jueves, 30 de abril de 2009

ILLANA



Siempre que se pretenda conocer en toda su variedad las tierras de la provincia es aconsejable, imprescindible, diría yo, colocar al pueblo de ll1ana en un lugar bien visible. Por ll1ana, que es Guadalajara, corren aires manchegos que le distinguen ya desde sus inmediaciones. Se llega al pueblo entre campos de olivos que nos siguen durante algún tiempo y tierra de labor a ambos lados de la carretera. En la plaza de ll1ana hay gente a cualquier hora, como corresponde a un pueblo que casi alcanza las mil almas, aunque cualquiera sabe que hubo un tiempo en que superó las dos mil. Los mozalbetes pelotean con un balón de cuero bajo el arco del Puntío y un camión, que acaba de llegar de Levante, se pone a vender fruta al lado de la fuente. En unos escalones que hay a la entrada del Ayuntamiento, tres ancianos, dos hombres y una mujer, esperan impacientes a que se abra la puerta.
-Estamos esperando a que venga la secretaria a pagarnos. Si no se cobra, no se puede vivir. ¿Viene usted a llevarse la contribución?
-No; no, señor. Ni mucho menos. Vengo a ver el pueblo.
La fuente que hay en el centro de la plaza de ll1ana es redonda y amplia; una fuente sin límites que se abastece con unos chorros finos que miran a los cuatro puntos cardinales y se alza en una farola de metal que se abre también en cuatro brazos.
-Pues si quiere usted ver al maestro tiene que subir a las casas de las escuelas. A lo mejor está en el bar, echando la partida.
Y allí estaba. Mi amigo Félix Baquero jugaba en el bar su partida de tu te de la tarde. Con él, unos cuantos jubilados del pueblo, peritos todos ellos en el juego del naipe, según pude comprobar en los escasos minutos que estuve de espectador.
-Aquí, el as de las cartas es don Félix, pero de cuando en cuando también le ganamos.
-¿Se enfada?
-¡Que va! A nadie nos gusta pagar, pero cuando nos toca, nos aguantamos.
-¿Qué se juegan ustedes?
-Nos jugamos el café, y así pasamos el rato.
Me lo contaba don Cirilo del Saz, que en aquella ocasión le tocó perder. Para don Francisco Martínez, las cosas habían rodado mejor.
-Yo era albañil, pero me ha gustado mucho la música. Aquí tuvi­mos la mejor Banda de la contorna, y se deshizo por falta de cuartos.
-¡Hace mucho tiempo?
-Yo creo que se fundó en el año 12 y se deshizo en el 26. No crea, que llegamos a estar más de cuarenta músicos, aunque en activo sería­mos unos cuantos menos. Yo tocaba el requinto y no lo hacía muy mal.
-¿Por qué no la vuelven a rehacer?
-¿Ahora? Si dices eso, se ríen de ti. No ve usted que somos todos ricos. Esas cosas ahora no tienen importancia.
-O sea, que prefiere usted aquello.
-Entonces había poco dinero, pero mucha alegría. Comíamos mu­chos corderos, que ahora los vemos de tarde en tarde, y cuando lle­gaban los mayos, que ahora es el tiempo, se acompañaban con bandu­rrias, laúdes, guitarras, violines...¡Menudo era aquello!
Dejamos la habitación del bar de Illana con su ventana Que da a la plaza y su estufa de leña en mitad pintada de purpurina. Mi amigo Félix. Que lleva en el pueblo cerca de veinte años, me contó algunas particularidades de la vida local.
-Este es un pueblo agricultor de mucha solera. Se vive del cereal y del olivo. Antes -yo de esto no me acuerdo-, debieron ser famosos los vinos que aquí se hacían y que se deben haber hecho hasta hace poco.
-Habrá mucha maquinaria.
-Sí, sí. Para la agricultura, hay de todo; y tractores, pues casi uno en cada casa.
Con sólo cruzar la plaza desde el bar donde se quedaron nuestros amigos, se llega al pie de la iglesia. Es una enorme mole de sillería bien conservada, que debe proceder no más allá del siglo XVII. Dentro de la parroquia de Illana los ojos se van de inmediato hacia el retablo de su altar mayor, que se eleva metros y metros, ocupando por completo la pared frontal en un juego armónico de contorsiones barrocas y ma­dera vista.
-¿Qué altura tiene el retablo?
-No lo sé exactamente, pero debe andar cerca de los veinte metros. Don Alejo, el joven sacerdote de Illana, me pasó a ver la sacristía, que queda en una habitación contigua al altar mayor. Allí se conserva la argolla de hierro tosco con que los moros tuvieron amarrado al ge­neral Navarro por aquellos años de primeros de siglo, y que él, una vez liberado, ofreció como obsequio a un buen amigo de Illana en acto muy solemne, que todavía se recuerda. En otro lugar de la sacristía, la imagen menuda y bella de su patrona.
-Esta es la imagen de Nuestra Señora del Socorro, patrona de Illana. Celebramos su fiesta el 8 de septiembre. El patrón es San Roque.
No quiero pararme a pensar si será o no correcto el sacar a la luz que éste ha sido mi segundo viaje aIllana. Quizás por razones que rayan la intimidad debiera callarlo, pero si con ello puede uno mani­festar públicamente su gratitud a un hombre bueno, diré que la vez an­terior fue el 7 de mayo del 66, y que llegué por mi pie, sangrando por todo el cuerpo, después de un accidente de moto en la carretera de Tarancón. No he olvidado cómo al preguntar a dos niños por la casa del médico, se marcharon asustados, sin contestar. Al momento, de­jando la comida de una boda a la que estaban invitados, don Eleuterio, el médico, al que acompañaba mi amigo Félix, cosía en vivo las heridas de carne abierta y me devolvía a mi casa con su propio coche, en un servicio gratuito. Ni qué decir que el saludo, después de catorce años, y con el mismo Félix por testigo, fue un abrazo.
-¡Qué susto traías! ¿Lo recuerdas?
-Claro que lo recuerdo. Muchas veces.
Don Eleuterio Revuelta se jubiló por la edad hace dos años y allí continúa, en su propio pueblo, donde yo creo que ha conseguido lo más difícil: ser profeta.
-¿Cuántos años aquí de médico?
-Pues, prácticamente, toda la vida. Empecé en el año 35.
-Le ha creado su pueblo problemas de tipo profesional alguna vez?
-No; no me ha creado problemas profesionales nunca. He estado aquí muy bien.
-¿Es su pueblo propenso a algún mal determinado?
-No. Así, de tipo endémico, no hay nada. Durante unos años me dieron mucho quehacer las fiebres de Malta, pero ya se pasó.
Don Eleuterio nos invitó después en otro bar de la plaza donde pasamos un rato de conversación coincidiendo con la caída de la tarde. Cuando, pasados los días, uno recuerda desde lejos sus horas de Illana -unas y otras-, siente deseos de volver y piensa que lo hará con mayor frecuencia que hasta ahora lo hizo. Son razones que re­claman una obligación a cumplir como consecuencia.

(N.A. Abril, 1980)

miércoles, 29 de abril de 2009

HUMANES DE MOHERNANDO


La mañana viajera del fin de semana nos ha querido acercar otra vez a tierras de la Campiña. Años ha que uno no había visto estas fértiles llanuras del Valle del Henares rebosantes de salud después de las fuertes sequías del último trienio. Al pasar, el campo parece una inmensa esponja marrón empapada hasta el último poro. En la mañana invernal el sol se asoma tímido, se desliza perseguido de sombras y desaparece luego. Se ha montado una intensa neblina sobre el cerro de la Muela que extiende sus melenas de vapor hasta los bajos del río. El pueblo se acomoda en la llanura con sus edificios nuevos, capitalinos, rodeando en una superficie considerable la mole conjunta del campanario y del ábside de la iglesia.
Me acabo de colar por un complicado laberinto de calles señalizadas lo mismo que en la ciudad. Por el Humanes céntrico, que aquí coincide con la zona más antigua del pueblo, se pueden ver viejas casonas señoriales que uno piensa pudieron pertenecer en otro tiempo a familias acomodadas de muleteros o de agricultores fuertes cien años atrás
Es ahora la plaza donde está el Ayuntamiento la que he querido elegir como lugar de parada y fonda. En la esquina hay una plazca municipal que anuncia que aquella es la Plaza de España. Es un sitio elegante, y limpio, cuyo suelo de baldosas refleja la luz en los leves charquitos que dejó el último chubasco. El reloj del Ayuntamiento, colocado justo en mitad de la simétrica fachada, señala desde la torreta las once horas en punto de la mañana. A mi lado el sombrío pórtico de la iglesia, cercado con verja de grueso herraje y cinco columnas renacentistas de capitel jónico que sostienen la pesada cobertura de madera y tejas, bajo la que queda la arcada por la que se entra a la iglesia y una imagen de azulejos representando a la excelsa patrona de la villa: la Virgen de Peñahora.
La puerta está abierta. Desde fuera se oyen los acordes de un órgano electrónico sonando en el interior. Don Felipe, el párroco, le arranca unos compases sacros de buen maestro.
-No, qué va; ni mucho menos. Es nuevo. Estamos ahora con él como de pruebas.
Humanes tiene una iglesia enorme, con sólida fábrica del siglo XVI, dos naves y un crucero que preside, desde la concavidad en arco del desnudo ábside, una imagen solitaria de Cristo en la Cruz. A uno y otro lateral sendos retablillos sin interés apenas que han venido a sustituir a los que desaparecieron cuando el saqueo. Las dos naves interiores se cubren con un magnífico artesonado de inspiración mudéjar en perfecto estado de conservación.
En las calles las viviendas alternan con los establecimientos bancarios, con las tiendas y con los lugares para el recreo. Humanes, aparte del hostal, cuenta siete bares, innumerables tiendas clasificadas por especialidades, y tres industrias importantes que cooperan activamente con el bienestar del vecindario.
En el bar de Paco los clientes toman copas de coñac y vasitos de vino. Las señoras prefieren un buen café calentito para matar el frío. Casualmente me encuentro aquí con uno de los nueve maestros que atienden el colegio de Humanes, viejo amigo y excelente persona. Mi amigo se llama Gonzalo Andradas; vive en el pueblo desde hace diecisiete años ejerciendo su profesión y tiene -la amistad lo justifica- un refinado sentido del despiste.
-¿Cuál es la última, Gonzalo?
-Pues no sé. Hace poco me fui a cazar, y cuando llegue me di cuenta de que me había dejado la escopeta en casa. Ya es buena.
Como pueblo cabecera de comarca asisten a las escuelas de Humanes los niños de los lugares próximos, amenazados quién sabe si con el despoblamiento en un futuro más o menos lejano.
-Sí, aquí vienen niños de Alarilla, de Cerezo, de Robledillo y de Razbona. Los mayores están en las escuelas de arriba, junto al hostal, y a los primeros cursos los tenemos en las escuelas de abajo.
Después supe del reciente inicio de las obras para la construcción de la nueva residencia de ancianos, que podrá acoger hasta cincuenta asilados dentro de poco si las cosas van sucediendo como el pueblo espera. Se trata de una fundación de una hija de Humanes, ya fallecida, que viene funcionando en la que fue su casa desde el año 1952, a fin de socorrer de por vida a los ancianos sin amparo y pobres de solemnidad, bajo la mano amiga de las Hermanas Carmelitas del Sagrado Corazón
Hemos salido hacia las afueras siguiendo cauce abajo las corrientes del Sorbe hasta muy cerca de su desembocadura en el Henares. Una confortable urbanización con más de cuarenta chalés ocupa las tierras ribereñas de Peñahora, con su zona de jardín rodeada de seto, de pinabetes y de rosales, esperando el milagro de la floración.
-Pues, para que te des una idea, desde aquí para abajo estaba el primitivo pueblo de Humanes. Más allá del río es donde estaban por aquellos tiempos los caballeros de la Orden de Santiago.
En este momento ha comenzado a llover. Mientras que Gonzalo busca la llave de la ermita, me acomodo bajo el techadillo que protege la entrada y que está sostenido por dos columnas de metal pintado. La ermita de Peñahora, entre la ermita del ferrocarril y el puente sobre el río, ha sido restaurada recientemente y blanqueada por fuera. El interior es una nave pequeña, muy limpia, con un altar mínimo para celebrar, y la bellísima imagen de Nuestra Señora vestida de blanco sobre lo más alto de una escalera doble por la que sus devotos suben los días señalados a besar el manto. La Virgen de Peñahora es, pienso que con muy pocas opiniones en contra, la primera dama de la Villa del Henares.
-Mucha devoción le tiene la gente -me ha dicho la señora Josefa, ermitaña de Peñahora. Las chicas que se casan le traen los ramos de novia, los vestidos, y muchas tienen el gusto de venir a casarse a su ermita.
-¡Celebran romería?
-Sí señor. El primer domingo de septiembre se sube en procesión hasta la iglesia, y se baja otra vez el primer domingo de octubre.
El juego frontal de azulejos realza la imagen de la patrona.
Hemos recorrido más tarde el barrio periférico de la Estación. Es como un pueblecito vecino, populoso, sin dejar de ser por ello el propio Humanes. Luego la urbanización de arriba, que aquí dicen la Campiña, hasta llegar a las mismas puertas de otra ermita antigua que aparece al comienzo de un leve altiplano, antes de llegar al recinto cercado de la Escuela Familiar Agraria. La ermita de la Soledad está casualmente abierta. Limpiando el polvo está una señora muy amable que se llama Consuelo. Además de la preciosa imagen de la titular hay también en la ermita un Santo Sepulcro.
Se bajan los dos para la Semana Santa. Queremos hacer una carroza para llevar la Virgen, si alguien la regalara. Pesa mucho. La regaló el mismo señor que ha dado los treinta millones para el asilo.
-¡Anda! Pues si me han dicho que es anónimo.
-Ya; pero aquí lo sabe todo el mundo. Es primo mío.
Los nubarrones del norte se ven desde la puerta de la ermita sorbiéndose los picos más altos de la sierra. Detrás queda la extensa, y escrupulosamente limpia, explanada de la E.F.A. femenina de Humanes. Un establecimiento ideal para la formación de jovencitas adolescentes, a la que se me antoja no se le presta la atención que merece, empezando por las muchas familias que, tal vez por ignorancia, no se aprovechan de sus servicios.
Un perrillo ladra cuando el desconocido atraviesa la verja para entrar en la Escuela. La puerta principal la abre una señorita muy amable a la que pregunto por la dirección del centro. En un espacio lateral del salón están preparando los equipajes las alumnas que se marchan a casa durante la semana. Porque la estancia de las chicas es de semanas alternas. ¿No es así?
-Sí; todas las escuelas de este tipo fueron concebidas así: una semana en el centro y otra en casa. No es conveniente que las chicas pierdan el contacto con la familia, que en realidad es la primera escuela.
Me lo contó en la sala de profesores otra señorita que en aquel momento estaba corrigiendo unos ejercicios, supongo, pertenecientes al último control. Enseguida llegó Maribel, la directora, que me informó de otros pormenores de la E.F.A.
-Bueno; los estudios que se cursan aquí son de Formación Profesional, primer grado, y las chicas permanecen durante dos años.
-¿Muchas alumnas?
-Pues no hay muchas. Ahora tenemos cuarenta y ocho y la capacidad de la Escuela es de sesenta y cuatro.
-¿A qué se debe esto?
-Tiene una explicación sencilla. Las chicas proceden del medio rural, de familias modestas, y necesitan casi en todos los casos la ayuda de alguna beca. En los pueblos no están muy al tanto de estas cosas y se dejan perder la ocasión. Las alumnas residen aquí la semana que les toca, y eso lleva un gasto que a los padres les resulta costoso. Ahora se nota más que antes.
Sobre un mapa de la provincia colocado en la pared se ven marcados con bolitas blancas y rojas, según el curso, los lugares de origen de las alumnas: Albalate, Sacedón, Ujados, Renales, Mondéjar…
-Durante la semana de alternancia, a muchas las hemos tenido de prácticas en empresas de la capital o de sus propios pueblos, sin ganar nada, pero que les ha servido para coger experiencia en el trabajo y para darse a conocer con vistas al futuro.
-¿Cuántas profesoras sois en este momento?
-Ahora somos cuatro.
Humanes queda abajo, descolgado en el llano, dejando patente ante la mirada del viajero que se va la imagen de un pueblo próspero, sostenido por unas cuantas industrias destacadas y por las fecundas tierras de la Campiña, que como bien se la conoce es tierra fiel, maternal y dadivosa.

