sábado, 28 de febrero de 2009

CODES


Las sabinas y los pedregales baldíos por todo engolamiento, nos acer­can a Codes andando un tanto a la deriva por el ramalillo que acabamos de tomar a la salida de Maranchón. La tarde se vuelve turbia y el cielo frío que cubre estas latitudes no se acaba por decidir. En los bajos duermen el sueño del olvido hasta volverse grises las rastrojeras que nos llevan al verano que ya pasó.
El pueblo nos toma por sorpresa, o nosotros a él, sobre la cumbre de un otero viejo faldeado por tierras infecundas. El viajero, que siente cierta predilección por los pueblos en alto, comparte la soledad del camino con el optimismo sin razón, mientras ascien­de bordeando de espaldas el corpachón del monte hasta lo más alto. El frío se hace más intenso al subir a las puertas de Codes. Por su emplazamiento y por su altura, uno piensa que, con Campisábalos en la sierra de Atienza, debe de ser uno de los lugares más fríos de la provincia.
Una laguna de agua estancada, al pie de la pared en la orilla opuesta, completa la perplejidad del que sube desorientado como el que ahora llega. La balsa se ve comida por las ovas y plagada de renacuajos navegando en aquel caldo verdoso y de corrompida traza. Son ahora las tres de la tarde un poco pasadas. En todo Codes ­no se ve ni se siente nadie. Se me antoja una misteriosa ciudadela gris, habitada por espíritus en lugar de por hombres. Tras la bar­bacana que separa la laguna de lo que me imagino debe ser el ábsi­de de la iglesia, se lee en una plancha reciente pegada al paredón: "En homenaje al hermano Crispín Martínez, misionero en Ghana, 24-­6-1983” Junto a la placa, el viento que llega de los altos mimbrea las ra­mas de los árboles.
- Lo pusieron como recuerdo a un misionero de aquí que se fue con los negros.
- ¿Tiene nombre la charca?
- Le decimos El Navajo.
-¿No hay nadie mas que tú en el pueblo?
- Sí, pocos, pero hay más. Le puedo acompañar a donde vive el alcalde.
Aquel muchacho me dijo que se llamaba Paulino. Es un adolescen­te, estudiante según parece, que había caído por allí empujado por la corriente del fin de semana. Una vez cumplida su misión de lle­var al desconocido hasta la casa de la primera autoridad, para lo qué él mismo se ofreció tan gentilmente sin que nadie se lo insi­nuase, Paulino se marchó otra vez hacia las proximidades de la balsa donde, quiero recordar, andaba de composturas en la bicicle­ta.
El alcalde de Codes, don Teófilo Vela Martínez, me recibió con su esposa y con doña Adelaida, una señora de Villel, en el cómodo saloncito de su casa donde compartían la tranquilidad de la sobre­mesa mirando a la televisi6n. En el comedor tiene doña Isabel, la mujer del alcalde, una treintena de trofeos conseguidos por su hijo Santiago, aficionado al tiro al plato. Su marido me lo explica.
- Van a tirar a los pueblos de la comarca y siempre se traen alguna copa o dos. Mi yerno tiene también por lo menos veinte, y el nieto de quince años también ha ganado otras cuantas. Cuando van los de Codes, en el tiro al plato los de los pueblos vecinos no tienen nada que hacer.
- Encuentro al pueblo demasiado vacío. Da un poco de pena ver a los pue­blos así.
- Aquí no queda nadie. Un día normal en este tiempo somos nueve personas. No hay más. En verano puede que haya cuatrocientas.
- Bueno, pues qué remedio, menos problemas.
- Problemas no tenemos muchos. El del agua es el peor. Hay que ir a la fuente a cogerla como se hacía siempre. Ya está todo aprobado, pero, de momento seguimos así.
Me asomó doña Isabel desde el piso superior a ver el pueblo de Balbacil por una ventana, más al sur, recibiendo como Codes en su alto correspondiente los aires fríos del otoño, con la gracia del campanario como señera en el centro del humilde caserío, práctica­mente deshabitado.
- La barandilla y algunas cosas más las ha hecho mi marido con made­ra de sabina. Siempre ha sido muy mañaso para eso de la artesanía. Como ya es mayor, lo hace por entretenimiento cuando puede. Dice que trabajar esta madera es muy difícil, que va a contrapelo y cuesta mucho trabajo.
Doña Adelaida está pasando unos días en Codes, al que le unen desde antiguo lazos de familiaridad, y de recuerdo sobre todo.
- Mi padre estuvo aquí de secretario y mi abuelo de maestro. La plaza del pueblo la tienen dedicada a él, ya lo verá usted.
Me ha parecido la de don Teófilo una familia sencillamente encantadora. Julián, el yerno, quien casualmente andaba por allí, me contó que aparte de la habilidad que tienen los del pueblo en el tiro ­al plato, él personalmente lleva recobrados en días dé caza por aquellos montes catorce jabalíes y un ciervo hermoso. Luego, con las dos amables señoras por compañía, nos salimos a dar un vistazo rápido a las cosas más importantes que la vieja villa tiene para ofrecer al que no la conoce. Pasamos por la calle de don Justo Flores hasta la Plaza Mayor.
- Don Justo era un sacerdote de aquí que lo mataron cuando la guerra. El pueblo le dedicó la calle de la Iglesia.
Por los oscuros callejones de caliza se oyen zurar las palomas desde no sabemos dónde. Siempre como testigo a esta visita peculiar vemos la espadaña, plana, con dos cam­panas y un campanil orientado hacia las puestas del sol.
- Eso que se oye por ahí son las palomas. Había más, pero hay dos aguiluchos que nos las matan.
Y el pavimento empedrado por donde andamos deja en ambas márge­nes lugar a los yerbajos que nadie pisa. A la vuelta, la plaza de don Juan García Alonso, Maestro Nacional, el abuelo de doña Adelai­da, y el nuevo frontón de pelota al fondo pintado de verde.
- La patrona del pueblo es la Virgen del Buen Suceso –me explican. Era el 24 de septiembre, pero ha habido que trasladarla al 14 de agosto.
Se entra al atrio de la iglesia por uno de los dos arcos parejos que limitan el pretil en sus caras del poniente y del levante. El primero está construido en 1549, tal y como acertamos a leer desde abajo, escrito con letras romanas sobre la piedra clave del dovela­je. El rincón es recoleto y sombrío, romántico y serio, circunstancia que se acentúa al pasar a la iglesia. Aquí nos acompañan tam­bién los dos únicos muchachos que andan por Codes: Paulino, al que ya conocía, y Joaquín que lleva un rifle de perdigones.
El templo es oscuro y muy hermoso. Anoto como de mayor interés su cu­riosa arcada interior, su vieja imaginería, sus seis retablos en­tre los que destaca el retablo mayor dedicado a San Pedro, y otro lateral con una linda imagen de la Virgen de Guadalupe. Por lo de­más el espacio es reducido y ocupado por una só1a nave. Hay una cú­pula de inspiración rococó y un coro en el que hace muchos años que nadie canta.
La ermita del Buen Suceso está situada en las afueras de Co­des; doscientos metros más allá de los últimos corrales que li­mitan con las eras. El paseo hacia el pequeño santuario cuenta con unos horizontes privilegiados. A lo largo de la colosal altiplani­cie que comienza en el mismo pueblo, y sigue infecunda y gris en dirección saliente, se domina una parte extensísima del mapa ge­neral del Señorío. A lo lejos, mis acompañantes me indican los puntos ligeramente encendidos por el sol en donde asientan los pueblos de Amayas y de Labros. Sobre los altos, y escalando las laderas de la comarca en soberbio tapiz de tonos pardos, el bosque claro del sabinar, de los robles y de las carrascas, una pobreza al fin, que diría don Teófilo, el alcalde: "Si fueran olivos otra cosa sería". Joaquín y Paulino, y doña Adelaida y doña Isabel, se miran como un poco ruborizadas cuando el leve techadillo nos dejó frente por frente con la puerta de la ermita.
- A lo mejor no se da cuenta -les oigo decir.
- Claro que me di. Que hay dos faltas de ortografía muy gordas en el azu­lejo, ¿y qué importancia tiene? Para los tiempos en que se puso... Por encima del arco de acceso dice: "Hermita de la Birgen del Buen Suceso de Codes". A los pies se ven desgastados los guijarrillos que trenzan curiosos dibujos como adorno, incrustados entre las piedras y entre la tierra.
El recogido recinto, al que acabamos de entrar, tiene un curioso arco interior que separa a la nave del presbiterio. Me dicen que se van a poner en obras y que cuando lo hayan terminado quedará muy bien.
- El piso se va a poner todo igual. A ver qué pasa.
Nos encontramos con un retablo bellísimo, dorado y policromado, con marcadas contorsiones churriguerescas. La Señora del Buen Suceso, patrona de Codes, queda en la hornacina central. Tiene al Niño en brazos y está adornada con pendientes y colgantes que los devo­tos tuvieron a bien regalar. El techo de la ermita se ve revestido de un magnífico artesonado que se conserva limpio e incorrupto como el primer día.
- Este que tenemos aquí es el sepulcro de la Semana Santa.
Al rato, regresamos por el mismo sendero de brozas y de ortigas. A la vuelta uno advierte que el altiplano va entrecruzado en las proximidades del pueblo por hileras desacordes de piedras alinea­das, como en las antiguas calzadas romanas. En un rincón de las afueras, los abuelos y las abuelas toman el solecillo débil de la tarde cerca de la charca del Navajo. Codes, el pueblo, se queda sesteando al desamparo de todos los vientos sobre la cumbre, en la misma paz que lo encontré dos horas antes.

(N.A. Diciebre, 1984)

