miércoles, 18 de marzo de 2009

ESPLEGARES


Esplegares es un pueblo limpio, despejado y frío, que cuenta más de un centenar de viviendas allá por los páramos que avecinan el paraíso veraniego del Alto Tajo, a la altura, más o menos, de su confluen­cia con el Ablanquejo, arroyo serrano sabedor de leyendas y de paisa­jes bellos.
A cien metros escasamente de la carretera, en dirección opuesta a Esplegares y a su misma altura, hay un pozo curiosísimo, un manade­ro más bien, al que se puede bajar por unas escalerillas de piedra en callejón, para llenar a boca de cántaro en una pila de agua a ras de suelo que, no sé por que, a mí sin llegarla a probar se me antoja inmejorable, casi milagrosa, como en los pozos bíblicos del Viejo Testa­mento. En la piedra consta la fecha de 1896. Luego supe que aquel fue el año de su restauración, si bien, el origen de la pilastra que con­tiene las abundantes aguas subterráneas se cifra en tiempos de la do­minación mora, y que su nombre para los del pueblo es el de "el pozo de Ber", corto apelativo de "el pozo de beber", como uno intuye que debió ser al principio.
Esplegares, azotado de firme por los vientos del norte, espera. a eso de la media tarde un algo indefinible, al indiscreto informador seguro que no. Son casi las tres y en las calles del pueblo hace un frío glacial. Pese a que el sol alumbra con viveza hemos visto la nieve en los repechos en sombra. La tarde, visto está, no durará mu­cho.
La plaza, ancha y remozada, parece más grande todavía cuando se ve sin gente. La iglesia parroquial, nueva también y sin historia, preside los amplios espacios del centro común de los esplegareños, dejando colar el aire por los vanos de la espadaña que mira atenta ha­cia la puesta del sol. Junto al rinconcillo de lo que uno piensa debe ser el ábside, hay un pozo con brocal y con montura de forja pintada de negro. La plaza entera parece acabada de salir de las manos del restaurador, y, sobre el murillo lateral del frontón pintado de verde, hay dos placas incrustadas. La primera representa una señora de pue­blo portando un cántaro en el ijar y un botijo en la, mano. Se trata de un bajorrelieve que firma A.Sotoca, un hijo del pueblo que vive en Madrid. La otra es una lápida de mármol en la que se recuerda que la plaza remodelada se inauguró por el Presidente de la Diputaci6n, don Francisco Tomey, el l7 de noviembre de 1985.
Esplegares es el pueblo de la loseta. La, piedra plana da carácter a las callejuelas escondidas y a las zonas más nobles del lugar. Por distintos rincones me encuentro con pilillas labradas en piedra que contienen agua helada. Acabo de entrar en las instalaciones del Cen­tro Cultural Amigos de Esplegares. Es un bar muy curioso y muy limpio que ocupa el mismo lugar en el que estuvo una de las escuelas. Sobre las repisas hay copas de competición y trofeos conseguidos en noble lid contra los pueblos vecinos. Pido un café y el chico que atiende el mostrador me dice que no hay de momento, que tienen apagada la cafe­tera. Después me cuenta que aquello funciona en sociedad, que son doscientos socios y que llevará funcionando como unos seis años.
- Tenemos muchas cosas: sala de juegos, biblioteca, y un buen equi­po de sonido para bailar. Hay un campo de fútbol de la Asociación, y en proyecto tenemos unas pistas de tenis y un campo de tirar al plato.
Resultó que el amable chaval del mostrador era el presidente de la Asociación Cultural en persona, y que se llama Eusebio Herranz Sotoca. En Esplegares, primero uno y después otro o viceversa, casi todo el mundo lleva los mismos apellidos.
La biblioteca está instalada en un cuarto reducido. No hay dema­siados volúmenes donde elegir, y lo poco que se ve es muy viejo.
- La compramos entera por medio de un bibliobús de Madrid. Luego nos dieron unos cuantos libros buenos que pedimos a Radio Nacional. Mire aquí tiene dos de ellos.
Los libros en cuestión son el registro del ISBN, con todos los au­tores por orden alfabético y libros publicados en España durante los años 1983-84. Uno se encuentra en aquella interminable relación y se siente vanamente complacido.
- Aquí tenemos todo el equipo de música. Es muy bueno. En el año 79 ya nos costó 300.000 pesetas. Se baila en el salón. Mire qué bien sue­na. Y eso que ahora funcionan sólo dos altavoces.
Cuando hace funcionar a los cuatro a, la vez el sonido es puro, pe­ro atronador. Tenemos que salir de allí antes y con antes. En este mo­mento nos acompaña el concejal Pío Herranz Sotoca.
- ¿Son hermanos?
- No; somos primos muy lejanos. Aquí casi todos nos llamamos así.
Las piedras laminadas de caliza dan carácter a las callejuelas perdidas de extramuros. Dicen en el pueblo que la loseta que da el término es fácilmente moldeable al poco de arrancar de la tierra, pero que una vez expuesta a los efectos de la intemperie se vuelve dura como el acero.