(N.A. Marzo, 1984)

HUEVA


El día que llegué a Hueva no era la Alcarria ese paraíso de aromas y transparencias, de claridades y ensueños que los de estas latitudes estamos acostumbrados a ver. Excepcionalmente, bajo el influjo me­teorológico de la tarde, la Alcarria era distinta, desconocida. La carre­tera de Pastrana y los campos por donde se va abriendo paso despe­dían fuego. Fuego del asfalto, de los rastrojos rasurados al sol, de las encinas y de los matorrales; fuego del aire que se colaba de un lado a otro por las ventanillas del coche entre las irregularidades continuas del camino. .
El pueblo, que, sorprendentemente, es más de lo que desde abajo aparece, se asienta al pie del Cerro Carrayano, bordeando de cerca la carretera a ocho kilómetros escasos de la Villa Ducal. En la plaza de Hueva corre a esas horas un vientecillo fogoso que apenas logra mover las hojas de las acacias. Es una plaza cuadrada, de buenas proporcio­nes, cuyo frontal ocupa el edificio soportalado de su ayuntamiento; y en el centro, como valiosa reliquia en piedra de otros tiempos, la es­tampa tétrica de la picota. Una perra negra se acerca con la lengua fuera camino de la fuente, se refresca bajo el chorro del pilón y se marcha calle arriba, buscando la tranquila sombra de unos corrales.
Desde un pequeño mirador que hay a la altura de la carpintería en la calle del Tropiezo, se ve abajo, recubierto en parte por un tapiz de yedra fresca, lo que muy bien pudiera ser un palacete o una casona con cierto aire señorial. La preceden una pareja de cipreses y está, al parecer, cerrada sin muestra alguna de vida a su alrededor.
-¿De quién es esta casa?
-Eso es de los condes de Zanoni.
-¿Suelen venir con frecuencia?
-Sí vienen, sí. La señora viene mucho. Pues ya ve; son unas per­sonas que con el pueblo no se portan mal, pero yo creo que hay veces que no les sabemos corresponder.
Juan Mariano Sánchez, que casualmente pasaba por allí camino del trabajo, fue la primera persona con quien tuve ocasión de hablar en Hueva. Luego, los temas se fueron sucediendo, pero ante la premura de la fecha, la conversación se torció por las fiestas de septiembre.
-Aquí se celebra el Cristo el día 14, y con la cosa de los toros esto se llena de gente. Los pueblos de la contorna se vienen aquí y se pasa muy bien. Al final, los dos o tres bichos que se torean nos los comemos en la plaza.
-¿De qué se vive en Hueva?
-Del campo. Aquí se vive del campo y de los cuatro atajos de ga­nado que quedan. Industrias no hay más que esta ebanistería y nada más. El campo no es muy bueno, pero si nos hicieran la concentración parcelaria se le sacaría mucho más con menos trabajo.
-Pero no es de los peores pueblos de la zona, ¿verdad?
-Hombre, aquí se está bien. Aunque no crea; que cada día nos van faltando más cosas. Este año, por ejemplo, nos hemos quedado sin es­cuela. Los chicos se llevan a Pastrana, y eso sabe usted que para un pueblo es malo, aunque reconocemos que tiene que ser así.
En la carpintería trabaja en solitario Pedro Pascual, un hombre joven que conoce su oficio. La carpintería de Hueva tiene dos plantas: el taller, que ocupa la parte baja, y el almacén de material y trabajos acabados, que queda en el primer piso.
-¿Lleva usted sólo todo esto?
-No. Lo llevamos entre dos. El otro es Julián, que no tardará en venir.
-¿Qué trabajos suelen hacer normalmente?
-Aquí hacemos de todo. Dormitorios hemos hecho muchos, pero ahora nos dedicamos más a mesitas auxiliares y muebles finos de pe­queño tamaño. Las mesitas son plegables y las hacemos en juegos por­tátiles de cuatro piezas. Hace poco se llevaron cincuenta juegos, y algu­nos para exportadores.
Llegó Julián. Julián Serrano es, además de ebanista, alcalde de Hue­va. Julián es un muchacho amable, de buena voluntad, a quien le ha caído sobre la espalda todo el peso y las responsabilidades de un pueblo cargado de problemas.
-Sí, sí. En este pueblo, problemas los que usted quiera, y todos de dinero. Mire: primero, para restaurar la iglesia, que es una necesidad urgente en un pueblo muy religioso, que vio, con desesperación en mu­chos casos, cómo se consumía todo bajo las llamas. Después hay que poner otro alumbrado público, pues, como usted puede ver, los alam­bres se caen por todas partes; y luego, el agua, porque el depósito que tenemos es pequeño y este verano lo estamos pasando muy mal.
-Médico tampoco tienen, ¿verdad?
-Pues mire: hasta ahora hemos estado muy bien asistidos por don Celestino, un médico de Pastrana que nos ha estado atendiendo du­rante más de treinta años. Por cierto, que queremos hacerle un home­naje de gratitud ya él no le hemos dicho todavía nada. Ya se ha jubi­lado por la edad, pero aquí se le quiere mucho.
Sentado a la sombra, en un poyo de la plaza, está el alguacil del pueblo, hombre de edad avanzada que debe haber gastado su vida en el arte del pregón y otros servicios municipales.
-Pues no, señor. Se equivoca usted. Sólo llevo de alguacil seis años, para que vea. Yo he sido pastor, yesero, muletero, cortador de leña y, menos ladrón, de todo. Ahora, pregonero.
-¿Cuántos años tiene usted?
-Tengo ochenta y dos años y le echo a usted un pregón ahora mismo para que vea cómo hacemos las cosas los de Hueva.
-¿Cuáles son los pregones que más le gustan?
-Los que más me gustan son los que dejan más propina.
-¿Cuánto cobra usted por un pregón?
-Pues mire: cobro diez duros; cinco, por el pregón, y cinco, por el puesto.
-¿Cómo se llama?
-José Serrano.
-No. Digo que cómo se llama usted.
-Ya se lo he dicho. Me llamo José Serrano. ¿Es que no le gusta?
-Claro que me gusta. Es que yo también me llamo así.
-¡Arrea! ¿No será usted hijo de mi tío Loreto?
-Pues no. Yo no sé quién era su tío Loreto ni lo he visto nunca.
-El tío Loreto se fue de aquí hace muchos años y no ha vuelto más. Nadie sabemos dónde estará ni qué habrá sido de él.
Hablando en la plaza con don José Serrano, el alguacil de Hueva, llegó por allí don José María Reyes, cura de Escariche y encargado de aquella feligresía. La ocasión fue oportuna para ver lo que quedó de la iglesia después del siniestro. La iglesia parroquial ofrece hoy un espectáculo triste, desolador. Montones de cenizas, hojalatas, chapas retorcidas y pequeñas partículas de madera quemada son hoy el todo de lo que fuera su retablo mayor. El resto, retostado por el calor del incendio y negro, como las viejas cuevas de mendigos transeúntes.
-Ha desaparecido todo el retablo, el altar mayor, los dos cuadros laterales y la imagen de la patrona, Nuestra Señora de la Zarza. Los retablos laterales, las demás imágenes y el resto de la iglesia se han afectado por el humo y las altas temperaturas que produjo el incendio.
-¿Y cómo fue?
-Eso nadie lo sabe. Debió de ser a las dos de la tarde del día 2 de junio. Una chica vio salir humo por una de las ventanas, se puso a gritar, subió en seguida la gente con cubos de agua y todo lo que bue­namente pudieron, se produjo una situación trágica entre los vecinos con casos de verdadero histerismo, luego vinieron los bomberos y esto es lo que se pudo salvar. Las causas -cada cual opina lo que le pa­rece- no se saben. Yo, personalmente, descarto que fuera un corto­circuito, ni pienso tampoco que a esas horas del día fuera provocado.
-¿Hay algo en concreto sobre una futura restauración?
-Sí. La gente se lo ha tomado muy en serio, tanto en el pueblo como fuera de él; y aunque en este momento no tengamos todo lo que se necesita, ni siquiera sepamos con exactitud lo que queremos hacer, yo creo que las obras de restauración comenzarán pronto, pero sin estar terminado para el próximo invierno, que sería lo ideal.
Desde el pretil de la iglesia se cuecen con la canícula de la tarde los huertos que siguen arroyo abajo entre los olmos de la veguilla. No pasa nadie a esas horas por la carretera, que continúa haciendo curvas camino de Pastrana. Encajado entre dos cerros que le resguardan de casi todos los vientos, queda allí Hueva, simpático, acogedor, preocu­pado, con buenas ganas de ocupar su puesto en el conjunto municipal de la provincia.