viernes, 27 de febrero de 2009

COBETA


Llegué, no sé si equivocadamente, por un camino forestal que hay en las orillas de Selas y que va cruzando por mitad de un bosque espeso de pinar hasta la carretera de Mazarete. A Cobeta llegaría ensegui­da por un ramalillo estrecho en mejores condiciones que la pista de canto que acababa de dejar atrás. Se asoma el pueblo desde el palco de la solana al formidable valle del Arandilla que aparecerá, no mucho más abajo, detrás del cerro del Castillo. Cobeta es un pueblo marcado por los ocres, dominado en su general tonalidad, personalísima, por el color rojizo de las piedras areniscas que debieron utilizar para su construcción desde todos los siglos. Ofrece al llegar a él una extraña sensación de penumbra, de misterio, que se acrecienta con la soledad de sus calles, con la majestuosidad de sus sobrias casonas, con la señera enhiesta sobre el otero del torreón de su castillo. Antes de dar vista a la Plaza Mayor, recinto longuifor­me que sirve de explanada a la monumental iglesia de Cobeta, unas mujeres que cosen al sol en la puerta del bar de la esquina, me intentan informar sobre la historia de la fortaleza, cuya única expresión cinco siglos después de reconstruida, es el magnífico to­rreón cilíndrico Que tenemos sobre nuestras cabezas.
- Se sube muy bien. Todo el que viene de fuera no se va sin ver el Castillo. Desde arriba, de un vistazo se coge todo el pueblo, y el pinar, y la vega, y todo. Pero falta la mitad de la torre; desde aquí no se nota, es justamente lo que queda detrás de esta parte lo que no tiene. Los hoyos que hay en lo alto son trincheras de cuando la guerra, que se han hundido.
Es verdad que se llega pronto, sin que para alcanzar la cima sea preciso subir por la sendilla que asciende bordeando el monte y por debajo mismo de los vientos del repetidor. Desde el cerro del Castillo queda todo Cobeta al descubierto, reposando en la ladera bajo el caparazón grana de un largo centenar de tejados multiformes que lo guardan de las lluvias de otoño y de los soles, sobre todo de los soles, fogosos me imagino, conque el verano debe propinar cada temporada las tierras de la hoya. Más arriba, a una y otra mano de la Cuesta de las Eras, las minúsculas casillas de los pajares ceden la imagen pintoresca de un pueblo nuevo, diseminado en la falda. Co­beta visto desde el Castillo tiene toda la estampa de una vieja ciu­dad oriental sacada del Antiguo Testamento. El cielo plomizo de la tarde le tiñe el semblante de una seriedad indescriptible, acorde con su nobilísima condición de villa. En contraste con el parduzco universal del espectáculo, destaca el amarillo tomado del muro y el verde in­tenso de los ventanales en la casa-cuartel de la Guardia Civil. Las palomas del torreón vuelan al campanario y regresan en bandada cuan­do el forastero tiene a bien apartarse del mirador. El reloj munici­pal va soltando, una por una, las campanadas de las cuatro, que lle­nan la vega de un solemne temblor metálico, calando los huesos y transportando el espíritu a tiempos gloriosos de los que la tierra que pisamos puede ser testigo. A nuestra espalda, minúsculas como insectos perdidos en la lejanía, las ovejas de un rebaño pacen en los rastrojos que hay junto a la ermita de San Antonio.
Don Eugenio Berbería está sentado en el poyo del callejón del Castillo. Me pregunta al bajar lo mismo que casi todos suelen preguntar en Cobeta, que si me gustaron los paisajes que se ven desde lo alto.
- Sí, señor; claro que me han gustado. Tengo la impresión de que en el pueblo hay mucho que ver.
- Desde luego que sí; y si baja usted hasta la ermita de Montesinos, aquello es divino. Cerca de allí nace el río Arandilla, y tiene unos riscos que meten miedo en mitad del pinar. Pertenece al término de Cobeta, según se va hacia Torremocha. En coche se puede ir perfectamente.
- ¿Ah, sí?
- La romería es muy famosa. Acuden siete pueblos de la contorna la víspera de la Ascensión. Luego, la fiesta se celebra el 8 de septiembre, pero la romería llama más a la gente.
En torno a esta ermita y al propio lugar en donde está emplazada, cuenta la tradición que se construyó por mandato del capitán moro Montesinos, después de convertirse a la fe cristiana por mediación de una pastorcilla. Dicen los de Cobeta que el tal adalid mahometano se vino a vivir como penitente a unas cuevas que hay en aquellos parajes, por encima del arroyo donde se venera desde tiempo inmemorial a la Madre de Dios bajo la advocación de Nuestra Señora de Montesinos.
- Sí, señor, porque usted no lo habrá leído nunca, pero este pueblo tiene mucha historia. Ahora no queda más que la torre del castillo, y cualquier día se nos viene abajo.
- Mucha historia y mucha tranquilidad por lo que veo, que, según están las cosas, no crea que no vale.
- Eso sí, mire. Aquí se está cien veces mejor que en la capital, sin problemas de contaminación, ni de paro, ni de nada. Que no tienes trabajo esta tarde, te vas a buscar setas; pero en la capital a ver qué haces. Y ya ve lo que hay, aquí no queda nadie. Todo el mundo a Guadalajara y a las fábricas de Azuqueca. Yo he tenido siete hijos y aquí no queda ninguno. Todos bien colocados, eso sí. Cuando partieron, a todos les di el mismo consejo: “Hijos míos, sólo quisiera que sepáis aprovechar el tiempo”. Y no me puedo quejar, me han hecho caso.
Las señoras de la puerta del bar siguen con su labor en conversación amena, atentas a lo que hacen, y atentas, un poco también, al forastero que les intrigó desde el momento en que le vieron aparecer con la cámara colgada del hombro. Esos minutos de trato con las mujeres de los pueblos que cosen en corrillo al sol, tienen para mí un encanto muy singular que gusto saborear sobre todas las cosas. A las mujeres de los pueblos reunidas en corrillo les gusta hablar y contar, pero sobre todo les gusta saber.
- ¿Ha subido ya al Castillo?
- Sí señora, he subido y ya he vuelto a bajar.
- ¡Ah!, pues sí que tiene buenos pies. Anda que si tuviéramos que subir nosotras, ya tendríamos tarea para toda la tarde.
- Yo me pregunto por qué todas las mujeres de todos los pueblos se pasan las tardes haciendo ganchillo. Y, además, qué bien lo hacen. Aquello de coser camisas y zurcir calcetines se ve que se pasó de moda.
- Hombre, claro. No crea que no nos ha tocado remendar lo nuestro. Ahora lo que se rompe no se arregla, se compra nuevo y vamos tirando. ¿De qué van a vivir si no los comerciantes?
Por las calles escalonadas del barrio de arriba el silencio es conmovedor. Puertas cerradas que ven crecer al pie de los quicios. En algunos de los poyos, de los tantos que se ven mirando a la solana, hay montones de judías extendidos, secándose al sol. Cerca de aquí, a la sombra de una de estas hermosas casonas de Cobeta, en el barrio que dicen del Calvario, me encuentro por fin con tres personas sentadas bajo los balcones floridos, viviendo la tarde.
- Pues no señor, el pueblo no está vacío, aquí todavía queda gente. Lo que pasa es que están por el campo recogiendo las judías antes de que llueva.
-¿Tienen también cosecha de judías?
- Sí que hay bastantes, y muy buenas. Ya ve usted, es de lo que se vive, de las cosas del campo. También hay quien saca algo con eso de la resina, pero poco, yo creo que se acabará pronto.
Doña Mercedes es la madre del cartero, y la acompaña un matrimonio muy simpático que vive en Cataluña, y que, según me explicaron, sien­ten verdadera pasión por Cobeta.
- Es que mi señora es de aquí, yo no; yo soy aragonés de Huesca. Apuramos las vacaciones todo lo que podemos porque en cuanto llegue­mos a Barcelona, aquello ya no es vivir.
Quiero recordar que no hablé con nadie más, aunque me entretuve, eso sí, saboreando la realidad de este gran pueblo, recuerdo hoy de hechos notables registrados en la Historia, como pudieran ser su ce­sión a las monjas de Buenafuente, la reconstrucción de su castillo cinco siglos atrás, el hecho mismo de haberse constituido en tiempos de la Independencia en lugar fuerte para, los molineses, en donde tuvie­ron una fábrica de armas; y cuna también de hombres ilustres, entre los cuales destacan los López Pelegrín, que, uno de ellos, don Santos, llegó a ser en sus tiempos alcalde de Madrid.
Y la tarde comenzó a escaparse por el pinar. Tiene el anochecer por estos bosques cierto aire fantasmal, de cuento de niños, al cru­zar entre los pinos resineros, siempre retorcidos en el tronco a capricho del desangrador, y entre los terraplenes, las dehesas y el matorral, hasta conseguir al fin la carretera de Molina a, la luz del cuarto creciente.

(N.A. Noviembre, 1982)

CLARES

Los pueblos apartados de las principales vías de comunicación cuentan siempre con el encanto de la novedad. La mañana de este otoño apacible nos trae hoy a primeras horas por los tranquilos recovecos premolineses del campo de Maranchón, donde uno cada vez que los pisa se suele sentir como en propia casa.
Un cruce de caminos con su correspondiente indicador al término de las hazas, y una ermita lamida de soslayo por los tímidos soles de la diez, nos abren de hecho las imaginarias puertas de Clares. El pueblo queda un poco más arriba, medio escondido en la vertiente opuesta de una leve sinuosidad por estas tierras ásperas y despobladas. Hace algo de frío. Por los ventanillos de la ermita, en me­jores tiempos dedicada a San Roque, se alcanzan a ver las primeras ruinas del viejo santuario, hedor de la desidia, carcoma irreversible que acabará con él en cuestión de años, o de meses quizá, si al in­vierno le diera por ser cruel. Al fondo se adivina un retablillo destartalado, que para poco más puede servir que para quemarlo en una ho­guera votiva en la fiesta del santo patrón. Al costado, la silenciosa paz del camposanto. Un cementerio chiquito más bien, plantado en mitad de cruces y de lápidas mortuorias, y de yerbajos secos en los anchos espacios que aún quedan libres y que así quedarán para siempre, porque en Clares, no hay hombres ni mujeres para vivir ni tampoco para morir.
Descansando un poco del viaje en el frío esca1ón de la ermita, alcanzo a distinguir en las orillas del pueblo una extraña manada de reses, blancas como la espuma, que guarda un señor con una vara larga. El hato refulge a veces con el sol y hace aspavientos que con la distancia apenas distingo. Cuando me acerco, descubro que se trata de una manada de pavos de corral, grandes como ovejas, picoteando en los rastrojos de La Curata.
- Pues mire usted, yo creo que es lo único que me faltaba que ver, un rebaño de pavos. Y ahí los tiene, pastando como corderos.
- ¿No lo ha visto nunca? Entonces es que no conoce Extremadura.
Bien, pues el simpático pastor de pavos graznantes y comilones del pueblo de Clares se llama Antonio García. Hablamos un poquito, viendo al mismo tiempo a las aves sacar de la tierra y de las pajuelas perdidas en la tierra, algo que encaminar a su robusto corpachón de plumas.
- Se comen todo lo que pillan, pero lo que más es el trigo que se escapó entre las pajas de la cosechadora.
- Luego los venderá para Navidad, supongo.
- Qué va. Son para el consumo de la casa. Los vamos matando y nos los comemos en cecina. Yo ando un poco delicado, y como no puedo co­mer grasas, esto me va muy bien.
- He visto la ermita.. Si no acuden a ella se les va a hundir.
- Pues sí. Allá más lejos tenemos otra que está mejor arreglada. Aquella es la de la Virgen de Lluvio.
- Tengo idea de que por aquí cerca hicieron algunas excavaciones buscando cosas antiguas, ¿no?
- Sí, es verdad; ahí por aquella parte. Dicen que hay enterrado un rey persa; un rey de reyes, por lo visto. Yo no sé lo que será eso. Vienen muchas gentes de Zaragoza y de otros sitios a buscarlo, pero que no hay quien dé con él. Han sacado hallazgos y cosas de ahí.
- Pero del rey persa, nada.
- Nada. Cualquiera sabe adónde lo meterían a ese.
- Deben de ser ustedes muy pocos en el pueblo, ¿verdad?
- Pocos. En invierno, para el caso quedamos dos familias: el alcalde y yo. Ellos son tres hermanos solteros, y luego mi mujer y yo que no hemos tenido chicos, así que, cuente.
Los altozanos que circundan a cierta distancia al pueblo son de bosquecillo bajo, fragosidades prácticamente inservibles. Los hon­dos y humedales parecen ser lo único que se cultiva y lo que, a la hora de la verdad, tiene alguna aplicaci6n.
- Bueno, pues le dejo. Voy a darme una vuelta por la ciudad. No creo que me pierda.
El señor Antonio se ha puesto a pensar apoyado en su vara. Mira hacia los pavos tranquilos y luego habla.
- Me subiré con usted, porque lo mismo no va a encontrar a nadie.
- ¿Y el ganado?
- Esos se cuidan solos. No se van. Cuando se cansan, o no encuentran qué comer, se vuelven a casa.
Vemos a la entrada, próximas a las primeras viviendas, las anti­guas casillas de las eras que todavía aguantan en los ejidos emplea­das para pastos. También hay una nave monumental para encerrar ganado.
- Sí, ovejas habrá unas ochocientas, seguramente.
Mi acompañante me dejó un momento mientras se acercaba, no sé yo donde, a buscar la llave del local social que tiene en el pueblo la asociación de vecinos. Aproveché para ojear a mis anchas las cortas callejuelas de Clares, encajadas entre casonas grandes, hechas de ca­liza oscurecida por los siglos. Un frontón de cemento levanta su án­gulo mural mirando al sol, sin una sola alma que se ocupe de jugar en él. Olmos sin hojas, pero vivos aún, y acacias mustias. En la espadaña de la iglesia hay una piedra grabada en la que se pue­de leer: "A 1693 ÑO". Las dos campanas cuelgan mu­das, sacudidas muy suavemente por el viento de la mañana.
- ¿Qué le parece todo esto? -ha preguntado un señor a mi espalda.
- Muy bien. Me parece muy bien. Demasiado sólo lo encuentro.
- Si quiere le puedo enseñar la iglesia por dentro. No está mal.
Es pequeña la iglesia de Clares, ya lo creo. Para qué más. Tiene dos naves y se encuentra blanqueada y muy limpia. Hay media docena de reta­blillos con imagenes antiguas, sin otro valor que el meramente emotivo. Don Mamerto García, mi nuevo cicerone hermano de Antonio, va dándome a cada paso la oportuna explicación de lo que vemos.
- Ahí tiene la Virgen del Rosario. Y ésta es la de Lluvio.
- ¡Ah! pues yo había entendido que la tenían en la ermita.
- No señor. La de la ermita es una copia. Se celebra el domingo si­guiente a la Ascensión. La llevamos en procesión por el campo y es muy bonito. Esta otra es la Virgen de la Cabeza, y San Pascual Bailón con las ovejillas; su fiesta no se celebra en este pueblo.
- El retablo mayor está muy bien. Se ve que lo cuidan.
- Es la Asunción la que tenemos ahí; y en ese otro el Santísimo Cristo del Socorro. Tiene una hermandad que todavía existe, pero hace mucho tiempo que no tiene fiesta.
A la salida de la iglesia asilo hay un olmo con más de un siglo de antigüedad. Es seguramente el olmo más antiguo que yo conozco. El olmo está completamente hueco; se sostiene en los bordes verrugosos de la corteza y tiene cerca de cinco metros en derredor del tronco.
- Y en cambio todavía vive, ya ve.
- Siempre lo hemos conocido así. Quién sabe los años que tendrá. De chicos nos gustaba colarnos entre la rendija de arriba. Ya no se coge dentro, porque cada vez tiene más vicio.
- Es bonito recordar tantas cosas, ¿verdad usted?
- Aquí en la placeta de la iglesia se hacía una hoguera el día de Nochebuena. Era una costumbre muy bonita.
Cuando regresó Antonio García con la llave del Centro Social que había escapado a buscar, pasamos a verlo. Según me contaron se inauguró a principios de verano, y ha sido un éxito rotundo de asistencia por parte de todos.
- Ahí está la lista de socios. Están anotados unos ochenta, pero son más. Seguramente que pasan de cien.
Después se juntó con nosotros el alcalde pedáneo, Saturnino Tabernero, por su condición concejal del ayuntamiento de Maranchón. Por lo que se ve no parece hombre de muchas palabras
- Este local era la escuela antiguamente –me ha dicho.
El sitio es sencillamente acogedor. Por las colgaduras y ornamentación se nota que es lugar común de reuniones cuando el pueblo se llena de gente. ­Sobre la pared frontal hay un escudo con leyenda que habla de la Aso­ciación de Vecinos y amigos de Clares; un cuadro mural, muy decorati­vo y muy bonito, pintado al óleo por Álvaro Alejandre, oriundo de la villa, donde se ven las cercas del campo más próximo, las ovejas pastando, y una panorámica alegre y colorista de la entrada al pueblo.
- El chico que lo hizo vive en Guadalajara. Su madre es de aquí.
Luego surgió la discusión, bizantina entre mis ami­gos acompañantes, acerca de si lo que se ve en el cuadro es el corral del Tío Tal, o la pradera del Tío Cual, señalando a todo esto con la vara en la tela pintada, hasta que al rato concluyó el agrio parlamento como cabe esperar, sin acuerdo y por agotamiento del tema.
- ¿Y aquí quién suele servir? –pregunto. ¿Quién hace de camarero?
- Cualquiera. Sólo se abre en verano.
Dejamos el centro de recreo -con su media docena de mesas quietas, con su futbolín esperando que acabe la temporada de los futbolistas de carne y hueso para entrar ellos en acción, con su carteleta detrás del mostrador anunciando el precio de los productos-, para salir a la calle. El otoño delantero por aquí estrecha las vidas de los hombres, asola el paisaje y arruga los campos haciéndolos callados y recoletos. Sobre un otero se ven, casi juntos, el depósito del agua y la antena de la televisión. Todo lo demás aparece como muerto, no dice nada. Cerca de nosotros suena la maquina del hormigón que emplean unos albañiles. El batir de la rueda dentada se oye por todo el pueblo y por los campos que lo rodean. Luego bala una ove­ja desde la nave de las eras.
No es nada de fácil encontrar, hoy por hoy, tanta paz y una quie­tud tan sedante como la que se cierne en estos remotos parajes por los que nos hemos venido a perder. La bandada de pavos blancos sube ya hacia el pueblo en solemne anarquía por la cuneta, sin que los guíe ni los moleste nadie. El sol de las doce y media llega hasta nosotros filtrado por unas nubes grises que, cuando menos, sirven de abrigo a los campos. Por los bancales de más allá de la ermita corre ladera arriba un le­brato despavorido, con las orejas tiesas, saltando por encima de los tomillos y de las aliagas.

