martes, 14 de abril de 2009

HERRERÍA


Suele ocurrir que de tanto ver a veces el paño fuera del arca uno acaba por tenerlo ante los ojos de una manera maquinal, por ig­norarlo; y surge al pormenorizar en él la paradoja en el sentido de que a poco que te detengas siempre hallas algún valor del que jamás hubieras caído en la cuenta de sospechar siquiera. Algo de eso puede ocurrir con Herrería, uno de aquellos pueblos por los que el viajero se ha limitado a transitar en infinidad de ocasiones, dejando a derecha e izquierda la alineada ristra de sus fachadas cada vez que tuvo la necesidad de acudir por alguna causa a Molina de Aragón, la capitalidad del Señorío.
A Herrería, como a Rillo, uno los encuentra cada viaje sosega­dos y dormilones, un poco de puntillas al sol mirando al vallejo donde hibernan o dan fruto –según la época– las fecundas tierrecillas de la vega que corre paralela a la carretera hasta dar vistas a las torres del castillo molinés. En Herrería, parte de las huertas están tapiadas con un muro que las separa del pueblo. Acabo de llegar; el pueblo aparece ligeramente embarrado y el sol inofensivo de la tarde marceña saca brillo al chocar en plano con los encalados de las casas. No se ve a nadie y las puertas que dan a la carretera están cerradas. Tengo la impresión en principio de que el pueblo es más pequeño de lo que pensé. Los automovilistas pasan junto a mí en viaje de ida o de vuelta sin detenerse en Herre­ría, sin mirar siquiera. Al cabo, una mujer de edad con pañoleta ne­gra sobre la cabeza se asoma por una ventana en el mismo rincón donde un papel de folio clavado a una puerta vieja dice: "Asistenta Social". La mujer desaparece al instante por una de aquellas callejas que suben hacia el depósito de las aguas. Es cierto que con los vientos del poniente estrellándose en el parabrisas apenas si apetece ­salir del sedante calorcillo del motor a las cuatro de la tarde.
Lo que en principio me pareció una papelera es el buzón de Co­rreos hincado bajo el enorme platanero en la plazuela del frontón. Detrás hay un olmo macho, más alto que orondo, un olmo que de momento ha podido burlar a la grafiosis, a la galeruca y a los otros males exterminadores. Una burra negra, maniatada, come hierba junto al juego de pelota.
La iglesia, casi a pleno campo, a uno le parece la mar de origi­nal. Como entrada tiene un arco sencillo del XVI orientado al sol y de cara a los huertos. En uno de los muros se ve una cruz pintada de azul donde se recuerdan los nombres de los hijos del pueblo que murieron cuando la guerra, siempre al arrullo del agua en el sobrante que corre por detrás del ábside. El lugar y la hora, con tanto silencio, son un regalo para los cuerpos y para los espíritus necesitados de sosiego. Medio escondida, a ras de pies, la fuente abundosa que mana por dos de los cuatro caños.
–¡Tío! ¿Tú sabes si hay por aquí algún mecánico?
– No creo.
– ¿Y en el pueblo próximo?
– Tampoco.
– ¿Adonde entonces?
– No lo sé. Si vas a Molina, allí seguro que tienes, y si vas ha­cia Madrid no sé si en Maranchón. En Alcolea, seguro que hay.
La jovencita en cuestión me gritó desde la carretera. Iba vestida de negro hasta los pies, como la sombra de la muerte, y tenía cara de vampiresa egipcia. Ni siquiera me dijo adiós, sa­lió malamente renqueando hacia Molina.
El pueblo de Herrería, tal vez por falta de recursos en las arcas municipales se ve necesitado de atención. La calle que sube hacia el transformador es de piedras levantadas y en las zonas en que no pisa nadie crece la hierba. Arriba casi, las gallinas huyen despavoridas al verme pasar y se acurrucan detrás de los paredones en los corrales. Herrería es un pueblo de muchas piedras. En los solitarios ejidos del cerrillo muestran, secos y negros, sus esqueletos los carros de varas; mueren las ahora inservibles máquinas de aventar quietas y oxidadas; duermen los aperos del cultivo el largo sueño de la invernada. Un co­che en desguace enseña más allá su cuerpo de chatarra en una era, mientras que las basuras medio apagadas humean en un leve cercadillo de planchas de caliza.
Por encima de Herrería graznan los grajos. Un cuclillo les contesta desde los sabinares que hay más al mediodía, en los cerros del Berro­cal y de la Atalaya. No se ve, ni se oye, ni se adivina un alma por las calles. Al cabo, acierto a ver a un señor escuchando la radio por la ventana de un edificio grande, antiguo y con cierto corte municipal. El hombre está entusiasmado con lo que oye. Para que se dé cuenta de que ando por allí tengo que golpear con la punta de los de­dos la cara del cristal.
– !Qué quiere!
– Perdone. Buscaba un bar para tomar algo. ¿No hay bar?
– Yo vendo algo -me contesta-, pero en este tiempo casi nada.
– ¿Café tiene?
– No señor, no tengo café.
– ¿Y una copita de anís?
– ¿Dulce?
– Bueno; o del otro, qué más da.
Dionisio Sanz Amayas apaga el transistor, descuelga unas llaves y se viene a la calle. Dionisio es un hombre de edad subida, alto, un poco desdentado, simpático y cumplidamente hablador.