(N.A. Agosto, 1980)

martes, 28 de abril de 2009

HUETOS


El panorama externo que presentan los campos por estas latitudes es de verdadera impresión. Jamás tuve ocasión de viajar hasta hoy por estos recovecos que anuncian la sierra, y a fe que vuelvo con aquel mismo entusiasmo de mis primeros viajes: contento y feliz por haber descubierto algo nuevo.
Hay entre Sotoca y Huetos gargantas peñascosas que me han recor­dado no poco aquellas otras que hace unos años tuve la oportunidad de recorrer a pie por la Serranía de Cuenca; y como en aquellos parajes también por estas tierras altas se da el boj silvestre escalando las laderas pedregosas de los cerros. El boj, o buje que dicen otros, es un arbusto típicamente serrano, muy propio del Sistema Ibérico, así como las jaras y las estepas lo son más bien de las zonas montañosas del Sistema Central. Huetos comienza a dejarse ver en seguida, una vez alcanzadas las tierrecillas de la vega en donde hay nogales. El pueblo se muestra al visitante, en principio, con sus viviendas es­calonadas, como a caballo de una loma que tiene como fondo el agreste corpachón de algunas montañas repobladas.
Como estos pueblos, más o menos lejanos o escondidos, casi siempre me suelen despistar con relación al tiempo, he querido hacerme presente en él algo antes de lo previsto. No es, por supuesto, las tres de la tarde la mejor hora para caer de incógnito en pueblo algu­no, sujeto por norma nuestras maneras de vivir y a nuestro nacional horario. Por eso prefiero perder los minutos que sean precisos para otear a mis anchas la ermita que hay a la misma entrada. La tarde es fría, pero luce el sol y la tranquilidad del campo convierte en placentera la estancia por estos lugares
Cuatro columnas alineadas sostienen el leve pórtico que cubre un tejadillo, bajo el que se encuentra la puerta de acceso. La puerta, como las puertas de todas las ermitas, tiene los consabidos ventanucos por donde la gente mira, reza y cuelga flores cuando las hay. No se oye nada. Apenas se siente el soplo del viento que arrastra las hojas secas. Uno piensa que esta zona en primavera, y más todavía en verano, debe de ser un auténtico paraíso. Por uno de los ventanos de la ermita alcanzo a ver la imagen moderna de una Virgen de Lourdes ocupando la hornacina central del ábside. En ambos lados del pequeño presbiterio se ven dos pasos de la Semana Santa, uno de Jesús con la cruz acuestas y otro de la Dolorosa. Por encima hay una cúpula en casquete que descansa sobre cuatro pechinas lisas. La ermita habla al recién llegado de un Huetos con población bastante, de viejas devociones que los que se marcharon para no volver se lle­varon a la tumba y que, deseable sería, ya lo creo, que los que hoy viven allí hicieran renacer para, al menos, llenar sus vidas de algo que me­rezca la pena; pues es sabido que el hombre no sólo tiene estómago, sino también corazón, cabeza y sentimientos, aunque a veces nos obstinemos en quererlo disimular.
Las gentes de Huetos se suelen tomar la vida con paciencia, que no es poca sabiduría. El abuelo Mariano Carrascosa está sentado al sol con una latilla de grano en el poyo de una casa que hace esquina, por donde poco después llegaré hasta la plaza. Bajo aquellas enormes masas de tierra, de piedra y matorral que rodean al pueblo, uno se siente poca cosa, casi nada. El abuelo mariano, por lo visto, está acostumbrado a vivir entre montañas y le da igual.
-A la de más arriba de todas le llamamos la Peña del Milano.
-Pues el pueblo, aquí en donde lo pusieron, es bonito con gana.
-No está mal. Las calles las tenemos arregladas, el agua en las casas, el teléfono, todo lo que hace falta para vivir como señoritos lo tenemos aquí. Pero la cosa es que no somos gente.
-¡Qué lástima!
-Ya lo creo. Yo los cuento casi a diario y no somos ni uno más. Quince personas somos.
A pesar de su contada y recortada población, de Huetos sólo pueden decirse cosas buenas: que tiene un entorno irrepetible, una plaza grande y luminosa, una gente cordial... En la plaza hay una fuente minúscula y algunas acacias. Al final de la plaza se levanta airosa la espadaña de la iglesia con dos vanos en el campanario que miran hacia las puestas del sol. Una señora me ha reconocido -después sabría que se trataba de la mujer del alcalde. Me cuenta que algunos hombres se fueron bien de mañana por las sierras a la caza del jabalí, que con un poco de suerte igual vuelven a media tarde con cuatro o seis piezas y no sería la primera vez. Al sol triste de los muros de la iglesia hay un anciano cosiendo con cierta pericia algunas correas de cuero. Por el suelo tiene una lezna, un cuchillo, unos alicates, una caja de remaches y un martillo nuevo.
-¿Qué se hace el hombre?
-Pues ya ve. Casi nada. Aquí entreteniéndonos un poco.
-Correas para collares.
-Sí, esto es para el ganado. Son recortes de cuero de los que desechan en el Ejército, y me entretengo en hacer collares para las cabras.
El hombre se llama Tomás Rodrigo. Tiene un invernadero hecho por él
con plantas ya nacidas de hortaliza, y según me cuenta se come los tomates propios un mes antes que nadie de la contorna.
-Para San Juan y Santa Isabel ya cojo tomates yo. Si me pong a echar cuentas, igual salgo perdiendo, ¿sabe? Pero, como tengo tiempo de sobra, me dedico a ello.
-Le advierto que si yo hubiese de vivir en un pueblo y tuviera su edad, estoy seguro de que haría lo mismo.
-Pero yo hasta hace poco he tenido mi buen oficio. Me he tirado ca­si cuarenta años en Cataluña.
-¿Ah, sí?
-Sí señor. Un servidor ha sido el matarife oficial de plantilla en el matadero de Sabadell.
-¡Qué barbaridad! Habrá cometido muchos crímenes.
-Pues mire, una media de tres mil por semana. Yo solo.
-¡Qué hombre tan malo, caramba!
-A mí me tocaba hacer el degüelle. Lo demás lo hacían otros.
-¿Y qué es lo que mataba?
-De todo, pero cabrío, lanar y vacuno, mayormente.
-¿No le queda un poco de cargo de conciencia?
-Nada. Ese es un oficio como otro. Lo que pasa es que al andar tan­tos años de continuo con la sangre, me hizo mal a la vista. La sangre es mala para los ojos, y no ando bien, no.
La verdad es que, estando tan cerquita de la iglesia, me hubiera gustado entrar a echarle una ojeada; pero, según entendí con el galimatías que nos organizó la hermana del señor Tomás desde su casa, creí opor­tuno no volver a mencionar el tema.
-Eso es porque al cura no le gusta que entre ningún extraño, ¿sabe?
-Hombre, claro, y hace bien. Hay mucho desaprensivo suelto y no sa­be uno con quien se juega los cuartos.
Victor García, el alcalde, que en seguida acudió junto a nosotros con el último sol de la plaza, me habló de que Huetos ha sido siempre famoso por su rica miel y por sus nueces, que el ganado, en cambio, jamás les fue bien por aquellos cerros.

-Las cabras y pare usted de contar. Donde vea buje, mal terreno pa­ra el ganado. El buje no hay bicho que lo quiera, es muy malo. Donde crece no sale otra clase de hierba.
-¿Cuántas cabras tienen en total?
-Pocas. En todo el pueblo unas doscientas cincuenta, como mucho.
-Hablan de buena miel.
- Buena y mucha. Aquí hubo en tiempos más de dos mil colmenas; y de coger cien fanegas de nueces, para eso no había que correr. Ahora, ya lo ve, nada; por falta de asistencia se han muerto las colmenas, y las nogueras se nos hielan. Las abejas son unos animales muy ventureros, dependen mucho del tiempo y de los aires; requieren unos cuidados que ahora no se les da, y claro, se mueren.
-¿En qué pasan el rato los pocos que son, señor alcalde?
-En nada. En andar con el ganado. Somos Solo tres hombres para tra­bajar. Los demás ya son mayores. De distracciones no tenemos ninguna.
-El campo, para la agricultura tampoco será gran cosa, supongo.
-Lo mejor del término es la vega de los Cañamares. Aquí, lo que es bueno no puede ser mejor, pero lo malo no sirve para nada.
En Huetos tienen como patrón a San José, o a la Sagrada Familia, que tampoco me lo acabaron de explicar muy bien. Lo cierto es que, por lo de los veraneantes, la fiesta se trasladó al tercer domingo de agos­to.
-Esto se pone imposible durante esos días. El año pasado me di una vuelta por las calles y conté ciento veinte coches. Eso sin contar a los que tuvieran encerrados.
-Dependen de Cifuentes, creo.
-Sí, dependemos de Cifuentes. Yo soy, para el caso, concejal del ayuntamiento de Cifuentes.
En Huetos, favorecida la circunstancia por el hecho de quedar un poco aislado, se repiten los mismos apellidos en distintas familias. Son apellidos de Huetos los Garcías, los Rodrigos y los Carrascosas, colocados de individuo a individuo según las posibles combinaciones que con los mismos se puedan hacer. Así me lo contó en la fuente de abajo don Vicente García, un hombre la mar de atento que salió a mí casualmente y anduvimos otro poquito de conversación antes de la des­pedida.
-Entre las muchas cosas que tiene Huetos, es envidiable su tranqui­lidad, ¿no le parece a usted?
-Demasiado tranquilos estamos. En este pueblo tenemos una sima muy honda. Si lleva poco tiempo seguro que no la ha visto.
-No, no he visto la sima. Lo que sí noto es que no hace aquí mucho frío. Se ve que los montes sirven al pueblo de abrigo.
-Eso sí. Antiguamente sembrábamos un mes después que los de Canredondo, por ejemplo, y segábamos quince días antes. Aquello es más frío. Es ya como sierra.
Bueno, ahí se queda Huetos. Perdido un poco en la distancia y en el tiempo. Añoramos su paisaje agreste y su serena paz sobre todas las co­sas. Otro mundo donde, aquello que alegra el corazón del hombre, queda un poco por encima de cualquier apetencia de aquí abajo. Igual que las águilas que dejamos volar, calmosamente, por encima de la Peña del Mi­lano, nombre inaccesible, montaraz, de dios de los aires y de las tie­rras vírgenes.

(N.A.Marzo, 1986)

lunes, 27 de abril de 2009

HUERTAPELAYO


A don Salvador Embid Villaverde,
su hijo predilecto
.

