martes, 31 de marzo de 2009

FUENTELSAZ


Unos apicultores que andaban faenando con cuadros nuevos de colmenas por las afueras de Milmarcos me dijeron que, para llegar a Fuentelsaz había que coger la carretera de Molina que pasa poco más abajo con dirección al Monasterio de Piedra. Guadalajara y Castilla se funden con Aragón en estas latitudes revestidas con el ropaje rudo, pedregoso, frío de las parameras; y uno, que siente au­téntica devoción por estas tierras inhóspitas, pasa lento, comiéndose la soledad con los ojos desde la ventanilla del automóvil, sintiendo porracear en su ánimo, cansado de tanto viaje, el estruendo de todo aquel silencio, respirando el aroma sin olor, de los aliagares, de las marañas que crecen entre los cantos del cerro baldío.
Fuentelsaz, salvado el desvío, acabará asomando encajado en el hoyo. Quedan a mi derecha sobre el roquedal las escasas ruinas de un castillo que miran, campo abierto, a las zaragozanas tierras del noreste, puestas como a perderse de vista allá muy lejos. En el pueblo, las tapias de un convento o palacio, del que tan sólo quedan en pie los cuatro muros que lo rodean, me van aproximando hasta una plaza en la que hay tres olmos desramados, muy viejos, con brotes de verdín como cabeza por encima de los troncos ásperos y despropor­cionados.
Sin salir de esta plazuela a la que acabamos de arribar vemos algunas casonas antiguas, solares viejos de familias hidalgas de las que perdura su recuerdo en piedra heráldica que atravesó el umbral de los siglos. Uno se da cuenta de que estaba equivocado, de que Fuentelsaz no es, ni mucho menos, un caserío subsidiario de la villa vecina de Milmarcos, sino que, muy por el contrario, es semejante a él en grandiosidad, en recuerdos importantes del pasado, en nobleza, y superior en población al menos por estos días. Fuentelsaz –bien mereció la pena viajar desde tan lejos- fue un descubrimiento cuya primera impresión todavía se ha borrado de mi memoria.
Una calle en cuesta me sube hasta la explanada de la iglesia. La calle es una bella exposición de herrajes hermosos, de forjas artísticas que adornan y cubren los ventanales de mansiones señoriales, donde al parecer nadie vive. En la casona solar de los Gálvez luce el emblema familiar sobre la fachada. Palacete en el que debieron de nacer insignes hombres de leyes, notables consejeros de Castilla, obispos de la Iglesia y oidores del Reino. Fuentelsaz es cuna venerable de grandes hombres, cuya presencia perdura a través de los siglos en infinidad de detalles, muy patentes aún en aquel escondido rincón de la paramera.
El señor Isidoro habla con acento aragonés. El señor Isidoro baja apoyando su cuerpo en un bastón y guiando una curiosa carretilla de lanza con la mano libre. Él parece de la opinión de que la casa de los Gálvez apenas si tiene importancia, y que el pueblo ganaría más con otra moderna de ladrillo visto, buenas escaleras al aire libre, y flores, y toldos y jardín.
- Esa casa es de las de antes. Ahora las hacen mejor. ¿No ha visto las que hay por allá abajo? A éstas ya no les hacemos caso.
- Pues tiene todo el aspecto de ser un palacio antiguo, ya ve.
- No señor. No era más que casa. Los dueños que vivieron ahí no eran muy ricos, eran gentes corrientes.
- Pero yo me refiero a cuando la hicieron, a sus primeros dueños.
- A esos no los conoció nadie.
El señor Isidoro es un hombre muy simpático. Volvería a verlo después caminando con su garrota por la plaza, buscando como un chiquillo a sus compañeros de guiñote, ritual para la sobremesa que siguen como una liturgia los hombres del Señorío.
La sencilla portada de la iglesia tiene sobre el arco un escudo pontificio colocado en 1854, tal vez por ser San Pedro el titular de la parroquia. En los bajos de la cornisa, que en la iglesia de Fuentelsaz sirve de alero, hay inscritas fechas referentes al año 1600 y posteriores. Debajo, ya sobre el muro, maltrechos por el tiempo, descascarillados algunos y desaparecidos los demás, se ven hasta catorce vítores con leyendas alusivas a otros tantos hijos ilustres, que consiguieron alcanzar la licenciatura o graduación en sus tiempos y lograrían después puestos de elevadísimo rango en la España de hace dos o tres centurias.
La iglesia está abierta, sola. La iglesia es oscura y muy silenciosa; tiene tres naves, dos de ellas distribuidas en pequeñas capillas con retablos barrocos muy bien conservados. Atrás, sobre el muro frontal del coro, quedan mudos los tubos del viejo órgano parroquial que sonó solemne en todos los ceremoniales de otro tiempo. Destaca la capilla de don Juan Domínguez, fundador del colegio de San Martín de Sigüenza e hijo de Fuentelsaz. En el silencio sepulcral de la iglesia, donde uno no recibe otra sensación que tenue luz de la lamparilla del Santísimo y el acompasado tic-tac del reloj de péndulo. Los arcos románicos del pequeño ábside son un pretexto de fondo para la imagen de San pascual Bailón, patrón del pueblo, dispuesta en un templete muy bonito, al lado del presbiterio. La iglesia de Fuentelsaz conserva el regusto místico de los viejos templos en los que todo invita a rezar, y la limpieza y el orden de las cosas que se cuidan con responsabilidad y con mimo.
A Pablo Bernal, el joven alcalde que hasta hace sólo unos días tuvo Fuentelsaz, lo crucé junto a la fuente barroca de la plaza. Pablo Bernal une a su juventud una cordialidad abierta, muy corriente en las tierras molinesas, que el forastero agradece y hace constar por razón de justicia. Con Pablo uno se siente arropado, como amparado allá tan lejos. Ahora el quehacer informativo se reduce tan sólo a escuchar y a dejarse conducir de su acompañante por algunos de los rincones de Fuentelsaz que todavía no conoce. Primero a la piscina de la Sociedad Deportiva, instalada en el paraje lindero de la Carnijosa. Un acierto cuyo ejemplo debería cundir.
- En verano la piscina es la mitad de la vida del pueblo para la gente joven. Ahora la tenemos vacía por la cosa de los hielos. Ahí abajo tenemos la ermita de la Soledad, y otra más pequeña ahí más cerca que es la de San Roque.
- Dijiste que la población se ha ido manteniendo.
- Se fue mucha gente al principio; pero en comparación con otros pueblos aquí somos muchos. Aún somos 162 personas, y lo que es mejor, que somos en el pueblo quince matrimonios jóvenes. Aquí siempre hay niños. Hasta el quinto curso tenemos quince chicos en la escuela. Este año se han celebrado tres bodas. Fuentelsaz no es lo que era, pero yo creo que bajar no bajará más; en todo caso lo contrario.
- ¿De qué se vive? Supongo que será del campo, como en todos los pueblos.
- Sí, del campo, aunque no del todo. El terreno no es muy bueno por aquí y tenemos que ayudarnos con la ganadería para poder vivir. La gente de Fuentelsaz es muy emprendedora, no tiene miedo a nada. Antiguamente se vivía casi del esquileo y de los trabajos que se hacían con la lana. Los esquiladores Fuentelsaz, igual que los de Milmarcos, eran muy famosos por ahí; además, en este pueblo se tejía la lana, se hacían mantas, cobertores y muchas cosas más, que todavía se conservan algunas.
- Lo que quiere decir que también se habló en migaña.
- El origen de la migaña está en Fuentelsaz. Luego se extendió a Milmarcos por al cosa de los esquiladores; pero nació aquí.
- ¿Hay aún quien hable en migaña?
- No; la gente mayor lo sabe, y de cuando en cuando se le va alguna frase en migaña, pero no se usa. Los chicos ni siquiera la conocen. Yo creo que su destino es desaparecer.
- Pues no dejaría de ser una pena, ya ves. Pienso que os deberíais mover un poquito por salvarla, que al fin y al cabo es una riqueza vuestra.
- Pues sí; pero como la vida ha cambiado tanto, seguro que no se va a emplear más como necesidad. Los de Milmarcos han hecho un diccionario de migaña, poco auténtico, que nos e ajusta mucho a la realidad; con palabras cogidas, creo yo, de otros idiomas que ni siquiera los viejos conocen. Pienso que eso del diccionario no sea una solución para que la migaña subsista.
Con Miguel Ángel Arteaga hablé de la historia de Fuentelsaz, de sus hijos insignes, alguno de ellos, según me dijo, llegó a ser virrey de las Indias; así como de que soldados prisioneros en el castillo fueron los primeros pobladores de la villa en sus orígenes.
Luego pasamos al teleclub, algo así como la mezquita para el juego de las cartas, donde los hombres ponen en pleito cada tarde la taza de café en partidas de guiñote memorables a las que suele seguir, siempre que las obligaciones no sean un impedimento, otras de tute, en las que el dinero contante y sonante es el motivo principal del litigio.
- Nadie sabe lo bien que se lo pasan aquí. Al final, el que más gana yéndole las cosas bien, o más pierde yéndole mal, son cincuenta pesetas. Parta la gente mayor es esto su vida.
En el pequeño casino de Fuentelsaz hay una pintura mural que representa a la plaza, un mostrador ordenado y limpio, unas estanterías nutridas, y una chica joven, Mari Celi, que sirve con prontitud.
Me habló Pablo, junto a la humeante tacita de café, de que las fiestas de San Pascual tienen mucha importancia para el pueblo; que son muy íntimas, sin afluencia de forasteros apenas, y que la gente se vuelca en donativos.
- Sí; un año con otro se vendrán sacando por encima de las doscientas mil pesetas en ofrendas. Es una fiesta muy nuestra que no ha perdido interés.
- ¿En qué día la celebráis?
- El 17 de mayo, su fecha de siempre. También el día 8 de mayo se hace una romería a la ermita de San Miguel. Antes se hacía con caballerías, pero como ahora no hay, vamos andando o en coche. En esa romería tenemos la costumbre de mantear al alcalde y al cura todos los años, y a los forasteros también.
- ¡Caramba! ¿Y no protesta nadie?
- No; se toma con buen humor. Si alguno tiene problemas de salud o es una persona mayor, entonces no se le mantea.
Aún nos queda casi toda la tarde por delante. Los tractores de Fuentelsaz se van al campo cuando yo salgo, y los perros se mueren de aburrimiento en las esquinas. El regreso es prolongado por cuanto al tiempo, pero ameno y gozoso al leer en los empalmes de las carreteras molinesas nombres de pueblos que uno conoce y en los que tiene amigos a los que le gustaría volver a abrazar. Por las inmediaciones de Labros, el pueblo en la solana, un aguilucho dibuja círculos suaves en el azul de la tarde limpia en el páramo.

(N.A. Junio, 1983)

FUENTELENCINA


El chapitel afilado y con color de plomo de la torre de Fuentelencina se deja ver sobre las tierras llanas de la Alcarria desde la carretera de los pantanos. El pueblo queda próximo, a cuatro pasos por el ramal de carretera que parte hacia Pastrana. Fuentelencina es un pueblo antiguo, enganchado con fuerza al convoy de la vida moderna. La elegancia y lumi­nosidad de la Plaza Mayor, la gracia de sus calles soportala­das, nos traen a la memoria aquella España nebulosa del siglo XVI, la España de los Austrias y de los grandes autores del Siglo de Oro, que prefirieron como escenario para tantas de sus obras escritas villas como ésta. El edificio consistorial, reedificado hace tres o cuatro décadas como fondo a la Plaza Mayor, con materiales, medidas y formas meticulosamente igua­les a las que tuvo antes, realza la imagen cinco veces cente­naria del pueblo. Una fuente octogonal en mitad, sustituta de la anterior, llena parte de los espacios libres y agracia el conjunto.
En Fuentelencina rezan a San Agustín como Patrón del pueblo. Las buenas gentes del lugar hablan de los infinitos beneficios recibidos por el vecindario gracias a la interven­ción sobrenatural del que en vida fuera obispo de Hipona, sobre todo en graves períodos de peste y otras epide­mias de las que el pueblo se vio libre de forma milagrosa. Hoy lo celebran invitando a chocolate y a carne de vaca a todo el que pasa por allí durante las fiestas patronales del mes de agos­to. Carne de vaca de las reses que torean en sus famosos y animados festejos anuales; pues bien lo saben los habitantes de la comarca, que habida cuenta de la gran afición a los toros que caracteriza a los pueblos de la Alcarria, Fuentelen­cina es como una excepción sobre todos los demás; el público se pone nervioso meses antes si por cualquier causa se llega a correr el rumor de que no habrá toros durante la fiesta; es algo que en el pueblo no se concibe.
Por cualquier de estas antiguas calles de Fuentelencina pudo nacer el 31 de marzo de 1563 la niña Lucía de Soria, Hija de Juan y de María, fundadora del movimiento de Esclavitud Mariana con el nombre en religión de Sor Inés de San Pablo, y cuyos restos mortales descansan en el convento de Franciscanas Concepcionistas de Santa Ursula de Alcalá, a la espera de su beatificación tantos años en proceso.
La Vega, tal y como se alcanza a ver desde los aledaños de la iglesia, es un refrigerio, una pincelada de color en medio de un campo austero y monótono. En el silencio de la mañana suben cañada arriba los rumores de la fuente renacen­tista, la raíz de todo un paraíso que continua arrojando, después de varias centurias de continuo manar, media docena de chorros copiosos, fresquísimos, por las bocas de otras tantas cabezas de león ahora irreconocibles por el desgaste. A su lado las obras aparentemente pretenciosas de una residencia para ancianos, a modo de hotel de lujo, que al decir de las gentes no se acaba nunca. Y más abajo, como una continuación a esta primera, la Vega Chica se abre paso campo abajo, plantada de huerta y de frutales, en busca del arroyo Arlés que le llevará más tarde a besar los pies de la Villa Ducal.
A media mañana de un día cualquiera de otoño, el pueblo de Fuentelencina se nota solitario. Junto a la ermita de la soledad, ya en las afueras, viene con dirección al pueblo un tractor voluminoso, uno de esos mastodontes de hierro y caucho pintados de colores chillones, que se encargan de que el campo produzca con el menor esfuerzo posible por parte de los hom­bres. Estos llanos de la Alcarria, en cuyo horizonte asienta Fuentelencina, son todo un juego variado de contrastes. Sobre la vega húmeda el ancho sequedal en donde crecen el trigo y el girasol; más adelante las encinas de oscura copa, los tomilla­res y las finas agujas del espliego, una de las especies a explotar en estos parajes y que está considerada, por la fuerza y calidad de sus aromas, como la más delicada y estima­ble de toda Europa.

