martes, 28 de abril de 2009

HUETOS


El panorama externo que presentan los campos por estas latitudes es de verdadera impresión. Jamás tuve ocasión de viajar hasta hoy por estos recovecos que anuncian la sierra, y a fe que vuelvo con aquel mismo entusiasmo de mis primeros viajes: contento y feliz por haber descubierto algo nuevo.
Hay entre Sotoca y Huetos gargantas peñascosas que me han recor­dado no poco aquellas otras que hace unos años tuve la oportunidad de recorrer a pie por la Serranía de Cuenca; y como en aquellos parajes también por estas tierras altas se da el boj silvestre escalando las laderas pedregosas de los cerros. El boj, o buje que dicen otros, es un arbusto típicamente serrano, muy propio del Sistema Ibérico, así como las jaras y las estepas lo son más bien de las zonas montañosas del Sistema Central. Huetos comienza a dejarse ver en seguida, una vez alcanzadas las tierrecillas de la vega en donde hay nogales. El pueblo se muestra al visitante, en principio, con sus viviendas es­calonadas, como a caballo de una loma que tiene como fondo el agreste corpachón de algunas montañas repobladas.
Como estos pueblos, más o menos lejanos o escondidos, casi siempre me suelen despistar con relación al tiempo, he querido hacerme presente en él algo antes de lo previsto. No es, por supuesto, las tres de la tarde la mejor hora para caer de incógnito en pueblo algu­no, sujeto por norma nuestras maneras de vivir y a nuestro nacional horario. Por eso prefiero perder los minutos que sean precisos para otear a mis anchas la ermita que hay a la misma entrada. La tarde es fría, pero luce el sol y la tranquilidad del campo convierte en placentera la estancia por estos lugares
Cuatro columnas alineadas sostienen el leve pórtico que cubre un tejadillo, bajo el que se encuentra la puerta de acceso. La puerta, como las puertas de todas las ermitas, tiene los consabidos ventanucos por donde la gente mira, reza y cuelga flores cuando las hay. No se oye nada. Apenas se siente el soplo del viento que arrastra las hojas secas. Uno piensa que esta zona en primavera, y más todavía en verano, debe de ser un auténtico paraíso. Por uno de los ventanos de la ermita alcanzo a ver la imagen moderna de una Virgen de Lourdes ocupando la hornacina central del ábside. En ambos lados del pequeño presbiterio se ven dos pasos de la Semana Santa, uno de Jesús con la cruz acuestas y otro de la Dolorosa. Por encima hay una cúpula en casquete que descansa sobre cuatro pechinas lisas. La ermita habla al recién llegado de un Huetos con población bastante, de viejas devociones que los que se marcharon para no volver se lle­varon a la tumba y que, deseable sería, ya lo creo, que los que hoy viven allí hicieran renacer para, al menos, llenar sus vidas de algo que me­rezca la pena; pues es sabido que el hombre no sólo tiene estómago, sino también corazón, cabeza y sentimientos, aunque a veces nos obstinemos en quererlo disimular.
Las gentes de Huetos se suelen tomar la vida con paciencia, que no es poca sabiduría. El abuelo Mariano Carrascosa está sentado al sol con una latilla de grano en el poyo de una casa que hace esquina, por donde poco después llegaré hasta la plaza. Bajo aquellas enormes masas de tierra, de piedra y matorral que rodean al pueblo, uno se siente poca cosa, casi nada. El abuelo mariano, por lo visto, está acostumbrado a vivir entre montañas y le da igual.
-A la de más arriba de todas le llamamos la Peña del Milano.
-Pues el pueblo, aquí en donde lo pusieron, es bonito con gana.
-No está mal. Las calles las tenemos arregladas, el agua en las casas, el teléfono, todo lo que hace falta para vivir como señoritos lo tenemos aquí. Pero la cosa es que no somos gente.
-¡Qué lástima!
-Ya lo creo. Yo los cuento casi a diario y no somos ni uno más. Quince personas somos.
A pesar de su contada y recortada población, de Huetos sólo pueden decirse cosas buenas: que tiene un entorno irrepetible, una plaza grande y luminosa, una gente cordial... En la plaza hay una fuente minúscula y algunas acacias. Al final de la plaza se levanta airosa la espadaña de la iglesia con dos vanos en el campanario que miran hacia las puestas del sol. Una señora me ha reconocido -después sabría que se trataba de la mujer del alcalde. Me cuenta que algunos hombres se fueron bien de mañana por las sierras a la caza del jabalí, que con un poco de suerte igual vuelven a media tarde con cuatro o seis piezas y no sería la primera vez. Al sol triste de los muros de la iglesia hay un anciano cosiendo con cierta pericia algunas correas de cuero. Por el suelo tiene una lezna, un cuchillo, unos alicates, una caja de remaches y un martillo nuevo.
-¿Qué se hace el hombre?
-Pues ya ve. Casi nada. Aquí entreteniéndonos un poco.
-Correas para collares.
-Sí, esto es para el ganado. Son recortes de cuero de los que desechan en el Ejército, y me entretengo en hacer collares para las cabras.
El hombre se llama Tomás Rodrigo. Tiene un invernadero hecho por él
con plantas ya nacidas de hortaliza, y según me cuenta se come los tomates propios un mes antes que nadie de la contorna.
-Para San Juan y Santa Isabel ya cojo tomates yo. Si me pong a echar cuentas, igual salgo perdiendo, ¿sabe? Pero, como tengo tiempo de sobra, me dedico a ello.
-Le advierto que si yo hubiese de vivir en un pueblo y tuviera su edad, estoy seguro de que haría lo mismo.
-Pero yo hasta hace poco he tenido mi buen oficio. Me he tirado ca­si cuarenta años en Cataluña.
-¿Ah, sí?
-Sí señor. Un servidor ha sido el matarife oficial de plantilla en el matadero de Sabadell.
-¡Qué barbaridad! Habrá cometido muchos crímenes.
-Pues mire, una media de tres mil por semana. Yo solo.
-¡Qué hombre tan malo, caramba!
-A mí me tocaba hacer el degüelle. Lo demás lo hacían otros.
-¿Y qué es lo que mataba?
-De todo, pero cabrío, lanar y vacuno, mayormente.
-¿No le queda un poco de cargo de conciencia?
-Nada. Ese es un oficio como otro. Lo que pasa es que al andar tan­tos años de continuo con la sangre, me hizo mal a la vista. La sangre es mala para los ojos, y no ando bien, no.
La verdad es que, estando tan cerquita de la iglesia, me hubiera gustado entrar a echarle una ojeada; pero, según entendí con el galimatías que nos organizó la hermana del señor Tomás desde su casa, creí opor­tuno no volver a mencionar el tema.
-Eso es porque al cura no le gusta que entre ningún extraño, ¿sabe?
-Hombre, claro, y hace bien. Hay mucho desaprensivo suelto y no sa­be uno con quien se juega los cuartos.
Victor García, el alcalde, que en seguida acudió junto a nosotros con el último sol de la plaza, me habló de que Huetos ha sido siempre famoso por su rica miel y por sus nueces, que el ganado, en cambio, jamás les fue bien por aquellos cerros.