El Alto Tajo, amigo lector, la delicia de su naturaleza abrupta y dadivosa, hace posible el hecho de situarse en camino, sacudir de sí la pereza que pudiera producir la distancia, y echarse a rodar Alcarria adelante hasta dar allá lejos con aquel paraíso de rocas, de agua, de anárquica vegetación, que sirven de reclamo para sacar al posible viajero de su apoltronamiento en este antinatural vivir que rezuman las ciudades que nos absorbieron.
Una cinta estrecha de asfalto en buen estado que parte de la carretera de Zaorejas, al poco de pasar las sierras del caolín con que se tiñen de blanco los alrededores de Villanueva, nos llevará hasta nuestro destino final dibujando curvas de vértigo sobre el barranco, atravesando altiplanos y laderas escarpadas donde conviven en buen entendimiento el pino silvestre y la incorruptible sabina, dejándose ver en la ladera, como retazo de otros mundos, peñascos rodados en la solana que tapiza el boj y bajo cuyos abrigos se guarecen las colmenas primitivas que el hombre de estas latitudes gusta cuidar con las mismas artes que siglos atrás emplearon sus abuelos.
No se ve ni se oye un alma. Sólo el zumbido de las abejas confundido con el soplo frío del poniente, deja en el solitario vallejo la agreste pincelada de su pureza. Después un arco abierto en la peña que nos sirve de pasadizo, un arroyuelo saltarín a mano izquierda que alimenta desde antiguo raíces de álamos, de nogueras, de sargatillos y de cerezos de la vega, hasta llegar a Huertapelayo, recogido en el hoyo a la sombra de tajos impresionantes que en el pueblo conocen con los sugerentes apelativos de Cerro de la Cadena y las Covachas.
-Buenos días. Cuánto me alegro de encontrar a alguien. Venía pensando que después de tanto viaje igual me encontraba al pueblo sin gente.
-Pues sí que hay gente. Los fines de semana es difícil que esto esté solo.
-¿Por donde se va a la plaza?
-Es muy sencillo. Baje usted todo recto y verá como enseguida llega.
Lo de recto quiero pensar que sería una manera de decir por parte del amigo Aurelio; pues, para llegar a la plaza desde la entrada misma en donde le pregunté, hay descender por un camino en curva cerradísima, atravesar el cauce de un regato que más abajo se colará por debajo de las maderas de un puentecillo sombrío por el que pasa la gente, y adentrarse por las estrecheces del Tesillo hasta alcanzar la sombra del olmo.
Uno llega a la plaza con ganas de descansar. Se oye por no sé dónde el sonido metálico, estridente, de un transistor que habla de la carrera de armamento. En el poyo de una vivienda cerrada que se llama “Villa Embid” -sin duda la del director de nuestro semanario en su pueblo natal- me siento a respirar los aires de la sierra y a contemplar atentamente, en la paz de la placita, el roquedal tremendo de la Cadena, que se alza al mediodía sobre los hombres y sobre las casas. Por un momento pienso que me fui demasiado lejos. Por las esquinas se ven papeleras de plástico colgadas de la pared y letreros escritos sobre tabla que invitan al vecindario al aseo y a la limpieza pública.
Ahora me subo por el barrio de arriba. Una señora me dice que las calles por allí no tienen nombre. El aspecto es el típico de los barrios de arrabal en cualquier pueblo deshabitado: silencio, soledad, libar de insectos en las florecillas de la caléndula y de la malva real, un perro que husmea entre los hortigales de la escombrera, y el regalo paisajístico del peñascal de la Hila, como remate al cerro del mismo nombre al norte de las últimas casas, al otro lado del regato.
-Entre la Hila y el pueblo está el Barranco. Toda esa parte es muy bonita. A los que vienen de fuera les gusta mucho.
-¿No les da miedo vivir aquí? Como algún día le dé a la Cadena por soltar eslabones, eso será terrible.
-Nada hombre, aquí no pasa nada. Eso ha estado así toda la vida. Antes, según cuentan, vivían personas en las cuevas y en todo lo alto había un castillo.
-¿Y ustedes se acuerdan de todo eso?
-Qué va. De eso no se acuerda nadie. Las piedras del castillo las tiraron abajo desde el cerro, y se aprovecharon para hacer las casas del Tío Perico, Lucio, que era el más rico del pueblo.
Mientras que Julián me va contando todos los pormenores de cuanto desde aquí alcanzamos a ver con solo tirar la vista alrededor, voy anotando detalles de la recoleta plazuela de los toros.
-Pues aquí hemos venido porque queremos hacer una cocina por lo bajo de la casa. Tengo el albañil de Zaorejas y lo poco que le podamos ayudar el chico y yo. Entre unas cosas y otras, ya se sabe, siempre traemos algo que hacer los fines de semana.
-¿Dónde vive usted?
-En Guadalajara. Yo he sido durante once años calefactor del Instituto, y otros cuarenta estuve vendiendo miel por la parte de Bilbao.
La torre recortada de la iglesia nos enseña por encima del frontón la campana que sonó en los días jubilosos de Huertapelayo y en sus horas de angustia; la portada de dovelas a la sombra de un olmo la mar de original, alto y estrecho; la casa de Julián en obras y una escalinata piramidal que sube hasta el ayuntamiento, completan los principales detalles de la placita de arriba.
Se acerca hasta nosotros un hombre de mediana edad, muy atento, abierto por complacer al recién llegado en todo lo que esté de su parte. El hombre -después lo supe- se llama Bienvenido Villaverde, trabaja como motorista en Alcalá y es alcalde pedáneo y presidente de la Hermandad de Vecinos de Huertapelayo.
-Pues así es. Hace ya tiempo que empecé con la cosa de alcalde y así seguimos. Cuando tenía veinticinco años llegué a ser el alcalde más joven de la provincia. Ahora estamos incorporados al ayuntamiento de Zaorejas.
Bienvenido nos trajo en un instante la llave para ver la iglesia. Pese a tratarse de un pueblo sin habitantes de derecho, la iglesia de Huertapelayo está limpia, atendida con pulcritud, y en ella se dice misa cuando baja el sacerdote desde Villanueva de Alcorón. Tiene un retablo interesantísimo, de cargada ornamentación churrigueresca, ennegrecido por el paso de los años y el humo de las velas. Junto al altar, llama la atención, colocada en sus andas, la imagen de una santa penitente.
-Es Santa María Magdalena, nuestra patrona. La imagen es muy bonita. La regaló don Inocencio, el anterior obispo de Cuenca.
-Por la capacidad de la iglesia se ve que Huertapelayo nunca fue un pueblo grande ¿verdad?
-Grande no lo fue nunca, pero como dato exacto le puedo decir que en el año cincuenta y ocho éramos ochenta vecinos residentes, o sea, casi las cuatrocientas personas. Luego vino la década de los sesenta, empezó a marcharse la juventud y se quedó el pueblo limpio.
-¿Es cierto que los pelayos han sido siempre de espíritu aventurero, como se oye por ahí?
-Sí, algo hay de eso. La causa seguramente ha sido por estar el pueblo aquí, tan escondido entre estos riscos. Al no dar el campo lo suficiente para vivir, la gente se marchaba durante temporadas largas a trabajar fuera, incluso al extranjero, cosa que nunca hicieron los pueblos limítrofes. Se cuenta que en la nochebuena de 1922 se juntaron a cenar en una casa de Nueva York sesenta y dos personas de aquí que habían coincidido en aquellas tierras de América.
Después de haber visto la iglesia, y de dar un recorrido por la zona más céntrica del pueblo, mis amigos, Bienvenido y Julián, me llevan a echar un vistazo a los pintorescos parajes por los que baja el Tajo, desde la peñuela de las Asomadillas. El espectáculo desde este lugar, guiado más bien por la imaginación a la vista de lo que hay delante, es realmente soberbio. Una hoya de colosal magnitud debajo de la roca que pisamos, donde abunda el matorral de manera anárquica en lo que antes fueron huertecillas fértiles, dará la final de muchos árboles frutales, de regueros y de bancales devorados por el yerbazal, con el cauce del río, que encajado en medio de cortes tremendos de montañas cortadas a cuchillo, baja tranquilo a la sombra de las choperas ocre que pintó el otoño, en armonía de color con el rojizo permanente de las risqueras que lo cubren. Por un instante he agradecido el silencio piadoso de mis amigos queriendo paladear a mis anchas la impresión primera de aquella maravilla. Luego, ellos me hablan del puente de la Tagüenza, de las aguas vírgenes del río, de las excursiones y del veraneo.
-A todo aquello que hay al otro lado del río le decimos el Gallinero. Pertenece a Huertahernando. Los pinos también.
-Da un poco de pena ver los huertos abandonados. Yo creo que al final la maleza se hará dueña de todo.
-Es verdad. Antes todo esto era una envidia. Los manzanos se van cuidando un poco, y claro que producen.
De vuelta pude saber que el futuro de habitabilidad de Huertapelayo es hasta cierto punto prometedor. Las casas antiguas se están sometiendo a un remozamiento general. El pueblo tiene buena carretera, agua en las casas, temperatura grata, un paisaje provocador, y la esperanza de conseguir el fluido eléctrico del que todavía carecen.
-Le hablo con honradez -me dice Bienvenido. Tengo el convencimiento de que como lugar de descanso para jubilados, vacaciones, fines de semana y demás, esto se repoblará sin tardar mucho. Se ha cogido con calor y ya no hay quien lo pare.
Y así han pasado unas horas de estancia en este bello lugar del Alto Tajo, al que desde hace mucho tiempo quise venir y nunca hasta hoy le llegó el momento. El recuerdo de Huertapelayo es de los que perduran por encima del tiempo, y uno emprende el camino de vuelta con visible pesar. Ya ha pasado todo: la veguilla yerma, los peñascos rodados en la ladera bajo cuya oquedad se guarece al sol una colmena, el arco abierto en la piedra, los pinos silvestres y las sabinas, broche ideal para conservar escondido en aquel indescriptible rincón el asiento de una raza inquieta de gentes que, allá donde se encuentren, gustan mantener viva la llama de su patria chica.

(N.A. Noviembre, 1983)

domingo, 26 de abril de 2009

HUERTAHERNANDO


HUERTAHERNANDO

Después de atravesar siete tipos de paisajes diferentes se accede a estos abruptos descampados donde ahora estoy. Tierras magníficas como escenario de viejos poemas épicos por donde -creo que la Historia lo dice- anduvieron a la gresca moros y cristianos en aquel juego sin fin de la Edad Media. Con los profundos valles del río Ablanquejo a su vera criando pastizal donde aún la Naturaleza es madre, ásperos crestones de matorral rajados en ángulo por húmedas vaguadas en las que se sostiene en pie el olmo moribundo, el huerto ruin y el sauce silvestre, Huertahernando, a caballo de uno de aquellos altos sabineros de aspecto lunar, nos mira estirado por encima del corte rocoso como un viejo dinosaurio hecho piedra, mientras escalamos con lentitud las cuestas del camino que hay que subir hasta darle alcance.
En la moña de una sabina por la ladera se siente el graznido de un grajo. Luego, el corpudo animal de plumaje negro se tira al espacio para esconderse en la oquedad de unas peñas en la parte opuesta del barranco. El pueblo lo domina todo desde su atalaya, mirando avizor por los vanos airosos del campanario.
-¡Será posible!
El gavilán acaba de errar el golpe. El gavilán se ha dejado caer de uñas sobre la bandada de palomas zuritas del rastrojo y no agarró ninguna porque Dios no lo quiso. Los animales han volado despavoridos mientras que la rapaz se quedó in albis con las alas abiertas y las uñas clavadas en un terrón del surco. La escena me ha parecido escalofriante.
Ya arriba, en las puertas del pueblo, como si fuera el solitario torreón de un castillo de leyenda, están los cuatro muros destartalados y sin cubierta de la antigua ermita de San Roque.
-Es que se hundió, ¿sabe usted?
-Ya me lo imagino.
Una señora mayor con temblores en las dos manos dobla debajo de una higuera una sábana de las del ajuar en la calle Mayor. Huertaernando es un pueblo de una sola calle importante, pero muy larga. En medio de esta calle toma cuerpo la Plaza Mayor rodeada de viviendas cómodas, adaptadas para los veraneantes. La plaza está en obras. Al margen de las escandalosas maquinarias de la pavimentación, hay en el mismo centro una fuente con monolito similar a los pairones molineses, una farola como remate y cuatro grifos distribuidos en cruz, uno en cada cara. Los grifos no echan agua. «Se hizo esta obra en 1978, siendo de ayuntamiento: alcalde Bernardo Guerrero Martínez…» En la lista figuran con sus nombres y apellidos otros cuatro ediles más, cuya memoria procura perpetuar una placa negra escrita con impecables caracteres góticos.
-No echa porque está estropeada. Aquí, gracias a Dios, hay agua suficiente para todo el pueblo.
La señora Victorina vive en una casa de la plaza con mucha vegetación. La casa de doña Victorina Romero tiene un patio emparrado que es una bendición; un patio donde hay tiestos y plantas en flor de malva real, un albaricoquero y otro árbol con más pompa, aplatanado, exótico, que ni la dueña ni yo hemos sabido catalogar.
-Pase usted a casa. Pase y tome aunque sólo sea un mal refresco, que vendrá medio deshecho del viaje.
-Muchas gracias. La verdad es que, precisamente por venir cansado, no me apetece tomar nada. Es usted muy amable.
La cocina de la buena mujer es familiar y muy acogedora. Por encima de la chimenea hay dos cazos de cobre y un calentador de cama colocados en espiga. El brillo de aquellos cachivaches en desuso, conseguido a fuerza de dejarse las uñas, paga con creces los trabajos de su dueña por adornar la casa. En otro rincón cuelga de la pared una pata de vaca disecada, con la pezuña y todo su pelo.
-Pues mire usted, es una bota de las de beber vino, pero está tan dura la condenada que no sirve nada más que para tenerla de adorno. Me la trajeron de Sitges, allá por Cataluña.
Acompañando a doña Victorina, pegada al fuego de la chimenea, esta sentada una señora que viste de riguroso luto. Se ve que es una mujer elegante. Viste al estilo de nuestras abuelas, con una blusa cerrada de aquella de volantitos en el cuello que a veces aparecen en las postales de época y en los personajes de don Jacinto Benavente.
-Es mi prima Teodora. Vive en Mazarete y ha venido a pasar unos días en mi casa.
-Tanto gusto. Aburridilla la vida por aquí. Sobre todo cuando el verano se marcha definitivamente.
-De todo hay. No hace mucho que estuvimos de excursión en Santiago de Compostela cincuenta personas de estos pueblos. Nos llevó don Ángel, el sacerdote que atiende lo de Buenafuente.
-Mayores casi todos.
-A ver. También se vinieron con nosotros toda la “juventud” que tiene allí ingresada en la residencia.
-Demasiado lejos, ¿no?
-Sí, bastante lejos; pero a mí no me importaría volver otra vez.
Se dice que en estas tierras difíciles de Huertahernando murió en el campo de batalla el obispo-guerrero don Bernardo de Agén, reconquistador de la ciudad de Sigüenza en tiempos del rey Alfonso VI, iniciador que fue de las obras de la catedral en el siglo XII y, de alguna manera, padre de la actual ciudad seguntina y primero de sus obispos tras la larga pausa de la dominación árabe.
-Me gustaría que me acompañasen -les digo- a conocer algo del pueblo. Aquí tienen que haber cosas que merezcan la pena ver.
-Poco hay. Podemos acercarnos hasta la iglesia y así recorremos todo el pueblo. La iglesia es muy bonita, pero está muy mal. Para arreglarla necesitamos unos cuantos millones de pesetas y no los tenemos.
-Ese es el mal de muchos.
Por el camino me cuenta doña Victorina que la fiesta de San Miguel se sigue celebrando en su día, a finales de septiembre, y que el pueblo en general es más bien pobre, que tienen para comer y pare usted de contar.
En un sitio determinado de la calle Mayor, allá al final a mano derecha, hay en ambos lados del quicio en donde está la leña, una serie de piezas de museo la mar de curiosas: una cabeza de carnero con todo su pelaje y cornamenta como acabada de decapitar, hierros diversos de desconocido utillaje, una piel de jabalí enrollada por encima de los troncos, rosquillas secas y churros arqueados de qué sé yo cuando. Por el ventanuco se ven sobre la pared de dentro en el complicado zaguán, estampas de calendario con los motivos y escenas más peregrinos que uno se pueda imaginar. Un ratoncillo sabio asoma el hocico por una rendija de la puerta y enseguida se vuelva a entrar. La casa es de un tal Alejandro, uno de los que prefieren romper en solitario los moldes establecidos para la vida normal y vivir a su aire. A las vecinas, la conducta del nuevo Robinson no les atrae, no les parece nada de bien.
-Mire, si vivimos puerta por puerta y de ahí salen olores y acuden bichos en verano que muchos días no nos dejan parar. Claro que no nos parece nada de bien.
Doña Victoria, doña Teodora y yo seguimos después buscando el barrio del arrabal por donde está la iglesia. Las vistas al campo desde aquellos lugares son un regalo para los ojos y para los corazones abatidos, ansiosos de horizontes abiertos.
-Si quiere puede pasar al cementerio. Hay un paisaje muy bonito desde allí, pero debíamos levantar la pared un poco más.
El cementerio de Mohernando es el más privilegiado de los que conozco. Por una parte, la muerte espera aquí el momento de la resurrección al amparo de la fe, de al esperanza y de la caridad, pegada a los muros de la iglesia; por otra tiene por sede el más sugestivo mirador que se pueda imaginar, abierto en ancha panorámica a todas las tierras de la provincia en la que la Alcarria, con sus sucesivas sinuosidades, deja de llamarse así para convertirse en la Sierra del Alto Tajo sin aún llegar a serlo. Es un gozo contemplar aquel apoteosis desde el humilde muro que separa a las tumbas y a los lirios del barranco.
-Aquel casón dicen que es obra de moros. Desde lo que es la casa hasta la fuente del barranco, contaba mi abuela que existía un túnel y que por él bajaban los moros a por agua. De niña yo he vivido allí.
Otro aguilucho merodea por encima de los campos que rodean al pueblo. En el atrio de la iglesia hay dos pavos blancos escarbando entre la hierba. Luego el arco de sillería que divide el pretil, la fachada señorial de la iglesia, los contrafuertes, y el leve pórtico en dos partes iguales.
-Un obispo de Astorga nació aquí –me explica doña Victorina. En esa placa de arriba me parece que lo dice.
Es una placa muy pequeña de metal negro. Si se le dedica un poco de tiempo y con buena vista se podrá leer: «Don Nicomedes Belasco Zarza cantó misa en Huertahernando el día 30 de junio de 1897». Uno lamenta disentir, pero tiene entendido que no fue aquel el hijo de la villa que llegó a ser, por su piedad y sabiduría, obispo de la sede leonesa a la que se refirió doña Victorina, sino don Francisco Isidoro Gutiérrez Vigil, y tampoco por aquellas fechas, puesto que los documentos lo registran con más de un siglo de antelación.
En el interior del templo hay una sola nave con crucero. La iglesia está en su interior pintada de blanco. El retablo mayor es pobre y sostiene una imagen de la Asunción de la Virgen.
-El San Miguel nos lo regaló una familia muy distinguida de Tarragona, que tenían un hijo y murió aquí en la guerra.
A mano izquierda del crucero hay una talla muy bonita de la Virgen de la Soledad vestida de blanco. A primera vista, la imagen de la Madre de Dios vestida con aquella indumentaria resulta chocante.
-Sí, es que la acabamos de restaurar en un taller que hay en Horche, y la tenemos aquí un poco provisional.
-Pero si es que la han vestido de novia.
-Claro, pero es que su traje se lo llevó una para hacerle otro nuevo, y mientras que lo traen le hemos puesto éste. Se lo regaló una chica de aquí para que lo lleve debajo del manto.
Las paredes se ven despellejadas a rodales y los muros están tomados por la humedad. A mi acompañante no le falta razón cuando dice que se necesitan unos cuantos millones para arreglarlo todo. El viejo órgano parroquial también se ve destartalado.
-Muchos de los santos que hay los compramos los mozos y mozas en nuestros tiempos haciendo comedias. Así nos tenemos que valer aquí. No hay ni un duro, somos más pobres que las ánimas. Para Semana Santa rifamos un roscón, y lo que se saca va para atenciones de la iglesia.
Don Faustino Moreno, el teniente de alcalde al que saludé de paso junto al juego de pelota, me contó que tenían en proyecto ampliar el frontón y los laterales con piso nuevo, pero que ya veríamos si la cosa se llevaba a colmo o no se llevaba.
-A ver. Todo depende de que desde Guadalajara nos echen una mano o no nos la echen.
Las seis de la tarde. Otoño acabado de entrar. Es buena hora para despedir a los amigos de Huertahernando con toda gratitud. Como siempre, uno no sabe si volverá a verlos alguna vez. Ya con la anochecida en la espalda y en una tarde limpia, entre grana y gris, los valles y barrancos por los que baja el Ablanquejo toman una nueva dimensión: la de los encantamientos.
(N.A. Octubre, 1986)