– Igual es usted el alguacil –le digo.
– Yo no sé ni lo que soy. Para el caso como el ungüento amarillo, que para todo se aplica y para nada vale. Es que el centro social es­tá más abajo, por donde la carretera.
– La verdad es que a mí en este momento no me apetece tomar una co­pa ni nada. Fue un pretexto para charlar con usted. Como no se ve a nadie... Poca gente queda en Herrería.
– Si llegamos a completar los sesenta será malamente.
Aclarado todo, y ya sin prisas, Dionisio y yo nos bajamos hacia el frontón que sigue desierto.
–Qué árboles más hermosos ¿verdad?
–Pues mire, el platanero lleva 70 años plantado, y el olmo debe de andar con los 140, arriba o abajo, que no es seguro. Todo eso lo se por mi padre. Usted ignorará el asunto, pero Herrería es un pueblo con historia
– ¿Ah, sí?
– Mire; todas esas cosas negras que se ven por los huertos son esco­rias de cuando se hacía el hierro. Seguramente que lo traían de Ojos Negros cargado en burros. Por eso le viene el nombre al pueblo.
– Todo tiene su por qué, ya lo creo.
– Uno de aquí se fue una vez a las Indias de América. Eso tampoco lo sabía usted, por lo que veo.
– No, no lo sabía.
– Y se dejó viviendo en el pueblo viviendo en la miseria a su mujer ya sus hijas.
– ¡Jó, que cara!
– Luego volvió al cabo de los años, y entró por esa parte de Canales.
– Pues menos mal.
– Y preguntó por su mujer y por sus hijas que se habían puesto a cui­dar la dula para poder comer. Con todos los caballos del pueblo, ¿sabe?
– Sí, sí.
– Y fue a parar a casa del alcalde y le dijo que quería hospedarse en la casa más pobre del pueblo. Se ve que sabía algo.
– Ya ve.
– Y lo llevaron a casa de su mujer sin saber quien era, y allí se des­cubrió todo. Lo tuvo que reconocer su mujer por un lunar que tenía en semejante parte, así como en el costado.
– Y volvería rico, como todos los indianos.
– Mucho. Nadie sabe el dinero que debió traer aquel tío. Al día si­guiente las hijas no quisieron salir con la dula. Decían que había vuelto su padre con mucho dinero y allí se acabó la historia.
­Concluy6 Dionisio contándome que el indiano añadió una capilla a la iglesia parroquial, y que, para que en el obispado le autorizaran a romper la pared, tuvo que pagar una media llena de duros y luego correr con todos los gastos de la capilla.
– Ya le digo que cualquiera sabe los cuartos que tendría el gachó.
– ¿Se conoce su nombre?
– Yo por lo menos no lo sé. Me parece que eso no consta.
– Muy bien. Me está haciendo un papel estupendo. Usted sabe mucho.
– Aquí también tuvimos minas de plata. Yo no sé lo que pasó, si es que lo di­jo el ingeniero o qué, pero están paradas desde hace no sé cuan­to. Ahí ocurrió algo como un misterio.
– Tomamos la copa al fin en el centro social. Es una sala amplia don­de cabe todo el pueblo, y que se inauguró hace solo unos meses. En el centro social hay un mostrador en donde nadie sirve, cuatro o cinco mesas con sus sillas correspondientes para jugar a las cartas y una estufa de leña. Según me explicó Dionisio, en el centro social entra el sol durante todo el día.
– Se sirve cada uno cuando llega. En verano estará mejor atendido. Yo lo dejo abierto y cada cual paga lo que consume, se está el rato que le apetece y se marcha después.
– Lo que quiere decir que la gente es honrada, si no, no lo harían así.
– Pues sí. Siempre habrá quien haga trampa, cualquiera sabe.
La alcaldesa de Herrería se llama Conchita. Siempre que uno sale de viaje procura saludar al alcalde si está en el pueblo, aunque sólo sea por aquello de la cortesía que se debe a la autoridad. En el caso de Conchita Esteban acer­tamos. Es una señora de mediana edad, atenta y muy puesta en su papel, como debe ser. Herrería, un pueblo que, supone­mos, tendrá algún motivo que preocupe a su alcaldesa.
– Sí, siempre hay algo. En nuestro caso lo peor que tiene el pueblo es la falta de habitantes. Así, apenas si se puede hacer nada.
– ¿Qué tal aceptan los varones a una mujer que les mande.
– Hay de todo. Aquí es que somos tres mujeres las que llevamos el ayuntamiento. Algunos lo aceptan, otros menos, pero al final nos entendemos perfectamente.
– ¿De qué se vive en Herrería?
– Como en todos los pueblos pequeños, de la agricultura y de la ju­bilación. No hay otra cosa.
Si alguna vez, amigo lector, viajas por aquellas carreteras que internan al Señorío, puedes detenerte en Herrería. Un oasis de tranquilidad donde la vida corre sin prisas y que, efectivamente, tiene pocas cosas que ver; pero encontrarás, eso sí, a manos llenas, el muy noble carácter de sus gentes sencillas y el encanto de su campo severo. Una faja de nuestro mapa provincial que ya pisaron los hombres prehistóricos, tal dicen de los hallazgos de Rillo y de Canales, sus pueblos vecinos. Una página sencilla, pero nutrida en contenidos, de la tierra molinesa.

(N.A. Abril, 1986)

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