(N.A. Abril, 1981)

lunes, 30 de marzo de 2009

FUENTELAHIGUERA DE ALBATAGES


FUENTELAHIGUERA

En Fuentelahiguera late el corazón de la Campiña. El pueblo en­contró acomodo sobre el altiplano de un alcor que sus primeros moradores se entretuvieron en minar de bodegas. Desde la boca de una de estas cuevas abandonadas, los campos que circundan a Fuente­lahiguera muestran a primera vista un espectáculo hostil. Fragosas laderas de chaparral y rebollo limitan al otro lado las tierras suaves de la veguilla, pórtico feraz, parajes de pan llevar culti­vados con la antigua sabiduría de los campesinos de Fuentelahiguera. Cruza, por el arroyo un rebaño cuyo tintineo de esquilas sube hasta el pueblo impulsado por el vientecillo de la tarde, un campanilleo agreste de manada en tropel. A la entrada queda la iglesia monumental, rectiforme, de ladrillos tres veces centenarios y torre cuadrada de la posterior centuria que, por encima de su esbeltez de guijarro y argamasa, corona un artístico campanario de piedra sillar donde anidan las aves.
En Fuentelahiguera mandan los tonos tierra del ladrillo de siglos que aquí fabricaron, del adobe campiñés de los corrales, de las te­jas rojipardas sobre sus casas bajas, distribuidas cuidadosamente en callejuelas uniformes, acogedoras, limpias, donde los viejos se acomodan al sol y corren desesperados los chiquillos en bicicleta.
El pueblo conserva todavía en añosas viviendas el recuerdo de familias acomodadas: aquí el sugestivo arco de ladrillo, allá, la reja artesanal, gloria y sudor de viejos herreros castellanos, acullá la filigrana, de un carillón decimonónico rematado por el clásico ga­llo de hojalata que baila a merced de los vientos. Espacio y luz, esta es la nota más característica de nuestro pueblo, muy ajeno en su forma y en su distribución a la rural estrechez de los lugares serranos, molineses o alcarreños.
Un rincón detrás de la iglesia se adorna con viejo instrumental pendiente de la pared pintada de blanco. Es un museo al aire libre de objetos recuperados que, por su originalidad, no deja de llamar la atención a quienes pasan por allí.
- ¿Le gusta?
- Pues sí que me gusta, ya ve usted.
- Pase dentro y mírelo tranquilamente. Seguro que sabe para qué se usaba en tiempos todo esto.
- Algunas cosas, sí. Menos esa rueda dentada, que puede haber sido de muchas cosas; lo demás creo que sí lo sé: un morillo de la lumbre, un candil, unas tijeras de esquilar, un hacha de podar olivos, una manivela de aventadora, un pujavante de herrar caballerías...
- Lo ha ido colocando mi hijo Salva, y resulta bien ¿verdad?
- Es curioso, sí señor. Pero la pared da para más cosas.
- Claro que da. Lo que pasa es que cuando crecen las dalias y todo esto de abajo lo tapan.
Don Seberiano Blas y doña María Jesús, el simpático matrimonio que vive en la casa a que nos hemos venido refiriendo, me quisieron acompañar hasta el atrio de la iglesia por la cara del ábside que mira al arroyo. Allí me explicaron cómo aquellas tierras de cultivo más próximas a nosotros se llaman de Las Lámparas porque, al pare­cer, fueron en su día propiedad de la iglesia, y la pequeña aporta­ción a renta de los vecinos iba destinada a aceites para las lám­paras y atenciones especiales del culto durante todo el año.
- Mire, yo siempre he oído decir a los viejos que desde aquella ladera de enfrente, por donde están los chaparros, había fábricas de ladrillos. Cuentan que, desde aquí donde estamos nosotros hasta la fá­brica, se ponian una fila de hombres y se iban pasando los ladrillos de mano en mano, para levantar toda la iglesia.
- Pues, aún tendría que haber unos cuantos hombres, ¿no cree?
- Y mujeres también se pondrían, digo yo. Eche la cuenta: trescientos metros de distancia, pues, qué menos que otros tantos hombres. Y el año que se hizo aquí lo tiene, mire.
Efectivamente. Varios ladrillos del muro, a nuestra misma altura, tienen marcada en crudo la fecha de su fabricaci6n: 1694; lo que no deja lugar a error por cuanto a la época de las obras se refiere. Fuentelahiguera es pueblo de horas tranquilas. Horas que hace tiempo dejó de contar el casi centenario reloj del ayuntamiento. El frescor de febrero contrasta con los tonos cálidos del atardecer re­flejados en las paredes blancas de sus calles. En la que aquí dicen del Cerro, hay un anciano sentado sobre una viga antiquísima de ma­dera. El anciano está solo, pensativo, con la cabeza apoyada ligera­mente sobre el bastón que sujeta entre las piernas. Me dice don Pa­blo Blas que, como la tarde siga así, tendrá que meterse en casa.
- A ver. No viene ninguno de los otros viejos al asiento, y es por que hace frío. El sol se ve que quiere hacer algo, pero puede más el aire.
- Mejor sería que lloviese un poco, ¿no le parece?
- Pues ya ve, aquí no hace mucha falta. Este terreno guarda bien la humedad. Seguro que por la parte esa de Marchamalo cambia la cosa.
- ¿Hasta donde llega la carretera?
- Esa se va hasta Viñuelas, El Cubillo, Uceda, y luego, si usted no la deja, lo lleve, hasta la parte de Torrelaguna.
En la misma calle del Cerro, frente a la carretera, muy cerca del tronco de madera donde los viejos se sientan a tomar el sol de la tarde, está la casa del médico. En Fuentelahiguera ejerce su profe­sión desde hace veintidos años el doctor Vaamonde, don Carlos. Per­sona suficientemente conocida y recordada en la provincia desde sus años de Presidente de la Diputaci6n. Me hubiera gustado encontrarlo en su casa, y tuve suerte, lo conseguí. Uno tiene, al margen de cualquier razón política que no viene al ca­so, cierta amistad con don Carlos, si bien, no recuerda haber mante­nido con él una conversación medianamente prolongada antes de esta visita casual a su propio pueblo.
- ¡Pasa, pasa! ¡Cualquiera te esperaba por aquí ahora!
El doctor Vaamonde me recibe en una habitación pequeña, muy orde­nada, repleta de libros, de fotografías de familia, de diplomas, en torno a una mesa camilla. El tema, naturalmente, se centra desde el principio en Fuentelahiguera.
- La gente es maravillosa. Después de veintidós años aquí, me doy cuenta de que mis relaciones con el pueblo van más allá de lo mera­mente profesional. No somos pueblo y funcionario, paciente y médico, no. El tiempo en compañía unos de otros nos ha hecho ser y tratarnos como amigos, a veces como familiares entrañables. Me han enseñado mucho. La gente aquí es una carga de humanidad, de ayuda mutua, y el hombre que sea como debe ser no tiene más remedio que entrar en el juego. Estoy muy a gusto, y, pese a haber adquirido unos derechos para conseguir una plaza aparentemente mejor, en un pueblo más gran­de, por ejemplo, prefiero quedarme aquí, no me quiero marchar.
- ¿Qué habitantes tiene hoy Fuentelahiguera?
- Es pequeño. De hecho habrá unos trescientos ochenta.
-¿Tiene el pueblo su enfermedad característica, que haya sido para el médico motivo de alguna que otra noche de vela?
- Ahora no. Es un pueblo muy sano, atento siempre a cualquier campaña sanitaria y muy limpio, como has podido ver. Aquí la gente vive muchos años. Pero, haciendo memoria, puedo decirte que, en otro tiem­po, me dieron mucho quehacer las fiebres de Malta y el carbunco, hoy erradicadas por completo a base de vacunas al ganado y cuidados especiales. No estará. por debajo de los doscientos casos de fiebres de­ Malta los que debo que haber atendido en este tiempo. Y, como detalle cu­rioso, siempre es grato decir que, durante mi estancia en Fuentelahi­guera, no se ha muerto ni un solo niño. Claro que, la proximidad a Guadalajara, sobre todo en materia de análisis, urgencias y demás, también nos sirve de mucho.
Cuando salí, el Tío Pablo se había marchado a casa. Se ve que ha­bía podido más el aire. Aunque se nota, por la afluencia de juventud sobre todo, la especial condición del fin de semana, el pueblo conti­núa tan tranquilo como cuando llegué. En realidad, sólo me resta una visita importante que no quisiera omitir: la insólita imagen del Santísimo Cristo de la Salud que, con todas las medidas de seguridad como custodia, se guarda en una capilla dentro de la iglesia.
No hay nada de interés, aparte del Cristo, en el monumental templo de Fuentelahiguera: un retablo lateral que tiene como mérito el ha­ber sido hecho por un sacerdote que se llamó don Apolinar, con tablas de cajón e instrumentos caseros, para sustituir al otro barroco que desapareció en la guerra; un presbiterio interesantísimo con cúpula de corte jesuita, y un artesonado sencillo sobre la nave que se conserva en condiciones aparentemente inmejorables.
El Cristo tiene unos setenta centímetros de longitud total y está hecho de marfil de una sola pieza. En su hornacina le han preparado un artístico juego de luces que, al cambiarlas, produce en quien lo mira una serie variadísima de impresiones conseguidas con la ilumina­ción. Dicen en Fuentelahiguera, y así consta en el librito donde vie­ne escrita la novena en su honor, que la imagen procede de América, que fue adquirida por un emigrante llamado Antequera y remitida a su pueblo -él murió antes de poder regresar- por medio de un francés que se la quedó para él. El galo enfermó gravemente, y prometió que si se curaba haría llegar la preciosa imagen a su destino. Curó, pero olvi­dó muy pronto la promesa. Volvió a enfermar de nuevo, con mayor gra­vedad que en la primera ocasión, y volvió a prometer. Al verse otra vez curado por mediación del Santísimo Cristo, lo trajo por fin al pueblo que le indicó el ya fallecido Antequera, y ahí está, recibiendo desde hace siglos el fervor y el homenaje de Fuentelahiguera, cu­ya festividad celebran desde entonces con especial júbilo el 14 de septiembre de cada año.
Hoy, el viajero conserva con cariño el recuerdo de su visita. Fuentelahiguera, aldea que debió de ser del desaparecido Albatages por el puente de Usanos, queda ahí, con toda una vida por delante, Pue­blo que vive bien con su trabajo y donde la gente se entiende bien, sin odiar a nadie, sin envidiar a nadie. Página abierta y punto de medi­tación para quienes, a escalas más altas y agarrados a otras riendas todavía más comprometidas, quieran aprender el bello arte de la convivencia.

