lunes, 26 de enero de 2009

CAMPILLEJO


Pasado un mes, o menos quizás, vuelvo a las faldas del Pico Ocejón aprovechando la inusual benevolencia de esta tarde de otoño. La calma en el ambiente que uno adivina por aquellas sierras, la luz sin amenazas de la tarde y la inevitable proximidad del invierno, me han tirado al campo en busca de alguna cara nueva que conocer, y con la libreta de apuntes dispuesta para registrar nuevas visiones o anotar alguna que otra impresión, más bien cogida como a lazo en cualquiera de aquellos pueblecitos entrañables, pintorescos y moribundos.
El camino es ésta la tercera o cuarta vez que lo ando en la misma época del año a lo largo de la última década. Las imágenes que manchan la retina, prácticamente las mismas: tierras de labor en la Campiña dispuestas para la sementera; sinuosidades cada vez más adustas a medida que el camino avanza, siempre como guía la cumbre inconfundible del Ocejón, y, por aquello del fin de semana, de vez en cuando en los baldíos más cercanos, es fácil encontrarse, preparado con su bolsa colgandera, algún buscador de setas.
Al otro lado de la ermita de Los Enebrales el paisaje se torna más feraz. Impresiona al bajar la exagerada inclinación de la carretera por algunos tramos, buscando acomodo por medio de las dificultades orográficas del terreno. Campillejo será el primer poblado de negra arquitectura que uno encontrará a medida que se va internando sierra adentro.
El panorama montuno de Campillejo reviste en cualquier dirección caracteres de franca monumentalidad. Crestones pedregosos color galena y vallejuelos de pastizal en donde nada se mueve, suelen compartir la estampa que entorna toda una serie de lugares y de aldeas con un cierto sabor pastoril. Uno, que no se acaba de acostumbrar, siente un renovado placer en cada visita a estos agrestes aledaños de la provincia donde, sin competidor posible, es la Naturaleza la que en cualquier caso impone su ley.
Dentro del pueblo, cansado ya de tanta atención a los pormenores del viaje, busco como estrado ideal el poyo de pizarra anejo a la fuente nueva. Se ve que la fuente de la carretera es de construcción reciente; tiene forma mural y está toda ella forrada de planchas de piedra. Es a su modo una fuente original y coqueta, que debido a su situación da a los viajeros la bienvenida al pueblo de Campillejo, aparte, claro está, de un trago de agua de su grifo si es que el caminante de ello sintiese necesidad. No lejos de la fuente hay tres hombres trabajando encima de un tejado. Al darse cuenta de la novedad se han puesto a conversar entre ellos acerca de mi posible identificación. No van descaminados. Uno de ellos, Donato el de El Espinar, pone definitivamente la cosa en claro, sin dar lugar a equivocaciones.
-Es quien yo digo -asegura-. Es el señor del periódico que viene por los pueblos. Todo lo que ve y lo que le dicen lo va apuntando, y luego lo saca en el papel. Ya veréis que pronto se acerca por aquí.
Sobre el muro que rodea la casa como patio hay tiestos con geranios de tardía flor. En los cercados de la era se advierten más abajo huertos en los que tan solo queda el encañado seco de las judías y alguna que otra mata de tomates, seca también. Una explanada con porterías para jugar al fútbol, y más allá la voluminosa falda oeste del Ocejón. Por todo el macizo, aprove­chando siempre la margen de las regueras y el fondo de los valles, se ven ejemplares sueltos de chopo lombardo, robles corpulentos y algún que otro frutal de los que casi nunca es posible aprovechar la cosecha.
-Oiga; lo que no acabo de comprender es que no se les hagan goteras en los tejados con las dichosas pizarras.
-Claro que no hay goteras. El hacerlo bien también tiene su ciencia. Deben tener vertiente; colocarlas correctamente unas sobre otras, y cuanto más ajustadas, mejor, que no quede hueco.
-¿De dónde se surten de material?
-Pues éstas -explica Wenceslao- son de aquel cerro de allá mismamente. En estos pueblos no se acaba la cantera.
En los porches, algunos con columnas de madera que hay en las casas, las ropas a secar parecen mucho más blancas al contraste con el oscuro mate de las paredes.
-¡Ramona...! ¡Dame una vuelta a lo que tengo en la lumbre, haz el favor! -dice una voz de mujer que habla desde una casa a la otra.
Por la carretera de Campillo se ven las parras deshojadas en los patios de los chalés con los racimos secos. A la caída hay dos o tres casas de recreo recién construidas, con aspecto de ser cómodas y elegantes. Más adentro se vuelven a ver los huertos con residuos nada más de lo poco o mucho que tuvieron a su debido tiempo. Las esquinas lucen todas su placa municipal que indica el nombre de la calle: Calle del Cerrillo, Calle de los Callejo­nes, Calle de las Eras. Todas las placas azules, iguales y muy limpias. Ahora vuela sobre el pueblo una avioneta biplano, repartiendo sobre toda la sierra un ruido ensordecedor.
-Es del ICONA. Andará oteando por si hay algún incendio.
Al poniente se alzan medio confusas las crestas de Somosierra, con el mítico cerro de San Cristóbal hacia nosotros. A medida que disminuye la luz, el misterio en las asperezas de los montes se hace mayor. Los volúmenes de la sierra parecen dilatarse, mientras que las sombras de los salientes y de las hondonadas se ven cada vez más oscuras.
