viernes, 23 de enero de 2009

BUJARRABAL


BUJARRABAL

Acabamos de atravesar Sigüenza con toda la fuerza del calor de la tarde. Es verano. La Ciudad Mitrada tiene el personalísimo don de ser hermosa aun cuando la adversidad climatológica del momento, la hora o la estación, en nada colaboran para resa1tar sus bien conocidos encantos. La bella Sigüenza, amigo lector, tiene la gracia de sacar un ­piropo a los bien nacidos cada vez que por ella pasan, y uno cree con ello cumplir un deber de justicia.
Damos vista a Bujarrabal quince minutos más tarde; antes hemos dedicado un instante tan sólo a ver de paso los fantásticos torreones del castillo de Guijosa. La vieja villa de Bujarrabal es hoy un caserío largo y evocador, casi deshabitado, rayano con las tierras de Soria a la altura de las primeras estribaciones de Sierra Ministra.
En una plazuela en alto que aquí llaman de la Soledad Baja, hay un hombre de mediana edad tumbado sobre las losas a la sombra de una acacia. El hombre me ha dicho que se llama Inocencio y es agricultor. Me habla con el peso del calor y de la soñarrina, medio incorporado sobre la manta que le sirve de colchón. Inocencio tiene a estas horas el ánimo afectado de pesimismo. Uno siente haberle robado sin pretenderlo su ratillo reparador de reposo a la sombra del árbol, tan sabroso para los campesinos que deben tirarse a las inclemencias del sol cada tarde en el horno insoportable de las rastrojeras, crisol en el que se fundieron las almas nobles y los cuerpos recios de quienes dieron a luz esta Castilla de nuestros pecados.
- Ya no quedamos en el pueblo más que cuatro de ellos.. Estamos aquí y no sé por que.
- Pues tienen un campo estupendo. Esos llanos de la vega son una envidia.
- Sí que lo son; pero este año los achicharra el sol sin echar una espiga. Con dos días más como éste, ya hemos echado el verano.
- ¿Tienen ustedes ayuntamiento o dependen de otro?
- Dependemos de Sigüenza. Nos dijeron que si nos queríamos agregar a Alcolea, pero, nos había dado igual. Ninguno nos hace caso…
- Y con este terreno y esta tranquilidad, ¿no les da por volver a los que se fueron del pueblo?
- Aquí no vuelve nadie. Quince días en agosto y pare usted de contar. Uno ha vuelto. Se metió en un hatajo de ovejas, y por ahí anda el hombre, medio perdido como los demás.
- Qué bonito tienen todo esto con los tiestos.
- Ahora sí; los sacan para el verano. En cuanto llega el otoño los tienen que coger las mujeres y aplicarlos en casa. Por aquí cae de cada hielo y de cada escarcha que arrastra con todo.
- ¿Cómo se llaman las flores de las acacias?
- Pues no lo sé. Por aquí les decimos paniquesillo.
Por los llanos de trigal de la Solana, entrecruzados de acá para allá por los caminos blancos de la concentración, está el río Valdelázaro, o su cauce, porque el río baja seco, y al otro lado el cerro del Redero. Lejos de Bujarrabal, pero en limpia visión desde extramuros, se ve casi en su totalidad el pueblo de Alcolea del Pinar, alzada sobre el manto raso de las viviendas de tejados ocre, asoma la torre puntiaguda de su iglesia que tantas veces hemos observado de cerca desde otro ángulo de la carretera.
Andamos por calles de tierra y canto en donde crece la hierba.
Una perrilla lanuda sestea dentro de la yedra de un paredón. En la plaza del Juego de pelota, la verdadera plaza de Bujarrabal abierta al campo, hay una señora, aclarando ropa bajo el grifo de una fuente­cilla de cemento. Me dice la mujer que lo peor que tienen en el pue­blo son las comunicaciones, que no hay derecho, que a ver si los que mandan hacen caso de una vez.
- Mire, si algún día nos pasa algo o queremos ir a comprar a Sigüenza, no tenemos con qué. Si quieres llamar a un taxi te cuesta dos mil pesetas. Y así nos pasa. Un pueblo que fue en tiempos mejor que Alcolea, y ya ve usted, veinte personas para el caso.
En la airosa espadaña de la iglesia juegan las palomas que luego se resguardan a la sombra de los vanos. El sándalo crece al lado de la pared favorecido por la humedad de la fuente.
- ¿No ha visto usted la iglesia por dentro?
- No señora. Por fuera ya veo que es un monumento; y por dentro, según me han dicho, tiene un retablo algo devino.
- Pues, suba usted por esa calle que, si se la quieren enseñar, mi sobrina tiene la llave.