(N.A. Diciembre, 1985)

jueves, 26 de febrero de 2009

CIRUELOS DEL PINAR


No dudo que debió de ser el pueblo quien buscó a la Geología y no ésta a aquel para servirle de asiento. Ciruelos del Pinar nos sorprende, después de haber atravesado un buen tramo de carretera adusta, en el fondo de un vallejo que sirve de divisoria entre los austeros sequedales de la paramera y la pomposa masa del pinar más extenso de la Península. Con los huertos en primer plano, Ciruelos se nos antoja, ya desde su entrada, un pueblo hermoso; lu­gar de estancia estival más que tema para un recorrido periodístico -moderna versión de la caballería andante- que uno viene persiguiendo por estos lares, bien entrado el atardecer de un día de otoño.
Ciruelos del Pinar, lector amigo, conserva durante los doce me­ses del año el rescoldo vivo de sus horas de verano, escondido aquí, como paño en arca, para deleite y solaz de un centenar de hombres y de mujeres a quienes apenas pega de soslayo el mal del siglo. Uno, cuando la casualidad le lleva a lugares como éste, siente el pudor de no sacar a los ojos benévolos o maliciosos de la luz pública los interiores inmaculados de tanta belleza susceptible de profanaci6n, y, por un momento, pasa por su ánimo la tentación de marcharse de allí lo mismo que llegó, gozar de la hermosura natural del sitio y olvidarse después. Luego, infeliz o afortunadamente para quienes esto leen, la verdad es muy otra, y el viajero, constante e incorregible, se afana como siempre en captar impresiones que después se dedicará a contar por medio del papel impreso.
Un leve repecho de asfalto nos coloca, enseguida frente a la Plaza Mayor. Hay en mitad una lucida plataforma de baldosas, en cuyo rectangular entorno, los asientos labrados sirven de marco a una farola capitalina que deja en el recinto un aire de indefinible distinción. Detrás, la espadaña modernista de la parroquia, con su do­ble campanario y el vanillo final del que pende un esquilón azota­do por el vientecillo fresco del atardecer. La puerta, de la iglesia se ve cerrada, escondida bajo el tejadillo característico de los templos de pueblo donde anidan los gorriones al amparo de su cober­tura piramidal sobre sólidos fustes.
Ya llevo tiempo descansando del viaje en uno de los asientos de la plaza y no he visto a nadie. Sólo se oye el zurar de las palomas en el campanario y el ronquido lejano de un tractor que trabaja en la vega. La plaza queda entre casonas recias de caliza que se adornan con la maraña descarnada de alguna parra.
Decido iniciar mi visita al pueblo por la parte alta. Tras doblar una esquina y conversar con una señora que me indica el camino para ir a casa de don Samuel, doy con otra plazuela recoleta, romántica, un poco oscura, que bordea un jardinillo de cipreses y preside des­de su mismo centro una fuente artificial, escalonada, con forma de hongo.
- El pueblo es muy bonito, sí señor. Uno de los pueblos bonitos de verdad. Lo que pasa es que en este tiempo no hay gente. El secreta­rio vive ahí mismo, pero no sé si estará porque no se ve el coche. Igual se ha ido a Luzón.
Efectivamente, don Samuel no estaba en casa en aquel momento, pero apareció en su “dos caballos” antes de que el desorientado visitante abandonase aquel mimoso rincón de la plazoleta del Ayuntamiento.
Don Samuel Rubio es un hombre elegante, afable, buen amigo, que gusta vestir cuando sale de casa el vistoso sombrero que llevaron los hombres de otro tiempo. El secretario, que conoce al forastero desde su viaje a Luzón, se pone muy contento al volverlo a encontrar en su propio pueblo.
- ¡Hombre, claro; no faltaría más! Pero, ese sistema de presentarte en los pueblos a escondidillas, sin avisar a nadie, no está bien. Anda, sube en el coche, que te voy a enseñar lo que no has visto nunca.
La primera parada que hacemos es en la barriada que dicen del Pi­nar. Una serie de magníficos chalés rodeados de pinos, de cipreses, de abetos y de chopos, donde, debido a la época del año, no vive na­die. No obstante, recorremos los alrededores de la urbanización que es sencillamente envidiable; con ese encanto de los jardines palaciegos en iteración, tapizados de hojas secas, salpicados de árboles ­desnudos que gozaron al pintar los artistas románticos.
- Son quince chalés en total. En principio pensamos ampliarlo, pero no hacemos más. Sería muy bonito y todo eso, pero nos jugamos la tranquilidad del pueblo y no merece la pena. Aquí vivimos muy bien y no queremos acarrear gente extrañas, tal y como andan las cosas. Después nos fuimos hacia la Peña de la Guarnición: un paraje solitario, de pinos resineros y pedruscos roídos por la erosión que tienen forma de coberteras, de mesas ciclópeas modeladas por los siglos, de monumentos funerarios propios de los hombres del Neolítico que anduvieron a la caza por estas barranqueras y se entre­tuvieron en dejar grabado su arte en los paredones de la Cueva de los Casa­res. Desde lo alto de aquellos riscos el espectáculo es paradisiaco. Cerca de nosotros las laderas de la umbría, teñidas de un ocre amari­llento: son los robledales que dan paso a la más vasta superficie de bosque que hay en España. Con la brisa del pinar sube hasta nosotros un fresco olor a monte. El secretario me va informando, parte por parte, de todo aquello hasta donde alcanza la vista.
- Mira: allá, como un poco a la izquierda, se ven los pinares de Albarracín. Un poco más al frente están los Montes Universales y la Serranía de Cuenca. El pinar no se acaba. Aquí a la derecha, por esos barrancos, está el Valle de los Milagros y la famosa Cueva de los Casares de La Riba. ¿Qué te parece? Es la obra de Dios. Ante esto hay que descubrirse.
Debajo de la peña en que nos encontramos hay una paridera aban­donada, reliquia del rusticismo de muchos años atrás, a modo de rubí en medio de aquella Castilla verde, infinita, donde en apariencia, el tiempo dejó de correr.
- Lo peor será el día que se descubra
- Ahí está lo malo. Con las gentes de la zona no hay problemas, son honradas y responsables donde las haya; pero lo que pueda venir de fuera es lo que nos preocupa.
Toda la comarca, con Luzón, Luzaga, Anguita y Hortezuela, son el núcleo más importante de la "piedra rodena" de arenisca roja, que los antiguos supieron emplear con no poco arte en los dinteles, jambas, dovelas y detalles nobles de sus características casonas. ­
- ¿De qué se vive en Ciruelos?
- De los cereales, del bosque, de la jubilación... Hay bastantes familias que vi ven únicamente con la cosa del pinar.
El pueblo -milagro de su riqueza forestal- goza de ciertos privi­legios que ya quisieran para sí algunas ciudades de talla.
- Actualmente hay muchos hijos del pueblo fuera con carreras bri­llantes, aunque los padres, que viven aquí, no lo aparenten. La gente se ha ido defendiendo siempre con bastante desahogo.
Es muy probable que la máxima atracción turística de Ciruelos sea el paraje conocido por la Fuente de la Pradera. Una inmensa llanada de robledal y de pinos, donde el visitante encuentra de todo cuanto hace falta para convertir en gratos los días más aborrecibles del verano en la Meseta. Bajo la apretada sombra de la arboleda se ven las mesas colocadas con ese fin, los bancos alrededor, los fogones de pie­dra para asar y cocinar al aire libre, papeleras que son cubas de re­sina en los lugares de paso, tres o cuatro fuentes naturales o con agua aca­rreada por tubería, y, como nota de mayor interés para quienes acu­dieren a aquel paraíso, dos piscinas de agua corriente adaptadas a la edad y a la estatura de los bañistas. Todo, aun fuera de tiempo, limpio y cuidado con escrupulosamente.
- En verano se llena de personal que viene de los pueblos vecinos. También se instalan campamentos de gente conocida y lo cuidan muy bien.
En el silencio de la pradera solo se siente el soplo del viento al chocar con las hojas caedizas de los robles. Un rebaño de cabras contempla, el augusto panorama desde lo más alto de unos riscos por el saliente. La caída de la tarde nos echa fuera de allí, en amigable coloquio de regreso al pueblo.
Si unimos a las singulares características de sus alrededores la circunstancia de que sea éste, si no el que más, uno de los munici­pios con mejores arcas, debido a su riqueza forestal y a, una administración inteligente, comprenderemos enseguida el porqué de la elegante clínica, y consultorio médico que posee, anejo al edificio del ayuntamiento. Una fotografía, recuerdo con leyenda al pie en uno de los pasillos, advierte que fue inaugurada el 22 de mayo de 1976 por el entonces Ministro de la Gobernación Sr. Fraga Iribarne, y bendecida por el obispo de la diócesis Mons. Castán Lacoma. El centro posee un buen equipo de instrumental sanitario y Rayos X, que el propio médico, acabado de llegar y sin haberse acostumbrado aún a los rigo­res de la zona, juzga, sinceramente, como excesivo.
- Me extrañó mucho al llegar cuando vi todo esto tan completo. Pa­ra un pueblo así, me parece demasiado.
Ciruelos encuentra relax y lugar para el recreo en el Teleclub. Hay un salón confortable de barra larga, con servicio lujoso y bien aten­dido, que cuida una señora muy cordial, doña Adela Bartolomé.
- Lo que no tendrán es demasiada clientela. - le digo.
- Claro que no hay mucha. Los hombres vienen por la tarde a echar la partida, y algunos por la noche. Aquí ven la tele, leen el perió­dico y todo eso. No ve que somos tan pocos. Cuando más se llena es para la fiesta.
- Del Cristo del Amparo, naturalmente.
- Sí, esa es la fiesta principal que se hace en septiembre. Pero hay más público en la de julio, que la hacen los jóvenes.
- ¿Viven sólo del bar?
- No, qué va. Tenemos también vacas. Si no fuera así, no podríamos vivir só­lo con esto.
Sin apenas darnos cuenta nos hemos metido en los umbrales de la anochecida dentro del Teleclub de Ciruelos. Es la hora, de marchar, ya con el sol acostado detrás de las lomas de Luzón, y lo hacemos por la enrevesada cinta de asfalto que nos acabará dejando en la ca­rretera de Molina, por la vieja casilla de camineros. Es un gozo su­blime el hacerse a la noche por aquellos solitarios páramos en los que no se ve un alma, buscando el otro mundo que se mueve como loco a velocidades de vértigo, describiendo a su paso una sierpe colosal de luces encendidas, marcando en la oscuridad el trazado, más racional si se quiere pero menos íntimo, de la general de Alcolea.