sábado, 25 de abril de 2009

HUÉRMECES DEL CERRO


-¿Tendría usted la bondad de decirme a qué distancia estamos de Huérmeces del Cerro?
-Pues sí señor. Estamos a media hora de camino andando. Con el coche se pone usted en cinco minutos.
-¿Pero toda la carretera está así?
-Poco más o menos. Pista de Concentración, ya sabe. Allá al final yo creo que está un poquito mejor.
Desde Santiuste no hay carretera, sólo un camino de cantos nos une o nos separa del punto final de nuestro destino en esta mañana viajera. En realidad, Huérmeces no tiene su entrada por aquí, sino por Baides, en dirección opuesta. En esta ocasión, y contando como siempre con mi manido mapa provincial de carreteras, debo reconocer que me colé por la escalera de servicio.
La breve tortura se tornaría enseguida en admiración al contemplar desde lo alto del otero, en maravilloso contraluz con el sol de frente, las agrestes risqueras del Lutuero y los roquedales almenados del cerro del Castillo por entre los que pasa el camino. Después Huérmeces, en la vega, escondido como en los cuadros franceses de los impresionistas tras las choperas que bajan siguiendo de cerca el curso del Salado.
Huérmeces es un pueblecito pequeño, pintoresco, afortunado como pocos, con una vega grandiosa que los agricultores siembran de cereal dejando al margen los frutales, olvidando entre las cañas del rastrojo o en medio del verde y el amarillo de los girasoles.
-Bueno sería para huerta, ya lo creo, pero aquí no se da por el clima. De alfalfa y remolacha forrajera, divina, sí señor, lo mejor que puede haber. Lo siembran de girasol y de cebada porque debe resultar lo más cómodo.
Sobre el cielo de Huérmeces planean los buitres en vuelo redondo, majestuoso, entrando y volviendo de nuevo a salir en sus covachas del Lutuero, desafiando la pobre ley en la que nos desenvolvemos los hombres pegados a la tierra. Por las calles laterales a la carretera ladran los perros y gritan los chiquillos del veraneo jugando por las esquinas. En un rincón de la Plazuela hay una señora en cuclillas, ordeñando a dos manos una cabra sobre un cubo de plástico verde. La cabra está entretenida, rumiando sin rechistar mientras le escurren la ubre, como si la cosa no fuese con ella.
-Tranquilo animal, señora, para lo que son otras.
-Mucho. Ya ve usted si se está quietecita la pobre. Parece como si tuviera conocimiento.
En su casa de Huérmeces pasa largas horas de soledad y de apacible descanso junto a los suyos el poeta y montañero Jesús García Perdices. Tampoco hay nadie hoy en casa de Jesús. A través de la verja de entrada se ven bicicletas, hamacas recogidas al lado de la pared, una piscina de goma de las que el agua se calienta al sol, y ropitas de niño tendidas a secar en una cuerda. El sauce tierno y la palmera recién plantada en un rincón comparten la quietud en aquel patio donde el viejo maestro planeará, a buen seguro, sus famosas excursiones de viento y nieve por los parajes más inhóspitos y difíciles de la provincia.
-No, él no está ahora; pero su familia sí que debe de estar. A no ser que, como es sábado, se hayan marchado a Sigüenza. Yo lo conozco mucho. A veces nos gastamos bromas.
Nuestro amigo es un hombre afable, muy atento, de recortada estatura y se llama Miguel, Miguel Toribio.
-Yo puedo acompañarle a que vea el pueblo, no faltaría más. Los amigos de Jesús son también mis amigos, pero antes tengo que subir al ayuntamiento a pagar los arbitrios. Tardo poco.
El ayuntamiento de Huérmeces tiene su sede en una casona de la calle Mayor, cerca de la plaza. A la puerta del ayuntamiento se juntan los hombres en corrillos buscando la sombra. En Huérmeces, como en cualquier otro sitio de nuestra geografía patria que no sea Madrid -usted ya me entiende- los hombres de la plaza miran con curiosidad al desconocido, que, dicho sea de paso, nunca adivinan quién es y mucho menos a qué va por allí, y, si la cosa se pone a tiro, montan una chirigota a costa suya.
-Bueno, pues ya estoy aquí. Ya le he dicho que tardaría poco. Vamos a empezar a ver el pueblo por esta parte de la Plazuela y por las Eras.
-Oye Miguel -le dice uno. ¿Por qué no le subes adonde nace el búho?
El búho nace a la caída de las peñas del Castillo, mientras que los buitres y los quebrantahuesos crían en los riscos del Lutuero, por debajo de los banderines que mueve el viento clavados sobre la misma cumbre.
-Este año han debido criar por lo menos tres parejas. Con unos anteojos se ve desde aquí muy bien cómo entran y salen de los nidos. Aquellos banderines los ha puesto un chico de aquí que es maestro. Cada año pone uno.
-Al entrar al pueblo he visto algo parecido a una plaza de toros hecha de madera. Se conoce que también hay afición.
-¡Calle, hombre, calle! Si este año se les ha escapado la vaquilla.
-¿Cómo ha sido eso?
-Pues resulta que para San Blas, que aquí lo celebramos en agosto, todos los años han traído un toro; pero este año debieron pensar que sería mejor una vaquilla, porque se puede sacar por la calle y hacer más fiesta. Pues nada, no sé lo que pasó a los mocetes, que si una tabla mal puesta o qué sé yo, la cosa es que se les escapó y se fue del pueblo.
-Si ya iba la fiesta en buenas, menos mal.
-Qué va. Se les escapó el primer día por la mañana. Y no crea que han podido dar con ella, que nadie la ha vuelto a ver.
-¿Tienen ustedes ayuntamiento propio?
-Sí, sí, y alcalde y todo, como siempre. Quisieron agregarnos a Mandayona, pero no nos dio la gana. Luego se pensó hacerlo entre todos los pueblecillos de la comarca y tampoco hubo acuerdo, porque, claro, los de Baides querían que estuviera el ayuntamiento allí, y eso no puede ser. Si aquí hay en invierno mucha más gente que en Baides.
-Qué bonita es toda esta parte alta de la vega. Las tardes por aquí deben de ser una delicia.
-Pues querían hacer un pantano aprovechando los dos cerros, pero parece que por fin lo van a hacer en El Atance. Por lo visto no resultaron bien los sondeos. Dicen que por entre las peñas hay una cueva muy importante y se les escaparía el agua. No sé.
Desde las Eras, bordeando la vega de la Retuerta, fuimos a parar a la calle Real. Linderas aquí con el campo, uno se encuentra a cada lado viviendas confortables que tienen adosado muchas de ellas un pequeño huerto, cuyos dueños, gentes de la tierra casi todos, cultivan con especial cuidado.
-¿A que no sabe usted lo que son esas plantas?
-Éstas son fresas. Esas otras no lo sé.
-Pues esas otras son cacagüeses.
-No me diga. Si eso sólo se cría en sitios cálidos
-Pues ya ve usted, yo puse un año unos pocos y la planta se crió bien, y salieron muchos con su cáscara y todo, pero sin grano dentro. Estaban vanos y hubo que tirarlos.
Las judías y las patatas, en cambio, llevándolas bien dan un cosechón en los huertos de Huérmeces, pero no son seguras. El huerto de Pablo es un vergel en el que hay de todo. A Pablo Mora, hortelano y vecino de la calle Real, se le escapan las tortugas del huerto con la misma facilidad que lo harían las anguilas de las manos del pescador.
-Pues no es broma, no. Yo creo que se me han ido por lo menos tres. Y es al río adonde se van. Se conoce que las muy ladinas lo sacan por el olor, y se escapan buscando el agua.
-¿Qué les da de comer?
-Esas comen de todo: bichos del huerto, caracoles que les gustan mucho, tomates y desperdicios de la casa. Cuando barruntaban que iba a llover, ya las veías por el huerto.
Al término de la calle Real se sale a la carretera de Baides. Más abajo se distingue solitaria la espadaña de la iglesia al otro lado de los olmos. Me despedí de Huérmeces y de mi amigo el señor Miguel en la Plaza Mayor, cuadrada y recoleta, que aún sostiene por encima de la fuente el andamiaje que utilizaron los músicos en la fiesta de San Blas.
Me fui de nuevo por la pista de Concentración que en unos minutos me llevó a Santiuste y a la carretera de Soria. Por debajo del Lutuero -es una experiencia que sobrecoge- se ve volar sobre nuestras cabezas una bandada de buitres que se dejan caer desde lo alto de las peñas, con la misma soltura y suavidad en el aire que los peces en el remanso tranquilo de un arroyo.