(N.A. Marzo, 1983)

domingo, 29 de marzo de 2009

FUENSAVIÑÁN, LA


La Fuensaviñán, el pequeño pueblecito de agricultores que hoy nos ocupa, y La Torresaviñán, simpático lugar vecino y parejo al nuestro, lucen, pienso yo, tanto el uno como el otro, innecesariamente, el artículo que los precede. En cualquier caso, el problema en cuestión que no va más allá de lo estrictamente gramatical, deja de serlo en el instante mismo en que uno da con sus pies por aquella zona y oye, con la mayor naturalidad del mundo, cómo las gentes de aquí se limitan a decir, sencilla y llanamente, La Fuente y Le Torre, al referirse a ellos. En este breve trabajo, por otra parte homenaje de gratitud a las dos docenas de hombres y de mujeres que allí vi­ven, repartiéndose entre todos las ventajas y las desventajas que arrastra la soledad, prefiero hacer uso de la misma denominación que me enseñaron ellos, el nombre familiar que cariñosamente le dedican los nativos. En este momento, amigo lector, nos disponemos a entrar en La Fuente.
El caserío queda escondido tras una espesa hilera de árboles. Los olmos y las choperas de los huertos forman una cortina umbrosa, de un verde intensísimo, que sorprende al viajero que llega con los ojos abiertos por el ramal de carretera que tomó en las inmediacio­nes de Torremocha. El pueblo está en obras. A gusto o a disgusto del vecindario -que en estas artes jamás llovió según el pláceme de ca­da uno- las calles están en pleno trabajo de pavimentación. Buscan­do un refugio para las horas de calor, acabo por caer en el minús­culo establecimiento de Isabel Barbas. La dueña, una mujer de escasa estatura y de pocas carnes, recibe a sus clientes ataviada con el viejo pa­ñuelo que le cubre la cabeza a modo de turbante. En el establecimiento de Isabel Barbas hay un mostrador pequeño de azulejos blancos, cajas de cartón donde se contienen los productos de la venta y una balanza de platillos arrinconada encima de una mesa. Isabel es una mujer de cierta edad, rayando por el aspecto los años reglamentarios para la jubilación. En el establecimiento de Isabel se vende jabón, azúcar, acei­te, tabaco, chocolate, arroz y bebidas. Un poco de todo y siempre en pequeña cantidad.
- Claro que un poco de todo, ya lo ve usted. Para nueve vecinos que estamos en el pueblo, con poco siempre hay bastante.
- Y sin competencia, que algo vale.
- No, eso no. Dicen que el gaitero del pueblo hace mal son, y qué verdad es. Aquí vienen cuatro o cinco tenderos de fuera todas las semanas, y la gente se va a ellos. Somos así.
- Bueno, pero la cosa es ir tirando. Para usted sola, con esto y un par de tierrecillas a tirar, ¿verdad que sí?
- Tampoco estoy sola. Soy soltera pero no estoy sola. Para el trabajo sí que lo estoy, pero tengo una hermana demente y hay que cuidarla. Y de las tierras, para qué las queremos; como hay que dar todo a hacer, los de los tractores se nos llevan más de lo que coge­mos, y así no puede ser. Sin unas manos que lo hagan es perder dine­ro, y algunos lo tendremos que dejar.
Salió en la conversación -no recuerdo cómo- el tema del telar con el que trabaja el Tío Marcelino. Lo busqué y lo encontré enseguida. El Tío Marcelino tiene la casa en un patio muy viejo, adornado con un rosal y la entrada cubierta por una parra. Me sale a recibir un hombre alto, de edad avanzada y de mirada, profunda. El Tío Marcelino Rebollo es además sacristán y ha gastado su vida en tejer, oficio que sigue practicando por el mismo sistema y con los mismos medios conque lo hicieron, sus antepasados. Hay en el portal un extraño ar­tefacto de madera carcomida y anillas de hierro que, el paso de los hilos y de los años, se han ido encargando de desgastar.
- Esto es el urdidor. Aquí es donde se prepara el material para tejer. Lo trajo mi padre de Miralrío hace setenta y cinco años, ya usado, para preparar las mantas de cama. También sirve para las mantas pequeñas o las piezas de costal, y hasta para hacer una cincha.
- ¿Que material emplea, Tío Marcelino?
- Ahora trabajo con hilo de algodón que me traen a casa, pero antes se hacía con cáñamo hilado aquí en el pueblo.
- ¿Sólo ha hecho mantas?
Mantas, y costales, y sábanas, y muchas cosas más. De aquí han salido muchas sábanas de lienzo de cáñamo, así un poco ásperas para rascar bien el culo. Luego se iban poniendo más suaves con el uso. Nosotros aún dormimos en sábanas de esas y bien frescas que son en verano.
- Cuando usted deje de trabajar ¿qué?
- Cuando yo lo deje se acabará para siempre. Me traen mucho para mantas cimeras de somier, pero a la gente ya se lo advierto. Tengo trabajo para mucho más tiempo del que voy a vivir.
- ¿Cuánto cobra usted por una manta?
- Trayéndome el material cobro 180 pesetas, y se me va todo el día. Menos de lo que me cuesta un litro de aceite es lo que gano de jornal, y aún habrá quien diga que se lo hago caro.
La Tía Leonor, la esposa de nuestro hombre, sacó para que la viera y palpase con mis ojos y manos una sábana bien doblada, de tela recia, con un largo par de kilos de peso. La sábana estaba nue­va, impecable, con las iniciales de un nombre bordadas en letras de molde, rameadas con hilo de color.
- Esa sabana esta hecha en este taller. A ver si adivina usted los años que tiene. Y usándola, ¡eh!.
- Lo mismo tiene treinta o cuarenta.
- Más, muchos más –me ha dicho la buena mujer. Esa era de mi madre, y yo ya tengo ochenta y tres años; así que, de cien no le quite ni uno, y aún tiene que durar otros tantos, por lo menos.
El Tío Marcelino se colocó en el sombrío rinconcillo del obrador, al lado de un ventanuco que por toda luz consigue dejar la estancia en penumbra, y comenzó a mover todo aquello forzando con el pie sobre un madero y a contarme particularidades y detalles de su trabajo.
- Esto es una lanzadera y lo que tiro por aquí entre los hilos es la canilla. A eso se le dice el templar. Así toda la vida, cuatro generaciones seguidas sin dejarlo. Mi padre vino de Anguita. Cuentan que allí hubo tres o cuatro telares en cada casa.
Con mi amigo de La Fuente y con su mujer, la Tía Leonor, me fui hasta el atillo de la iglesia. La vista desde allí se pierde en la inmensa extensión de campos de mies situados a las puestas del sol.
- Mire, a todo esto le decimos El Aguanal y aquellas parideras de allá arriba son Los Majadales, y por esa, parte que se ven los chopos le dicen Las Salinas, que cría muy buenas judías.
- Oiga, ¿y el pueblo que hay en aquel alto?
- Aquello es Navalpotro. También tienen buenas judías, sí señor. Antes pasaban por aquí las merinas desde Soria camino de Andalucía.
En la portada interior de la iglesia de La Fuente dice: «Iglesia Asilo. Año 1773».
- ¿A que no sabe usted por qué dice eso?
- Pues no lo sé. Lo v también en uno de los Cendejas.
- Es porque en aquellos tiempos, cuando uno hacía algo malo venía y se refugiaba aquí, y si a la hora de tocar al alba lo encontraban escondido en una iglesia de estas, se le castigaba con menos rigor. Ya sabe usted que en aquellos tiempos por muy poco colgaban a uno.
La iglesia parroquial es en su interior recogida y escueta. Tiene un bello retablo barroco en el presbiterio y otros cuatro laterales, más pequeños y con menor interés. En una capilla que parte del crucero se puede ver un curioso monumento funerario adosado al muro, con la estatua yacente de un sacerdote esculpida en mármol. La historia de aquel personaje me la contaba con todo el encanto de lo que llega hasta los oidos soplado por los aires de la tradición, el Tío Marcelino.
- Este señor dicen que fue hijo del pueblo y se escapó de casa siendo muchacho porque su madre, como eran muy pobres, lo había puesto a guardar cerdos a jornal. La cosa es que cuando fue mayor se hizo cura, y cuando volvió al pueblo aún vivía su madre. Se presentó a ella como si fuera un mendigo, pero cuando lo reconoció por una mancha que tenía en el brazo y supo que era sacerdote, la pobre mujer se murió de alegría. Después se hizo esta capilla, y hasta hace muy poco se le ha hecho una misa diaria aquí mismo.
Por la lápida mortuoria que hay al pie del artístico monumento, cualquiera que fuese por allí podrá saber que el legendario personaje al que se refiere murió en 1564, y que su nombre fue en vida el de don Alonso de la Fuente. Lo demás, la simpática historia que me contó el Tío Marcelino, está grabada no en la piedra, sino en el sentir del pueblo, tal y como nos la han referido.
Cuando los días de mi viaje a La Fuente han ido pasando en una medida prudencial, como para que los recuerdos hayan encontrado en los cuartelillos de la memoria el debido reposo, pienso si a través de estas líneas habrá llegado al lector la imagen más o menos fiel de lo que es el pueblo. La Fuensaviñán tiene más alma que piedra, y que campo, y que agua a pesar de su nombre, y eso no es fácil traducir en palabras.

(N.A. Agosto, 1982)

sábado, 28 de marzo de 2009

FUENCEMILLÁN


Cuando a los días se les ocurre amanecer siniestros como el de hoy y las heladas asolan sin piedad las tierras yermas de Cogolludo, dicen los de Fuencemillán que los demonios corren por las calles. Es verdad que, mientras se anda por la Campiña del Henares, la situación es distinta. Será en Montarrón donde comiencen los primeros vellones de nieve apelmazada en los zopeteros que acabará por cubrir, más adelante, los altos áridos y las vegas muertas de Fuencemillán.
- Claro que sí; ahora se sube hasta la plaza divinamente. ¿Para qué deja usted el coche aquí?
- Es que patina, sabe. Me acaba de dar una rabeada en la esquina y casi se desmorra contra la pared.
- Bueno, pues como quiera. Suba andando que la plaza no tiene pierde.
Las calles empinadas se cubren todas con una placa de hielo sin derretir dibujando las zonas en sombra. En el alto, los chiquillos hacen cabriolas con las bicicletas por encima de la nieve que se fue acumulando en las umbrías de la plaza. El coche del panadero sube tocando el claxon estrepitosamente. En la solanilla del ayuntamiento hay dos hombres charlando al sol con las manos me­tidas en los bolsillos. Junto a los dos hombres, un palitroque des­comunal se pierde en las alturas señalando al cielo azul, al cielo gélido de la mañana de invierno.
- Buenos días tengan ustedes.
- Lo dirá usted por decir algo.
- Pues, más bien sí ¿Eso qué es? En su tiempo yo diría que es el mayo, pero ahora...
- Eso es, el mayo, y el junio, y el diciembre, y todos. Los mocetes lo plantan con mucha ilusión, pero, luego...a ver quien lo qui­ta. Ese, lo mismo se tira ahí un par de años.
El ayuntamiento de Fuencemillán es una casona blanqueada, sin historia, sin edad, que preside la plaza. En la puerta del ayunta­miento está el buzón de correos y la placa azul que anuncia la cen­tral de teléfonos.
- Y esto de aquí era la escuela. Si el refrán lo dice:

Fuencemillán está en cuesta,
tiene la iglesia en lo alto,
la casa-villa en la plaza
y las escuelas lindando.