(N.A. Diciembre, 1983)

CIRUELAS


El cartel indicador que hay al poco de atravesar Tórtola, en la carretera de Soria, me había hecho saber en viajes precedentes que, a escasa distancia de allí estaba el pueblo de Ciruelas. La visita por mi parte ha tenido lugar en una de estas pasadas tardes que preludian la llegada inminente del verano. Pues bien; a sólo dos minutos de viaje en automóvil desde el re­ferido indicador, se llega a Ciruelas por un ramal de carretera en condiciones óptimas que sube, retorcido, entre estos primeros tesos de la Alcarria Alta, en cuyas laderas y suaves vallejos nos escoltan las hazas de mies en grano.
Ciruelas es un pueblo escondido e injustamente olvidado, que re­cibe a los forasteros con los reflejos dorados del sol sobre las piedras neoclásicas de su iglesia, a la que confiere aires de gran­diosidad cortesana una cúpula suntuosa, recubierta de piececitas ne­gras de pizarra en las que también se ha parado a lucir el sol na­ranja de la media tarde. Por lo demás, el pueblo es un juego variadísimo de ocres que apenas contrasta con los tonos terrosos del paisaje, tras el que se deja ver, con absoluta nitidez al fondo, el inconfundible cerro de Hita. Alrededor, salvando siempre la fértil condición de las tierras bajas, hay altiplanicies de adusta piel donde, por todo producto, la tierra se limita a dar tomillos, aliagas y matujos esporádicos de espartera.
Se entra de súbito a la plaza del pueblo. Es un recinto cuadri­forme, solitario, espacioso, que tiene en el centro un poste de te­légrafo rematado en sencilla farola de cuatro brazos, y un pino bi­soño en un lateral, cuya sombra se han comido la de las casas veci­nas situadas al poniente. En la cara opuesta el frontón de pelota, y sobre todo ello, sobre el frontón y por encima de la pla­za, está la mole de caliza labrada que da forma el sorprendente templo dieciochesco, dominando desde lo alto la estampa variada de Ci­ruelas en toda su extensi6n.
Un perro recostado en el lateral del juego de pelota mira estático. Por una escalera inmediata se sube hasta el atrio. La barbacana del pretil se adorna con bolas enormes de cantería. Hay dos viejos sentados al sol al respaldo del paredón que mira hacia la vega.
A la iglesia se entra por unas portonas enormes, forradas de chapa de aluminio. En el pórtico hay escritas sentencias que ponen en antecedente a quien allí llegare de las normas más elementales de compostura y respeto en la Casa de Dios. La nave de la iglesia es grande, limpia, pintada con pulcritud en tonos claros que nada des­dicen con relación a las formas externas del edificio. En torno a la cúpula, se ven tremendos manchones producidos por la humedad. Una docena de mujeres están rezan en voz alta el ejercicio de las flores, ante una imagen de La Purísima que tiene lucecitas encendidas en la corona.
Afuera, desde la explanada del atrio, Ciruelas se ofrece como un pueblo diseminado, repartido en dos barrios diferentes: el primero, el de la plaza, que es el que acabamos de ver, y el de más allá por donde cae la Fuente Vieja. Un pastor baja, con su rebaño por la ladera del Cerro de la Cuesta; el son de las esquilas baja hasta el pueblo como música fresca favorecido por la brisa del Suroeste. El otro cerro, el del Castillo, arrastra las sombras de la puesta del sol por el otro barrio, por el de abajo, envolviendo en penumbra las tapias del cementerio.
Los dos ancianos han dejado de hablar cuando advierten de cerca la presencia del desconocido. Ambos, tanto el Tío Francisco como el Tío Adolfo, llevan gorra de visera y golpean, distraídamente como espe­rando a ver que pasa, el palo de la garrota contra las piedras del pretil. Al instante pronto nos hacemos amigos.
- Pues dice usted. Aquí a estas horas se está muy bien. Lo que pasa es que cuando viene el airecillo abajo remolinea un poco.
- Y si se ponen de pie, ¡qué vistas! Hasta allá lejos que se ve un pueblo ¿Cuál es?
- Aquel es Jirueque. Si hubiera visto cuando la Guerra cómo corrían por aquellas lomas los soldados, disparando. Nosotros los veíamos desde aquí con unos anteojos que tenía un maestro. A eso de le decimos El Berrocal; ya es de Cañizar. Aquel es el Pico de Tierra Blanca, donde tienen los militares miras y no sé cuantas cosas.
Los dos ancianos me contaron después que en el rellano del atrio plantaron pinos, pero no agarró ni uno, sólo el de la plaza, y que en tiempo de guerra hacían baile.
- Después hubo también juego de bolos, pero ya, ¿para qué?, si no hay quien juegue. Lo mismo que el frontón, ahí lo tiene usted, bien hermoso, en la plaza está muerto de risa. Algunos juegan en verano con palas de esas. Antes daba gusto verlos jugar a mano.
- Sí es verdad que tienen buen front6n, y bien que se ve. Yo creo que le quita algo de vista a la iglesia.
- Antes decían las autoridades de Guadalajara que había que quitarlo, por eso mismo que usted ha dicho, y nosotros dijimos que nos parecía muy bien, pero que nos hicieran otro en las orillas y después hundi­ríamos éste. Como no lo hicieron, pues el de la plaza no se quitó. ¿No le parece que hicimos bien?
- ¡Naturalmente! Lo que creo que tienen es una cruz procesional que da envidia; la verdad es que sí que me gustaría verla.
- Pues no la va a ver.
- ¿Y eso?
- ¿No sabe usted que está repartida en cachos por las casas?
- ¡Ah, claro! Para que no la roben.
- ¡A ver! Esa sí que apareció de milagro. Se la llevaron de aquí cuando destrozaron todo lo de la iglesia, y mire lo que son las cosas, la reconoció un cura del pueblo en una exposición, o qué sé yo dónde, por una fotografía que tenía él. Y, ¡Mía!, pues que nos la tuvieron que dar.
-!Ya les costaría trabajo!
- Hombre, pues hubo que demostrar que era la nuestra, con sus dibujos de plata y todo lo que tiene. Al final nos la dieron.
- ¿Cuánta gente queda en Ciruelas?
- Poca. Aquí, en cuanto tiran el moco se van a la capital aunque sea de barrenderos. A mi nieto se lo digo bien, que cuando haya aprendido bastante se venga al pueblo, a llevar las tierras de su padre y de su abuelo, que ahora con las maquinarias, ya no es trabajo y pue­de vivir como un marqués.
Mientras el Tío Francisco y el Tío Adolfo hablan animadamente, la perrilla se echa un sueño a nuestros pies.
- Esta, oír y callar. Es una perra muy pacífica.
- Pues miren, no saben cuánto me gustaría invitarles a alguna cosa en la taberna. ¡Vamos! Vénganse un poco conmigo.
- Usted puede quedarse con nosotros todo el tiempo que quiera, pero beber no.
El forastero, que sólo acostumbra a tomar cerveza cuando hace ca­lor, se baja por la calle de Zuaznabar hasta el mismo pilar redondo de la fuente Vieja, que está en la plazuela de D.Tirso Rodrigáñez a la sombra de un plátano. Un señor mayor llena la garrafa de agua, con mucha paciencia, del hilillo que cuelga del caño. - Pues, para que vea usted, antes tuvimos que hacerle un agujero en esta cara de arriba para que no reventase la tubería, y ya ve lo que tenemos. Media hora llevo para llenar la garrafa. Digo yo que tendrá que llover como antes, si no, esto termina con la humanidad.
- ¿Tan mal andan de agua?
- No. Tenemos otra. Ahora nos han puesto un motor eléctrico para subirla al pueblo. Yo vengo a coger aquí porque me gusta más y porque no tengo otra cosa que hacer.
- Pues, Ciruelas está muy bien. A mí me parece muy bonito.
- Esto fue importante. Lo que pasa es que ha ido a menos. Ahí en el cerro hay una bodega que tiene más de un kilómetro de subterráneo. Era todo de cuando los moros.
- ¿Quien fue don Tirso Rodrigáñez?
- ¡Qué sé yo! Cuente usted que algún político.
La Fuente Vieja, me explica el Tío Cayo Ortego, tiene ciento sesenta años y la iglesia algunos más. El plátano lleva diez cortas y está cada vez más hermoso, igual que el pueblo, pero que hay que verlo en verano, no desde la fuente, ni desde el pretil siquiera, sino desde lo alto del Cerro del Castillo.
- Nombres como el mío habrá visto pocos, ¿verdad usted? Yo, solamente conozco a un Cayo en Las Casas y otro en Almoguera.
En la construcción de Ciruelas se empleó, sobre todo, el adobe y el ladrillo visto. Algunas de las viviendas tienen adosado su pequeño huerto con verduras y frutales a punto de dar. Por el viejo molino a­ceitero hay lilas, alhelíes, caléndulas y árboles del paraíso. Una piedra de molino asoma entre los escombros del derruido lagar. En las ca­potas de los chopos suena el viento al chocar en las ramas.
Arriba, en la plaza, están cuatro niños jugando alrededor de un co­che. Por la cara casi todos parecen hermanos. El mayor de ellos pare­ce un chico formal, un hombrecillo de seis o siete años.
-¿Cómo te llamas?
- Yo, Jaime.
- ¿Vas al colegio?
- Voy en Guadalajara al Rufino Blanco. Aquí no hay colegio. Nos tu­vimos que marchar todos porque aquí no había.
- ¿También trabaja tu papá en Guadalajara?
- No; mi papá trabaja aquí, en las tierras, tiene que venir casi todos los días.
La madre de Jaime y de los demás niños, supongo que nos había estado escuchando desde la puerta, dice que, con quitar las escuelas han matado a los pueblos.
- Si por lo menos hubieran puesto algún transporte o algo, las familias no tendríamos que hacer estas barbaridades. Cuando te quejas, dicen que para eso está la escuela-hogar; y yo, por muy bien atendi­dos que los tengan, no dejo solos a mis niños de cinco años, que a esa edad deben estar con sus padres. ¿Y qué hemos tenido que hacer?: marcharnos del pueblo.
Posee Ciruelas desde las eras uno de los miradores más espectacu­lares y más serenos de la Provincia. Con el sol de caída, la calma toma posesión de la inmensa llanura campiñesa.

(N.A. Junio, 1983)