-Las cabras y pare usted de contar. Donde vea buje, mal terreno pa­ra el ganado. El buje no hay bicho que lo quiera, es muy malo. Donde crece no sale otra clase de hierba.
-¿Cuántas cabras tienen en total?
-Pocas. En todo el pueblo unas doscientas cincuenta, como mucho.
-Hablan de buena miel.
- Buena y mucha. Aquí hubo en tiempos más de dos mil colmenas; y de coger cien fanegas de nueces, para eso no había que correr. Ahora, ya lo ve, nada; por falta de asistencia se han muerto las colmenas, y las nogueras se nos hielan. Las abejas son unos animales muy ventureros, dependen mucho del tiempo y de los aires; requieren unos cuidados que ahora no se les da, y claro, se mueren.
-¿En qué pasan el rato los pocos que son, señor alcalde?
-En nada. En andar con el ganado. Somos Solo tres hombres para tra­bajar. Los demás ya son mayores. De distracciones no tenemos ninguna.
-El campo, para la agricultura tampoco será gran cosa, supongo.
-Lo mejor del término es la vega de los Cañamares. Aquí, lo que es bueno no puede ser mejor, pero lo malo no sirve para nada.
En Huetos tienen como patrón a San José, o a la Sagrada Familia, que tampoco me lo acabaron de explicar muy bien. Lo cierto es que, por lo de los veraneantes, la fiesta se trasladó al tercer domingo de agos­to.
-Esto se pone imposible durante esos días. El año pasado me di una vuelta por las calles y conté ciento veinte coches. Eso sin contar a los que tuvieran encerrados.
-Dependen de Cifuentes, creo.
-Sí, dependemos de Cifuentes. Yo soy, para el caso, concejal del ayuntamiento de Cifuentes.
En Huetos, favorecida la circunstancia por el hecho de quedar un poco aislado, se repiten los mismos apellidos en distintas familias. Son apellidos de Huetos los Garcías, los Rodrigos y los Carrascosas, colocados de individuo a individuo según las posibles combinaciones que con los mismos se puedan hacer. Así me lo contó en la fuente de abajo don Vicente García, un hombre la mar de atento que salió a mí casualmente y anduvimos otro poquito de conversación antes de la des­pedida.
-Entre las muchas cosas que tiene Huetos, es envidiable su tranqui­lidad, ¿no le parece a usted?
-Demasiado tranquilos estamos. En este pueblo tenemos una sima muy honda. Si lleva poco tiempo seguro que no la ha visto.
-No, no he visto la sima. Lo que sí noto es que no hace aquí mucho frío. Se ve que los montes sirven al pueblo de abrigo.
-Eso sí. Antiguamente sembrábamos un mes después que los de Canredondo, por ejemplo, y segábamos quince días antes. Aquello es más frío. Es ya como sierra.
Bueno, ahí se queda Huetos. Perdido un poco en la distancia y en el tiempo. Añoramos su paisaje agreste y su serena paz sobre todas las co­sas. Otro mundo donde, aquello que alegra el corazón del hombre, queda un poco por encima de cualquier apetencia de aquí abajo. Igual que las águilas que dejamos volar, calmosamente, por encima de la Peña del Mi­lano, nombre inaccesible, montaraz, de dios de los aires y de las tie­rras vírgenes.

(N.A.Marzo, 1986)

1 comentario:

M.Cruz dijo...

Hola, mi nombre es MCruz, y me dirijo a ustedes para realizar les una consulta. Estoy haciendo un estudio sobre mis orígenes (familia paterna) y estoy buscando fotografías antiguas del pueblo de Huetos. Ustedes pueden ayudarme? Agradecimientos de antemano, un cordial saludo