- Oiga: el señor Juan, el cartero antiguo, vive por aquí, ¿no?
- ¿Lo conoce? Pues ese es mi hermano. Vive allá enfrente. ¡Hala vamos! que yo le acompaño. Pues dice usted, aquí pasan cosas muy raras. Si esta mañana bien temprano estaba tan raso como ahora y se veían caer copos de nieve, ¿qué le parece?, digo yo que si los traerá el aire de allá de la sierra. De Montarrón a esta parte cambia mucho el clima; esto es más frío, y si se va usted hasta Veguillas, más frío aún. Ya ve usted cómo está la cosa para coger aceituna.
Mi amigo, el cartero viejo de Fuencemillán, estaba con la señora Paca, su mujer, desplumando gorriones en el corralejo trastero que da a la plaza. El polvillo de nieve toma la forma de las piedras y de los cascos de tinaja sobre la barda que cubren el paredón. Dos gatos, gordos como cochinos, contemplan el expolio lastimosamente, maullando a la espera de lo que caiga.
- La cosa es que los pájaros no son mal bocao; pero tienen tan poco los puñeteros…
El señor Juan, don Juan Sacedón Alcorlo, es hombre alegre y de extraordinaria disponibilidad, inteligente, de trato cortés y ami­gable. Es mi amigo un profesional a su modo del genio y del buen humor. Quizás usted conozca al señor Juan personalmente.
- Pues pudiera ser. A mí me conoce mucha gente. ¿No ve que yo soy botarga de la fiesta de Hita? Lo que pasa es que como lleva uno ese ropaje, no hay quien te adivine. Yo soy, para que usted se entere, el botarga de Beleña.
- De Fuencemillán, querrá decir.
- No, no: de Beleña; que aquí no hay botarga. Como allí no queda gente, me visto yo, y voy como si fuera de Beleña. ¿Se va enterando?
- Sí, un poco.
- Pues eso. Nos juntamos cuatro en Hita: el de Montarrón, el de Aleas, el de Arbancón y yo, que soy el de Beleña para los efectos.
- Señor Juan: ¿Cómo les dicen a los de Fuencemillán?
- Ahora no nos dicen nada, pero antes nos decían los ahumaos, porque aquí en tiempos se hacia mucho yeso. Lo llevaba la gente a todas partes con los borriquillos. El pueblo está todo encima de pedruscos de yeso. Ya no queda ningún molino de aquellos. Ahora hay fábricas, pero se han ido allá cerca de Espinosa.
Restos aún de la Guadalajara vinatera de principios de siglo quedan como muestra perdidos por los ribazos. Las tinajas lucen en la ladera su panzota rojiparda de barro cocido. Fuencemillán está salpicado de pequeños cuartelillos de olivar afincados entre las calles. La curiosa estampa de los olivos con vocación urbana se re­pite frecuentemente en pueblos de la Campiña y de la propia Alca­rria.
- Ya no es nada. Muchos los van arrancando para construir, pero ya ve cómo están de fruto. A estos no los cuida nadie.
- ¿Qué hacen aquí con la aceituna?
- Se la llevan los de la molienda y luego nos traen el aceite. No sé si es a Aranzueque adonde se la llevan o por esa parte.
Yo sugerí, y mi amigo el señor Juan aceptó, la idea de subir hasta la iglesia a pesar del frío y del tremendo ventarrón que soplaba desde la sierra. Al respaldo de la sillería y abrigados los dos hasta por encima de las orejas, todavía es posible aguantar allí el bufido del huracán que silba por las esquinas. Es el de Fuencemillán un tem­plo sólido, provisto de espadaña en lugar de torre, y un portalejo previo a la puerta de entrada al que se accede a través de un arco de medio punto cerrado por verja de bien trabajada forja. En el hierro queda constancia escrita de que fue Martín del Rey, de Co­golludo, quien hizo la obra en 1894.
- Yo lo llegué a conocer a ese. Si se fija bien, aquí no se ve soldadura por ninguna parte. Todo a base de calor y de martillo. Lo que más vale dicen que son estas figuras de abajo. ¿Se atreve a que nos asomemos a lo de Valdelacasa?
Lo de Valdelacasa es una hoya que queda a la caída de la igle­sia mirando al norte. Para verlo hay que asomarse a cuerpo gentil por el esquinazo donde se estrellan los vientos helados que llegan desde el Ocejón.
- ¡Caray! Si no hay quien mire. Eso de más arriba es el Cerro de los Hornos. Ahí es donde se hacia el yeso antiguamente.
Las tapias del cementerio quedan frente a nosotros. Sobre las tumbas se ha ido recogiendo la nieve en montoncitos pequeños a manera de dunas, empujada por el aire. Nos llega desde abajo el ruido bronco de dos camiones por la carretera de Espinosa. Vehículos pesadísimos de tres y de cuatro ejes que ocupan al pasar toda la anchura del camino.
- Los ve bien. Esos son los sustitutos de los borricos que lleva­ban el yeso. Cómo cambia la vida ¿verdad?
- Ya lo creo.
- Mire, qué bien se ve desde aquí el Cerro de la Cabra, y la Dehe­sa, y la Cuesta Triguera por allá arriba, y el Barranco de Valdemuñoz.
- Mucho campo yermo, señor Juan, pero poca labor.
- Claro, de labor sólo los bajos. Eso sí, lo poco que hay es muy bueno. ¿Y los pastos..?, de lo mejorcito de la comarca. Aquí siempre han tenido buen ganao, pero, ya sabe, la gente se va haciendo mayor, y lo hemos tenido que vender poco a poco. Qué sé yo si habrá muchas más de cien ovejas.
En Fuencemillán existe actualmente una cerrajería y dos tiendeci­llas donde las mujeres se surten de lo más imprescindible. La de Pa­blo, tiendecilla y bar a la vez, es un establecimiento sombrío, con poca luz, tiene el mostrador alto, muy alto, donde mi amigo el señor Juan y yo, ateridos de frío, nos paramos unos minutos nada más buscando la placidez de los lugares escondidos de la intemperie.
- ¿Y qué vamos a tomar? Si yo nunca tomo nada. A mí, todo esto de las bebidas, no me va. Como no quiera Que tomemos una copa de quina... Eso puede que nos ponga un poco a tono.
- Ah, pues a mí me parece muy bien – le digo. La quina calienta ¿verdad?
-¡Hombre, que si calienta! Pero como está un poco dulce pasa bien.
La gente en Fuencemillán habla siempre de las fábricas refirién­dose a las que en su día nos sorprendieron antes de entrar a Espino­sa, en sus mismas puertas, a esta parte del río. Quiero recordar que son en aquel complejo cuatro factorías en total: dos de yeso, una de cementos y otra de harinas; todas enclavadas en tierras de Fuencemi­llán, según parece.
- Todo es de aquí, y la gasolinera no lo es por muy poco. El térm­ino del pueblo se mete allá, hasta las mismas orillas de Espinosa.
- Bajará la gente de aquí a trabajarlo, supongo.
- Qué va. Eso es lo malo, que para el caso bajan cuatro de ellos. Los dueños tampoco son de aquí y prefieren personal de otros pueblos. No sabemos por qué.
Cualquier fecha es buena para acercarse a Fuencemillán. Encontrará, estoy seguro, gente maravillosa y abierta al diálogo. Pero, si pre­fiere, yo le aconsejaría que lo hiciese un 3 de Mayo, la fiesta de la Cruz, o para San Isidro, que, como me cuenta Ana María, la telefo­nista, hay años en que se traslada, no sé por qué razón.
- Sí; la razón es que cuando hacen toros se pasa la fiesta a San Isidro, pero lo hacen siempre.
-¿En fiestas es correcta la gente con los forasteros?
- Mucho. Les damos la caridad y todo en el ayuntamiento: pan, que­so y vino, hasta que se harten.
La visita a Fuencemillán quedó en el recuerdo como una más; pero diferente a todas. El viejo pueblo de yeseros conserva intacto, a pesar de los tiempos, el carácter laborioso que le distinguió desde antiguo. Todavía queda por allí, perdida en sus angostas callejuelas, alguna casona con varios siglos que refuerza, con el pese de sus losas en lo alto, la verdad de cuanto el reportero vio, intuyó si no se le dijo, y hoy les cuenta.

(N.A. Enero, 1983)

viernes, 27 de marzo de 2009

FUEMBELLIDA


Quiero pensar que no conoces, amigo lector, este pueblecito molinés al que hoy dedico de alguna manera mi esfuerzo, mi trabajo" y también mi homenaje. Fuembellida es un pueblo lejano desde todas partes, lo mires por donde lo mires, poco poblado, anónimo para extraños y casi también para propios, pero extraordinariamente bello.
Se viene hasta él siguiendo la carretera que baja hasta Checa, y desvián­dose por un ramal que parte hacia la derecha por la llamada Vega de Arias, a la misma altura que el empalme de Tierzo, pero en dirección opuesta.
El camino a Fuembellida se ha hecho para andarlo con lentitud, prime­ro por tratarse de una cinta asfaltada muy estrecha y luego porque el paisaje convida a la observación, y porque los precipicios son a veces de una verticalidad y de una altura escalofriantes. Tierras de labrantío en los llanos, sabinares en las laderas y en las cumbres, cuando no coscorros de piedra gris, nos sitúan de inmediato en las afueras del lugar. El pueblo apare­cerá al pasar una curva, como extendido al sol bajo los cortes peñascosos del Cerro de la Cabeza.
Fuembellida (Fuente Hermosa) se precede de un valle profundo en el que suda el campesino, pace de buena mañana la muleta solitaria y puntean los montoncitos iguales del estiércol sobre las tierras preparadas para la hortaliza. Los chopos afilados se alinean en el fondo, barranco abajo, aproximándose en la lejanía hacia el cauce del río Bullones. El sonar de la chorrera se siente de continuo. El pueblecito, con sus tejados ocre y sus casillos de pajar extendidos en la falda de los dos cerros, se pre­senta al mediodía como balcón o atalaya por encima de la vega. La mañana de adelantado invierno, enciende las rocas color ceniza y hace brillar con cadencias de plata las ruinas de las casas a medio de hundir.
Voy ahora caminando a pie hasta el centro del pueblo. Como fondo más interesante veo delante de mí el muro monolítico del juego de pelota y un transformador de la luz construido con excesivo gusto. La puerta de una casa que dice "Teléfonos" está cerrada. Un señor cruza la calle tra­yendo bajo el brazo un canasto de mimbre colmado de paja. El hombre del canasto, Emilio Orejudo, me mira atentamente unos cuantos pasos antes de llegar adonde yo estoy. Cuando le saludo, Emilio descarga sobre el santo suelo su impedimenta y me responde como debe ser, sin demasiadas prisas.
- El barranco de las Huertas le decimos a todo eso. Son huertecillos que ya no hay quien los trabaje.
- ¿Sabe que tienen un pueblo muy bonito? Le aseguro que no me importa­ría perderme por aquí una temporada, corta o larga, me da igual.
- En primavera -me responde- da gusto ver cómo se pone todo esto. En el verano todavía mejor. Ya nos van arreglando algunas calles por medio de la Diputación. A ver si quiere Dios y nos ayudan otro poquito más.
- Deben de ser muy pocos vecinos, ¿no?
- Muy pocos. Seis casas abiertas nada más. Habitantes, creo que vein­tiuno.
- Tienen ganado, por lo que veo.
- Casi nada. Yo llevo esta paja para tirarla en el suelo, que tengo ahí unos cuantos corderos. Solo hay un señor pastando en todo el pueblo. En mi caso, por ejemplo, tengo cuatro o cinco chicos y ninguno quiere ser pastor.
Se van entremezclando con el rumor de la chorrera los cantos de una docena o dos de pájaros, que han venido desde las huertas a posarse sobre unas ramas de maraña que hay en la casa ruinosa frente a nosotros.
- Son jilgueros. De esos pajaruchos hay por aquí todos los que se quiera.
Me explica Emilio que en Fuembellida, trabajando cada cuál en lo su­yo, es un pueblo donde no se vive mal, que otros han corrido peor suerte sin ir muy lejos. Es el caso de Cuevas, un lugar a cuatro pasos que se quedó vacío y han terminarlo por venderlo.
- Aquí, ya le digo, mal que mal aún nos Vamos sosteniendo.
El cerro del Levante, opuesto al de la Cabeza en situación y que protege por esta parte al pueblo de los vientos solanos, se llama La Pedriza; áspero y escabroso, de piedra oscura donde se dan en estado silvestre las aliagas, los matojuelos y los tomillos de variadas especies. El abuelo Eduardo sale un poco a eso de las once a estirar las piernas por los pajares de Las Pedrizas.
- Sí, señor. Ha salido un buen día y al solecico por aquí se está muy bien. Yo ya lo tengo todo hecho.
En la plaza hay una casona antigua con arco adove1ado. Se ve bas­tante abandonada. Frente por frente se cuela el sol tras las columnas en el solitario portalejo de la iglesia. En la plaza, aseada y limpia, hay un penetrante olor a campo, a hierba y a primavera anticipada. El ­canal de la fuente corre junto a la plaza, siguiendo la margen izquier­da de una calle que continúa hasta el mismo nacedero. Más huertos, más piedras y más sol. En un añoso azulejo pegado a la pared se lee: “Calle de la Fuente”.
Dos o tres perros me ladran a la vez desde la solana que hay por donde las últimas casas. Juan Pablo García, el alcalde, y su padre Félix, están echando una ojeada al motor del R-4 antes de salir de viaje. Juan Pablo, alcalde de Fuembellida, veinticinco años o menos, me dice que se va para Molina, pero que me puede atender perfectamente, y acompañar y todo lo que haga falta.
- Muchas gracias. Aunque tengo la impresión de que en poco tiempo se podrá ver y contar todo lo que hay en el pueblo. ¿Tienes demasiados problemas como alcalde?
- Muchos no. Estamos pendientes de que nos sigan arreglando las calles y de que nos subvencionen para hacer el consultorio médico. Queremos que nos hagan las dos
cosas en lo que antes eran la fragua y el horno, ahí en la plaza.
- ¿Sois agregados a otro pueblo o tenéis ayuntamiento propio?
- Tenemos ayuntamiento propio. Mientras que podamos estaremos así. No somos muy partidarios de depender de nadie.
Don Felipe García, el padre, interviene para contar que el campo y los huertos los tienen abandonados casi todos por falta de juventud que se haga cargo y de mano de obra.
- Muy bueno ha sido todo este campo. Patatas, judías, berzas, lo que fuese, siempre hubo de todo. No crea que no se han sacado hortalizas de aquí. Ahora cultivamos por entretenernos algo de lo de junto al pueblo, para lo poco de gasto que podamos tener en casa. La cosa del ce­real lo llevan unos chicos de Tierzo. La raspa siempre se ha dado bien por este terreno.
- Y los huertos con agua suficiente para el riego.
- Siempre. Que yo recuerde, nunca nos ha faltado aquí el agua. Pota­ble toda. Cuando más huertas había para regar, aún sobraba. Ahí la tiene. Desde la fuente se canaliza hasta el barranco y por allí se pier­de.
- Una lástima, ¿verdad?
- Pues sí. Ahí a cuatro pasos está Baños de Tajo que no tienen ni gota. De aquí ha estado cargando las cisternas de la Diputación para llevarles casi a diario.
En Fuembellida celebran su fiesta mayor en honor de San Acacio el 22 de agosto, adelantada un mes por razones del veraneo, como en todas partes. Hace más de cincuenta años nos cuenta el señor Felipe que se celebraba en junio.
- Su verdadero día era aquel, pero lo quitaron porque en junio no se había hecho aún la recolección y andaba mal el asunto del pan y de la chicha. Eran unas fiestas sin medios a veces, incluso para comer. Las trasladaron a septiembre, ya con la cosecha en casa, y aquello era otra cosa. Había mucha animación y mucha gana de divertirse la gente. En estos tiempos ya no tiene nada de especial.
La fuente, primer protagonista de la vida de1 pueblo, está justa­mente detrás de nosotros, al otro lado de la calle. No es, ni mucho me nos una fuente como todas. Por debajo de los muros de una casilla que debe servir para tapar el pozo, surge el agua a borbotones a nivel del suelo, por cinco agujeros o bocas que inmediatamente dan lugar a la chorrera que escapa canalizada hasta el barranco. Una pequeña parte queda desviada hacia el pilón con abrevadero que tiene junto a ella.
- ¡Qué bonito hace el verde de las ovas! Mana una barbaridad. Esto es un verdadero río.
- Y toda potable, no crea. En verano, cuando el pueblo se llena de gente, nos sigue sobrando casi toda. Si ahora prueba le parecerá que sale tan calentita, y en verano fresca.
Aunque no hemos salido aún de los rigores del invierno, las gallinas buscan la sombra debajo de un carro de varas retirado de ser­vicio. El espectáculo desde la fuente es de una extraordinaria calma: paisajes vírgenes de risquera y casillos que hablan de una vida apaga­da siempre al amparo de lo que antes fue. El murmullo continuo de las aguas invita al adormecimiento.
- Demasiados pajares. Tendrían dos o tres por vecino.
- No lo crea. Ahora nos sobran todos, pero antes faltaban. Yo he co­nocido en el pueblo cerca de setenta vecinos. Mas de doscientas perso­nas, ya lo creo. Un poco está resurgiendo ahora. A la gente le esta dando por hacer algunas casas nuevas.
Llegamos a la plaza. Frente a nosotros se oscurece el cristal de las ventanas en un bajo habilitado para consultorio médico. Me separo un instante de Juan Pablo y de su padre para contemplar desde la base la pequeña espadaña de la iglesia. Tiene dos vanos con sendas campanas, pero creo que es en dimensión la espadaña más pequeña que conozco.
- Aquí mismo, en mitad de la plaza, había un olmo muy hermoso. Hubo que cortarlo porque se secó. Se echa bastante de menos. La plaza sin el olmo parece otra.
A la iglesia se baja por unas escaleras que nos ponen en el porta­lejo cubierto para que luego pasemos a su interior. Es pequeña, como la espadaña y como todo Fuembellida. Junto al muro de fondo se apoya el soberano pendón de las fiestas mayores. En mitad de la nave hay ocho bancos que la ocupan casi toda ella. El retablo mayor se ve muy envejecido. Se adorna con una imagen centenaria de San Acacio, vestido con banda y sombrero tricornio, al estilo de los aventureros ingleses del siglo XVIII. En ambos lados hay otras imágenes más pequeñas y menos valiosas, que representan a Cristo y a San Francisco de Asís. Otro reta­blillo lateral de madera tosca sirve de dosel para su veneración a la Virgen del Rosario. Por la puerta de la sacristía se ven amontonadas en el rincón, tablas y columnas salomónicas que pertenecieron al re­tablo mayor.
- Sí, las quitaron cuando arreglaron esto un poco y ahí están.
Con el sol del medio día estrellándose en medio de la plaza, es momento de emprender sin demasiadas prisas el viaje de regreso. Antes, recomendaría al salir una última mirada al barranco de las huertas. Fuembellida, despoblado prácticamente como tantos pueblos molineses, cuenta y contará de por vida con uno de los más atractivos emplazamientos de toda la provincia. Hay que molestarse un poco para llegar, pero vale la pena.