miércoles, 25 de febrero de 2009

CINCOVILLAS


No siempre que en este quehacer uno se pone en la carretera con dirección a cualquier pueblo de la provincia sabe a ciencia cierta a qué va, ni siquiera confía a veces de que haya una sola posibilidad de cum­plir, de una manera más o menos elegante, con su cometido de cara a usted, amigo lector. Aunque siempre me gustó contar con los valores indiscutibles de tanta buena gente como queda por ahí, curtiendo sus caras y sus vidas con aires limpios y soles de cada día, la mañana que salí para Cincovillas debo confesar que iba provisto de los peores an­tecedentes. No me importaba lo que hubiera podido ser la mejor o peor condición de sus cuarenta habitantes, no; temí que, dado el carácter laboral de la fecha, no encontrase a nadie disponible para pasar siquiera un ratito de conversación al sol de cualquier esquina.
Dejando atrás la desviación que, desde la carretera de Soria, parte para Atienza, un rebaño de ovejas carea al pie de las peñas que por aquí llaman de Rodrigo Díaz, mientras que el pastor, tapada la cabeza en su manta de cuadros, vigila más bien despreocupadamente desde su mirador entre las rocas. Poco después, Cincovillas.
El pueblo tiene una entrada bonita, optimista; una entrada que no se corresponde con el resto de lo que Cincovillas es. A nuestra izquier­da, que es también la de la carretera en el camino de ida, interesa el viejo señorío de una casona, en cuyo frontal se lee grabado sobre la plancha de piedra: "Parador de S. Vicente. 1856".
-¿Qué es esto?
-Esto fue un parador hace muchos años. Cuando las ferias y los tiempos de los carros, la gente paraba aquí. Antes, el parador era toda la casa, pero han hecho ahora varias viviendas.
Junto a la carretera descansa un tractor a la sombra bajo el teja­dillo de entrada en una ermita que, como tantas otras de la provincia, está dedicada a la Virgen de la Soledad. Allá, al otro lado de un mon­tículo de tierras blancas, se destaca inconfundible la imagen en piedra noble del castillo de Atienza, como una nave que se hubiera impuesto la obligación de navegar de por vida sobre los campos de Castilla.
En realidad, Cincovillas tiene una sola calle, pero muy larga. A mitad está la iglesia parroquial que, incendiada en el 36, los vecinos se encargaron de reconstruir en solo dos años. Una iglesia de la que no quedó nada ni tiene nada.
-Mire: esta puerta atrampada con piedras es la puerta del diezmo. Por aquí se metía antiguamente la décima parte del trigo, de las ovejas, de todo, y se daba como donativo a la Iglesia.
-¿Usted lo recuerda?
-No; yo, no. Yo se lo he oído contar a los viejos.
-¡Ah, claro!
Don Serafín García, que habla de los viejos desde cierta distancia, me dijo que había estado en el Servicio en el año veinte, y que lo pasó muy bien en el Cuartel de la Montaña, de Madrid, donde sirvió al rey con un año de retraso.
-De lo que sí me acuerdo es de cuando enterraban a la gente aquí, en el patio de la iglesia. Aquí hay muchos enterrados que yo conocía. Calle arriba, y cerca ya de las últimas casas del pueblo, donde está el frontón de pelota, tomaban el sol un grupo de personas; yo pienso que entre hombres y mujeres eran un puñado considerable del total de sus habitantes, sentados en los poyos de una casa orientada a la solana. En el grupo se encontraban don Paulino Rodríguez y don Isaías Rodrí­guez, alcalde y concejal, respectivamente.
-Aquí, el problema mayor lo tenemos en las calles, que es nece­sario arreglar cuanto antes. Cuando llueve mucho, esto se pone impo­sible; pero como el Ayuntamiento no tiene ingresos, así están. Yo creo que se nos debería ayudar un poco. También es un inconveniente la escasez de agua, porque cuando llega el verano y vienen los de fuera, algunos años lo pasamos mal.
-¿De qué se vive en el pueblo?
-Se vive del campo, sobre todo del cereal, mayormente. El trigo y la cebada es lo que más se da, y para el caso lo empleamos todo como pienso del ganado. Al que le sobra algo, lo vende; pero ya digo: casi todo va para el ganado.
-¿Tienen muchas ovejas?
-No, no hay muchas. Habrá unas seiscientas, y veinte vacas, poco más o menos.
-¿A qué dedican sus ratos libres?
-Cuándo es fiesta, la gente juega a las cartas. Antes, los más jó­venes jugaban a la pelota, a las chapas, se organizaban buenas partidas de barra; pero todo eso, al no haber jóvenes se ha perdido.
Don Isaías me habló de las costumbres que se dejaron pasar.
-En los buenos tiempos del pueblo se hacía un árbol que las chicas sacaban en procesión por las calles el domingo de Pascua. Se colgaban cintas del pelo de las mozas, roscas que se preparaban el día de antes, naranjas y limones. Luego se subastaba todo después de la misa y había año en que se remataban más de ochenta roscas.
-¿No tienen miedo de vivir aquí tan pocas personas?
-No; no tenemos miedo. ¿A qué?
El comedor de don Paulino Rodríguez, donde pasamos parte de la conversación, es sencillamente acogedor y limpio. Las estampas enmar­cadas de "El aguador de Sevilla", "El príncipe Baltasar Carlos" y "La maja vestida", nos hablan de que en aquella casa se le tiene veneración a Velázquez ya Goya, dejando a un lado los cromos tradicionales de paisajes románticos y damiselas cupletistas que pasaron a mejor vida. -Los niños van al colegio a Atienza. El sacerdote viene de Paredes. El médico viene los lunes desde Atienza, y el secretario también es de fuera. Así que aquí, aunque estamos bien atendidos, no somos más que nosotros solos.
Bajamos hacia la carretera hablando y lamentando el injusto aban­dono de estos pueblos, que un día, según su joven alcalde, se tienen que acabar. Conocí a don Gaudencio García, que también es teniente de alcalde y tiene una casa muy cuidada y muy antigua, pues, marcado en la pared con piedra, que después de la restauración dejaron a la vista, se puede leer una cifra que casi nos pone dos siglos atrás: "1804". Alguien, al salir del pueblo, me dijo en el capítulo de las despedidas que hiciera lo posible para que las autoridades conocieran su necesidad urgente. Creo que con esto he cumplido mi misión. Así es; Cincovillas, como otros tantos pequeños lugarejos de nuestra tierra, siguen viviendo con su honradez y con su conformidad innata al margen de todo, des­prendidos, olvidados; de ahí que uno se sienta hoy satisfecho y, en cierto modo, feliz por haber podido hacer, dentro de lo que le es po­sible, protagonistas de la actualidad a quienes desde su más riguroso anonimato quieren y deben ser partícipes de lo bueno y de lo menos bueno en esta sociedad de todos.

(N.A. Mayo, 1980)

martes, 24 de febrero de 2009

CILLAS


Cillas. Uno lamenta en la mas profundo de su alma de viajero, que sea Cillas el último lugar molinés que le faltaba por recorrer de lo que bien pudiera llamarse la comarca septentrional del Señorío. Es temprano aún a pesar de las distancias. En los aledaños de Rueda hay m agricultor quemando rastrojos en una finca cercana al camino. Con su horquilla al hombro y envuelto entre los humos y las llamas de aquel simulacro del averno, el campesino de Rueda se parece en perso­na al mismísimo Satanás.
El pueblo de Cillas destaca al fondo por la carretera de Embid como un cogollo de viviendas blancas, coronado por el agudo chapitel de la iglesia, donde una crucecita de forja se desmaya a los claros encendidos de la mañana. El teso del Castillo, donde está la iglesia, debe de ser un mirador interesantísimo sobre las parameras y los bajos trigueros que cercan a nuestro pueblo en muchos kilómetros a la redonda. No veo a nadie. Las máquinas abandonadas de los viejos labradores, ponen una nota de mayor tristeza al pueblo moribundo que tan sigi­losamente me recibe. El cerruco de la Loma queda tras de mí silencio­so y áspero, dispuesto a invernar cuando llegue el momento al abrigo de su adusto tamo de tomillares. Pienso que sería una pena haber mal­empleado el viaje por falta de alguien con quien pasar un rato de conversación después de tantos años de caminar, casi de vida errante; no es la primera vez que esto sucede. Al final todo se arregla.
De uno de los troncos de chopo de la carretera asoma al final un hombre anciano. Se ve que el señor estuvo atento a la llegada del fo­rastero. Las gentes de estas tierras son así, uno lo sabe, suelen sa­lir a ti a cuerpo limpio sin que uno los busque.
- Buenos días, buen hombre.
El tono aragonés de los viejos molineses me resulta grato y fami­liar. Creo que forma parte de su encomiable manera de ser. Cuando le digo que Cillas da la impresión de estar muerto, que no debieron de­jar marcharse a la gente, me responde sin elegir la mejor respuesta con la fra­se más adecuada, ninguna mejor.
- ¡Mira éste, no los vamos a tener atadicos del ramal pa que no se escapen!
- Ya deben ser muy pocos, por lo que se ve.
- Cuatro vecinos nada más, ¿qué le parece? De todos los que vivi­mos en el pueblo, el más viejo soy yo. El día tres de diciembre me pongo encima los ochenta y cinco.
A don Francisco Moreno le fallan las piernas me ha dicho. El hom­bre es bajito y va muy limpio. Viste boina y lleva garrote a1 andar para apoyarse como un tercer pie. Como es soltero, don Francisco me habla de los campos y de la labor como algo sin importancia, como si le pasara de lejos.
- Ya se lo dejé a los sobrinos. Las haciendas se han ido vendiendo a los de fuera. Lo cultivan casi todo los de Cubel y los de Tortue­ra que son unos pueblos ricos. Nosotros muy poco.
Los hijos de Cillas apremiados por el fenómeno de la emigración lo hicieron a Madrid, a Zaragoza, y algunos a Valencia y a Barcelona. Años después, cuando a las cosas se les dejó reposar pasado el impulso inicial de la huida, las cenizas de aquella desbandada son aquí como en tantos lugares semidesiertos de nuestra provincia, un montón de nostalgias, de añoranzas y de escombros. La Historia juzgará. Bien que mal, en Cillas les queda como testimonio de su pasado un campo que da, un pueblecito simpático con remotos aires de añosas nob1ezas, un campanario que vio nacer a tantos de los que se fueron y llorará su muerte, y una fuente hermosa.
- La fuente se hizo cuando don Calixto, el resinero. Era yo zagal por aquellos años. Al meter el agua en las casas, sólo funciona un caño para los animales.
- ¿Tienen animales?
- Sí, las palomas y un hatajo. En tiempos, hubo casi tres mulas en cada casa; ahora con los artes no queda ni una. De los pueblos majicos en pequeño, este era uno.
La fuente pública es alargada por el pilón. Tiene monolito y abre­vadero de losas de piedra aunadas con grapones: "Don Calixto Rodríguez y el pueblo de Cillas.1911”. Una chapa de porcelana se ve por encima descascarillada a tiros de rifle.
Para entrar al pueblo de hecho es preciso caminar cuesta arriba. En una casa enca­lada hay una piedra de sobredintel con la fecha 1794, frente a ella, en otra sin habitar, reluce al sol una imagen sobre azulejo con la fi­gura de San Antón y la leyenda: "S. Antonio Abad, devoción de Juan Mar­tínez".
Aquí vinieron al mundo a lo largo de la dilatada historia del vie­jo Cillas, varones ilustres cuyos nombres quedaron inscritos para siempre en los anales más gloriosos del Señorío: don Juan López Malo, caba­llero de Alcántara, y don Juan López de Cillas, alcalde de Molina, en el siglo XV; los capitanes don Gregorio y don Alfonso Martínez Malo, y el oidor de Santa Fe, don José Joaquín Martínez Malo, a mediados del siglo XVIII, todos ellos pertenecientes a una misma familia.
A la casa de doña Juanita Galve, la señora de Teléfonos, se va por calles sin arreglar y con mucho silencio. Uno tiene necesidad de llamar por teléfono a un antiguo conocido de Tortuera al que hace una docena de años que no ve. Para saber noticias del amigo, que al final no está en Tortuera, son precisas dos llamadas a distintos números. A la hora de las cuentas doña Juanita me pide una cantidad que se me hace extra­ñísima.
- Son seis veintidós.
- ¿Cómo?
- Sí, seis pesetas y veintidós céntimos.
- ¿Cada una?
- No señor. Cada una son tres pesetas y once céntimos. Lo que le digo es el importe de las dos llamadas.
- Ah, pues si no tiene inconveniente tendré que darle diez, y además las gracias. Digo que con el teléfono le molestarán poco.
- Poco; pero bastará que te vayas un minuto para que en ese momento suene el teléfono. Esto ata mucho.
- Serán frías en invierno estas tierras de Cillas, supongo.
- Mucho. Hay días que, cuando friegas el portal, el agua de la fregona se va convirtiendo en hielo al tocar el piso. Estamos acostumbrados.
El abuelo Eusebio es corto de vista. Me ve pasar por delante y no debe haberse enterado bien de quién soy y cuál es el motivo de mi viaje. El abuelo Eusebio se aburre soberanamente sentado al sol en el poyo de un viejo palacete con escudo de armas en la fachada y una fecha con la que me quedo perplejo al leer. Dice: MCD (1400). De ser así, pienso que se trata de la fecha escrita más antigua que he visto marcada en cualquier pared de la provincia, excepción hecha de la que se deja adivinar en Santa María del Val de la villa de Atienza que, si mal no recuerdo, tiene escrito 1140.
- Pues mire, ahí está. Debe ser de cuando los señores de antes.
Entramos por una portada de sencillo arco fechado en 1762.
- Ya lo ve. A la iglesia lo que le falta es un buen retoque. Los te­chos y las paredes están muy mal. No hay quien nos dé un duro para ello. Cuando estaba bien, esta iglesia era gloria bendita, ya lo creo.
El retablo mayor es de buen dorado y sostiene unas cuantas imágenes no demasiado afortunadas, pero que conservan intacto el carisma de ha­cer vibrar las devociones de quienes las vieron desde niños. Un San An­tonio, una Asunción, y un santo obispo que no somos capaces de recono­cer, constituyen lo más característico de su arte en imágenes. Otros retablillos menores ostentan sus viejas tallas que, sin duda, tiempo hubo en el que cada una contaría con su propia fiesta local: el Niño de la Bola, la Virgen del Rosario y un Santo Cristo de viejísima talla. Un lienzo deteriorado muestra a los visitantes la estampa de San Antonio Abad, inconfundible y de respetable tamaño.
- Antiguamente era mucha fiesta el día de San Antón. Se pedía por las casas, se hacía una merienda y por las noches buenas hogueras. Ya, nada.
- ¿Cuál es el patrón de Cillas?
- San Pedro. Tenemos dos: aquel más viejo, y este otro que tiene us­ted aquí. Para San Pedro aún hacemos fiesta, vienen los de fuera y la gente se suele divertir bastante.
La imagen de la Concepción que tienen a la izquierda del altar, acomodada sobre su peana, merece mención aparte. Procede de una ermita cercana dedicada a la misma advocación, y que se debió de construir sobre ­otra más antigua enraizada en tiempo de los visigodos. Se dice que la referida ermita fue la parroquia de un pueblo llamado Torremochuela, despo­blado hace ahora 400 años. La imagen de la Concepción, traída de allí, por supuesto que no es la primitiva, sino otra posterior del siglo XVIII, se­guramente de cuando se reedificó la ermita. Del primitivo edificio se hace referencia en el famoso "Fuero Juzgo" de tiempos de Recesvinto.
- Yo tampoco se lo podría aclarar si es la primera o no -dice doña Ángela-. Lo que sí es cierto es que era una imagen muy bonita, una Vir­gen muy guapa, pero la restauraron y no acertaron con el color, quedó peor que estaba, para mi gusto.
- ¿Por qué no la tienen en su ermita?
- Pues porque se está hundiendo. Pedimos para arreglarla, sí; pero no nos dan.
Dos laudas sepulcrales se ocultan disimuladamente en el trascoro. La complicada lectura de estos venerables epitafios que cubren los res­tos mortales de algún caballero o clérigo importante del lugar, nos aclara que los enterramientos corresponden a los nobles señores don Pe­dro Martínez Amerno, muerto en 1676, y a don Francisco de Utrera, que falleció en 1639.
­- Las hemos visto tantas veces, y nunca se nos ocurre leer lo que pone.
Concluyo mi visita a Cillas desde el cerro del Castillo, luego de haber observado de paso los olmos muertos de la Plaza del Ayuntamiento -muerto también- junto al solitario frontón de pelota. El campo desde el cerro del Castillo es una completa lección en el libro abierto de la geogra­fía molinesa. Separados por campos de rastrojo se dejan ver a un lado y a otro, al noroeste y al sur, los pueblos de Tortuera y de Rueda de la Sierra. Aquí, ya casi a nuestros pies, vigía permanente de caminos y sello de sólida fe, el pairón de la Virgen del Pilar a la que salu­daron siempre al pasar por delante los viajeros y los labriegos, fervorosos por razones de sangre, a la Patrona de Aragón y Señora de la His­panidad. El celaje se ha hecho en las tierras rayanas, a eso del medio día, de un lindo raso azul.