Por las estrechas callejuelas de Bujarrabal apenas reciben los ojos otra impresión que la de la piedra vieja, y los oídos el canto del gorrión y el ladrido de los perros. Cuando paso junto a, el señor Mariano Ambrona me indica cuál es la vivienda de su convecino Antonio Bacho, el hombre que tiene la llave, y se viene conmigo a pedirla, y me presenta a los dueños de la casa que nos la entrega. El propio Antonio Bacho nos acompaña hasta el pórtico arqueado por el que he­mos de pasar al templo.
El pórtico de la iglesia de Bujarrabal es un lugar sombrío. Tiene a la caída un pequeño atrio invadido por la hierba. Se ve que en el pueblo no quedan niños que retocen por aquellos paredones medio en ruina, que jueguen por allí, que impidan que la hierba nazca donde debieran de pisar los hombres.
- ¿Que no quedan niños, por lo que veo?
- Menos tenían que quedar aún. Cuando vienen el sábado los de Madrid parecen potros salvajes. Esos sí que arremeten con lo que pillan. ¡Anda y diles algo!, que no te hacen ni caso.
Se llega al interior por doble arcada que aseguran dos portonas de entrada diferentes, si bien, nosotros lo hacemos por otra late­ral que Antonio consigue abrir después de hurgar con la llave unos instantes en la cerradura.
- Hay veces que se abre bien, pero otras…
Es cierto que ver, aunque sólo sea de paso como yo lo hice, la iglesia de Bujarrabal, merece la pena. El silencio más absoluto y la quietud con que las cosas están, en medio de este frescor conventual que tienen siempre los viejos templos pueblerinos, es a cualquier hora del día como un relax apetecible para el cuerpo y un alivio para el espíritu. Un colosal retablo renacentista, fondeado por dieciséis tablas originales en las que se representan diversas escenas de la vida de Cristo, y bustos, al pie, de los cuatro evangelistas, roban al en­trar la mirada y la atención del visitante que apenas da crédito a lo que ven sus ojos. La cobertura es a modo de bóveda de las de medio cañón, recorrida por artísticas nervaduras. Por cuanto a imaginería, destaca una talla de San Miguel, un conjunto escultórico con la escena del Calvario, y una imagen muy antigua de Santa María, presidiendo desde la hornacina principal del retablo la espaciosa nave. Abajo, entre las columnas barrocas de un curioso templete, hay otra imagen moderna y sin mayor interés, que representa al Corazón de Jesús.
- Aquí, la patrona del pueblo es Santa Yocunda
- Raro nombre, ¿verdad?
- Pues sí. Siempre ha sido el 25 de noviembre, pero últimamente se pasó al verano. Ahora se le hace la fiesta el último domingo de julio. En la capilla de Santa Yocunda hay un Cristo barroco que tiene co­mo respaldo cuatro pinturas de santos: San Juan Bautista, San Francisco de Asís, y otras dos santas vírgenes que uno no consigue reconocer, ­ni sus acompañantes tampoco.
- Mire la pila del bautismo. Dicen que tiene mucho valor. Puede que haga más de treinta años que no bautizan a ninguno.
- Qué pena, ¿verdad? Eso es lo que acabará con los pueblos. Tienen una iglesia que es un capricho.
- Lo destrozan todo. Nos lavamos las manos por fa1ta de autoridad, pero lo destrozaron todo. Así no hay manera. Y luego las chispas también han hecho aquí muchos males.
- Seguro que tendrían hasta su buen órgano.
- Ya lo creo, y bueno que era. Dicen que era como el de la catedral.
El final fue un paseo rápido por las solitarias callejuelas de la villa. En un rincón preciso de las afueras hay un anciano sentado sobre las piedras roídas de un paredón. Pertenecieron, se ve, a alguna fortaleza o casona feudal de hace varios siglos. El viejo me informa con las mismas palabras que lo haría cualquier otro de cualquier lugar del mapa.
- Era, un castillo de cuando los moros. La gente lo ha ido desbara­tando para sacar piedra, y así está. Ya no queda de él más que eso poco.
Aunque desde que llegué ha pasado casi media tarde, los pocos hom­bres y mujeres que encuentro por las callejas de Bujarrabal siguen como escondidos a la sombra de los portales. Se ha levantado un vientecillo ligero que mimbrea las ramas de las acacias. El campo al sa­lir permanece solitario, muy quedo. De las hazas de mies vuelan, de un sitio para otro, las codornices.
(N.A. Agosto, 1983)

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