(N.A. Marzo, 1988)

jueves, 26 de marzo de 2009

FONTANAR


Habían caído unas gotas de tormenta y la Vega del Henares des­tilaba un olor penetrante a campo y a tierra mojada. Fontanar no es sino un paseo por los extramuros de la capital, río arriba, sin perder para nada la extensa llanura de trigal y de hortalizas a punto de entregar como cada temporada el fruto íntegro de su fe­cundidad a quienes en ningún momento escatimaron trabajos para ver culminado su quehacer con una buena cosecha. En Fontanar uno se encuentra con un pueblo activo, de clara vocación agrícola, ro­deado por un campo envidiable al que, antes a puño y esteva, hoy haciendo uso de los últimos utillajes de la técnica en esta espe­cialidad, los hábiles campesinos de la zona supieron sacar a la tierra todo lo que aquella fue capaz de dar, y lo siguen haciendo con singular maestría. Es un pueblo de casitas bajas, cortado en distintas direcciones por las vías de comunicación; un pueblo de viviendas confortables y calles limpias, que sólo se deja en común con el pueblo convencional que conocemos, un ligero olor a ganado en sus barrios extremos, y su nido de cigüeña en lo alto del moderno campanario frente a la Plaza Mayor.
- ¡Que me voy!
El carro de la basura estaba haciendo su recorrido mañanero por la plaza. El encargado del servicio lleva un mono azul y conduce su cargamento de desperdicios y trastos viejos sobre un carromato tirado por una mula. Cerrando el convoy, Luis lleva un perro atado al travesaño que, mal de su gusto, sigue cabizbajo los pasos del ca­rruaje con relativa docilidad.
- ¿Qué tal la faena?
- Bien. En habiendo salud y ganas de trabajar, tampoco tiene uno por qué quejarse.
La plaza, de Fontanar es un lugar de incipiente restauración, en el que los hom­bres se reúnen cada mañana a tomar el sol, y donde nunca se esca­timo la medida a la hora de tirar del terreno para asentarla. La plaza, geométricamente rectangular y de un perfecto acabado en loseta, tiene en mitad una artística farola rodeada de jardín al que visten de color un puñado de florecillas acabadas de nacer. En un de las dos esquinas por las que la plaza se abre a la carretera de Humanes, un perrillo pequinés la ha cogido juguetona con el forastero a la puerta del bar.
- ¡Gualis! ¡No seas cargante, deja al señor en paz!
- No se preocupe. Yo creo que es al primer perro que le caigo bien.
El dueño, un señor de mediana edad y muy atento, resultó ser el propietario del establecimiento y el alcalde de Fontanar. Con don Francisco Retuerta uno siente a su vera por las calles del pueblo la satisfacción de la compañía y la seguridad de una fuente de información veraz y de primera mano.
- Pues hombre; no vayamos a decir que es un pueblo nuevo, pero se ha construido mucho. Lo más reciente es todo esto de la plaza que todavía lo tenemos sin acabar.
- ¿Se consideran ustedes de alguna manera ser parte de la capital?
- No, no. Ni hablar. Nosotros somos nosotros y la capital es 1a capital. Eso sí, tenemos muy buenas comunicaciones, no se si seis u ocho coches de línea diarios con Guadalajara aparte del tren, y la poca distancia nos favorece mucho, pero nada más.
- No estarán descontentos con el campo que tienen, supongo.
- Tenemos un terreno extraordinario. Un setenta por ciento del término es vega, y la hortaliza de aquí no puede compararse en ca­lidad con ninguna de España. Lo malo es que el término es pequeño y de poco pasto; luego, el clima cuando quiere nos la juega. Sin ir más lejos, hace unos años nos dejó una plantación enorme de pi­mientos arrasada en un cuarto de hora.
- Decía usted de poco pasto. ¿Es que hay mucho ganado?
- Lanar, muy poco; pero hay medio centenar de vacas, o más, que consumen bastante.
- ¿Con cuántos habitantes cuentan hoy?
- Alrededor de setecientas personas. El pueblo ha crecido en los últimos años, y si la cosa de la urbanización llegase a salir como está previsto, podríamos ponernos en cuatro o cinco mil. Ya veremos.
Por el paseo del Cementerio se divisa en una buena parte de su total superficie la fecunda Vega del Henares plantada de cereal, cuyo mar de espigas, tostadas desde hace tiempo por aquellos calo­res de junio, brillan en cada asomadilla del sol entre los nubarrones oscuros de la mañana.
- Se esperaba una buena cosecha, pero como se secó en cuatro días, ni el grano ni el peso van a ser lo que eran.
Preceden al cementerio de Fontanar una masa sombría y apretada de olmos y de castaños siguiendo el estrecho sendero que va a pa­rar a las puertas del camposanto. Mas adelante, la imagen impeca­ble de la urbanización, con sus casas de un ocre clarito, alinea­das, higiénicas, iguales, esperando a sus dueños que las habiten y a los hijos de sus dueños que vengan a correr por las zonas de jardín todavía inacabadas.
- Están terminadas unas veinticinco, pero el proyecto total es de mil trescientas. Pueden servir muy bien para gente que trabaja en Guadalajara y que prefieren comprarse aquí la vivienda. Tiene mu­chas ventajas, aunque el inconveniente de la distancia también se debe mirar, pero que bien visto, con los seis minutos que tenemos a la capital y las buenas comunicaciones, hay muchos que les interesa y prefieren esto. ­
Es posible que en el moderno pueblo de Fontanar, la única apor­tación que pueda satisfacer de algún modo la curiosidad del que llega nuevo, sea el palacete que los de allí conocen por la Casa Grande. Se trata, al parecer, de un antiguo convento de padres car­tujos, circunstancia, esta que delatan, o por lo menos confirman, algunas vidrieras de arte sacro y toda la traza conventual de la antigua mansión. Hoy, la Casa Grande es un lugar inhabitado, al cargo de un administrador que cuida de la heredad completa en nom­bre de sus dueños, que, para colmo, y como es sabido en estos casos, casi nadie tiene el gusto de conocer.
- Esto es de la viuda de uno de los señores Drake, hija ella del marqués de Valterra.
- ¿Tienen alguna relación con el pueblo?
- No mucha; pero con el pueblo se portan bien, para qué vamos a decir lo contrario. Esas piedras redondas las han traído de otra finca que tienen en Montilla. Deben ser de lagares de moler uva.
El curioso palacete de Fontanar tiene dos patios extensos, en­calados, uno de ellos montado en derredor sobre columnas de ma­dera, y un jardín cuidadísimo con piscina, en la que crece el césped y dan sombra las moreras, las acacias y el ciprés, junto a los viejos muros que cubren con románticas charreteras de verde oscuro la yedra y la madreselva.
- ¿De quién es este busto?
- Ese es el dueño, uno de los Drake que murió hace dos o tres años. Otro de ellos es diplomático en no sé qué país de África.
- ¿Tienen también tierras en el pueblo?
- Sí, sí que tienen. Antiguamente era de ellos un cincuenta por ciento del término. Después vendieron mucho, pero aún les queda bastante.
Terminado el paseo por algunas de las calles sin nombre de Fontanar, uno viene a caer de nuevo en los alrededores de la Plaza. Por las calles del pueblo es fácil encontrar, en conjunta y original armonía, las antiguas casas de labor con sus portonas para las mulas junto a los modernos bloques de viviendas distribuidos en pisos y apartamentos familiares. Fontanar tiene una iglesia moderna, sin otro protagonismo arquitectónico que las nuevas formas funcionales, el ladrillo, la madera de pino barnizada y el hierro de forja. Una iglesia hermosa, donde fuera de toda concepción tradicional, el silencio y el recogimiento se ven y se palpan.
Hay un corro de hombres reunidos a la puerta del bar. Los hombres hablan de la tormenta, de los huertos, del granizo. En el fondo, la eterna canción del campesino, cuyo esfuerzo a pesar de los pesares, queda hoy igual que siempre pendiente del hilo sutil, del caprichoso suceder de los acontecimientos atmosféricos que cada verano dan, o quitan, en ese juego de azar del que depende en su mayor parte la vida de nuestros pueblos.