(N.A. Octubre, 1986)

domingo, 22 de febrero de 2009

CIFUENTES


El loquillo febrero nos jugó la mala pasada de ponerse a llover cuando la maña­na se las prometía radiante. Luego salió el sol y las torres de la villa se pusieron a brillar con sus piedras mojadas. Cifuentes, visto así, se muestra como un inmenso diamante perdido en la fragosidad de aquella plataforma de la Alcarria.
Acabo de entrar en buena hora. Paso un poco a la desentendida, queriendo par1i­cipar de manera oculta en las interioridades de la villa como mero espectador. Ignoro lo que será el resto de Cifuentes, pero este moderno rincón que acuñaron como Plaza de la Provincia es de una belleza sin par. A una y otra parte se advierten algunos ejemplares en piedra labrada que delatan la extraordinaria vicisitud de su historia lejana. Un muestra­rio de estilos que hallan su tiempo más remoto en la colosal portada románica de San­tiago, acceso oeste de la iglesia de San Salvador que de Inmediato nos trae a la memoria la casi legendaria personalidad de doña Mayor Guillén de Guzmán, primera señora de Cifuentes y amante del rey Sabio. Encima mismo, el magnífico rosetón gótico de caliza calada, rico y soberbio. A nuestra espalda la mole conventual de Santo Domingo, de concepción barroca meticulosamente restaurada, y, al mediodía, la filigrana heráldica de la Casa de los Gallos, juego increíble en mediorrelieve de leones rampantes, de puentes, escalas y penachos, bajo el oscuro alero de una casa solar, legado, como tantas más, de la hidalga Castilla del XVI. Todo ello orlando el romántico recuadro de una moderna placetuela ocupada por un simbólico surtidor del que brotan dos chorrillos tímidos, unos cantos árboles en línea desprovistos de ramaje, media docena de bancos de piedra y una crucecita al fondo sobre escalinata y fuste, que hubiera sido la delicia, claro que sí, del alma de cristal de Gustavo Adolfo. Atrás el muro del pretil, atalaya natural sobre la plaza del pueblo.
- Buenos días. Oiga: ¿cómo llaman en Cifuentes a este mirador?
- Pues no lo sé, señor. No soy de aquí. Cualquiera se lo podrá decir.
Por l su acento al hablar, el hombre debería de ser extremeño. Desde la Bar­bacana, la Plaza Mayor se ve abajo como un triángulo isósceles ribeteado de soportales por los que pasa la gente, entrando y saliendo a los bares ya las tiendas, cuyos escapa­rates se advierten por detrás de las columnas. La plaza está llena de automóviles y de furgonetas, no cabe uno más. Se ve que la mañana del fin de semana trajo a la metrópoli una considerable porción de los hombres y mujeres que viven en los pueblecillos pró­ximos.
A nuestra altura, y algunos más bajos todavía, se ven los tejados ocres y grises que acorazan la villa con un bosquedal en sus lomos de antenas de televisión, en con­traste con la serena y evocadora presencia del castillo, allá sobre una loma veladamente pinariega, memorial inerte del turbulento don Juan Manuel que lo mandó levantar, y de la bellísima y desdichada princesa de Éboli que nació allí, y en aquellas laderas perdió de niña su ojo derecho, sin que el irreparable accidente fuera motivo para andar más tarde en boca de la gente y de la Historia como blanco de amatorios con reyes y nobles de la época que jamás, por otra parte, nadie ha sido capaz de demostrar. Un severo pa­norama gris tiñe a lo lejos el espectáculo montaraz de breñas y de olivos que conforman esta zona tan característica de la comarca.
El cercano campanillo del ayuntamiento martillea a nuestra derecha el toque de las doce en su carillón de hierro negro. Uno lamenta, an­tes de entrar a ella, el saber tan pocas cosas de Cifuentes. Piensa que es, quizás, la ciudadela de la provincia de la que menos conoce y te­me hacer con su visita un pobre papel, incluso para la propia villa. Los escudos de sus paredes, la monumentalidad de sus torres, la venerable senectud de sus casonas -nido de hidalgos, cuyos espíritus no andan lejos- sobrecogen al que lleva consigo la complicada misión de contar lo que ve.
Acabo de bajar la escalinata que me deja en la Plaza Mayor. Los soportales resultan oportunos para guarecerse del molesto amago de aguacero que está dejando caer la mañana. Ahora llegó medio perdido a la reco­leta placetuela de San Francisco, con su añoso arco de sillería por el que se pasaba a las antiguas escuelas. Calles estrechas y limpias, viviendas de admirable rejería dan conmigo ante la portada gotico-renacentista de una ermita a la que avecinan unas cuantas columnas desnu­das y algunos arcos entre ellas de piedras numeradas. En la pared con­tigua hay un escudo nobiliario de alabastro, cuyo significado también desconozco.
- ¿Sabéis vosotros qué iglesia es ésta?
- Ni idea. No somos de aquí.
- Pues, qué raro ¿no? A nadie que le pregunto es de Cifuentes.
En la calle del Remedio hay un colegio, parece antiguo, que se lla­ma. "Fray Diego de Landa”. La ermita en cuestión está dedicada a la Virgen del Remedio y es originaria del siglo XVI. En el interior de una tienda de regalos suena, a medio tono, la versión para pulso y púa del célebre Minueto de Boccherini. Más adelante, el agobio del personal y de los automóviles que bullen en la plaza al abrigo del señorial fron­tispicio del ayuntamiento.
Temiendo tirar en el vacío mis preguntas inútiles dirigidas a per­sonas que ni son de allí ni conocen Cifuentes, se me ocurre entrar a la ca­sa consistorial para interesar datos. Uno piensa que es esta la pri­mera vez que se pone al habla con la oficialidad voluntariamente y su­be las escaleras un poco a contrapelo. Las oficinas de Secretará es­tán a estas horas de la mañana en plena actividad. Las máquinas de es­cribir repiquetean oficios en papel con membrete y los archivadores descansan sobre los anaqueles. El alcalde está despachando con dos ve­cinos de Ruguilla, mientras el desconocido se sienta a esperar en una silla libre que hay al lado de la pared.
- ¿A usted le atienden ya?
- No se preocupe; apenas si tengo prisa. Venía, un poquito como quien dice a conocer Cifuentes.
El alcalde se llama Quintín Pedro Palafox. Un muchacho de mediana edad que vale para el oficio, atento, servicial y extraordinariamente afable. El alcalde me dice que él mismo me puede acompañar a recorrer la villa cuando a mí me parezca. Le digo que cuando guste, y bajamos de inmediato hasta la biblioteca pública ubicada en el piso bajo del ayuntamiento.
- ¿Qué población tiene el municipio hoy?
- Con exactitud no es fácil saberlo. Si incluimos los diez pueblos anexionados, andaremos con las 4.000 personas. Cifuentes sólo puede te­ner unas 3.500. Muchos de ellos instalados provisionalmente por las obras de la nuclear.
La biblioteca debe de contar con unos dos mil volúmenes, colocados y clasificados convenientemente en sus armarios respectivos.
- Ha sido un éxito. Colaboró con nosotros la Diputación y tiene una aceptación increíble, sobre todo para estudiantes y chicos de los colegios.
- Un poco pequeño parece el local, ¿no?
- Muy pequeño. Queremos ampliar y subirnos la biblioteca al antiguo convento de Santo Domingo.
Los documentos que son historia de la villa desde el siglo XIII, quedan en otra habitación próxima, recogidos y numerados en trescientos archivadores como custodia.
- Hay muchos documentos de la época de Felipe II, de Carlos III y de Carlos IV sobre todo.
Fuera, en la plaza, me doy cuenta de que el vecindario se ha empe­ñado en adecentarla, sin apenas quitar mérito a su encomiable antigüedad y sobre todo a su historia.
- Pues sí, y no só1o la plaza, sino el pueblo entero.
- Curioso; y motivo de satisfacción para el alcalde, naturalmente.
- Tiene su explicaci6n. Resulta que dimos orden de no cobrar a na­die licencia de obras durante doce meses, y la gente se ha volcado en arreglar sus fachadas. Un estímulo que está en manos de cualquiera; aquí lo pusimos en práctica y el resultado ahí está.
Pasamos luego por la calle Empedrada, donde queda la vieja sinagoga hebrea, y por la de Las Campanas que, según me contó el alcalde, es la calle más estrecha de Cifuentes.
- Por aquí es corriente encontrarse con pintores y artistas durante el buen tiempo. El aspecto es muy bonito.
- ¿De qué viven los cifontinos?
- Un poco de todo: del comercio, de la agricultura y ganadería, y en los últimos años del trabajo de la nuclear. Afortunadamente no te­nemos paro. En este momento me parece que hay tres parados, y es muy posible que a la semana que viene tengan dónde trabajar.
Pero el mayor acontecimiento, ajeno por completo a la vida y a la historia del pueblo, ha sido para mí el encontrarme ante al curioso nacimiento del río Cifuentes, al pie del Castillo. "Centum Fontes" es en su origen el nombre de la villa y he aquí la razón. Co­mo una sencilla covacha a ras de suelo bajo un arco, surge a borboto­nes el inmaculado caudal de la fuente de la Balsa, cuyo manar ocasio­na aneja una enorme balsa de agua limpia, por la que navegan en pe­queños bancos centenares de truchas en medio de un ambiente ideal pa­ra su correcto desarrollo.
- Las hemos renovar con alevines y, cuando van creciendo, se suel­tan para repoblar el río. Algunas se bajarán al Tajo, seguramente.
Mas arriba, en un tramo importante y debidamente canalizado, el agua brota del mismo modo por debajo de la rocosa plataforma en la que se apoya la histórica fortaleza, siendo este el origen del simpático riachuelo de la Alcarria, potable y transparente, que si hemos visto nacer de noble y medieval alcurnia, también lo hemos visto morir dos leguas más abajo, brusco y precipitado, en las famosas cascadas de Trillo.
- ¿Y es toda el agua potable?
- Toda. Seiscientos litros por segundo es lo que mana normalmente. De aquí se sube al depósito para el abastecimiento público. Lo que hemos visto marchar es, por decirlo así, el sobrante.
Muy cerca queda el convento de las RR.MM. Capuchinas de Nuestra Señora de Belén, fundado por los Condes en los albores del siglo XVI, lugar de retiro en donde perviven dedicadas a la oración y al trabajo die­ciocho monjitas de clausura.
- Todo este paseo, en verano, es precioso.
Me llevó después el alcalde al barrio nuevo de Puerta Salmera, muy en las orillas, el Cifuentes nuevo donde los chiquillos de los colegios juegan al sol de la mañana.
- Bueno, pues, más o menos y un poco a la ligera, esto es Cifuentes.
- Estupendo. No me parece ser el más indicado para deshacerme en calificativos elogiosos, pero me ha gustado mucho. Comprendo que haya ­sido esto, durante tantos siglos, blanco de amores y de odios por par­te de los grandes.
- Con un poco de tiempo hubiéramos podido entrar mejor en detalles. Aquí estamos, para lo que podamos servir.
En el reloj del ayuntamiento hace rato que dieron las dos. Antes de partir uno se da su vuelta postrera por la plaza, entrando y saliendo con la gente por entre los soportales, tomando una caña de cerveza en un bar, mirando los escudos... Pienso en lo que hubiese sido de la villa si se hubiera podido evitar el estrago continuo a que la sometió la Histo­ria, su propia historia: el incendio provocado por Felipe V, en ven­ganza a sus gentes por haberse puesto a luchar en favor del Archidu­que; el que ocasionaron cien años después los franceses al huir como plaza defendida por El Empecinado; el expolio de las guerras Carlis­tas y la lamentable desolación de la última contienda civil. Pese a todo eso ahí está la eterna Cifuentes, hidalga y señora de por vida, como ave fénix surgida de sus propios despojos pero un poco sola, hermosa e injustamente, quizás, olvidada.