En la plaza se ha formado junto a uno de los olmos secos un remolino de mosquitos pequeñísimos. En la plaza están las ruinas de la iglesia parroquial de Campillejo. Al faltar la cubierta sobre los cuatro muros de piedra y cal, han crecido dentro los yerbajos y rebrotaron con ansias de vivir las raíces de los olmos. En la plaza hay dos olmos muertos, tres sauces y un castaño loco novenzal. El pavimento de la plaza es un tamo denso de polvillo negro.
-Pero la fuente, no dirá usted que le parece mal.
-No señor; la fuente está muy bien. Es lo mejor que tiene el pueblo.
La fuente de la plaza tiene dos grifos de continuo caer. Está, como la de la carretera, recubierta toda ella de planchas de pizarra. Al respaldo sostiene un pilón redondo con una piedra de toba en mitad y una docena de pececillos en el interior que nadan a sus anchas. Varios de ellos son blancos y de un rojo pálido.
Al cruzar la plaza hay otra más pequeña con un olmo seco en medio. Junto a las cosas se apilan montones de roble troceado para quemar. Muchas de las puertas, incluso las de los corrales y las tainas del ganado, se adornan con números capitalinos colocados sobre los dinteles de madera o sobre la misma piedra sin demasiado orden. Las piedras blancas incrustadas sobre los muros oscuros en forma de cruz es otro de los detalles caracte­rísticos de la estampa urbana del pueblo. No he visto por las calles a nadie desde que entré, ni he oído tampoco a nadie salvo los ladridos de un perro por los Callejones. Otra vez en la calle de las eras, con Wenceslao, con Donato y con los dueños de la vivienda en la que hacen las obras.
-Pues, decía usted. Si las pizarras se colocan bien y no son malas, no se vaya a creer que hacen tanto peso.
Wenceslao, colocador de lajas y hacedor de muros en Campille­jo, su pueblo, es teniente de alcalde en Campillo de Ranas, el pueblo cabecera de comunidad.
-Claro; son pueblos pequeños todos. Así, un poco agrupados, nos vamos arreglando.
-Y como en todas partes tampoco les faltarán problemas. Aquí, seguro que son diferentes a los de otros sitios.
-Sí, nuestros problemas son distintos. Aquí pedimos poco, pero se nos da menos todavía. ¿Usted cree que a estas alturas es mucho pedir que se nos ponga el teléfono?
-No, en los tiempos que corren es una necesidad y un deber de justicia.
-Pues en esas estamos. Y sin esperanzas de que nos lo pongan, que es peor. La línea la tiene usted ahí detrás, a cien metros de las casas. Luego, no es cuestión de gasto. Nos dicen que al no ser por lo menos sesenta personas que no nos lo ponen. Y somos quince; así que ya ve usted el plan.
La verdad es que no es ésta la primera vez que los vecinos de nuestros pueblos se lamentan en mi presencia por la misma razón. el comentario en situaciones así no es preciso, habla por sí solo. Tercermundismo legal y pase lo que pase. Yo lo compren­do. En noches infernales del mes de enero, sin comunicación vial a veces por causa de la nieve, estas buenas gentes, con las mismas obligaciones y derechos que cualquier contribuyente, por el simple hecho de no ser sesenta personas (los que se quedaron en el pueblo no tienen la culpa) se les excluye por sistema, si no por ley, de un beneficio público verdaderamente vital. Será, supongo, como tantas veces, machacar en hierro frío, mas es buena cosa que la denuncia quede impresa y a la vista del público, como reflejo fiel de una época en la que estamos muy lejos de que sea oro todo lo que reluce. La obligada privación de un bien, a la que se ven sometidos estos leales ciudadanos del Macizo, es argumento válido del que todos esperamos más que palabras.
-Nos da igual, sabe, tomarlo por las buenas que por las malas. Nadie nos hará caso.
Los contados vecinos que por allí hay, y algunos que todavía quedan sin decidirse a emprender la marcha hacia sus lugares de residencia obligados por el frío, están de acuerdo en que la tranquilidad de la sierra vale cualquier cosa, pero que a veces es demasiada tranquilidad. Agosto, dicen, es distinto; se hace algo de fiesta y el tiempo se pasa mejor.
-Sí, entonces nos juntamos más que ahora. No crea que tantos.
-¿Cuál es el Patrón de Campillejo?
-Ahora ninguno. Ni siquiera tenemos Patrón. Siempre se celebró en el mes de noviembre la Virgen del Patrocinio; pero hace ya años que no se celebra. Como se nos hundió la iglesia y todo eso... En agosto se hace algo de fiesta.
Y se lo pasarán estupendamente.
-Los jóvenes, sí. Los viejos, que son la mayoría, no tanto.
-Me han dicho que hay un matrimonio con cerca de un siglo cada uno.
-Sí, ahí mismo viven. El Tío Anselmo y la Tía Anastasia. Él tiene 95 años, y ella 94. La abuela está casi como cuando era moza. Tan relista la mujer. El Tío Anselmo ya está el hombre bastante peor.
Poco más, creo que muy poco más sería lo que hubiese que contar en Campillejo por mucho que se busque. Una docena de personas, honradas a carta cabal, ocupadas en consideraciones para que el tiempo que corre les sea benévolo, sin auxilio de nadie, con la amistad siempre ferviente de las montañas y de una naturaleza impoluta en cualquier época del año parece que los mima, y los sirve amorosamente, sin condición.

(N.A. Diciembre, 1987)

1 comentario:

------------------------------------- dijo...

Esos eran mis bisabuelos y esa la casa de mis tíos