jueves, 16 de abril de 2009

HINOJOSA


Henos otra vez en los tranquilos páramos del Señorío Molinés. La aven­tura comenzó con las primeras luces del alba en este día tur­bio del mes de noviembre, luces que no se acabarán de encender plenamente hasta las frías llanadas que preludian la villa de Maranchón. Cuando la mañana ha conseguido entrar de lleno, uno se encuentra ya en­ la casilla de Labros, eligiendo para concluir su viaje el ramal que sale hacia Tartanedo, el único del cruce que no tiene señalización. Al momento, el reloj de la torre de Hinojosa nos recibe a distancia con el rítmico golpeteo de las diez en campanadas opacas, megafóni­cas, que caen sobre los campos de la comarca como grito de muezín que convocase a la oración al mismo silencio de estas tie­rras frías. Brilla el sol en toda la paramera filtrado entre la ne­blina que cunde por los bajos. Hinojosa queda aquí, a nuestra derecha, recostado en el llano, a los pies del peñascoso cerro que las gentes de la zona conocen por Cabeza del Cid.
La primera impresión que se siente al tocar las viviendas extramuros es la de encontrarse ante el quicio de un pueblo hermoso, a­tendido con pulcritud y con gusto, de calles impecables y casas remozadas donde la gente, el centenar escaso de personas que lo pueblan, deben de vivir encantadas por su suerte, muy allá de las incomodidades del mundanal ruido.
No hemos resistido a la tentación de abandonar el coche a la entrada y recorrer a pie, ya desde el principio, los prometedores rincones de Hinojosa. A uno y otro lado del elegante paseo por el que más tarde subiremos hasta el corazón de la villa, se ven los troncos muertos de algunos chopos que hubieron de cortar en plena juventud, por enfermedad, seguramente. Aquí la grandiosa ermita barroca­ de la Virgen de los Dolores, con inscripción que la vista no consi­gue descifrar y escudo de armas de los García Herreros, de cuya fa­milia, don José, canónigo en Valladolid y caballero de la Real or­den de Carlos III, la mandó levantar, gallarda y sobria para su pueblo natal.
Un señor viene calle abajo con un envoltorio de ropajes tercia­do al hombro. El buen hombre mira al desconocido con curiosidad y pe­ro pasa de largo sin decir nada.
–Buenos días –le he dicho. ¿Sabe usted que la ermita es un capricho?
–Es verdad, sí señor. Pero lo que más vale está dentro. No hay por aquí otra que le iguale.
– ¿Alguna cruz antigua?
– No señor; la Virgen de los Dolores. Si puede, no se vaya del pueblo sin verla.
–Todo esto es muy bonito. Deben vivir muy felices en este pueblo
– Antes era mucho más. ¿No ve que han tenido que cortar los cho­pos? Les dio el mal y mire cómo se quedó todo. Había un paseo precioso.
–Nuestro hombre tiene un simpático acento de aragonés fronteri­zo. Cuando ha tomado más confianza es él quien pregunta.
–¿Entonces, no había estado usted por aquí nunca?
– Sí, algunas veces, pero en Hinojosa concretamente, nunca.
–¿De dónde viene usted, de Zaragoza?
– No. Vengo de Guadalajara. He madrugado un poco y...
–¡Anda! Pues entonces conocerá al Elías,
–No sé. A lo mejor lo conozco, pero en este momento no caigo. Como uno ve a tanta gente por todas partes.
– Ah, pues milagro que no conozca usted al Elías. En Guadalajara todo el mundo lo conoce.
– Si alguna vez lo veo le daré recuerdos de su parte ¿cómo se llama usted?
– Con que le diga del Mauricio de Hinojosa, ya vale. Ahora voy ahí cerca, que me va a labrar un poco de tierra un sobrino, y voy a ver cómo se le da.
El sobrino del abuelo Mauricio se llama Joaquín Alonso. Tiene un buen almacén a la entrada del pueblo y viste mono azul y una gorrilla quitasol con un anuncio. Joaquín es agricultor por encima ­de todo.
– Yo sí que lo soy, pero mis hijos no quiero que lo sean. Hoy es este el peor oficio. Como no tomen otras medidas, la cosa del cam­po no habrá quien la soporte.
– ¿Tan mal lo ve?
–¡Hombre, claro! Los precios de los fertilizantes te los doblan cuando se les antoja, y el del trigo casi no lo mueven. ¡Usted me dirá! y por si era poco, las cosechas de mal en peor con eso de la sequía.
- ¡Vamos, que la gente vive mal y nada más! Le advierto que eso no es aquí sólo, pero de todas formas usted exagera un poco.
–No exagero, no. Aquí vamos tirando por la economía que hace­mos, si no, no podría ser. ¿Ve al Tío?, seguro que lleva los pan­talones del hijo, la chaqueta del yerno...Si aquí no vivimos más que con lo que les sobra a los de la capi tal. ¿Usted sabe quién marcha bien en los pueblos?
– Según usted, nadie.
–Los que se jubilan. Esos son los que viven. Cuando son matri­monio, que les vayan echando. Aunque le advierto, que a los viejos no los quieren tener los hijos ni aun con dinero. Luego, eso si, muchas flores al cementerio y esas cosas. Las flores, antes, no cuando no las pueden ver ni les sirven de nada.
Desde las portonas del almacén de Joaquín se ven en las eras, pudriéndose por el orín, las antiguas máquinas de aventar y las sembradoras de tiro de mulas. Al saliente, el cerro limpio y me­setado de la Cantera. Mis amigos me hablan después de la ermita románica de Santa Catalina, situada en una ladera de sabinar y de carrascas por la carreterilla que baja hacia Milmarcos.
– Y dicen que tiene ochocientos años.
– Creo que la he visto alguna vez. Por allí ya no van nunca, ¿verdad?
– Sí que vamos. El 17 de agosto se organiza todos los años una buena romería. No sabe lo bien que se está allí de merienda entre los árboles. El cantar lo dice bien.