(N.A. Marzo, 1985)

CHILLARÓN DEL REY


Los pueblos que por su situación geográfica cuentan como vecinas a las aguas de Entrepeñas, tienen algo en común valiosísimo e ina­preciable que aflora con el tiempo. En lo externo es su extraordi­naria luminosidad lo que colma de admiración a quienes llegan hasta ellos, y en lo interior, en su alma propiamente dicha, destaca, y de ello puedo dar fe, el trato afectuoso de la gente con quien no conocen, su apertura sin tapujos a todos los vientos que llegan de fuera, producto al fin del carácter de esa Alcarria seca y aromática que a uno gusta paladear en todo su jugo.
Chillarón del Rey vive estirado a lo largo de un arroyo sin nombre en esta zona precisa a la que nos hemos referido. Es pueblo rebosante de luz, limpio y ordenado, con entrada, romántica y juvenil, con patente señorío en no pocas de sus viviendas que todavía subsisten, siempre al amparo de un cabezo que llaman el Cimajo y vigilado desde los altos de la Sima por encinas pardas que asoman su melancólico rostro ha­cia el hondo de la vega.
A la plaza de Chillarón se llego bien entrada la mañana. Es una plaza por la que corre un ligero ambiente señorial, enmarcada en medio de dos palacetes con sello heráldico y la acera única de la calle Mayor. De la fuente cuelgan desmayados sobre el pilón los chorros de agua. La fuente, según reza la leyenda del monolito, fue cons­truida en 1893 como homenaje a don Gonzalo González, benefactor del pueblo. Sobre el poyo que rodea al tronco enfermo de una o1ma, sacude con fuerza el sol de la primavera acabada de nacer. Estoy solo. Irrumpe de momento en la plaza el furgón de un frutero, sonando el claxon estrepitosamente. Las mujeres han formado un corrillo alborotador en torno al establecimiento ambulante. Un anciano toma asiento a mi lado sobre el poyo de la o1ma. El anciano está silencioso, se ha puesto a pensar como en místico recogimiento, con las manos y la frente rugosa apoyadas en la empuñadura de su garrota.
- Buen olmo, ¿verdad usted?
El anciano contesta un poco sobresaltado. No esperaba que el fo­rastero pudiera sentir curiosidad por entrar en conversación con su persona, condenada, como la de casi todos los viejos, a la soledad.
- ¿Cómo decía?
- Nada importante. Le decía que tienen un buen olmo en la plaza.
- ¿Éste? ¡Nada, si está medio seco!
- Ya lo veo; pero me refería al tronco.
- Pero eso es porque aquí ha tenido siempre el agua cerca. Antes pasaba la reguera por toda esta parte de la plaza, Ya ve si habrá estado alguna vez falto de riego. Al hijo de quien lo plantó lo llegué yo a conocer. Se llamaba Benito Poveda.
- Oiga: ¿De quien es esa Casona tan elegante?
- Le gusta, ¿verdad? Es la mejor que hay en el pueblo. Era de un abogado. Pertenece a una familia que reside en Magán de Toledo. En el pueblo le decimos la Casa de las Señoritas.
Pronto fueron acudiendo más hombres al corrillo de la plaza. Los jubilados de Chillarán me hablaron del julepe, de la sequía y de que, tiempo atrás, robaron en el banco. El abuelo Mauricio dice que los ladrones se lo sabían todo muy bien, que no debían ser de muy lejos. Eugenio Bretín hubo de prestar declaración delante los guardias.
- Yo, poca cosa pude decir. Que vi a uno metido en el coche y na­da más. Luego cogieron a lo do chico del banco y creo que los ataron fuera del pueblo para que no hablasen. No sé si se llevaron un millón de pesetas que traían para pagar.
- Veo que tienen una huerta estupenda.
- Sí, pero como no baja agua, qué hacemos. Hay muchas nogueras y manzanos, granados también hay, y cogemos bastante miel.
- Pues este año dicen que llevó buen precio.
- Se vende a lo que nos la quieren pagar. Al pormayor anda la co­sa por las 170 pesetas el kilo, pero, al que quiere llevarse un quilo o dos para su consumo, a ese le cuesta 300. La vida aquí está cara.
Los hombres de la plaza me dicen que para ver el pueblo bien de­bo tirar por la calle Mayor y subirme después por cualquier calle­jón hacia la iglesia. La vía más importante del pueblo tiene una so­la acera, la de la derecha aguas abajo. En la otra están los fruta­les y las huertas de la Reguera.
Don Mariano Fernández, carpintero jubilado, portero en Madrid du­rante media vida, artista autodidacta, se entretiene con unas made­ras en el portal de su casa, trabajando entre sol y sombra. Don Mariano Fernández Mazarío, ataviado de mono azul, boina en medio uso, lentes alzadas con un cordón sobre la frente y barbas de cinco días, vive semirecluido en su casa de Chillarón del Rey con todas las prer­rogativas, la sal y la gracia de un viejo hidalgo alcarreño. El diá­logo con don Mariano es amable, íntimo, lleno de contenido.
-¿Usted ha oído alguna vez el apellido Mazarío?
- Sí señor, y tengo algunos amigos que lo llevan. Si no me equivoco pro­viene de Cereceda.
- Eso es. Aunque haya quien afirme que su origen está en Cifuentes, pero no es verdad. El verdadero linaje de los Mazarío tiene la raíz en Cereceda, salvo mejor opinión, naturalmente.
- Por lo que veo es usted el carpintero del pueblo ¿no?
- Lo fui, lo fui. Ya hace mucho tiempo de aquello. Mi padre inten­tó sujetarme en el campo, pero no lo consiguió. A mí lo que me tira­ba era la cosa artesanal. Luego me junté con un hermano de mi señora que era carpintero, me daba envidia su oficio, y, al final me rebe­lé contra el arado, me di a la carpintería y de ella hemos ido vi­viendo. Ahora nada; dos cositas para casa y pare usted de contar.
- ¿No será obra suya la barandilla de la escalera?
- Sí señor, si que lo es; y la puerta, y aquel marco del comedor, y muchas cosas más que hay por ahí guardadas, y otras que vendí. La columna de la escalera se me ha llevado casi un mes. Todo a base de manos y de paciencia.
- Lo que quiere decir que estoy hablando con un auténtico profesional del arte, con un artista, ¡vaya!
Nada de eso. En este mundo nunca se logra ser profesional. Jamás se ha conseguido descubrir todo en el arte. Yo, aquí donde me ve, he llorado cuando tenia dieciocho años porque no conseguía hacer las cosas bien. Ahora que sé los secretos del oficio, resulta que ya soy viejo. Me moriré con el pesar de no haber dejado en el mundo una obra admirable, como la de Salzillo, por ejemplo.
- Me estoy fijando en el capitel de la escalera. Eso es orden co­rintio puro. Requerirá mucha paciencia, digo yo.
- Mucha paciencia, sí señor, y mucho amor al arte. A mí me ha gus­tado mucho el arte, y la historia también, sobre todo la época de los Reyes Católicos, del Imperio, de los Austrias. Con todo lo que viene después no tengo nada en contra, pero no me gusta.
Don Mariano conserva en la estantería de su comedor muchos li­bros sobre distintas temas. Con más de un siglo en sus lomos de piel allí está la "Enciclopedia Moderna" de treinta y cuatro tomos, editada en Madrid en 1852, y el “Espasa" reducido, y libros sueltos de novela, de ensayo, de poesía.
- ¿Y éste que tiene aquí como más nuevo?
- Ese es de un tal Serrano Belinchón, que anda por ahí por los pueblos de Guadalajara contando cosas. A mí, el que con más cariño conservo es este que se titula "Glorias Nacionales", heredado de la familia de mi mujer. Lo he leído mucho y por eso está tan deteriorado. He di­cho que lo voy a encuadernar, pero que, entre unas cosas y otras, nunca llega el día.
- La calle más antigua de Chillarón se llama la Calle Nueva. Por los huertecillos de la Pila están los almendros en flor. Un grupo de mujeres toman el sol en la Calle Nueva. La iglesia es un monu­mento enorme, cuyas paredes, rajadas en vertical, sostienen varios contrafuertes de piedra dieciochesca. La iglesia está situada al pie del cerro del Cimajo, frente por frente con el antiguo camino de Mantiel, en lo más alto de la zona habitada. En lugar preferen­te de la portada renacentista hay un azulejo que dice: "Parroquia de Nª Sª de los Huertos".
El atrio es un soberbio mirador sobre las tierras que deberían cubrir las aguas del embalse. No muy lejos se alcanzan a ver, a caballo sobre sendas atalayas, las casas de El Olivar y de Alocén, vigías permanentes sobre esta Alcarria con vocación marinera. En alguna hondonada del paraje se reflejan como espejos las aguas del pantano.
Bajo hasta el pueblo por la senda de las Eras Altas. Un sapo anda desorientado entre la hierba buscando humedad. A uno y otro lado escombros y casas abandonadas. La plaza ya es otra cosa. Junto al tronco de la olma hay un anciano sentado, silencioso, pensando como en místico recogimiento, con la frente rugosa y las manos apoyadas en la empuñadura de su garrota.

(N.A. Abril, 1983)

CHILOECHES


Salir a Chiloeches es apartarse poco más de los contornos que en­marcan a la capital. No conocía yo el pueblo, pero después de haberlo visto, recorrido algunas de sus calles y rincones, y conversado amiga­blemente con una pequeña parte de los más de mil habitantes que allí hay, uno se siente satisfecho y contento a la vez. Tengo la impresión de que aquél es un pueblo completo en cuerpo y espíritu; un pueblo de los que, sin despreciar a nadie, merece tratamiento especial.
El bloque de viviendas recién terminadas con que nos recibe a la entrada habla muy claro de que Chiloeches no es un pueblo de los que perdieron el tren de la vida actual, ni muchísimo menos. Su calle Mayor, que viene a ser una exhibición de variedad y de tipismo donde queda de manifiesto el buen gusto de la gente, es la misma carretera que nos llevó desde Guadalajara y que sigue adelante, camino de Pioz, hasta llegar a tierras de Mondéjar.
En la calle Mayor está casi todo: la farmacia, la iglesia, el frontón de pelota, los bares, el Ayuntamiento, las escuelas con el encanto de su balcón corredizo hecho de madera trabajada, un taller de herrería y varias tiendas; aparte de otros muchos establecimientos que aparecen diseminados por distintas calles. A la salida del pueblo la bella estampa de su ermita de la Soledad, que sirve para guardar durante el año los pasos procesionales. Las calles que bajan hasta la carretera desde lo que aquí dicen la Fuente Santa tienen un ligero sabor andaluz o ibi­cenco y están meticulosamente atendidas y limpias. Entre dos de ellas queda el Ayuntamiento, un edificio que llama la atención por su mezcla de formas y de maderas, de galerías y de columnas, recordando un poco las viviendas de recreo a campo abierto y otro poco los legendarios ranchos americanos. Sobre la madera antigua de su armadura, una placa hace saber a quien lo ignore que el pueblo fue en 1971 premio provincial de embellecimiento.
El jardinillo de Los Caídos es un romántico y bello rincón de Chi­loeches, donde, en el chorro abundante de su fuente, llena unos cubos de agua don Francisco Cortés.
-¿Cómo no le han puesto un grifo?
-En esta fuente ha habido grifos de todas clases, pero los rompen.
-Está fresca, ¿verdad?
-Esta agua es buena. Los depósitos están allá, detrás del pueblo.
-¿Cómo se llama ese cerro?
-Ese se llama San Roque, y el otro, La Peñalba. Ahí hubo una fábrica de yeso en una cueva muy grande; y en esa cueva se metía la gente del pueblo a dormir durante la guerra.
-¿Le gusta a usted recordar los viejos tiempos?
- ¡Si, hombre! Sobre todo, la romería a San Marcos, que todavía se hace. San Marcos está a cuatro kilómetros de aquí y allí se va en grupos de familia o de amigos cuando es su fiesta. Se hace procesión con el santo, se bendicen los campos, la gente come por allí y luego se hace baile. Hay cinco o seis casas con su ermita y todo. Yo me acuerdo de que, antiguamente, los mozos de mulas nos juntábamos allí a comer al mediodía cuando íbamos a labrar cerca, y jugábamos a las cartas, a las chapas, al tango, y aunque no había dinero se pasaba muy bien.
-¿Ya no se hace eso?
-No, eso no. Ahora se hace la romería y nada más. Lo que tam­bién se sigue haciendo es la ronda de los mozos y de los casados para la fiesta de septiembre; unos, una noche, y los otros, otra. Se pasan toda la noche cantando de puerta en puerta y la gente les da una pro­pinilla, aunque sean las cuatro de la mañana. Ahora yo creo que buscan más la propina que el cantar. Se le dicen cosas a las mozas, a las ca­sadas, al señor cura, a todos.
-¿Y qué les dicen en la ronda?
-Yo no me acuerdo ya. Hace muchos años que uno dejó esas cosas, pero una copla me parece que dice:

Las manos del señor cura
merecían ,ser de plata
para recibir a Dios
cuando de los Cielos baja.

-¿Y a las mozas?
-A las mozas se les dicen otras cosas. Mire :

Eres chiquitita y mona
como grano de cebada,
lo que tienes de pequeña
lo tienes de resalada.

