sábado, 24 de enero de 2009

BUSTARES


Por mucho interés que uno haya sido capaz de demostrar por el medio rural; a pesar de los indiscutibles valores que la vida sen­cilla conlleva siempre en su propio entorno, y aun teniendo en cuen­ta toda esa riqueza de peculiaridades insólitas, escondidas casi siem­pre, que cada pueblo procura conservar como legado de su íntima y personal historia, no era mi propósito en aquel viaje vivir tan de cerca y con semejante crudeza la aventura de una climatología de montaña así de caprichosa. Pocos días después, al intentar como ca­da semana poner en orden mi pequeño manojo de ideas para servirlas a nuestros lectores, uno encuentra en su cuaderno de notas, escrito con fatal caligrafía y prácticamente ilegible a causa de la humedad, una frase que todavía, al recordar las causas que la motivaron, produce en mi ánimo efectos escalofriantes: "Tengo miedo".
De paso por los Condemios, el cielo plomizo de la sierra y el in­tenso frío que me habían venido siguiendo ki1ómetros atrás camino de Bustares, comenzó a desvanecerse con desconcertante suavidad en una nevada estúpida y fuera de lugar, que cubrió el suelo en el escaso margen de unos minutos. Ya dentro del pinar, soportando impasible las nuevas formas que la nieve iba poniendo sobre sus ramas, el es­pectáculo que ofrecía el bosque se hizo indescriptible. Una imagen destinada a buen seguro a desaparecer con la llegada de la noche, a no ser vista por los hombres salvo en caso de error, accidente o sorpresa. Una ardilla luce juguetona entre los pinos la gracia de su cuerpecillo castaño saltando sobre el inmaculado tapiz. Los copos interfieren en su caída toda la luminosidad de la tarde y vienen a estrellarse contra los cristales del parabrisas. Bajando con marcada lentitud una cuesta, se adivinan través de los blancos brazos del pinar, como fondo de un precipicio a mi derecha, las os­curas techumbres, ahora blancas de nieve, de Aldeanueva de Atienza. Es aquí, creo recordar, cuando aparece en mi modesto cuadernillo de notas perdidas, la frase a que antes me referí. Miedo, sí. Miedo a la soledad, a la altura, a la distancia, al no saber qué hacer ni adonde pedir auxilio en caso de necesidad, perdi­do en medio de aquel cortinaje dantesco en el que lo menos aconsejable podría ser quedarse sin hacer nada.
Las estepas y el matorral que bordean por el poniente la falda del Alto Rey vienen marcando la pista que se gana poco a poco, sin prisa, con una desesperante lentitud hasta llegar a campo abierto En un claro que había hecho la tarde, apareció el pueblo extendido en un llano, al abrigo de la sierra cercana, en medio de praderas cercadas con piedra oscura.
Bustares es un pueblo gris, silencioso, con calles difíciles a las que los vecinos suelen salir desde sus casas por puertas de do­ble hoja que se abren en horizontal. Continúa nevando. El pueblo está solo. Dos ancianas miran con curiosidad al recién llegado es­condidas detrás de una puerta en la calle Mayor.
- Por favor, señoras, ¿dónde hay un bar?
En uno de los dos barecillos que tiene el pueblo hay tres niñas jugando al futbolín.
- Hola, nenas –les digo-¿Está el dueño por aquí?
- Sí, señor. Está por dentro.
- ¿Cómo os llamáis?
- Yo me llamo Cristina.
- Y yo Yolanda.
- Y yo Purificación. Yo soy de Madrid. Si quiere le dejamos jugar, como nos falta una...
- No, gracias. Es que vengo con las manos heladas. ¿Tenéis colegio?
- Sí, señor; aquí somos muchos chicos. Vamos once a la escuela y te­nemos una señorita. Si quiere le digo cómo nos llamamos todos. Mi hermana Mari Sol es la mayor de la escuela. Se llama María de la So­ledad, pero no le gusta su nombre.
El establecimiento tiene un mostrador reducido, repleto en los estantes de botellas y latas de conserva metidas en cajitas de cartón. En la pared, adornada con almanaques y colgaduras, destaca un escudo de metal grabado en el que se lee: "Al Sr. Gamo y su espo­sa Avelina. Como reconocimiento al afecto y servicio demostrado".
- ¿De qué es esto, señor Ambrosio?
- Eso me lo regalaron por malo.
- Ah, pues aquí parece que quiere decir otra cosa.
- Es de un homenaje que nos hicieron para San Fernando los milita­res del Alto Rey. Tienen preparado allá arriba un trofeo para mi mujer, pero dicen que no se lo dan hasta que no suba a la montaña. El día del ho­menaje tampoco quiso subir.
-¿Bajan mucho por aquí los militares?
- Casi todos los días. Se llevan de casa el género y acuden a lla­mar por teléfono cuando lo necesitan; Algunos días llega cualquier chico de permiso y, si no puede subir por el mal tiempo, se queda a dormir en casa y no le cobramos nada. Parece que no, por eso de que se van unos y vienen otros, pero son agradecidos. Debe haber casi un ciento entre todos.
El señor Gamo, don Ambrosio, se dio cuenta enseguida de que éramos amigos y me hizo pasar a la cocina. Con una tacita de café caliente, viendo arder los troncos de pino en el fogón bajo y la caída suave de los copos por la ventana, la conversación se hace mucho más espontánea y familiar.
- Pues aquí, ya digo, quedamos los cuatro viejos. Al bar vienen algunos por la noche, pero, al no haber juventud, esto está como muerto. En agosto, con la cosa de la fiesta, parece que hay más vida, pero son cuatro días.
- ¿De qué viven?
- Aquí, de lo que más, de los cuatro animales. Habrá cerca de 1.200 cabras. Luego, ovejas y vacas también hay, pero muchas menos. Total, para las cien personas que seremos en el pueblo, tampoco se necesita tanto. ¿No le parece?
Por las calles de Bustares, sin demasiado miedo a las inclemen­cias, reparte la media docena de cartas que llegan cada día, un hombre bien conservado, aunque metido en edad. El hombre se llama Este­ban, Esteban Morales Llorente, héroe anónimo con un nutrido histo­rial de servicios sobre sus piernas.
- Pues, alrededor de los cuarenta años repartiendo cartas, ya ve usted.
- ¿A cuántos pueblos sirve?
- Ahora a siete. Antes llevaba Aldeanueva, Villares de Jadraque y Bustares. Después me dieron Las Navas y El Ordial, y, últimamente, me agre­garon también Gascueña y Robledo.
- ¿Escribe mucho la gente?
- Nada. Con el teléfono y los precios de las cartas, la gente escribe muy poco; pero a los pueblos hay que ir de todas formas.
- Los habitantes, también escasos, ¿verdad?
- Muy pocos, sí. En El Ordial, por ejemplo, ahora no queda más que un matrimonio.
- ¿Cómo se arregla usted en los días cortos para atender todo?
- En invierno, me arreglo echando mano a la noche, no hay más remedio. Y eso que ahora lo hacemos en coche.
- ¿Llegan periódicos de continuo?
- Algunos, sobre todo a los ayuntamientos. La gente lee muy poco. Yo, desde la guerra no he leído ninguno.
- ¿Y eso?
- Pues mire, cuando estuve en el Ebro compré luego el papel a ver qué decía de todo lo que pasó allí, y eran todo mentiras, así que, como son tan embusteros, no leo ninguno.
- ¿Es Bustares el mejor de todos los pueblos que lleva?
- Hombre, es mi pueblo. Yo qué le voy a decir. Antiguamente de­cíamos:

Bustares ya no es Bustares
que es un segundo Madrid,
quien haya visto en Bustares
vivir la Guardia Civil.

- Ah, que tuvieron cuartel antes.
-¡Qué va!. Es que vinieron a robar al pueblo, y la Guardia Civil estuvo aquí custodiando más de un mes seguido. Por eso sacaron la copla.
- Lo que me admira es no ver ni una sola alma por la calle.
- La gente, estando el tiempo así, ya se sabe, se mete en la cocina. Lo peor es que hay muchos en el campo con el ganado, y eso es malo.
Soportando con agrado el intenso frío del atardecer, uno se ex­tasía ante la estampa bellísima de la espadaña de la iglesia envuelta entre el caer de la nieve a media luz. Cruza por delante de la portada ro­mánica de la iglesia, un pastor embozado en su manta de cuadros. Bustares es, a esta hora en que las luminarias tenues de las bombi­llas comienzan a aparecer en cada esquina, un pueblo que invita a la meditación. En Bustares hay fama de mozos delanteros, incasables porque las mozas se fueron a Madrid nada más cumplir los catorce años, dejando truncada irremisiblemente la razón de su propia vida. Hoy es aquel un pueblo del que, ni aun para lamentarse, se oye su voz; un pueblo como encantado, durmiendo un sueño perpetuo bajo la inmensa mole del Alto Rey.

(N.A. Mayo, 1981)

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