domingo, 8 de marzo de 2009

CÓRCOLES


Si no en el diario vivir de las gentes de Córcoles, que apenas lo consideran como un vecino venerable que ni da ni pide nada, el viejo monasterio cisterciense anula de hecho en la historia y en el discutible poderío de las crónicas y de la letra impresa al propio pueblo en cuyos aledaños se asienta. Es posible que el Córcoles que hoy conocemos surgiera en torno a Monsalud, incluso tiempos habría en que viviese a sus expensas. Hoy no es, ni más ni menos, que un nostálgico revoltillo de paredones derruidos, de columnatas y arcos destartalados, de relieves e inscripciones evocadoras a las que el paso del tiempo -ocho sigilos desde su fundación- sentenciaron para siempre, dejando sepultadas bajo sus ruinas las vidas de oración y de trabajo de centenares de frailes bernardos, cuyos espíritus es posible que anden todavía errantes entre las piedras del claustro entonando cada mañana los himnos que preceden al Oficio Divino.
La tarde alumbra limpia sobre la Alcarria, con esa nitidez sin parangón que sólo hemos sido capaces de encontrar aquí o en tierras vecinas en otro día como éste. Manto de luz sobre la naturaleza dormida que extiende oblicuo, desde muy lejos, el sol de enero. Córcoles viene a ser un alto en el camino a mitad de la consabida tortura a la que el viajero se somete cada vez que se propone recorrer sin descanso el tramo que separa a Alcocer de Sacedón, la villa madre. Córcoles tiene un bar situado en lugar estratégico, bien a la vista del caminante, en una leve explanada a orillas de la carrete­ra. En el rellano hay un montón enorme de aceitunas negras, recién cogidas, que arrojan un brillo metálico, un brillo azabache con los rayos decadentes de la tarde, y un perro atado con cadenas que la­dra despiadadamente. El bar está desierto, la puerta abierta de par en par. Uno llega sin ganas de pedir nada. Detrás, y por la misma puerta, entra un muchacho con las manos manchadas de grasa de motor.
- ¿Qué quiere tomar?
- La verdad es que no lo sé. Ponme una botella de cerveza, pero que no esté muy fría.
- Espere un momento que me limpie. Enseguida le atiendo.
- Poco público ¿verdad?
- Poco; los días de trabajo no viene casi nadie.
- Parece que trabajan en el convento.
- Sí, ahora lo están arreglando. Creo que han concedido diecisie­te millones de pesetas; pero, harán un poco y se quedará como siempre. Nosotros estamos bajando el material.
El bar de C6rcoles tiene detrás del mostrador una serie curiosí­sima de caricaturas de toreros pegadas a la pared. El muchacho di­ce que no los conoce, que el aficionado es su padre.
- Pues ese de enmedio yo creo que es Manolete, ¿no?
- Yo no lo sé, pero se lo digo enseguida. Déme una silla de esas y le leo los nombres.
Emilio se colocó encima de la silla haciendo equilibrios y me fue contando, uno por uno, los titulares del pie donde aparecen me­dio borrados de tinta los nombres de los diferentes diestros que las caricaturas representan.
- Juan Belmonte García; Marcial Lalanda del Pino; Antonio Ordó­ñez; Mariano Cabré Esteve...
- Mariano, no. Querrás decir Mario
- Eso es: Mario Cabré Esteve. Y el de allá, El Cordobés.
Córcoles, pueblo tirado a secar como paño blanco sobre la maraña del otero, cuenta con una interesante portada protogótica cubriendo la entrada de la parroquia. La portada no tiene columnas de apoyo donde descansar los arcos, detalle tan propio en el arte clásico; pienso que debieron desaparecer por fuerza mayor o por la baja calidad de la piedra con que se construyeron, y su lugar aparece hoy revocado de yeso. Frente a la iglesia hay un cobertizo repleto de automóvi­les donde la gente, en circunstancias normales, suele aparcar cuan­do viene al pueblo, y que, en otras extraordinarias, como las fies­tas de Monsalud o del Rosario, emplea para bailar.
Las casas de Córcoles son blancas, de un blanco riguroso que da­ña los ojos cuando se las mira de frente durante las horas de sol. Casas y calles escalonadas de cara a la vega. La plazuela del Cabil­do es un soberbio mirador desde donde se ven las escarpas del Rescal plantadas de olivos. En la plazuela pasan la tarde dos mujeres: doña Teresa y doña Leonor, y un hombre muy simpático que se llama Eusebio. Doña Teresa, la más joven de los tres, se entretiene en desbrozar un cubo de judías blancas.