El interior de la iglesia de Chiloeches es hoy uno de los más aco­gedores que uno conoce. Con donativos voluntarios del pueblo ha con­seguido su párroco, don Alejandro, un templo digno de la misión que desempeña. En aquel momento ensayaba el grupo de jóvenes que inte­gran el coro parroquial, un grupo de veinte chavales que, con su em­peño y buena voluntad, han conseguido agradar al público en sus actua­ciones.
-Sí. A la gente le gusta el coro, pero al principio impresionaba más.
Lo dijo Aurita, la mayor del grupo, que toca la guitarra y es, de alguna manera, la responsable de lo que son y de lo que hacen. Aurita Cascajero es la única autoridad con que me encontré en Chiloeches. Tiene 22 años y es concejal del Ayuntamiento.
-Sólo nos vemos los fines de semana, cuando venimos, y entonces aprovechamos para ensayar. Tenemos una guitarra, una batería y un armonio.
- ¿Cómo nació el grupo?
-Nació como consecuencia de un ensayo de villancicos que hici­mos en la Navidad de hace dos años. Luego salimos de ronda y aquí estamos.
-¿Con qué ingresos contáis?
-Con ninguno. Una vez hicimos un baile y vendíamos pinchos de tortilla, alfileres, algo que nos dan en las bodas, y con eso compramos la guitarra. Lo que nos sobró lo dimos como donativo a la parroquia.
-¿Tenéis mucho repertorio?
-Sí. Yo creo que demasiado. Tocamos de oído, claro, y los instru­mentos no los manejamos mal. Yo creo que el tener mucho repertorio nos llega a perjudicar, pues no tenemos tiempo de ensayar las canciones antiguas ya veces se olvidan.
En la puerta de la iglesia encontré a doña Anunciación Herranz, que iba de compra. Es madre de don Alejandro y de don Gregorio, curas de Chiloeches y de Iriepal, respectivamente. Tiene alrededor de los se­tenta y le gusta coleccionar cosas.
-¿Qué colecciona usted?
-Yo colecciono de todo: sellos, llaveros, calendarios de bolsillo, cajas de cerillas y vitolas.
-¿Y lo lleva usted en serio?
-Bueno; en serio, sí, pero no me puedo dedicar mucho a eso. Tengo más de 3.000 sellos, unos 350 llaveros y vitolas también bastantes. Lo que menso tengo son calendarios; de esos tendré sólo una cuarentena. También tengo cartas de enamorados de primeros de siglo con su sello, y postales antiguas. Unas cosas que me las dan, otras que doy y otras que cambio, así las voy juntando.
En pocos minutos, la puerta de la iglesia se llenó de gente vestida de fiesta: había boda. Los novios de Chiloeches prefieren casarse en su pueblo con los suyos y entre los suyos, sin más aparato ni pompa que lo que las cosas requieren. También en esto, aunque no venga a cuento, creo que compartimos su criterio como una idea que merece la pena imitar.

(N.A. Mayo, 1980)

CHERA


El viaje no se inició precisamente en Chera, sino en la villa madre de Prados Redondos, a media legua, más o menos, del escaso lugarejo molinés que hoy nos hemos propuesto visitar. ­Era casualmente el día grande para los de Prados Redondos, el de la fiesta local de la Santa Espina, y; para el viajero también, que en su día ni si quiera pudo ver y hoy, por gracia del azar, ha tenido ocasión de venerar devotamente, como uno más del pueblo fiel, escondi­da en su delicado relicario de la parroquia, una de las Sagradas Espinas de la corona de Cristo.
Luego de haber tomado café en casa del alcalde -veinte años tiene hoy el alcalde de Prados-, don José Ignacio y Ángel Sanz, cura y secretario respectivamente, jóvenes igualmente ambos, se vinieron conmigo hasta el pueblo vecino como guías y como compañeros de viaje. Ángel Sanz me contó antes de salir que era hijo de Chera, y que en pequeño se trataba de un pueblo muy bonito. Pronto pude comprobar por mí mismo que todo era verdad.
Llegamos a la Plaza Mayor con una tarde soleada de preverano. La plaza, es limpia y espaciosa, cementada debidamente y con la magna mo­le de la iglesia a las puestas del sol dándole carácter y elegancia.
- Es lo mejor que tiene el pueblo por cuanto al aspecto urbano. Luego, los alrededores son especiales. Por las choperas que hay de­trás baja el río Gallo.
- ¿La población es de suponer que escasa ¿no es así, Ángel?
- Muy poca, claro. De hecho unas treinta personas.
Nos salimos enseguida por detrás del ábside, buscando el brillo de la tarde y el encanto de la ribera por donde el secretario, y Emilio, un chaval joven que encontramos en la plaza, nos prefirieron llevar. Al pronto que se sale se da uno cuenta de que el pueblo es chi­quitín y, por si fuera poco, repartido en tres barrios diferentes: la Plaza que acabamos de ver, el barrio Alto por detrás y el barrio del Marqués al otro lado del río.
El Gallo atraviesa Chera lavando las raíces de los chopos por mi­tad de una veguilla romántica, de yerbazales y pradera, que ocupa la base izquierda del cerrillo peñascoso del Sombrajo. Hay un momento en el que tenemos que atravesar el río saltando de piedra en piedra, a riesgo de caer a la corriente en cualquier movimiento falso. Konak, el perrazo de Angel, enrazado con pastor alemán, nos precede por el campo a todas partes. Me cuentan mis acompañantes que el río Gallo nace cien metros más arriba de donde ahora estamos, y me despistan, pues yo tengo idea cierta de haberme chocado con su cauce en más de una ocasión muy próximo a la Sierra de Albarracín, a la altura de Motos y de Alustante donde aseguran que nace en Orihuela del Tremedal, veinticinco o treinta kilómetros de aquí, cal­culando en línea recta.
- Exactamente -se me aclara. En realidad nace por la parte de Orihuela, pero según viene, hay un momento en el que desaparece y vuelve a salir ahí adelante, debajo de unas rocas.
El barrio del Marqués viene a caer a dos minutos o cuatro de camino a pie. Aún se conservan, aparte de alguna casa en la que todavía vive la gente, los pajares derruidos y las eras de pan trillar de los trabajadores que estuvieron en su tiempo al servicio del marqués de Santa Coloma, dueño al parecer de una considerable porción de tierra en aquella zona. Como reliquia de su paso, aún quedan los muros destartalados de la casa solar con sendos arcos de época, uno en ojiva, y la piedra clave para un escudo de armas que no se llegó a esculpir. Isaac nos mira plácidamente sentado sobre las peñas de las eras, mientras que el ganado mordisquea a su alrededor los rebrotes de hierba ­tierna. Abajo, manso y en calma, es protagonista el río.
- Mira, a ese peñasco gordo le decimos el Pozo Bernardino. Por de­bajo sale al Gallo la mayor parte del agua, y la que no, va saliendo en este trozo de arriba.
- Lo que no se ven, a pesar de lo clara que está el agua, son peces.
- El agua es potable, se puede beber. No hay peces porque se seco el año pasado y se murieron. Confiamos en que venga una riada y sal­te la pesca desde más abajo. Si no, habrá que repoblar o hacer algo.
- Mucha hierba en el cauce, ¿verdad? Los cangrejos, abundarían antes por aquí.
- Ya lo creo. Es mejor no decirlo, pero en este trozo donde estamos, a mano hubo quien se llevó quince kilos en un día. y con retel, pesca segura siempre. Se descastaron y no se ha vuelto a ver ni uno.
Boda la zona ribereña que los nativos llaman La Noguera, ya casi en extramuros, es de las que permanecen en la memoria del viajero por mucho tiempo. La intensa y fresquísima sombra del verano, las lomeras rocosas que la encajan, la pureza ambiental que uno pre­siente armonizada por la brisa pinariega de las sierras de Aragón, y tantos alicientes más, deben mantener a los cheranos y a los que aquí acuden cuando llega el momento, como trasladados en los brazos gigantescos de la madre Naturaleza a un paraíso ideal, lejos, muy lejos de este nuestro de las computadoras y de los asfal­tos en el que nos afanamos y nos movemos, só1o por sobrevivir. Konak, que se las sabe todas, se chapuza al tres por dos en las aguas vírgenes de la poza. Cuando se le lanza un palo, el perro se arroja en plancha y lo trae a nado entre las dientes.
- Pues aquí, en estas sombras, hacemos la chuletada de la vaquilla el día de la fiesta. Nadie sabe cómo se está aquí entre los chopos a mediados de agosto.
- ¿Celebráis, San Roque?
- No. La patrona es la Purísima, pero como el tiempo no está en diciembre para andarse con bromas, la hemos tenido que trasladar al 15 de agosto. No hay comparación. Se trae una vaquilla y luego nos la comemos aquí en la pradera.
Por el Barrio Alto se ven algunas que otras construcciones que delatan añosos abolengos de gentes de pro, tan de acuerdo con las formas ancestrales del vivir en las aldeas y en las villas del Señorío. Como perdidas en el contraluz se divisan hacia el suroeste las casas de Prados Redondos, al amparo de su torre con chapitel metálico. A nuestra mano llama la atención el campo de la vega; tierra lisa, mullida y ocre, que pide a gritos en la barbechera el milagro de la semilla para germinar y dar fruto.
- La tierra no puede ser mejor. Lo malo que tenemos es la temperatura. Los hielos es raro el año que no nos hacen alguna mala faena.
Luego me refieren que en las inmediaciones de Chera hay abundan­tes yacimientos arqueológicos, lo que pone de relieve la aceptable condición de la comarca y preferencia para los hombres de muy lejanas civilizaciones, que dejaron en estos bajos molineses la señal de su paso.
Se vislumbra solitaria a la caída la ermita de la Soledad, pe­gada al cementerio. Mis amigos me cuentan que en su interior hay óleos muy deteriorados donde se ven pinturas de ángeles y arcángeles casi irreconocibles.
- Pues cuando la hicieron, cuenta la gente que hubo un concejo en el que se acordó bajar a poner la primera piedra, pero sin concretar día ni hora. Pues según los viejos, a la mañana siguiente, como si se hubieran puesto de acuerdo, se presentó todo el pueblo en el mismo sitio para empezar las obras.
La opinión a simple vista parece demasiado alegre y en consecuencia poco exacta, pero no han faltado investigadores que aseguran que el conquistador de Méjico, Hernán Cortés, había nacido en Chera, o por 1o menos aquí estaba la cuna de sus antepasados. La tradición, y al parecer también los documentos, afirman que era extremeño de Medellín, pero lo que sí parece indiscutible es que su árbol genealógico tenía raíces clavadas en las parameras molinesas, por lo menos una rama de la familia de Hernán Cortés.
Nos invita don José Ignacio a visitar la iglesia. Un templo no dema­siado grande, contando siempre con las necesidades del vecindario que pudo tener su momento álgido allá por los años cuarenta, antes de que apareciera el fantasma de la despoblación. La iglesia está limpia y acogedora. Tiene una sola nave con crucero y un retablo mayor que preside una vieja imagen de la Inmaculada. Los retablos laterales están dedicados a la Virgen de las Candelas y a San Antonio de Padua. Perfecta la cúpula en hemisferio y destacable el orden y el cuidado con que las gentes de Chera atienden su patrimonio común, al lado siempre de su joven sacerdote encargado de la parroquia. Apoyados sobre el barandal del coro, descansan en un rincón los mástiles de los pendones pro­cesionales que, como tantos instrumentos más asidos a la costumbre, esperan empolvados, lo mismo que el arpa del poeta, la mano amiga que los vuelva a despertar.
En la plaza me encuentro al salir con unos cuantos señores del pueblo. La noticia ha cundido enseguida y la gente se salió al sol a ver lo que pasa.
- Pues este pueblo tiene historia, ya ve usted -me dice el Tío Narciso-. En la casa del Marqués es donde ponían los moros las ametralladoras, y zumbaban para toda esa parte de abajo.
- ¿Ya tenían ametralladoras los moros de Chera?
- ¡Hombre que si tenían! El Marqués era el dueño del pueblo. Entonces se vivía de otra manera.
- Ya, pero la casa del Marqués es posterior a los moros. ¿Cómo es posible que se pusieran a zumbar desde ella?
- Ah, yo de eso no entiendo; pero lo que le digo es verdad.
Y es que la cosa es así de sencilla, no tiene vuelta de hoja. Para los ancianos de los pueblos, salvo alguna excepci6n, la Historia de España se divide en tres épocas bien definidas: de la Guerra a acá; de cuando el Rey y lo de Cuba; y de cuando los moros, que comprende des­de finales del diecinueve y llega hasta Túbal, nieto de Noé, que según hemos leído en alguna parte fue el primer hombre que pisó tierra española. Lo de los celtas, romanos, visigodos y demás, son diferentes periodos de la misma era que lo único que vienen a aportar son confusiones y ganas de complicar la cosa. ¡Ahí queda eso!
Estancia grata en Chera, qué decir. La variopinta realidad de las tierras molinesas tiene la singular particularidad de hacer feliz a quien llega a ellas, aunque sea, como en mi caso, para escudriñar en sus interioridades. ¿Gozarán de la paz de estos agónicos lugarejos los que vengan detrás de nosotros, dentro de medio siglo pongamos por caso? Es una pregunta que me hago con frecuencia, y para la que soy incapaz de encontrar una contestación razonable. Sería una pena.
(N.A. Junio, 1985)