Esplegares es, como lo son tantos, pueblo de casas hundidas en sus alrededores, donde los sillares todavía en pie y la valiosa clavetería de sus puertas viejas, suman importancia a lo que el pueblo fue en un pasado no demasiado lejano. Por donde estuvieron las eras se suceden, una al costado de otra, las casillas de guardar aperos. Muy lejos se pierden de vista las agrias sinuosidades plumadas de chaparral y de montecillo perdido, ocupando una extensión impresionante como prólogo a las pintorescas depresiones y cortes rocosos que caracterizan, no lejos de aquí, las altas tierras del Tajo.
Llego después, aguantando malamente el frío cortante que sopla del páramo, a la ruinosa ermita de Santa Quiteria, muy en las afueras. La ermita, centro de añejas devociones cuando el pueblo contaba con más habitantes de los que tiene hoy, está" sin techo. En sus muros se mar­can aún las formas de la capilla y del columnaje. En el interior han encendido lumbre y ahora se usa, para tirar botes, para, recoger elec­trodomésticos inservibles y bolsas de basura. Por encima del arco de acceso que mira al pueblo dice: "Año de 1785".
Hoy, por casualidad, se encuentran en su casa de Esplegares Lina Narro y Agustín Utrera, profesores ambos y amigos del forastero. Viven en un cómodo chalé de las afueras, frente por frente a la casona de los abuelos, el señor Leocadio y la señora Balbina. La visita tiene el tinte sorpresa de lo que no se espera. Los cojo en el instante mismo de la sobremesa y me invitan a café y a sentarme junto al fuego que arde en la chimenea a llamarada viva. Al rato tengo que cambiar de postura, como San Lorenzo. El abuelo Leocadio no oye apenas, pero es un hombre listo y sabe mucho. El abuelo conoce el término palmo a palmo, senda a senda. Me habla de la piedra de loseta y del paraje, práctica mente laminado que llaman Las Corbeteras, que el nombre en si -él asegura- lo dice todo. Luego me dirá que Esplegares es un pueblo con mu­cha agua subterránea, que a poco que se ahonde te sale por cualquier sitio.
- Aquí hay ciento cuarenta pozos entre el pueblo y el término. Todos con agua. Los he ido contando más de una vez cuando estoy en la cama.
- Muchos parecen, ¿no?
- Nada; hay esos mismos que le he dicho. Ahora dicen que ha venido de Guadalajara una orden mandando que les pongan tapadera y una llave. Pues yo le digo a usted que eso es una tontería, sobre todo a los que hay por el campo. Al que ha mandado eso lo ponía yo que se pasara un día de buen calor andando por ahí, y que cuando fuera a buscar donde beber, se encontrara con el pozo cerrado con llave.
- Siempre será por razones de seguridad o de higiene, supongo.
- ¿Y para qué? Si toda la vida han estado así. El que más y el que menos tiene su brocal y no se puede caer nadie.
Me cuentan mis amigos que aquello debió de ser una zona preferida por los hombres de la antigüedad, incluso por los hombres prehistóricos, como lo demuestran las famosas pinturas rupestres de la cueva de Los Casares en la cercano Riba de Saelices.
- Muy cerca del pueblo hay un cerro que está todo él rodeado de tumbas haciendo círculo. Le dicen el cerrillo del Navazo. Muchas de las tumbas se ve cómo están hechas con piedras planas, que debieron llevar desde Las Corbeteras; lo que quiere decir que su empleo no se debe exclusivamente a los tiempos modernos.
­Las fiestas patronales –salió en la conversación- fueron en el pueblo el día de San Andrés, que hasta no hace tanto tuvo su ermita. En su tiempo, pese a las tremendas nevadas de algunos años, se celebraban con no poca animación durante los tres días consecutivos que siguen al 30 de noviembre, día de la fiesta mayor. Hoy, como en todo, las cosas han cambiado bastante. Las fiestas locales se celebran en honor del Santo Cristo, y tienen su día, también con la misma pompa, el segundo domingo del mes de agosto, por aquello de los veraneantes.
La casa de los abuelos es enorme. Tiene toda la traza de los antiguos mesones castellanos. Nos cuenta la abuela Balbina que lo que andan por allí son demasiados ratones, pero que ella se da buen arte para cazarlos. Lo hace con un agallón de chaparro y un trocito de pan.
- Sí, es muy fácil. Se atraviesa el agallón con un palillo y se le pone un cachito de queso o de pan en la punta. Encima coloco una cubeta de esas de la resina boca abajo, con el borde en el agallón. Cuando entra el ratón, al comerse el pan mueve el palillo y le cae todo el cacharro encima. El animalillo se queda dentro. En cosa de unos días llevo ya apuntados treinta.
Todavía salí a echar un vistazo por las afueras; a ver desde los últimos corrales del pueblo la serena majestad de los barrancos y de las cumbres boscosas que se alcanzan a ver por el sureste, tal vez por donde andan las madres del Tajo. La calma que desde allí se respira, no se puede describir, como lo abrupto y espectacular de aquellas sierras. A este lado las casas, en el altiplano de uno de nuestros pueblos con más personalidad, con una historia anónima que a uno se le antoja interesante y que le gustaría conocer en su fondo.

(N.A. Febrero 1986)

1 comentario:

PRIMA dijo...

Yo, si no recuerdo mal.... ahí estuve con mi papi. Siempre te echaré de menos. Te quiero y te seguiré queriendo hasta que me muera. Bss. allá dónde estes.