(N.A. Agosto, 1981)

martes, 24 de marzo de 2009

ESTRIÉGANA


Hoy hemos cogido la mañana con excesiva avidez. Por otra parte, los viajes por la carretera general resultan siempre más rápidos, y este es el caso, que con el sol tierno aún sobre los llanos de la última Alcarria, estamos contemplando la joya románica de la iglesia de Saúca, un monumento moribundo donde se sostienen malamente por encima de las finas cañas de sus columnas, originales o repuestas, los viejos capiteles esculpidos del atrio y de los arcos que perpetúan, sin que los años apenas hayan contado para nada, aquella maravilla del arte medieval.
El cementerio de Estriégana muestra de paso al caminante el sereno espectáculo de las cruces erguidas, refulgentes con la primera luz del día que se estrella en oblicuo contra la superficie de los mármoles, reavivando los manojos de florecillas artificiales que hay atados a sus peanas. El pequeño pueblecito seguntino está aquí, como desparramado entre el sol y la sombra en la falda del cerro pedregoso de la Carrasca, que corona la espadaña de la iglesia orientada hacia el poniente.
La mañana amaneció limpia y el ambiente invita a salir, pero lo cierto es que Estriégana a estas horas es un mundo vacío. Pienso que me encuentro en la Plaza Mayor, un ensanchamiento a mano derecha de la carretera en cuyo centro hay dos olmos gemelos de piel verrugosa, sostenidos sobre sendas peanas de refuerzo que se han ido desmoronando poco a poco hasta dejar al descubierto la corteza envejecida de sus troncos. Un centenar de palomas zuran por encima de los tejados en la plaza.
Sin salir del coche veo cruzar por detrás de los olmos a un señor que lleva un fajo de periódicos debajo del brazo. Un perro canela y blanco está sentado al sol sobre una acera. Cuando bajo del coche el perro me mira con un gesto grave de pensador profundo. En la calle el frío es cada vez más intenso.
Volviendo atrás por la misma carretera que acabo de entrar, veo a una mujer que sale de su casa con un cubo de agua. Es una señora mayor y de trato amable. Se llama Dolores y me intenta explicar el porqué de las calles desiertas.
- Ah, pues en esta calle aún hay algunas casas abiertas, pero de todas maneras es que somos muy pocos. En invierno treinta de ellos escasamente.
- ¿Dónde se meten?
- A estas horas no salimos. Estamos en las casas desayunando y haciendo lo que tenemos que hacer. Al calorcillo de la estufa.
- ¿Cómo fue el hundirse el poyo de los olmos?
- Es que hace muchos años que los hicieron. Se conoce que han ido creciendo los troncos hasta que lo han hundido. Ya tienen la piedra ahí. Dicen que lo van a arreglar pronto.
La iglesia es, aunque sería injusto compararla con su vecina de Saúca, una reliquia del quehacer cluniacense del siglo XII. La portada la forma un arco elemental de medio punto orientado a la solana, si bien, las sombras del cerro llegan hasta sus muros filtrando, como lunares fríos, los rayos del sol entre el ramaje de la carrasca. El ábside es semicircular y tiene el alero sostenido por modillones de piedra trabajada que acrecientan el interés del edificio. Por los dos vanos de las campanas entran y salen a sus nidos las palomas.
Estriégana es pueblo de casonas venerables, sólidas y monumentales, muchas de ellas reforzadas con piedra sillar en las esquinas y artísticos dinteles de arenisca rojiza. En uno de esos dinteles por la calle de Enmedio se lee la fecha de 1625, bajo una cruz esculpida y una jaculatoria piadosa escrita en letras de molde.
Por las eras se ven algunas casas deshabitadas. Los gatos saltan por las ventanas y se esconden entre los escombros de un edificio derruido que hay en las afueras.
Estriégana limita por el norte con el regato triste del río Dulce, que baja lamiendo los pies de la chopera a colarse por el único ojo de un puente de cemento en el camino del Molinillo, la primera vía de comunicación entre Alcolea del Pinar y la ciudad de Sigüenza. Junto a las tapias del pueblo se ven huertecillos abandonados o pequeñas herrenes cercadas con paredón de piedra.
El señor Lázaro vive por allí. Se llama Lázaro Martín Casado. Vuelve a casa con una lata de grano para echar a los animales. Hablamos un poco en la calle y después me invita a entrar en su casa. La señora Josefa, su mujer, tiene una cocina de leña que consume troncos menudos de roble.
- En el verano encendemos la de gas, pero ahora vamos mejor con ésta. Tiene de todo: horno, agua caliente… Aquí asamos la carne cuando viene el chico.
En realidad, la cocina de mis amigos es también comedor, muy limpia, toda ella de azulejos blancos, extraordinariamente confortable.
- Pues mire usted, mientras tengamos salud es aquí donde mejor estamos. El chico está casado y vive en Madrid.
- ¿Son muchos vecinos en Estriégana?
- Unas catorce casas abiertas. Cuando las elecciones se contaron treinta y cinco votos. Pero aquí en otro tiempo se llegaron a juntar hasta cuarenta yuntas de labranza. Ahora somos muchos menos, y se van apañando con los tractores. Toda esa parte de la vega es buena tierra.
- El pueblo queda un poco escondido; pero con la carretera general tan cerca deben tener pocos problemas de comunicaciones.
- Estamos bien comunicados, sí señor. A las diez de la mañana tenemos todos los días un autobús hasta Sigüenza, y si se quiere subir hasta Saúca, ahí se coge el coche de Molina que te deja en Madrid por un sitio que le dicen la Fuente del Berro, cerca de Goya. Nosotros viajamos más por el tren desde Sigüenza, como nos descuentan el cincuenta por ciento a los jubilados…
- ¡No me diga que está usted jubilado!
- Jubilado, sí señor, y bien jubilado. Los primeros que cumpla serán ya los setenta y uno.
- Pues no creo que le eche nadie más de sesenta.
- Ya, ya. La verdad es que estoy bien, pero he trabajado mucho. Más de media vida con la yunta y con las ovejas. Luego pusimos una cooperativa y nos liamos todavía más. Nos resultó bien, pero siempre a fuerza de trabajar.
Cuando salimos de su casa, el señor Lázaro me fue contando que en Estriégana hay muchas palomas, y que algunos días cuando salen todas no se ven las tejas de las casa.
- Ahora, mire, me voy a cavar al huerto. Nada, a matar un poco el rato. No te vas a quedar al sol cruzado de brazos. Si fuera uno a echar cuentas, qué sé yo a cuánto nos sale cada tomate y cada patata, seguro que es preferible quedarse en casa. Eso sí, cuando estás aviando el huerto si pasa uno y te dice que te vayas a echar la partida, allí se queda la azada y mañana será otro día. Así nos vamos entreteniendo un poco.
La fuente pública y el lavadero quedan en las afueras, después de la plaza y del juego de pelota, por el paraje arbolado que dicen Los Huertos. La fuente es como a manera de pequeña caseta, al lado de la carretera, que arroja por la espalda tres chorros abundantes de agua con aspecto inmejorable, no obstante, hay un indicador en su frontal que anuncia que no se puede beber.
- Dicen que la han analizado y no es potable. Aquí bebe todo el mundo y a nadie le pasa nada. Cuando no andaba la cosa esta de la sequía, salían los chorros como a presión, llegaban hasta el borde.
- Es lástima que no hayan echado todavía la hoja, pero se ven por aquí árboles de todas las clases.
- Pues mire, ese primero es un saz, el de más allá es un guindo, y aquella grandona es una noguera. Por cierto, que no sé de qué clase será, pero echa unas nueces lo más difícil de esmotar que yo he visto. En cambio, hay otra más allá que es todo lo contrario.
El señor Lázaro me había hablado del barecillo que hay en el empalme, y allí me fui por simple curiosidad. Está situado como parado en plena ruta de la carretera de Sigüenza. Sobre la puerta se lee: “Casa Rafa”. Al entrar, me encuentro como únicos clientes a una pareja de guardias civiles que acaban de tomar un bocadillo en el mostrador. Los dos guardias son jóvenes, uno rubio y otro moreno. Los dos tienen acento extremeño o andaluz. Cuando van a marcharse, el guardia rubio dice al señor que le ha servido: ¿Cuánto le adeudo? Me explica Rafa que son guardias de tráfico, y que pertenecen al destacamento de Alcolea.
- Pues tienen un barecillo muy bien montado, ya ve usted.
- No está mal. Esto funciona gracias a la carretera. De alguno que viene de paso, como usted. En el pueblo quedamos cuatro gatos nada más. Los del pueblo vienen, echan la partida, se toman una cerveza y se acabó. Así no se puede mantener un negocio.
Con la estufa de leña al lado, al viajero se le quitan las ganas de irse del bar. El pequeño establecimiento de Rafael es a la vez tienda de comestibles, donde se venden artículos de primera necesidad que se ven por allí colocados sobre la estantería.
- Un poco de todo, y entre todo, nada.
Ya me lo habían dicho sus convecinos y así me lo confirmó después el propio Rafael Alonso, que ha sido alcalde durante muchos años y que cuenta con la confianza y con la estima de todo el pueblo. Ahora ya no lo es por razones que él dice que no se deben remover, pero que ha hecho muchas cosas a favor del municipio y no está arrepentido de ninguna. Uno, que no es demasiado amigo de hurgar en esos terrenos, se limita a creerlo de buen grado y termina su estancia en Estriégana con una copita de solisombra para espantar el frío. Es un eslabón más de esta larga cadena de lugares que conoce, donde como en todas partes encontró hospitalidad y conversación amable.

(N.A. Marzo, 1984)