(N.A. Septiembre, 1982)

viernes, 24 de abril de 2009

HUERCE, LA


-¿Qué, de viaje a Nueva York?
-No, sólo voy hasta La Huerce, si la pista me deja, naturalmente.
-Pues, qué sé yo. Está bastante mala. Por la parte de Pinillo hay un poco de asfalto, pero lo demás está de cantos sueltos. Si va despacio, no le digo que no podrá llegar.
Era un señor de Galve, antiguo conocido, que andaba con el hacha al hombro por los aledaños de la ermita del Pinar, donde se venera a la patrona. Atrás el pueblo, con su castillo de los Estúñiga como protector sobre el cerro del camposanto.
La tarde canicular aplana el ambiente de la serranía al hilo de las cinco de la tarde, y el sol se filtra, encendido como lentejuelas entre las copas de los pinos. Poco más adelante las cumbres boscosas y las insólitas depresiones por las que serpentea el camino, dan lugar a un gigantesco anfiteatro que luce hacia el suroeste, alzada sobre la espesa masa forestal, la cima del Ocejón. Luego los ribazos que caen de las pedrizas se revisten de llorona galuga; un regato se cuela invisible bajo el pequeño puente de piedras rodadas a perderse en el barranco; arriba el soplo cadencioso de la tarde mimbre las ramas del pino albar y riza las del rebollo. En lontananza se adivina, tierna aún, fresca como en la misma tarde la Creación, la firma autógrafa del Todopoderoso, artífice de aquel cuadro al natural cargado de vida.
Picachos en punta sobre la ladera, encinas después, visiones paradisíacas siempre, nos van conduciendo a la hoya dantesca en la que reposan las cuatro casas de Valdepinillos, la aldea de bucólica traza colocada con meticulosidad por hados volanderos y gigantes venidos por los aires, años mil -cualquiera sabe- antes de que el hombre tomara posesión de la Tierra.
Hubo un instante en el que el estado lamentable de la pista estuvo a punto de hacerme amorrar, con coche y todo, dentro de una poza de piedras. Enseguida vislumbro los tejados de La Huerce a la solana de un declive bravío, intensamente verde, encendido hasta quemar la carne en la fragua vespertina de los soles de agosto. A la Huerce, unos por otros, le han ido quitando todo el encanto de sus tejados negros que yo conocí veinte años atrás, los de ahora son blancos y vaporosos, discordes, de color de muerte, pegados con pinzas a los sólidos muros de piedra de pizarra por el gris cetrino de la uralita.
-¿No le parece a usted también así, señor Donato?
-Puede que tenga razón, pero la pizarra pesa un disparate y es poco práctica. Eran toneladas de peso lo que las casas soportaban encima y se ha ido sustituyendo poco a poco.
El señor Donato Silvestre estaba sentado sobre un escalón a la puerta de su casa en la plazuela de la fuente, con la gorra uniforme y el pantalón verde de los guardas del ICONA.
-Yo recuerdo que, antes de que se inventaran los actuales agrupamientos de municipios, éste ya era cabecera de comarca, con alcalde y todo.
-Y lo sigue siendo. Al ayuntamiento de La Huerce han pertenecido siempre Valdepinillos y Umbralejo. Ahora, para el caso, sólo Valdepinillos, porque Umbralejo, como lo han dejado para campamentos y cosas de esas, ya no cuenta.
-¿Qué población de hecho queda en el pueblo?
-Puede que seamos diez personas. Yo soy el juez.
-¿Y en Valdepinillos?
-Allí quedan todavía menos.
La fuente pública de La Huerce, lo mismo que la de la plaza, y que la gente, y que el pueblo, es pequeña. La fuente pública se corona sobre el muro de cemento con un botijo embadurnado de charreteras color sangre. Uno piensa que la idea de adornar así la fuente de la plaza fue una idea genial, una idea acertada a todas luces.
-Así que dice usted que a Umbralejo lo han convertido en un campamento. Estará desconocido entonces. Yo lo conocí de piedra negra como la mora.
-A ver; lo compró el ICONA. Cualquiera sabe los miles de duros que se han gastado ahí. En verano se llena de chicos de toda España. Los que hay ahora no sé si han venido desde Albacete.
Cuando el señor Donato Silvestre y un servidor pasaban el rato platicando amigablemente junto a la minúscula barbacana del atrio de la iglesia, vi venir calle abajo a un antiguo conocido. Venía derecho hacia donde estábamos nosotros. Mi amigo de La Huerce se llama Pedro Escribano. Lo conocía hace algunos años cuando ejercía de guarda forestal por estas sierras.
-Eran otros tiempos, ya lo creo –me ha dicho enseguida. Los años no perdonan. Me jubilaron y aquí estamos viviendo con los de mi pueblo.
-Pues que bien. Ahora recuerdo que era usted de aquí. Una sorpresa muy agradable volverle a saludar.
-Aquí estamos más tranquilos y más en paz que todas las cosas. A los chicos los tengo en Madrid, por Alcobendas. En invierno nos vamos también nosotros.
-¡Cómo ha caído La Huerce, señor Pedro!
-Mucho; casi del todo. La causa ha sido más que nada la carretera. La muerte de estos pueblecillos le ha venido por ahí. Aquí tuvimos sacerdote, maestro, secretario, de todo. Cerraron la escuela y esto se vació. Luego, la carretera nos acaba de rematar. No hay derecho. Es vergonzoso que hombres como los demás tengamos que vivir así.
-Desde luego. Llegarse a cualquiera de estos pueblos por carretera es jugarse uno el tipo y el vehículo.
-No salimos ni entra nadie a no ser por una urgencia. La médica viene de Valverde si se le avisa y en casos que merezcan la pena; el panadero de Cantalojas viene cuando lo llamamos por hacernos un favor, y de tienda, nada. Si alguno tiene que salir o nos enteramos de que alguien viene de fuera, a ese le caen todos los encargos. Con una carretera un poco decente podríamos salir a Galve, a la farmacia, en fin…; pero así no hay quien se atreva.
-¿De quién es la culpa?
-De Obras Públicas, no hay otra. La carretera que pasa por aquí es la 170, de Veguillas a Galve de Sorbe. Se inició en 1934, han arreglado algunos tramos, pero lo nuestro está sin terminar. Créame que nos tienen, de verdad, acobardados. Hemos ido a los cincuenta sitios que hay que ir, al presidente Bono y a todos. Buenas palabras, pero nada más.
-Lo creo. Lo que pasa es que a la hora de la verdad, con Valdepinillos incluido, suponen ustedes quince votos, por lo que no resultan rentables a la hora de las urnas. Tienen que comprenderlo.
-Quiere decir que somos ciudadanos de tercera, entonces.
-Hombre, tanto como eso no diría yo, pero casi.
Hay en La Huerce otras cosas más en compensación que el mundo de los poderosos no les podrá arrebatar como bien patrimonial de por vida: lo sublime de esta naturaleza generosa que revienta de grandeza cada mañana ante los ojos de sus moradores, que de tanto mirar a las cumbres altísimas del Ocejón, de Majavieja, del Moroguero, del peñascoso Corralito y de la Peña del Buey, de Las Piquerinas, como un rosario descomunal que les cerca en todas direcciones, llegan a confundir, ¡dichosos de ellos!, la tierra con el cielo. La abundancia de aguas claras y fertilizadoras; el penetrable olor de las estepas y de los pinos cercanos, regalo simpar en este mundo nuestro de contaminaciones y de suciedad como nunca la hubo; la serena claridad de los días y la paz de las almas, casi siempre conformes con su suerte por razones de herencia, indefensas ante el mundanal ruido de más allá de los montes, y felices al fin, felices en toda la extensión del concepto, que no es poca sabiduría.
-Hortaliza, mucha tenemos aquí, y frutales que los hielos nos sacuden de vez en cuando, y colmenas de rica miel cuando los años nos vienen derechos. Judías verdes en julio, y manzanas y peras cuando empieza el otoño, las que se quieran. Los huertos valen cualquier cosa. Mire que patatares más lindos tenemos ahí debajo.
-Si no fuera por el frío, con tanta agua cualquiera sabe lo que podrían sacar aquí.
-Pues no crea. Hace frío, pero no tanto. Quedamos un poco protegidos por los cerros del norte, y cuando sale el sol, aquí se aprovecha todo. Yo recuerdo que, hace más de veinte años, había temporadas en las que a mí me iban las judías después de una primavera más bien fría, y al señor Damián de Cantalojas, en cambio, nada. Hace frío en invierno, pero menos de lo que parece.
-Quiero recordar que la fiesta mayor era el día del Corpus.
-Exactamente. Aquí mismo, donde estamos ahora, en la plaza de la iglesia, se almonedan rosquillas, se hace procesión por el pueblo, se juega a la calva, se tira a la barra, igual que antes. El domingo del Señor, que es el siguiente al día del Corpus, matamos cinco o seis corderos, y a comer chuletas asadas todo el mundo en la plaza de la fuente. Si el día está malo, nos metemos en el ayuntamiento y todo listo.
Por el camino de Umbralejo desciende la riguera por su propio pie, encajada en el tosco canalillo de tierra y de pizarra oscura. A una y otra margen del canal hay huertas de vegetación exuberante, huertecillos minúsculos cuidados con mimo, escalonados según la inclinación que les marca la tierra y sostenidos con paredones de piedra negra dos, tres, cinco veces centenarios. Uno piensa, a la vista de los patatares y de los repletos cuartelillos de judías, de las pomposas nogueras y de las buenas cosechas de frutal, en aquel exótico país del que habla la Biblia y al que el autor sagrado describió, metáfora por clave, como manadero de leche y miel.
-Mire, el pinar que se ve ahí en eso de los Astilejos también es nuestro.
-He visto las calles muy bien arregladas. Resulta un poco chocante, conocida la despreocupación oficial por estos pueblos.
-Bueno, en eso ha tenido que ver la Diputación y ahí la cosa cambia.
-Digo yo que sólo para el mantenimiento del pueblo se necesitan algunos medios. Con sólo cuatro vecinos se verán mal.
-Sí, claro; pero es que tenemos una comunidad a la que pertenecen todos los hijos del pueblo, también los que viven fuera. Ochenta y cuatro socios, con nuestras cuotas y todo para sostener los bienes comunes. Si no fuera por la comunidad esto se hubiera acabado ya.
-Me llevan mis amigos al otro lado del barranco para ver el pueblo completo a cierta distancia y tomar la fotografía que ilustrará en su momento nuestro trabajo. Desde allí uno se da cuenta, efectivamente, de que el pueblo es pequeño y pintoresco, una acertada excusa de habitáculo para hacer más diversa la excelente panorámica que recortan los montes y las depresiones en este irrepetible rincón de la sierra. Abajo la tupida vegetación, casi selvática, de nogales, de castaños, de sargatillos en cuyo ramaje lánguido merodean los caballitos del diablo, y los chopos descomunales que alimenta el arroyo.
-¿Cuánto medirán, más o menos?
-¿Esos chopos dice? De pie a capota andarán con los cuarenta metros.
Un avión a reacción deja extendida sobre los cielos serranos su estela blanca que la tranquilidad de la tarde conservará durante largo rato. Mis amigos, el señor Pedro y el señor Donato, miran desde donde yo estoy con la mano en la frente como quitasol, la soberbia escarpa de jarales por donde está el cementerio en la otra orilla, y las colmenas, y los rebollos de la cuesta. En La Huerce, de puro humilde, hasta la muerte es poesía. De las florecillas lila del camposanto liban las abejas en los atardeceres de estío con un murmullo sutil, que se pierde con el soplo del viento que mimbrea las copas puntiagudas de los chopos arroyo arriba.

(N.A. Septiembre, 1985)

