo sobre los pueblos, aunque presiento que Brihuega se me está escapando por todas partes. Éste es más que un pueblo.
- ¿Le gusta?
- Mucho. Creo que el tiempo que dejé sin verlo fue tiempo perdido.
- ¿No ha visto todavía la vega desde Los Guinches?
Aquel amable señor se llama don Antonio Cortés Martínez, casado con mujer de Brihuega, y, según me contó, trabaja en el Fuer­te de San Francisco en la capital.
- Mire, visto desde aquí, la vega es imponente.
Sí, imponente y paradisíaca a la vez. Por entre la rejería que aísla del profundo precipicio, se ven centenares de huertecillos en distintas formas y tamaños, a uno y otro lado de la chopera que baja dibujando en los fondos el cauce del río. Los activos campesinos trajinan como las hormigas, sin detenerse en ocasos ni en temperaturas bajas. Viene has­ta nosotros el murmullo de la lejana presa, atravesando en primera mano el cristal limpísimo de la tarde. Al otro lado, muy lejos de noso­tros, las pendientes montaraces de la Alcarruela y del Cerro Redondo, cuyas sinuosidades de cara al Tajuña fueran deleite que empapó pupilas de reyes medievales, de moros famosos ávidos de hermosura, de arzobispos y de cardenales. A los pies de estas rocas se apareció la Virgen de la Peña a la princesa mora Elima, que abrazó acto seguido la fe de la Cruz. Aquí, muchos siglos des pues, los hombres y las mujeres de Brihuega y algún que otro periodista de corazón fácil, se extasían embobados ante la indescriptible im­presión de una puesta de sol en que, por un momento, parece que la vega arde, que las pequeñas heredades plantadas de col a la vera del Taju­ña se pintan de púrpura, ahora de violeta, para ser tragadas después con el mismo misterio por las sombras frescas de la anochecida.
- Si no está muy lejos, me gustaría acercarme al arco de Cozagón.
Me acompaña gentilmente don Antonio Cortés. Por el camino habla­mos de la plaza de toros, de la bella estampa que brinda a distancia la mole redonda de la real fábrica, de los jardines y de las huertas. Más allá, los olivos canijos de sobre las eras tiran al suelo sus sombras frías al otro lado de las murallas. El arco de Co­zagón es el más valioso de Brihuega. Una portada enorme, concluida en picuda ojiva, da paso, medido el grosor del muro, a otro arco simi­lar, mucho más bajo, en la parte que da a la villa.
- Si se fija bien, verá que hay muchas piedras marcadas con una cruz en aspa. No sé lo que significará eso, pero de siempre me ha llamado la atención. Resulta curioso.
Dejamos para el final la visita al interior de Santa María por aquello de aprovechar hasta el último momento la luz del día, que desde hacía rato amenazaba con desaparecer. Es una verdadera deli­cia el templo parroquial de Brihuega. Se entra por una portada cu­riosísima, de doble ojiva como dintel, en la que parece echarse en falta el ajímez que nunca tuvo. Dentro, aparte del orden y de la exquisita limpieza, destaca la traza gótica de sus tres naves, los artísticos capiteles de sus columnas y las nervaduras que dibujan sus techos. El coro se sostiene sobre original arco escarzano de cuidado estilo plateresco, añadido, sin duda en el siglo XVI, por encargo, parece ser, del cardenal Tavera. Al fondo, ocupando la única hornacina del ábside, iluminada a perpetuidad, con su manto extendido de mariposa blanca y su trigueña faz de virgen morena, la venerada imagen de Nuestra Señora de la Peña, patrona, reina y señora de los tres mil brihuegos que viven aquí y de aquellos otros, no menos fervientes, que la villa repartió por tierras lejanas.
Han roto a sonar de momento las campanas de la iglesia. Me dicen que canta su primera misa en Santa María un hijo de Brihuega. El flamante ministro de Dios se llama Jesús. Es hijo de don Francisco Riaza, procurador de la villa y amigo de quien, por obra y gracia de la casualidad, anda por aquí tomando los datos oportunos y viviendo do las impresiones que contará más tarde. La ceremonia será solemne y emotiva, con el templo puesto a rebosar en cuestión de minutos, y muy concurrida de concelebrantes, dieciséis exactamente. Luego el generoso ágape donde tuvimos ocasión de saludar a los pocos conoci­dos que hasta la fecha uno tenía en Brihuega: Marisa Caballero, José Pablo González, y el propio Francisco Riaza, en un clima entrañable y familiar.
El adiós llegó, entre unas cosas y otras, con la noche cerrada. La campana del ayuntamiento tira las horas pausadamente sobre los altos y las barranqueras que circundan a este escogido rincón. Una masa blanquecina de niebla nos deja a tientas al salir por la puerta de la Cadena, aquella por la que entraron en otra hora los ejércitos victoriosos de don Felipe de Anjou. La industriosa ciudadela comienza a dormir al amor de su propio embrujo. Desde los altos, a pesar de la noche, Brihuega tiene todo el encanto de un paraíso, como una luminaria indefinida en medio de aquella solemne quietud de la Al­carria.

(N.A. Diciembre, 1984)

1 comentario:

Curro dijo...

Un comentario al autor:
Me llamo Francisco Riaza, Mi padre también se llamaba Francisco Riaza y mi abuelo otro tanto. Me llama la atención el homónimo que aparece en su artículo y le escribo esta nota por si me puede dar cuenta de más datos del mismo, y saber si tiene algo que ver con la familia. Le rogaría me contestase directamente a mi correo: riaza.es@terra.es . muchas gracias.