lunes, 23 de marzo de 2009

ESTABLÉS


Por las afueras de Turmiel el Mesa baja desbordado ¡quien lo diría! El Mesa es el único río que, cada vez que lo veo, me da la impresión de que baja contracorriente, es decir, que sube.
Acabamos de cruzar el desvío para meternos en Establés. El campo es inhóspito como: tierras ásperas de aliaga en las escarpas, llanadas infecundas de cantos parameros, sabinas en las lindes con su moñosa copa de un verde intenso. Por el saliente, rompe el costi­llar de la loma al horizonte la pesada efigie de la fortaleza que dicen “de la mala sombra”, mientras que unos cuantos tejadillos de tierra bermeja ponen al visitante en razón de que el pueblo está allí. El doscaballos del cartero me cruza antes de salvar la últi­ma curva.
Es temprano aún; las diez de la mañana escasamente. Hace sol, pe­ro la pilastra del abrevadero se mantiene sin romper el cristal de hielo que le ha colocado la noche. En la plaza de Establés hay una perso­na o dos. Es una plaza abierta a todos los vientos, una plaza extensa que divide el frontón y envejece con su troncazo rugoso un olmo bicentenario. Detrás hay una fuente con no demasiado gusto que llo­ra agua muy fría por cuatro chorros impresionantes. La señora Sa­turnina está lavando calcetines al sol, en una esquina de la plaza.
- ¡Qué agua más rica, señora!
- Ya lo creo, sí señor, de las mejores aguas que hay. Viene de los cerros de San Juan, por donde la ermita, a una hora y media del pueblo. Es un agua de sierra muy pura. ¿Qué viaje trae usted por aquí?
- A ver el pueblo, ya ve.
- Pues tenemos un castillo muy majo. Lo que pasa es que por den­tro no se puede ver; está cerrado.
-¿De qué es esa campanilla que hay encima del frontón?
- Es del reloj. Antes estaba en el castillo. Cuando se vendió lo tuvimos que bajar a la plaza y no funciona.
- Poco personal, ¿verdad usted?
- A ver. Era un pueblo muy hermoso antes, con señores maestros y señor médico y señor cura, de todo. Ahora somos unas veinticinco personas en invierno. Con la cosa de la concentración puede que seamos unas cuantas más, unas cuarenta para el caso. En verano no hay ni una sola casa vacía. Para la romería de San Juan y eso, no se cabe en las casas del pueblo.
- Pues, qué bien. Con este solecillo y esta tranquilidad, están como quieren.
- Eso sí señor. ¡Pedro, enséñale a este señor la iglesia! Andan en obras y no sabe usted lo bien que la están dejando.
El señor Pedro lleva unas gafas de cristal grueso y se abriga con jersey de lana de los que dan calor. A indicación de su convecina, el hombre deja la carretilla en la calle y se mete a su casa por la llave. La casa del señor Pedro Cejudo está en la plaza. Es una casa bonita y encalada que tiene algunos escudos de piedra incrustados en la pared. Arriba se ven desde cualquier sitio las torres muertas del castillo, los ventanucos y las saeteras.
- Buenos días, señor Pedro. ¿No se les seca el olmo?
- Pues hasta ahora, no. Lo andan sulfatando en primavera y aguan­ta. Cualquiera sabe los años que tendrá. Han venido muchos a verlo y a medirlo. Da una medición muy recia.
Con su cartera del reparto al hombro se llega ahora hasta nosotros Felix, el cartero. Es un muchacho la mar de amable, natural de Anquela; una de esas personas que. por andar a diario de la ceca a la meca en razón de su oficio, cuenta con la simpatía general de pro­pios y extraños.
- ¿En cuantos pueblos repartes?
- Llevamos la zona entre tres compañeros. Yo reparto en Anquela, Turmiel, Anchuela, Establés y Concha. La correspondencia la recogemos en ­Labros.
Con Pedro subo ahora en dirección a la espadaña. El campanario de Establés es esbelto, elegante, de buena piedra, con dos vanos para las campanas y otro más arriba del que pende un esquilonci­llo. Se sube a la iglesia por unas escaleras de sillar entre las que crece la hierba. Desde el pretil, mi acompañante va contando, una por una, las prominencias y cerrucos oscuros que se ven al mediodía, al otro lado del amplio mantel de las sabinas y los marojos.
- Al cerro grande le decimos La Mesa. Los de más allá pertenecen al término de Aragoncillo. En aquel hoyo que hay frente a la antena está la ermita de San Juan, de donde viene el agua.
- ¿Para qué utilizan las sabinas?
- Para leña son hermosas las sabinas. Como tienen la madera corta no se usan mucho en las casas, pero las que se pueden aplicar aguan­tan toda la vida, no se pudren nunca. Lo peor es que dan poca largura. Los timones de los arados que se sacaban de sabina, eran eternos.
De cuando en cuando, Pedro me saca la conversación del verano, de la Asociación de Amigos de Establés y de las fiestas mayores.
- Eso sí que es hermoso. Buenas partidas de pelota con los de Tur­miel. Para San Roque, los de la asociación promueven una fiesta fenomenal. Montan un restaurante estupendo, y no sabe usted la alegría que ­hay. Cuando vienen los guardias dicen que les parece mentira que haya tanta fiesta y con tanto orden. Nadie se mete con nadie.
- ¿Qué tal es el terreno?
- Bueno, pero un poco tardío. En las sierras del Cerro de la Mesa vienen cabras de fuera. Es una hermosura de pastos los que hay allí. El terreno es tardío por la cosa de la temperatura.
La iglesia está toda en obras. Se ve que le han puesto la cubierta nueva y andan acabando el asunto de pintura. En la sacristía y algún sitio más debe de entrar aún el palustre. El retablo mayor está protegido un poco con plásticos que cuelgan. La Virgen de la Asunción ha debido aguantar las obras en su hornacina y las demás están todas abajo, reco­gidas en un rincón del presbiterio, de pie sobre el suelo.
- Si no es por el señor cura, por don Elías, la iglesia se nos había hundido. Se marcha sin ver acabadas las obras. Se va a Perú un día de estos, allá a las Américas. ¡Qué hombre más bueno!
- Pero ya tienen sacerdote nuevo, ¿no?
- Sí, se llama don Luis. Viene también desde Mazarete. Es así muy jo­vencico; parece muy majo.
- Entonces, a ver si me aclaro yo. ¿Cuál es el patrón de Establés?
- San Antonio. Mírelo en ese altar. Lo que pasa es que ya no se ce­lebra en su día, lo hemos trasladado al mes de agosto. Entonces son tres o cuatro días de fiesta: San Antonio, la Virgen y San Roque.
- Y Sanjuanes también tienen dos, creo.
- Claro, uno en la sierra y otro en la ermita de Santa Ana. El de la sierra tiene un lagarto en los pies; a ese le tenemos mucha devoción. Al de la ermita de aquí le decimos el San Juanillo. En la sierra hay una chopera y una fuente muy hermosas. Allí se pasa muy bien cuando vamos.
Después vimos la estupenda pila bautismal de piedra que queda en el sombrío baptisterio, debajo del coro. Luego, por indicación expresa de mi acompañante, subimos hasta el campanario. Se ve que las obras de restauración del templo han sido eficientes y perdurables.
- Fíjese, con vigas de hierro. Esto ya no se va nunca. A ver si la vemos terminada, porque la cosa del dinero anda mal.
Pasado el caracol nos encontramos palpando con la mano las cabezas de las campanas. La mayor fue fundida en 1895 y la pequeña parece más antigua aún. Dice Pedro que es una pena que no ponga la fecha, porque en el pueblo nadie tiene memoria de cuando la pusieron. De la grande, en cambio, sí.
- Los viejos de antes se acordaban de verla poner. La pequeña tie­ne mejor son, dónde va a dar. Las dos están salidas del agujero de la pared. Como intenten volarlas van abajo.
Por los vanos se ve a contraluz el castillo entero. Gusta contemplar desde allí, a vuelo de pájaro, el sereno espectáculo de los campos, de las calles desiertas y de las chimeneas humeantes.
- ¿Cómo les llaman a los de Establés, estableños?
- Qué va, nos dicen capiruzos. No sé por qué.
- Si le parece, ahora nos acercamos hasta el castillo.
- Bueno. La pena es que no podamos verlo por dentro. Debajo del pa­redón tiene una cueva que caben treinta o cuarenta reses.
Después bajamos al coro. Hay un armonio antiguo que no sé, ni pre­gunté tampoco, si suena o no.
- No le hace caso nadie. Cuando éramos mozos nos subíamos aquí. En tiempos, tuvimos un señor secretario que tocaba el órgano que era una bendición: las misas, los misereres, lo que fuera.
En el callejón me cuenta Pedro que la espadaña de la torre la tuvieron que arreglar porque le cayó un rayo y la descompuso. Después encontramos a la señora Goya almorzando al sol en el barrio del castillo. La otra vecina se llama Ángeles, y me pregunta que a qué voy.
- Pues nada, a ver el castillo y a ustedes también.
- Oiga, pues es solterona la Ángeles -aclara su vecina desde la silla.
- ¿Qué tal se entienden en el barrio las dos solas?
- Bien. ¡Miá, qué cosas!
- ¿Riñen alguna vez?
- Pues, mire usted, cuando pinta.
El castillo, a pesar de tener dueño, se ve en estado medio ruinoso. Parece ser que lo construyó un hombre cruel y sanguinario llamado Gabriel Ureña, que empleó la razón de la fuerza para conseguir los materia­les de forma gratuita, allá por los años medios del siglo XV.
- Yo he oído contar que ponía a un hombre en aquel puntal que le decimos La Centinela a ver quién pasaba por abajo, y si veía a alguno con madera o cosas, se lo traían a la fuerza al castillo, te quitaban lo que llevaba y lo ponían a trabajar aquí. Si se negaba a hacer lo que le mandaban, se veía colgao en lo alto de ese cerro, le decimos La Horca. Al castillo se le ha llamado siempre “de la mala sombra” y era por eso.
Nos hemos despedido frente a las tierras de Los Arenales, un poco antes de la ermita de Santa Ana. Me marché de Establés con la impresión de que mis amigos de allí se quedaron sin saber quien era yo ni a qué había ido, y a fe que se lo intenté explicar bien explicado.
La mañana se ha ido haciendo clara. Da gusto andar por estos vallejuelos que bordean al río Mesa dedicado únicamente a la contemplación y a gozar de los exquisitos aromas del campo. Tierra casi despoblada en la que deslumbra el sol, canta el mirlo y se echa de menos el latido del corazón del hombre.

(N.A. Abril, 1985)

miércoles, 18 de marzo de 2009

ESPLEGARES


Esplegares es un pueblo limpio, despejado y frío, que cuenta más de un centenar de viviendas allá por los páramos que avecinan el paraíso veraniego del Alto Tajo, a la altura, más o menos, de su confluen­cia con el Ablanquejo, arroyo serrano sabedor de leyendas y de paisa­jes bellos.
A cien metros escasamente de la carretera, en dirección opuesta a Esplegares y a su misma altura, hay un pozo curiosísimo, un manade­ro más bien, al que se puede bajar por unas escalerillas de piedra en callejón, para llenar a boca de cántaro en una pila de agua a ras de suelo que, no sé por que, a mí sin llegarla a probar se me antoja inmejorable, casi milagrosa, como en los pozos bíblicos del Viejo Testa­mento. En la piedra consta la fecha de 1896. Luego supe que aquel fue el año de su restauración, si bien, el origen de la pilastra que con­tiene las abundantes aguas subterráneas se cifra en tiempos de la do­minación mora, y que su nombre para los del pueblo es el de "el pozo de Ber", corto apelativo de "el pozo de beber", como uno intuye que debió ser al principio.
Esplegares, azotado de firme por los vientos del norte, espera. a eso de la media tarde un algo indefinible, al indiscreto informador seguro que no. Son casi las tres y en las calles del pueblo hace un frío glacial. Pese a que el sol alumbra con viveza hemos visto la nieve en los repechos en sombra. La tarde, visto está, no durará mu­cho.
La plaza, ancha y remozada, parece más grande todavía cuando se ve sin gente. La iglesia parroquial, nueva también y sin historia, preside los amplios espacios del centro común de los esplegareños, dejando colar el aire por los vanos de la espadaña que mira atenta ha­cia la puesta del sol. Junto al rinconcillo de lo que uno piensa debe ser el ábside, hay un pozo con brocal y con montura de forja pintada de negro. La plaza entera parece acabada de salir de las manos del restaurador, y, sobre el murillo lateral del frontón pintado de verde, hay dos placas incrustadas. La primera representa una señora de pue­blo portando un cántaro en el ijar y un botijo en la, mano. Se trata de un bajorrelieve que firma A.Sotoca, un hijo del pueblo que vive en Madrid. La otra es una lápida de mármol en la que se recuerda que la plaza remodelada se inauguró por el Presidente de la Diputaci6n, don Francisco Tomey, el l7 de noviembre de 1985.
Esplegares es el pueblo de la loseta. La, piedra plana da carácter a las callejuelas escondidas y a las zonas más nobles del lugar. Por distintos rincones me encuentro con pilillas labradas en piedra que contienen agua helada. Acabo de entrar en las instalaciones del Cen­tro Cultural Amigos de Esplegares. Es un bar muy curioso y muy limpio que ocupa el mismo lugar en el que estuvo una de las escuelas. Sobre las repisas hay copas de competición y trofeos conseguidos en noble lid contra los pueblos vecinos. Pido un café y el chico que atiende el mostrador me dice que no hay de momento, que tienen apagada la cafe­tera. Después me cuenta que aquello funciona en sociedad, que son doscientos socios y que llevará funcionando como unos seis años.
- Tenemos muchas cosas: sala de juegos, biblioteca, y un buen equi­po de sonido para bailar. Hay un campo de fútbol de la Asociación, y en proyecto tenemos unas pistas de tenis y un campo de tirar al plato.
Resultó que el amable chaval del mostrador era el presidente de la Asociación Cultural en persona, y que se llama Eusebio Herranz Sotoca. En Esplegares, primero uno y después otro o viceversa, casi todo el mundo lleva los mismos apellidos.
La biblioteca está instalada en un cuarto reducido. No hay dema­siados volúmenes donde elegir, y lo poco que se ve es muy viejo.
- La compramos entera por medio de un bibliobús de Madrid. Luego nos dieron unos cuantos libros buenos que pedimos a Radio Nacional. Mire aquí tiene dos de ellos.
Los libros en cuestión son el registro del ISBN, con todos los au­tores por orden alfabético y libros publicados en España durante los años 1983-84. Uno se encuentra en aquella interminable relación y se siente vanamente complacido.
- Aquí tenemos todo el equipo de música. Es muy bueno. En el año 79 ya nos costó 300.000 pesetas. Se baila en el salón. Mire qué bien sue­na. Y eso que ahora funcionan sólo dos altavoces.
Cuando hace funcionar a los cuatro a, la vez el sonido es puro, pe­ro atronador. Tenemos que salir de allí antes y con antes. En este mo­mento nos acompaña el concejal Pío Herranz Sotoca.
- ¿Son hermanos?
- No; somos primos muy lejanos. Aquí casi todos nos llamamos así.
Las piedras laminadas de caliza dan carácter a las callejuelas perdidas de extramuros. Dicen en el pueblo que la loseta que da el término es fácilmente moldeable al poco de arrancar de la tierra, pero que una vez expuesta a los efectos de la intemperie se vuelve dura como el acero.
Esplegares es, como lo son tantos, pueblo de casas hundidas en sus alrededores, donde los sillares todavía en pie y la valiosa clavetería de sus puertas viejas, suman importancia a lo que el pueblo fue en un pasado no demasiado lejano. Por donde estuvieron las eras se suceden, una al costado de otra, las casillas de guardar aperos. Muy lejos se pierden de vista las agrias sinuosidades plumadas de chaparral y de montecillo perdido, ocupando una extensión impresionante como prólogo a las pintorescas depresiones y cortes rocosos que caracterizan, no lejos de aquí, las altas tierras del Tajo.
Llego después, aguantando malamente el frío cortante que sopla del páramo, a la ruinosa ermita de Santa Quiteria, muy en las afueras. La ermita, centro de añejas devociones cuando el pueblo contaba con más habitantes de los que tiene hoy, está" sin techo. En sus muros se mar­can aún las formas de la capilla y del columnaje. En el interior han encendido lumbre y ahora se usa, para tirar botes, para, recoger elec­trodomésticos inservibles y bolsas de basura. Por encima del arco de acceso que mira al pueblo dice: "Año de 1785".
Hoy, por casualidad, se encuentran en su casa de Esplegares Lina Narro y Agustín Utrera, profesores ambos y amigos del forastero. Viven en un cómodo chalé de las afueras, frente por frente a la casona de los abuelos, el señor Leocadio y la señora Balbina. La visita tiene el tinte sorpresa de lo que no se espera. Los cojo en el instante mismo de la sobremesa y me invitan a café y a sentarme junto al fuego que arde en la chimenea a llamarada viva. Al rato tengo que cambiar de postura, como San Lorenzo. El abuelo Leocadio no oye apenas, pero es un hombre listo y sabe mucho. El abuelo conoce el término palmo a palmo, senda a senda. Me habla de la piedra de loseta y del paraje, práctica mente laminado que llaman Las Corbeteras, que el nombre en si -él asegura- lo dice todo. Luego me dirá que Esplegares es un pueblo con mu­cha agua subterránea, que a poco que se ahonde te sale por cualquier sitio.
- Aquí hay ciento cuarenta pozos entre el pueblo y el término. Todos con agua. Los he ido contando más de una vez cuando estoy en la cama.
- Muchos parecen, ¿no?
- Nada; hay esos mismos que le he dicho. Ahora dicen que ha venido de Guadalajara una orden mandando que les pongan tapadera y una llave. Pues yo le digo a usted que eso es una tontería, sobre todo a los que hay por el campo. Al que ha mandado eso lo ponía yo que se pasara un día de buen calor andando por ahí, y que cuando fuera a buscar donde beber, se encontrara con el pozo cerrado con llave.
- Siempre será por razones de seguridad o de higiene, supongo.
- ¿Y para qué? Si toda la vida han estado así. El que más y el que menos tiene su brocal y no se puede caer nadie.
Me cuentan mis amigos que aquello debió de ser una zona preferida por los hombres de la antigüedad, incluso por los hombres prehistóricos, como lo demuestran las famosas pinturas rupestres de la cueva de Los Casares en la cercano Riba de Saelices.
- Muy cerca del pueblo hay un cerro que está todo él rodeado de tumbas haciendo círculo. Le dicen el cerrillo del Navazo. Muchas de las tumbas se ve cómo están hechas con piedras planas, que debieron llevar desde Las Corbeteras; lo que quiere decir que su empleo no se debe exclusivamente a los tiempos modernos.
­Las fiestas patronales –salió en la conversación- fueron en el pueblo el día de San Andrés, que hasta no hace tanto tuvo su ermita. En su tiempo, pese a las tremendas nevadas de algunos años, se celebraban con no poca animación durante los tres días consecutivos que siguen al 30 de noviembre, día de la fiesta mayor. Hoy, como en todo, las cosas han cambiado bastante. Las fiestas locales se celebran en honor del Santo Cristo, y tienen su día, también con la misma pompa, el segundo domingo del mes de agosto, por aquello de los veraneantes.
La casa de los abuelos es enorme. Tiene toda la traza de los antiguos mesones castellanos. Nos cuenta la abuela Balbina que lo que andan por allí son demasiados ratones, pero que ella se da buen arte para cazarlos. Lo hace con un agallón de chaparro y un trocito de pan.
- Sí, es muy fácil. Se atraviesa el agallón con un palillo y se le pone un cachito de queso o de pan en la punta. Encima coloco una cubeta de esas de la resina boca abajo, con el borde en el agallón. Cuando entra el ratón, al comerse el pan mueve el palillo y le cae todo el cacharro encima. El animalillo se queda dentro. En cosa de unos días llevo ya apuntados treinta.
Todavía salí a echar un vistazo por las afueras; a ver desde los últimos corrales del pueblo la serena majestad de los barrancos y de las cumbres boscosas que se alcanzan a ver por el sureste, tal vez por donde andan las madres del Tajo. La calma que desde allí se respira, no se puede describir, como lo abrupto y espectacular de aquellas sierras. A este lado las casas, en el altiplano de uno de nuestros pueblos con más personalidad, con una historia anónima que a uno se le antoja interesante y que le gustaría conocer en su fondo.