- Mi marido es el alcalde.
- ¿Tienen ayuntamiento propio?
- Ayuntamiento claro que tenemos, ese es el edificio, pero perte­necemos a Sacedón. Mi marido es como si dijéramos alcalde de barrio.
- Ya.
- Aquí vivimos muy tranquilos, sabe usted. A nadie nos faltan cinco duros para vivir, que en las capitales debe haber de todo, según cuentan.
- Ya lo creo. ¿Son de aquí las judías?
- ¡Anda! ¿De dónde van a ser si no? Las cogemos del huerto, por aquella parte del Camino de Casasana.
- ¿Cómo se llaman los de Córcoles, Tío Eusebio?
- A los de aquí nos dicen corcoleros, y a los de Casasana les de­cimos zambrosos.
- Mucha oliva se ve por el término. ¿Qué tal pintó el año de aceituna?
- Bien. Este año ha venido cargao, y ya se sabe, les falta tiempo para bajarlas de precio. ¿Sabe por qué es?, porque sacan aceite de cualquier porquería, nos lo meten del extranjero y nuestras aceitu­nas tiradas por los suelos. Mire, hoy con el solecillo les entrará garbana a los que estén cogiendo.
Córcoles cuenta para abastecerse con dos tiendecillas en las que se vende de todo: desde un jamón serrano de la mejor clase hasta unas zapatillas de abrigo, pasando por todos los útiles y productos de primera necesidad, de los que la gente va tirando con mayor o me­nor apremio según la época del año.
- Naturalmente. En verano venden mucho, pero ahora, se lo puede imaginar; si no quedamos en el pueblo más que cuatro de ellos.
En una plaza cerrada y sombría, ya en la zona baja de Córcoles, las mujeres de la solana me miran con curiosidad. Al final, contes­tan a mi saludo con una pregunta.
- Oiga: ¿No será usted el que arregla las calles?
- Qué va, no señora. De eso sí que no entiendo nada. Lo siento.
- Es que se han quedado aquí mismo arreglando, ya lo ve usted, y decimos que a ver cuando nos toca.
- Pues también es fatalidad. ¿Cómo se llama esta plaza?
- Le decimos El Coso. Si lo pone allí en la esquina. Verá usted que tiene muchos callejones, pero no tiene salida.
Y es así; para bajar hasta la vega es preciso escaparse de allí volviendo los pasos por el mismo lugar por el que llegamos a la Pla­za del Coso. En la calle empinada los chiquillos juegan dejando co­rrer un neumático de automóvil que baja endiablado a estrellarse contra la superficie de la pared. A la entrada de la vega está la fuen­te pública y el lavadero. La fuente es de sillería antiquísima, adornada con dos bolas de piedra y la peana de otra tercera que se debió caer, qué sé yo cuando. Tiene los caños y el pilón bajos, casi a ras de suelo, como la fuente grande de Casasana. Hay una señora aclaran­do un balde de ropa con el agua del sobrante. Uno piensa, no sé por qué, que el agua de la fuente estará fría, muy fría, que la mujer debe de tener las manos entumecidas, que es un capricho incómodo en días como hoy.
- Pues no crea, que al no dejar de trajinar con la ropa, no se no­ta el frío.
-¿Es buena el agua?
- Se puede beber, pero es gorda. Para la cosa del est6mago se la llevan en garrafas los que están así, más bien delicados.
- Se ve que baja poca gente.
- Ahora, ya no baja nadie, ni a por agua ni a lavar. Como la tene­mos en las casas... No ve, si no queda en el lavadero ni un grifo sano.
Y otra vez pueblo arriba, la luminosidad de las paredes encaladas contrasta en el crepúsculo con el negro mate de las rejas. En el Cabildo, en las aceras de la calle, en la solanilla de la Iglesia, se ven mu­jeres haciendo costura y ancianos sentados al sol. El sol de enero, alguien me dijo, es como el padre y la madre de los viejos de la Alcarria. Dos o tres semanas por medio desde el día de mi visita, sigo re­cordando a Córcoles con singular afecto. Si dejamos a un lado su loable condición de pueblo limpio, de gente abierta, el pueblo cuenta de por vida con el carisma de una paz contagiosa, de una serenidad y una calma que, sospecho, llega hasta él cada noche a ma­nera de brisa generacional, desde la vecina soledad del viejo ceno­bio de San Benito.

(N.A. Febrero, 1983)

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