Santa Catalina hermosa
que vives en camino real,
por delante las sabinas
por detrás el chaparral.

Después de haber visto pelotear, sin demasiada escuela por cierto, a dos chavales en el nuevo frontón de las afueras, nos llama la atención la severa estampa de la picota, situada poco más allá de la ermita en una glorieta de calles nuevas. El imponente rollo de Hinojosa alza su fuste de piedra lisa sobre un triple escalón en forma de estrella. Por aquí vemos placas en las esquinas con nom­bres de calles que nos resultan y novedosos: "Avda. del Servicio de Extensión Agraria", "Avda. del Iryda", "Calle de Manguite­ros". El arco de una casona deshabitada anuncia en la piedra clave de las dovelas la verdad de su origen: año de 1541. En seguida tomamos el centro de la villa por la fuente pública. Uno de los dos caños vierte tan sólo sobre la pilastra por aquello de la escasez. El agua de la fuente es fresca y con sabor a agua. En el estanque que hay a su espalda nadan medio centenar de peces de color; peces gordezuelos y ágiles en tonos rojizos, pardos, blancos y plateados. Los niños que vinieron de la capital para el fin de semana les arrojan miga­jas de pan y hunden el dedito, tembloroso, esperando el mordisco que no llega.
–Oiga usted; ¿de que se alimentan para estar tan gordos?
– Les echan cosas. Mi hija les pone todos los días piensos compuestos y se los comen.
–El señor Felipe pasa conmigo el rato sin pestañear, siguiendo ató­nito los movimientos del banquillo de peces.
– Algunas veces saltan a coger algún mosquito y caen fuera. Entonces, el primero que pasa los devuelve al pilón, pero luego se mueren.
En la plazuela que dicen del Solo, hay un olmo antiquísimo, de tronco rugoso y hueco, montado sobre escalones que mal consiguen abra­zar entre seis hombres con los brazos abiertos. El olmo apenas tiene una moña ruin de rebrotes. Al acabar con el olmo, los años termina­ron también con el más característico monumento vivo de Hinojosa.
En la plaza donde está el olmo se da cada año la batalla final de la Solda­desca, recuperada tradición que coincide con la fiesta patronal de Los Dolores en el mes de junio. Media docena de escudos nobiliarios sellan en otras tantas viviendas el recuerdo a perpetuidad de fami­lias distinguidas, cuyas ramificaciones han llegado hasta hoy a través del tiempo por línea directa: los Malos, los Ramírez, los Moreno, los García Herreros, los Iturbe, conservan su casa solar en las ca­lles más antiguas del pueblo, evocando su linajudo pasar por estas, hoy soledades de la paramera.
Frente a la señorial fachada de los Malos hay un rinconcito flo­reado donde las señoras me cuentan cosas desde las ventanas. Las mu­jeres de Hinojosa, como todas las de esta parte alta del Señorío, llevan innato el carisma de la afabilidad.
– Pues aquí ha vivido siempre nuestra familia. Mi marido aun lleva el apellido.
– Y esa de más abajo la debieron incendiar cuando los carlistas, según hemos oído contar a los de antes.
Desde aquí mismo me acompaña don Lorenzo Rubio, esposo de una de aquellas simpáticas mujeres, hasta la iglesia. Por el camino nos volvemos a encontrar con el Tío Felipe, que se vino con nosotros y nos propuso bajar después hasta la ermita para ver a la Virgen. Mis dos buenos amigos de Hinojosa me van hablando de las casas hidalgas y de las familias más notables que vivieron en ellas, de las que hay todavía mucha gente que participa con parentesco lejano.