jueves, 23 de abril de 2009

HORTEZUELA DE OCÉN


La carretera comarcal de Luzaga, que desde Alcolea hemos tenido ocasión de recorrer en tantas ocasiones, nos lleva, por medio de tierras crudas de pinar, de risqueras a uno y al otro lado del camino, de parameras y de tomillares, a la hoya de campos llanos que Hortezuela domina desde el alcor longuiforme en donde alza su contextura urbana. El pueblo sostiene en palmitas sobre el otero la vistosa fábrica de su iglesia a la que rodean las tierras del labrantío, campos de un fortísimo siena acabado de labrar y de un verde sutil en otros contiguos por los que ya apunta la cosecha. Una bandada de palomas vienen y van de una a otra por las barbecheras de los Blancales. Las ovejas suenan sus esquilas mordisqueando hierba y escarcha por las laderas en sombra del cementerio. Arriba alza el caserío las columnas de humo de sus chimeneas en línea que al fin se diluyen en el azul inmaculado de la mañana.
Uno entra a Hortezuela con optimismo. Dicho quedó que uno siente cierta predilección por los pueblos situados en alto. En la plaza del obispo don Juan hay una chiquilla peloteando con su raqueta sobre el muro de una casona principal.
-¿No hay más niños en el pueblo?
-Sí que hay; pero es que aún no han salido.
-¿Tenéis escuela?
-Está ahí. Lo que pasa es que siempre está cerrada. A nosotros nos llevan a la escuela de Luzaga.
Ya en la plaza, el recién llegado se da cuenta de que Hortezuela es un pueblo hermoso, un pueblo largo y estrecho cuyo trazado se ha tenido que ajustar, necesariamente, a la forma particular de la colina. La plaza divide al pueblo en dos barrios perfectamente diferenciados: el alto y el Bajo, según queramos ir a las eras del cementerio por el saliente o prefiramos la dirección opuesta.
Me he decidido a entrar por el barrio de la Iglesia. Una callejuela empinada por donde los gatos me moran con indiferencia desde los tejados, con llamativas viviendas en pie sobre ambas aceras, me lleva enseguida a los aledaños soleados de la iglesia. Al atrio se accede por un arco labrado en piedra arenisca del dieciocho en donde aún se puede leer: “Se hizo siendo cura el licenciado Diego Sanz”.
Viene por el atrio una mujer con un saco lleno de troncos de leña entre los brazos. Es una señora delgada que padece perlesía. Le ayudo a descargar el saco de leña que dejamos apoyado sobre las piedras del pretil. Ella me invita a entrar en la iglesia.
-Cuando no había señor cura guardaba yo la llave, pero ahora nos han mandado uno nuevo, de esos que ha consagrado el Papa hace poco, y estamos muy contentos. La iglesia tienen que arreglarla un poquito por dentro. Pase usted.
Sí, un repaso al interior no sería malo. Aparte del retablo mayor que cubre el muro del ábside, donde está la imagen de San Sebastián, patrón de Hortezuela, hay otros seis retablos menores con otras tantas imágenes que enriquecen, si no en calidad, sí en cantidad la ornamentación del templo.
-Ésta es Santa Bárbara. Es muy antigua. Cuando la guerra hubo aquí tres artillerías y le colocaron los artilleros esas dos bombas. Desde entonces están aquí. A santa Bárbara la celebramos en diciembre con una función más corriente que la de san Sebastián o la de la Virgen de Océn.
Atrás, en uno de los laterales del coro, que es como en otras iglesias que conozco la parte más abandonada, tal vez porque nadie la usa, se ve la armadura completa del antiguo órgano parroquial. La señora Sabina, mi gentil cicerone en la iglesia de Hortezuela, dice que allí no hay nada.
-Si lo robaron hace muchos años. No queda más que la madera. También deben de estar por arriba las máquinas del reloj, pero que no ha vuelto a andar desde qué sé yo el tiempo.
Las imágenes son muchas y antiquísimas casi todas ellas, distribuidas en las diferentes hornacinas y repisas de los retablos. Imágenes carentes de ese regusto artístico que suelen poseer las cosas viejas, pero que han motivado durante generaciones enteras el fervor de los hombres y de las mujeres del pueblo, y hoy miran con veneración como algo muy suyo.
-Ese es el Santísimo Cristo de la Agonía.
Desde la explanada de la Eruela se domina un vasto panorama de campos abiertos, muy variados, que concluyen al fondo con las viviendas de Luzaga perdidas en la lejanía. A nuestros pies, los huertecillos y las choperas desnudas de Debajo las Campanas, envueltos en la luminosidad generosa de la mañana.
-Mire, en aquellos peñascos de la carretera está la ermita de la Virgen de Océn, y allí abajo, por donde termina el barranquillo de los chopos, hay una laguna. Ahora estará con los hielos.
-¿La emplean para algo?
-Para nada. No se saca nada de ella, ni riego ni nada. Dicen que si el agua se va por debajo de tierra hasta allá abajones hasta el río Tajo. Qué sé yo.
Doña Sabina Gutiérrez, más espíritu que cuerpo, que lo tiene enjuto y maltrecho, pero con una alma inmensa, se despide de mí convencida de que será para siempre, y lo siente, y yo también lo siento, y me emociona cuando me dice adiós antes de colarse con su incómodo cargamento de leña seca en el portal.
-Adiós, señor. Que tenga usted mucha suerte en su vida.
Hortezuela de Océn es un pueblo sorprendente. Con Maranchón, será el lugar de la provincia donde uno ha encontrado, en conjunto, las mejores viviendas. Viejas casonas con entrada bicentenaria en arcos de arenisca, sólidas mansiones de nuestro tiempo repartidas por ambos barrios con llamativa rejería, y rinconcillos pintorescos de piedra olvidada, perdidos por los laberintos del barrio de abajo.
Un perro tumbado al sol de una esquina me mira con gesto de filósofo puesto en lugar; no me hace caso, me desprecia y continúa dormitando con la cabeza estirada sobre la acera. Hay un hombre trabajando con unas maderas en el portalejo previo a su casa. Don Marcelino Utrilla, como su mujer que se llama Lucía, como el pueblo todo de Hortezuela, son personas simpáticas, de diálogo amable y puntual con quien no conocen. Me informan de que aquella que hay junto a la suya es una de las casas primitivas, y que en el pueblo quedan por lo menos siete de la misma época.
-Pero, fíjese usted qué lástima –le digo. Cómo se va desgastando con el tiempo la piedra del arco; y sólo por la parte de las jambas; por arriba, nada. Es curioso.
-Claro; pero yo creo que no es por el tiempo. Eso es de afilar los cuchillos la gente. ¿Usted sabe? Como es de arena fina, quedan con un corte que para qué.
Mis amigos no se ponen de acuerdo en el recuento de los habitantes que quedan en Hortezuela, pero, arriba o a bajo, deben andar con el ciento o pocos más.
-Mire, hay exactamente treinta y cinco casas abiertas. Ponga usted a tres o cuatro personas por cada casa, a ver qué le sale: los cien que yo digo. Hay muchas de dos, pero en otras como la del Facundo hay siete.
A la caída del barrio bajo se ven almacenes y pajares en lo que debieron ser las antiguas eras de pan trillar. Lejos, los altos uraños de las Corralizas, de los llanos de Cabeza de Océn, como murallón natural extendido hacia el mediodía.
Un hijo de Hortezuela, don Martín Canani, ha descubierto un motor para automóviles que ahorra el cuarenta por ciento del consumo normal del combustible y está exento de contaminaciones ambientales. El afortunado inventor reside habitualmente en Madrid y cuenta con la general admiración de su pueblo.
-Es primo mío. Lo tiene patentado y todo eso; pero, ya se sabe, a los gobiernos se conoce que no les interesa lo del ahorro de gasolina, y no le hacen ni caso. El invento está ahí, pero ahora falta que los que pueden lo pongan en uso.
En la plaza me encuentro casualmente de nuevo con don Jesús, un sacerdote de Tordesilos con cara de niño, a quien el pueblo -como diría doña Sabina- ha acogido con júbilo.
-Aquí tienen los jóvenes el hogar juvenil. Pase si quiere y tomamos algo.
El hogar juvenil es una sala amplia, falta todavía de muchos detalles, que han ido montando los jóvenes y ellos mismos lo administran y atienden. El barecillo tiene un mostrador reducido, muy limpio, desde donde nos atiende un muchacho de veinte años que se llama Jesús Guerrero. Como no hay alguien previsto que se encargue del orden, la sala está algo revuelta. Dos o tres mesas para echar la partida y una estufa en el centro pintada con purpurina color plata, son todos los enseres de que hoy dispone el salón de recreo.
-Está muchas horas cerrado. Como lo llevamos los jóvenes, no podemos estar aquí de continuo. Lo atendemos el primero que llega. Por la tarde se abre para que los viejos echen su partida.
Me contó don Jesús que en una habitación contigua, todavía en obras, piensan hacer cocina y comedor para que cuando los del pueblo quieran juntarse alguna vez de merienda. Me habló de biblioteca y de alguna dependencia más, pero que irían llegando con el tiempo.
-Siento no poderle informar de casi nada, porque llevo en el pueblo poco más de un mes y no es mucho lo que conozco. La gente es estupenda. Me di cuenta el primer día.
También yo traje anotado en mi libreta el detalle de la unidad que vi entre el vecindario y que consta públicamente en una placa de mármol que hay pegada en la Plaza Mayor, para admiración de extraños principalmente.
Hortezuela, sorprendente lugar de la provincia, vive allí su tranquilidad lugareña. Depositaria de un sinfín de valores, externos unos, íntimos otros al propio personal que hallé y que hoy me place reseñar en este modesto trabajo, a modo de crónica viajera basada en dos horas, nada más, de estancia allí perdido.

(N.A. Febrero, 1983)

miércoles, 22 de abril de 2009

HORNA


Cuando llegan los calores postreros del verano, la Ciudad Mi­trada es un refrigerio para el cuerpo y un oasis apacible y vitalizador para el espíritu. Si no se llegase a menospreciar con ello el ­encanto de los pequeños lugarejos que la circundan, único motivo por el que cada semana uno viene tirándose al ruedo variopin­to de la Provincia, yo diría que todas las salidas hacia aquellas tierras silenciosas de Sierra Ministra, no son sino otros tantos pretextos para pasar, aunque tan só1o pueda ser de tarde en tarde, una, hora en Sigüenza.
La carretera continúa paralela a las vías del ferrocarril descubriendo a su paso pueblos recostados al sol y campos fértiles de tierra fría. Se anuncia nuestro lugar con un pequeño apeadero, pintado de blanco riguroso, al que tan só1o podrán separar doscientos metros de huerta hasta las primeras casas. En Horna se entra a ciegas, sin ver a nadie, sin conocer a nadie. Por aquello de que el hombre, sin que a veces se dé cuenta, va siempre buscando la magnificencia, la gran­diosidad de las cosas, acabo de conseguir en medio de este laberinto de casas viejas la plazoleta en cuesta que preside el triple campa­nario de la iglesia,.
La iglesia parroquial de Horna no tiene torre, se remata con una de 1as más só1idas y espectaculares espadañas de vieja sillería que conozco. En la fachada principal hay cuatro palos, antiestéticos y burdos intentando sostener todo el peso del paredón que amenaza con venirse abajo.
- La pared está mal, c1aro que está mal. Si se mira desde esta es­quina, fíjese que panza deja. Pero con esas empentas que le colocó el cura que se fue, parece mucho peor de lo que es. Yo, de siempre me acuerdo haberla visto así, y no crea que está para caerse cual­quier día, no. Además, eso no es tampoco ninguna soluci6n.
- Es una lástima, porque parece muy bonita y el pueblo qué decir.
- El pueblo tiene sitios preciosos. A dos ki1ómetros de aquí está la ermita de la Virgen de Quintanares, la Patrona, que todos los años se va en romería el primer domingo de junio; y si quiere estar fres­co y bien, a menos de quinientos metros del pueblo tiene el nacimiento del río Henares. Si piensa estar un rato en el pueblo no deje de bajar. Aquello es muy hermoso.
Marcelino Pardo es un muchacho al que se le ve cierta finura, muy atento, nació en el nido de Horna y voló a Madrid, como otros muchos se fueron a Zaragoza hasta dejar el pueblo con cuarenta personas co­mo habitantes de hecho.
- Sí, cuarenta personas como mucho, aunque ahora en verano somos bastantes más. Con la cosa del apeadero yo creo que se le va a dar mucha vida al pueblo. Usted sabe lo cómodo que resulta coger el tren en Madrid o en Zaragoza y que te deje aquí. Casi todos venimos con coche propio, pero si un día no te apetece, o quieres venir sólo, coges tu tren y en un momento estás en el pueblo.
En Horna abundan las viviendas antañonas de piedra y mamposte­ría, de tejados rojizos y callejuelas sombreadas con parras fron­dosas y flores, muchas flores que la gente cuida con gusto y con exquisitez. Los de Horna sienten un especial orgullo de sus vegas y de su reloj municipal, colocado sobre el último cuerpo de un torreón que debió levantarse ex profeso hará dos siglos. El viejo reloj no marca las horas, se limita a dejarlas caer de día y de noche, contando con pausados martillazos sobre el bronce de la campana, la marcha del tiempo.
El paraje extramuros que aquí conocen por “Debajo del lugar” da vista a la vega. A nuestra derecha queda la ermita de la Soledad y al fondo los suaves altiplanos de Sierra Ministra recubiertos de bosquecillo joven. No muy lejos, el nacimiento del Henares, perdido en la arboleda y teniendo como hito natural que testifica tan importante a­contecimiento orográfico el roquedal del cerro, desde donde la vertiente refleja los rayos del sol. Fue un hallazgo que todavía agradezco el encontrar casualmente a Genaro Ruiz y a Florencio Sanz en este tranquilo mirador de la vega. Genaro es un muchacho servicial y atento que ostenta el cargo de al­calde pedáneo, dependiente del Ayuntamiento de Sigüenza. Florencio es ferroviario, de Calatayud, aficionado a la caza y al comprometido arte de la apicultura, que pasa frecuentes temporadas en su casa de Horna
- Pues, si quiere, le acompañamos a dar un paseo hasta el nacimiento del río.
A la altura de la ermita me contaron mis amigos que está desnuda, que los santos se los tuvieron que llevar a la iglesia cuando pasó lo de la Patrona.
- ¿Qué fue aquello?
- Pues fue que nos robaron de la otra ermita a la Virgen de Quinta­nares. Una mala noche de marzo se conoce que vinieron cuatro desalma­dos y arrearon con ella. Por la mañana se encontró las puertas abier­tas un pastor, pero la imagen había desaparecido.
- ¿Y consiguieron dar con ella?
- Qué va. Nos dijeron que estaba en un pueblo de Logroño, pero nada. Fuimos allí y no era la nuestra.
- ¿Qué han hecho después?
- Encargar otra nueva sacada de fotografías de la antigua, pero dónde va a dar. Mire, cuando coronaron a la Virgen de la Salud, llevamos hasta Sigüenza todas las de la comarca y era la nuestra la de más valor y la más guapa de las que fueron. Era una imagen que llamaba la atención.
Al nacimiento del río, que en el pueblo llaman la Fuente del Jardín, se llega a al poco de atravesar el puente de la vía vieja. El paraje es un sencillo paraíso que está sufriendo en los últimos años el trato de­primente de quienes se acercan allí para pasar el día. Un lugar ideal de recreo, poblado de acacias y de nogales, a cuyo pie, ocupando una superficie considerable entre las junqueras, van brotando las distin­tas fuentes de agua fresquísima que concurren poco más abajo dando lugar al regato inicial del nuevo río. Un monolito en la primera fuente dice:"1877. Origen del Henares”.
- Ve usted todas las latas y papeles que hay por aquí, pues no hay forma de que la gente se acostumbre a cuidar el sitio como es debido. Ahora, que alguno que cojamos lo va a pagar. A esto no hay derecho.
- Es precios, de veras. Yo he Visto nacer otros ríos, pero de un sólo manantial. Esto de tantas fuentes por el suelo, de verdad que lla­ma la atención.
- En años normales, cuando no hay sequía, debajo de esa piedra sale muchísima, más agua. Ahora, ya ve, ni gota.
Estamos contemplando la maravilla del lugar en amigable conversación a la sombra de una noguera. Los coches de gente desconocida van llegando con familias veraneantes a medida que se acerca la hora de comer. Muy cerca, aguas abajo, se ven las tapias del antiguo jardín, hoy a modo de corralón abandonado donde crecen, sin ley ni ayuda de nadie, las diversas especies de frutal en estado silvestre y los yerbajos en masa tupida, impenetrable de un verde intenso.
Los habitantes de Horna viven de la jubilación y del cultivo de las vegas de Nazar y de Arroyo Mocho. Al regreso, no pasa desaperci­bido el triste espectáculo de las viviendas deshabitadas y los corrales en ruina del Barrio de Arriba. Escondida en un rincón de la pla­za queda la casa-taller del herrero. Ezequiel Rupérez no es, ni mucho menos, el herrero convencional que conocemos sino un auténtico artesano de la forja. Ezequiel maneja el hierro y le da la forma apetecida con la paciencia y con la pulcritud del platero o del orfebre. Me encontré al herrero recargando cartuchos para escopeta sobre una mesita en medio del taller. No habla. Da la impresión de ser un hombre aferrado a la filosofía del silencio, como los grandes genios.
- No; es que no oye nada –me ha dicho Genaro. Se quedó sordo total por enfermedad hace unos años, pero por el movimiento de los labios lo entiende todo. Mi­ra Ezequiel, este señor es un periodista.
- ¡Periodista! A mí me sacaron una vez en la Nueva Alcarria. Lo tengo guardado por ahí.
Pendientes de la pared y en cualquier rincón del taller uno se encuentra por decenas, por cientos quizás, las tenazas, trébedes, candiles, romanas y balanzas de forja en miniatura, mesitas y candela­bros, veletas, morillos, conseguidos en tamaño menor con insuperable perfección.
- Si usted le trae un modelo dibujado de encargo, se lo saca igual.
- Ezequiel, ¿Cuánto vale una romana, de las más pequeñas?
- Eso entretiene mucho. Se lleva dos días de trabajo. Tengo que co­brarlas a más de dos mil pesetas, pero pesan muy bien, van al gramo. Lo hago todo a mano, y yo creo que lo mejor que saco son las romanas, del tamaño que sea.
Tuvo Ezequiel la gentileza de invitarme a subir hasta el reloj municipal para darle cuerda. Es una experiencia que hasta ahora no había vivido. Dos pedruscos enormes, colgando de sendas sogas al pie del torreón, dicen que aquello necesita se le atienda.
- Le dura veinticuatro horas. Hay que darle cuerda todos los días.
Fuimos subiendo hasta el último cuerpo donde está la maquinaria por un caracol de escalones voladizos, cubiertos de palomina, de di­fícil acceso. Arriba hay unas cuantas ruedas dentadas de gran tamaño que Ezequiel hizo mover después de haber subido hasta nosotros a ba­se de brazos, los dos bloques de piedra enrollando las sogas en el tornillo del reloj.
- Las manillas de la esfera no funcionan porque les falta una pieza, pero lo importante es que dé la hora. Por ahí pone que está hecho en el mil setecientos o mil ochocientos y pico, no se puede leer bien. Voy a ponérselo para que dé las doce. Escuche la campana.
La escuché, claro que la escuché, con un sonido metálico, muy fuerte, que seguramente llegó a todos los rincones de Horna y su término municipal, me nos a los oídos muertos del bueno de Ezequiel que iba adivinando mi cara de asombro a cada golpe de campana.