(N.A. Febrero 1986)

ESPINOSA DE HENARES


Cuando lo inhóspito de los parajes por donde se abre paso la carre­tera comienza a hastiar después de tantísimo campo yermo alrededor, de tanto monte pelado a una y otra parte del camino, surge de pronto ante la mirada insatisfecha del visitante el grandioso espectáculo del Valle del Henares.
Con la luz otoñal de la mañana al otro lado, centenares de chopos en una masa tupida y amarillenta, se extienden por buena parte de la llanura siguiendo desde sus mismas márgenes el cauce del río. Ya muy cerca del pueblo hacen sombraluces a nuestro paso los penachos de humo negro de las fábricas y el polvillo incesante de la piedra molida. Luego, el paso a nivel a escasa distancia de la estación de ferrocarril, el puente magnífico de piedra sobre el Henares y el pueblo, Espinosa, al que se puede subir por dos caminos distintos o quedarse abajo, hasta más ver, mientras se contempla el manso discurrir de las aguas entre las sombras y entre los troncos verrugosos y blanquecinos de los ár­boles.
Sale del antiguo convento en la parte baja un sacerdote anciano, simpático, vestido de sotana y con buenas ganas de hablar. Para abrir conversación con el primero que llega. El cura de las Clarisas acostum­bra a tirar por lo derecho, como debe ser.
- ¿Qué? ¿Es usted también turista?
- ¡Pues qué quiere que le diga! Hasta cierto punto, sí que lo soy. Es la primera vez que vengo y me parece un pueblo que está muy bien. -y vendrá, como todos, a ver a Colón 34, ¿no?
-No, exactamente. Vengo sólo a ver esto, sin otro motivo especial.
- ¡Ah, bueno! Porque todo eso que dicen de que si Colón nació ahí arriba, no puede ser. Ahora, yo ni entro ni salgo, ¿sabe?
- Ya, claro. Quiere decir que a usted le da igual.
-No. lo que sí digo es que eso es muy difícil de demostrar.
las fábricas de Espinosa, que, como queda dicho, están a la en­trada, a una distancia prudencial para evitar en lo posible cualquier tipo de contaminación, son tres en total y de cometidos similares. la mayor y más espectacular de todas, con su chimenea estirada por don­de salen a la atmósfera de la mañana los humos negros y los residuos de la combustión y del trabajo, es la de cemento, cuyo origen se re monta a los años cuarenta; la de escayola, poco más abajo, se fundó en 1955, y la de yeso, la más modesta y la más antigua de las tres, lleva sirviendo con su trabajo a la construcción en la provincia desde 1944. Más de siete lustros de quehacer ininterrumpido para un pueblo que desde sus orillas se adivina activo y rebosante de vitalidad.
Hay un perrito marrón tumbado al sol entre el polvo a la puerta del almacén en la fábrica de yeso. El perrito marrón se desgañita como loco a medida que el visitante se viene aproximando a su terreno. Ante los ladridos histéricos del caniche, uno lamenta no ser santo de su devoción para los perros de la provincia, circunstancia que conoce desde hace tiempo y para la que no encuentra una razón medianamente justificada.
La fábrica de yeso es propiedad de don Manuel Toribio, hombre afectuoso y servicial, a quien, por una chiquillada, parece ser, le cayó sobre la espalda, de la noche a la mañana, todo el peso y la responsa­bilidad del mando.
-Pues sí, no lo dude. Por una chiquillada sin importancia dimitió el alcalde y aquí estoy yo, de momento, a ver qué pasa.
- De dónde traen el material para las fábricas?
los yesos los traemos de Fuencemillán, y los cementos, de Padilla casi todos: algunos, también de Fuencemillán. la escayola, de Aleas.
-¿No le parece que, entre unos y otros, están fastidiando un poco la atmósfera tan limpia del pueblo?
- ¡Ah! Eso, desde luego; pero, sobre todo, ese humo de la chime­nea, que sale negro porque queman ruedas de caucho, es lo más per­judicial. Yo comprendo que el polvo del cemento, siempre que se tire en un uno o un dos por ciento, se puede tolerar, porque lo lleva con­sigo el trabajo. Pero el polvo excesivo y el que se quemen ruedas no se puede consentir.
-¿De qué se vive en Espinosa?
-Aquí se vive de la industria, especialmente de estas fábricas y de la de harinas. Labradores hay tres, y ganadería, nada; las cien cabras que pueda tener el carnicero para su gasto.
-Parece un pueblo grande, ¿verdad?
-Sí, no está mal. Estaremos sobre los 600 habitantes. Hay cinco escuelas, con más de 125 niños; aquello parece un enjambre cuando salen al recreo. ¿No ve que en el pueblo son la mayoría matrimonios jóvenes? ,Por eso no suele bajar la población. Decían de llevarse los niños a Cogolludo, pero por ahí sí que no pasamos. ¡No faltaría más! Arriba, uno se encuentra con un pueblo similar a los del resto de la zona, con casas no demasiado altas y buenas calles, donde las mu­jeres barren la puerta cada mañana y conversan en corrillos, cuando sale la ocasión, de las mismas cosas que acostumbran a hablar todas las mujeres en todos los pueblos. A la entrada de Espinosa destaca, por su elegancia y antigüedad, lo que todavía queda de un viejo palacio donde hoy se asegura que debió nacer el descubridor de América. Muy cerca de allí, y a la puerta de su establecimiento en la calle Mayor, carga de mercancía una furgoneta Mariano, el frutero.
- Ya ve; estoy preparando para irme esta tarde a Beleña y a Aleas. Hay unos cuantos chalets y tenemos que llevarles algo para que coman.
-¿Qué es lo que más se suele vender por los pueblos?
-Vendo fruta y pescado. Lo que más se vende son las peras, las manzanas y los plátanos. Depende mucho de la época del año.
-¿No tiene problemas con los precios y con las clientas?
-Pues no, señor. Muchos que viven fuera me compran para toda la semana y se lo llevan a Madrid. No lo encontrarán muy mal, digo yo. El bar de Cándido es un establecimiento acogedor que está al frente mismo de la pescadería, donde Mariano sigue colocando meticulosa­mente las cajas de fruta en su furgoneta. No hay nadie en el bar a esa hora. En una de las paredes están colgados dos cuadros, cuyo contenido ornamental son enormes vitolas con efigies de hombres famosos y es­cenas del Quijote. Al bar de Cándido acude la gente después de comer y muchos se quedan allí a pasar la tarde.
-¿Qué suele tomar la gente por aquí?
-Pues mire: al mediodía, café; la cerveza también se consume mucho, pero el café se está imponiendo. Luego tiene también las copas, que yo no sé por qué, pero han caído mucho.
-Tiene un bar que está muy bien, ¿verdad?
-¡Hombre, qué puedo yo decirle! Ahora lo vamos a pintar. Quería también alicatarlo, pero eso será más tarde.
-Cuando vengan los autocares de americanos a ver la casa de Colón, ¿qué va a hacer usted?
- ¡Ah! Entonces, lo traspaso. Yo no quiero complicaciones. Pero fíjese si va a costar hasta que eso se pueda afirmar como que es cierto. La fiesta de Espinosa se celebra cada año en honor de Nuestra Se­ñora de la Asunción, pero no el 15 de agosto, como debería ser, sino e18 de septiembre. Las razones me las contó la señora Eugenia.
-Sí, señor; se cambió porque hubo una mortandad de niños en esos días y, como estaba todo el pueblo de luto, se buscó otra fecha, La imagen de la Virgen la regaló la tía Dámasa, porque había hecho un ofrecimiento de ir descalza por los pueblos, pero cuando fue vieja y no podía lo preguntó al señor cura y cambió el ofrecimiento por re­galar la imagen.
Pero lo que tiene de singular el pueblo es, sin duda, su fiesta de Santa Agueda. Con menos pomposidad que las de Zamarramala, pero con mayor autenticidad y vestimenta parecida, a las doce en punto de la noche, cada 4 de febrero, en Espinosa de Henares comienzan a man­dar las mujeres. La dictadura oficial de las féminas tiene una duración de veinticuatro horas. Sistema para hacerse obedecer, el más antiguo de todos: el palo.
-Que sí, señor; que le digo que sí; que el que no obedece se gana una paliza. Hace poco, ahí en mitad de la plaza, uno lo pasó mal. Cuan­do llega la hora, ya en el baile empezamos a mandar y no lo dejamos hasta las doce de la noche siguiente.
-Y los pobres hombres, a cumplir órdenes, ¿no?
-Claro que sí. Si no nos traen el remolque de leña para encender la hoguera después de la procesión, el que no va ya sabe que cobra. Les mandamos cuándo la tienen que encender y ellos lo hacen. Luego, paramos los coches para que nos den alguna propineja.
-¿Y usted también manda en casa?
-A ver; yo no sé si mando o no, porque ese día no aparezco por allí.
Doña Julia, la pescadera, es la señora de Mariano, que asentía con la cabeza a todo aquello que su mujer, en medio de un corrillo de gente, me estaba contando. Doña Julia me enseñó, además, una interesante colección de fotografías hechas en ediciones distintas de la fiesta de Santa Agueda.
-Dicen que soy la que más bulla armo ese día. Pero no crea que las otras se quedan detrás, no.
-¿Tienen alguna que haga cabeza sobre las demás?
-Sí, claro. La que lleva el mando de todas es la mujer del alcalde.
-¿Se visten todas con el traje típico para esa fiesta?
-No; nos vestimos unas dieciocho o veinte, nada más. ¡Ah!, pero las que no se visten también mandan ese día. Los maridos barren, los maridos friegan, y, nosotras, de juerga. ¿Qué le parece?
-Pues no sé; pero, en principio, eso de la vara me parece un poco duro. Yo, desde luego, como hombre y como marido, no estoy de acuerdo.
y ésta es, sin más, la imagen multicolor del vivir cotidiano en uno de nuestros pueblos más representativos. En Espinosa de Henares se encuentra entre otras cosas gente cordial y divertida, gente que desde siempre ha sabido conjugar el trabajo con el buen humor. Tal vez sea ése el secreto donde se oculte el ambiente grato que allí encontré.

(N.A. Diciembre, 1980)