La iglesia parroquial queda tras una leve costanilla de entraña­bles callejuelas en la parte alta, tocando la falda de la Cabeza del Cid. Se pasa al atrio por un arquillo de sillería que nos pone de frente al pórtico, apoyado sobre dos columnas. El arco de entrada a la iglesia es enorme, trazado como el anterior en medio punto por dovelas del XVII. En la quietud del atrio se oye el seco tic-tac del reloj de la torre. La iglesia de Hinojosa está dedicada a San Andrés Apóstol.
- Hay cosas muy bonitas aquí, pero de poco valor. Lo bueno lo ro­baron. Hará más de cuarenta años que nos quitaron el órgano, y los candelabros, y todo lo que han querido.
Son interesantes, como en casi todas las iglesias del Señorío, sus viejos retablos en los que la madera se retuerce por no sé qué arte, recogiendo en sus formas ahumadas el sedimento de la piedad popular de los últimos siglos. En el templo de Hinojosa encontramos algunos de aquellos a los que nos hemos querido referir, como el de San Antón, de oscura ma­dera vista, el mayor dedicado a San Andrés, otro lateral que pudiera ser -mis amigos lo ignoran- el de la Virgen de la Cabeza, apar­te de la ínfima capilla de la Concepción cerrada con reja. La cúpu­la del ábside tiene un curioso relieve con 1a figura ecuestre del Apóstol Santiago. En diferentes altares más contemplamos otras tan­tas imágenes, ahora de San Antonio de Pádua y de San Francisco Ja­vier.
Cuando bajamos hacia la ermita, el Tío Felipe me habla de la devoción de la gente a la Virgen de los Dolores. Me dice que pocos de Hinojosa habrá que no la lleven en el corazón y en la cartera, que si quiero me regalará una fotografía.
–Mire, tengo ochenta años, y, si paso diez veces por la puerta, diez veces que rezo. Me lo dijo mi padre y no he dejado de hacerlo. En este momento la ermita estaba abierta. Un sacerdote hijo del pueblo había venido ex-profeso desde Zaragoza a oficiar una misa por su madre en el hermoso marco de Los Dolores. Don Jacinto Bel­trán apenas si puede atendernos ocupado en los preparativos. Sí que me ha prometido, y cumplirá con puntualidad, enviarme algunas fotografías de la bellísima patrona de los hinojoseños, la angelical imagen que ahora tenemos delante de los ojos. Es la Virgen de los Dolores una muestra simpar de la imaginería española del barroco, regalo tal vez del propio don José García Herreros cuando se construyó la ermita. La imagen de la Virgen permanece sentada, con las manos entre­cruzadas en el regazo y en actitud de profundo dolor; un dolor que inunda -eh aquí el milagro del arte- su rostro de inmensa paz, que lla­ma, en el silencio de la señorial capilla, al fervor de quien llegare y le invita a vaciarse sin componendas de los egoísmos y de los cuidados del siglo que, demostrado está, sólo conducen la in­comprensión y a la guerra. Mis amigos se han descubierto y han re­zado en silencio.
Dejamos atrás a la Señora del corazón atravesado y nos despedimos –uno no sabe si para siempre– teniendo como testi­gos del adiós una ermita del dieciocho, una picota que otorga al pueblo la categoría de villazgo, los troncos muertos de los chopos que se hubieron de cortar por aquello del mal, y el sol débil de las otoñadas en el páramo.

(N.A. Diciembre 1983)

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