(N.A. Septiembre, 1982)

martes, 21 de abril de 2009

HORCHE


Llegó la oportunidad cuando el semblante climatológico del fin de semana parecía aconsejar con toda prudencia no alejarse demasiado por los caminos de la Provincia. Tiempo habrá de saborear más ade­lante el incomparable néctar de la vida ordinaria en las plazuelas, en los rincones, en los miradores de nuestros pueblos más dis­tantes, con la agradable compañía de algún amigo al que acabas de conocer .
La mañana apunta hoy hacia un pueblo cercano a la capital, para un pueblo al que uno pueda acceder a los últimos escondrijos de su alma nobilísima sin apenas salir a la calle, para un pueblo tan señor que, desde siempre, me causó un respeto especial venir a él. Hoy, la mañana apunta hacia Horche.
Unos cuantos minutos de viaje por la carretera de los pantanos te ponen a la entrada del pueblo, junto a la ermita de La Soledad, al lado mismo de una elegante zona residencial en las afueras, donde los múl­tiples hotelitos ajardinados, a los que tan sólo distingue el color más o menos oscuro de sus tejas, se lavan bajo la lluvia persistente del otoño. Pasa como una exhalación desafiando al día un motorista en­fundado en su traje amarillo, camino de la plaza. Más abajo, siempre en descenso, el corazón de la villa.
La Plaza Mayor de Horche, en la que aún se advierten los efectos de la reciente restauración, es un bello juego de soportales, de arcos, de balcones y herraje que conserva con relativa pureza el rancio sabor castellano de pasados siglos. Las gotas de lluvia salpican y siembran de burbujas, como en un curiosísimo danzar disneyano, la superficie del pilón junto al que se ha estacionado, cargando y descargando su mercancía, un camión de gaseosas.
La Casa Consistorial de la villa tiene su sede en la parte más noble de la Plaza Mayor, encima de los soportales. Las puertas llevan algún tiempo cerradas a causa de las obras y fue preciso instalar provisional­mente las dependencias municipales en la vivienda del alguacil, un poco retirado de allí con dirección a la iglesia.
-Sí, señor; yo soy Marcelino Ruiz, el alguacil, para servirle.
Don Marcelino Ruiz, el alguacil de Horche, es un hombre de edad avan­zada, pequeño de estatura y grande, muy grande, en espíritu y en cor­dialidad. Durante más de cuarenta años al servicio del pueblo, han pasado por él cinco o seis corporaciones distintas.
-Ya lo creo. Algunos alcaldes me lo han dicho: "Aquí, el que más manda es usted".
Recuerdo con especial agrado la acogida familiar con que me reci­bieron en su casa el alguacil de Horche y doña Paula, su esposa, que andaba deshebrando unas vainas de judías verdes para la noche junto a la mesita redonda del comedor. Doña Paula es de Chiloeches, pero los muchos años allí, más de la mitad de su vida, le hacen compartir entre ambos todas sus preferencias.
-Sí, señor. La gente aquí es tan buena como lo pueda ser la de mi pueblo, ¿por qué no? Yo quiero mucho a los dos, figúrese.
-¿Es Horche un pueblo divertido?
-Mucho; sí, señor. Aquí, cuando llega la Navidad salen las ron­dallas por las calles y lo alegran todo. Luego tocan en la iglesia yeso es muy bonito. Igual que se hacía antes.
-Quiere usted decir que se respetan las tradiciones, ¿no?
-Mire: en mayo se sigue sacando a la Virgen de la Soledad para bendecir los campos y todavía cantamos aquel himno tan antiguo y tan bonito de nuestra Virgen.
-¿Lo recuerda?
-Aquí se lo sabe todo el mundo. Empieza así :

Cuando en Horche una pena pasamos
o sufrimos gran enfermedad,
Madre amada, por tí suspiramos,
Virgen Santa de la Soledad.

y sigue más. No crea, que a mi marido se le da bien eso de las fiestas: toca el tambor, le pone las bandas a las damas, lo retratan cuando las chicas le dan el beso y luego me trae la foto a mí para que se la guarde... ¿Qué le parece?
-Pues ya ve. A mí me parece bien.
-Y a él también, claro. ¡Qué lástima, verdad usted, que se haga la gente vieja!
El señor Marcelino se limita a cumplir con su deber de la forma más discreta y más elegante: calla y sonríe. Luego entra en conversa­ción.
-Sin ir más lejos, el día 7 de diciembre, a las nueve en punto de la noche, tocan las campanas y encienden las hogueras por las calles los hermanos de la cofradía de la Purísima. Esa noche y todo el día si­guiente visten con capas antiguas y yo voy con ellos tocando el tambor.
-¿Y usted no canta?
-Si sale, sí que canto; pero ya tiene uno mal pelo.
-¿Qué solían cantar?
-Bueno; cantaban y siguen cantando cuando salen las rondallas. Se cantan jotas y seguidillas muy antiguas.
- ¿Cómo son las seguidillas de Horche?
-Muy bonitas. Le voy a cantar una. Escuche.

Vale más lo moreno de las morenas
que lo blanco y lo rubio de la azucena.
Con la sal que derrama esta morena
se mantiene una rubia semana y media
.

Doña Paula me sacó las fotos donde su marido, enjaezado con gorra lujosísima como un mariscal, recibe el ósculo protocolario de una dama de la corte a la que acaba de imponer la banda acreditativa en medio de un ambiente familiar, juvenil y con sabor a fiesta.
-Y de ésta, que estoy yo toreando sin toro, ¿qué me dice?
Por las calles empinadas de Horche bajo la lluvia; por los barrios morocristianos del pueblo antiguo, vuelven a la memoria rincones evo­cadores de la Cuenca en volandas de Federico Muelas; aquélla que, verti­cal y encantada junto a las hoces, se me llevó para siempre un trocito pequeño del corazón. Por la Calle Real cruzan las señoras con paraguas de colores. Algunos niños bailan el peón bajo los soportales y salen después disparados saltando de charco en charco con sus botas de goma. En la Plaza Mayor tiene el establecimiento de artesanía don Julián Chiloeches. La exposición artesanal de la plaza de Horche es todo un descubrimiento que por sí solo justifica una visita a la villa. Uno piensa que queda un poquito escondido ante los ojos del gran público.
-Pues no lo crea, porque en verano se han juntado aquí más de cien personas. La provincia, sobre todo, está respondiendo muy bien.
-¿Cómo fue fundar esto, precisamente aquí?
-Ni yo mismo se lo sabría decir. Soy de Horche, aunque vivo en Madrid, y he trabajado el cuero toda la vida en plan artesanal. Al poner este establecimiento y exposición he pensado que aquí puede tener cabida todo lo que sea arte, o artesanía, que es lo mismo.
-¿Cuántos objetos calcula que tendrá aquí?
-¡Cualquiera sabe! Es posible que pase de mil quinientos.
-De dónde lo trae?
-El cuero, que lo trabajo yo; arquetas, muebles y demás, procede todo de la Provincia. Luego, la cerámica es toda de Toledo, y el metal lo traigo del gremio de artesanos de Madrid.
-¿Es negocio la venta de artesanía?
-Es negocio en tanto en cuanto se vive de ello, pero no todo el mundo sirve para vender artesanía. Es una pena lo que se ve por ahí.
Una de las salas en la parte alta está dedicada a exposición de pin­tura de artistas locales. Es una muestra del hacer pictórico de los hijos del pueblo, donde, dentro de los más variados estilos y técnicas, se ven cuadros que saltan con mucho del terreno gris de la mediocridad.
-Pues esto era la antigua posada del pueblo. Fue ya de mis abuelos y pienso llenarla de material hasta las cámaras.
Algunos hombres que posiblemente no pudieron salir al campo debido al mal tiempo contemplan el caer ininterrumpido de los canalones en la plaza tras los cristales del bar de Poli. El bar tiene un mostrador amplio, un mostrador para las grandes ocasiones, donde los horchanos toman cortitos de cerveza y cañas de vino que les sirve un muchacho con pocas ganas de conversación.
Abajo, al borde mismo de una de las curvas en la antigua carretera, queda el taller de Juan Francisco, el artesano de Horche. Juan Francis­co Martínez dejó hace muchos años su trabajo de albañil para dedicarse a la construcción de retablos. Luego pasó al trabajo artesanal de imaginería y talla con un éxito fuera de lo común. En una de las dependencias del taller hay dos muchachos que pegan cuidadosamente láminas finísimas de metal dorado sobre un tra­bajo de madera que en algunas partes imita al mármol y al oro. El propio Juan Francisco me lo explicó con detalles.
-Es una mesa de altar para la catedral de Sigüenza. En estos hue­cos llevará unos bajorrelieves con los cuatro evangelistas y, en el centro, un motivo de decoración mayor.
-¿Qué es lo que más trabajan ahora?
-Lo de siempre, más o menos: retablos, altares y, sobre todo, imá­genes o figuras de pequeño tamaño de tipo ornamental. De un tiempo a esta parte nos piden también muchos escudos en madera tallada.
Desde la antigua carretera se ve al fondo, recién bañada toda ella, la extensa vega en que juntan sus aguas el Ungría y el Tajuña, siendo testigo uno de los parajes más serenos e impresionantes de la Provincia. Atrás, el pueblo: Horche. Una villa hermosa por dentro y por fuera. La que pasó, romántica y legendaria, a poder de los reyes cristianos la noche de San Juan por obra y lanza de Alvar Fáñez en persona. Horche, artesana y activa, vetusta y tierna, sigue como vigía de mil ojos, observando desde su atalaya en la ladera las tierras de la Alcarria hasta allá lejos.

(N.A. Noviembre, 1980)