martes, 30 de junio de 2009

OTER


No mucho después del estrecho de Ruguilla, donde los zánganos de colmena fenecen al sol de los riscos, en tanto que el resto del gana­do liba el rico néctar de la Alcarria en las flores azulinas de los romeros, el campo se vuelve escabroso y pinariego, terreno virgen y espectacular, solitario y magnánimo con vocación de sierra. Después, lo de siempre: chaparrales marañosos, sabinas desperdigadas, matujos de boj en los zopeteros, peñascos grises por donde trepó la cabra mon­tés, curvas y más curvas (curvas abiertas, cerradas, imprevistas y de las que se ven venir), y al cabo el pueblo, Oter, escueto y recogido, en medio de una hoya de tierras planas como la palma de la mano, sal­picadas de nogueras a las que escoltan, más o menos de cerca, laderas escabrosas por las que gatea inamovible el tomillo montaraz y repta la ­ajedrea hasta dar forma a los cerros vecinos del Palancar, del Pico Mogorrón, de la Piedra del Madroñal, donde los gnomos de la Alcarria se reúnen a deliberar cada noche de luna llena, eternos vigías de las gentes y de las haciendas de Oter, de sus vivos y de sus muertos.
Cuando me cuelo por una callejuela estrecha, muy estrecha., subiendo do hasta la plaza en obras, tres mujeres: Modesta, Irene y Lucía, vuelven de la vega con sus bolsas de plástico repletas de collejas, un fruto espontáneo que la primavera suele regalar cuando viene de buenas, y por el que uno siente verdadero fervor.
- Perdonen que me meta en donde no me llaman, pero las collejas en estas fechas ya están fuera de época, a mi corto entender.
- Ni hablar, no señor, son muy ricas. Mejor que las espinacas y que todas las porquerías que les venden en la capital.
- Ya, pero eso no le quita para que estén espigadas, y duras.
- Nada, no señor, eso es cuestión de diez minutos más de olla. ¡Y us­ted qué entiende de eso!
A un primer golpe de vista, Oter no solamente es pequeño por aque­llo de la despoblación. El número de sus casas en pie -algunas muy hermosas, por cierto- nos cuenta sin lugar a engaños su perpetua condición de aldehuela o de municipio menor. Todo él, en cambio, es encantador y romántico, envuelto con asombroso cuidado en el sutil tulecillo de la paz y del orden más estricto, donde a uno le parece, no sabe por qué, que jamás tendrán cabida las gentes de malos instintos.
En la casa de don Valentín Romero hay, a eso de la media tarde, va­rios hombres jugando su partida de cartas en la única mesa de la ha­bitación. La estancia es pequeña, y el humo de los cigarros ha dado lugar a un ambiente espeso, a un ambiente que se puede cortar con un cuchillo. En el portal de entrada tiene don Valentín Romero, el alcalde, un poco de mostrador. Se ve como si aquello funcionase también como tienda de primeros auxilios o taberna de temporada.
Don Valentín y don Valeriano del Amo no me ponen la menor objeción cuando les ruego que me acompañen durante una hora para ver despacito lo que el pueblo pudiera tener de interesante, o por lo menos de perso­nal, aparte de sus fragosas montañas más próximas y de su fértil ve­ga que ya conozco.
- Pues poco. Aquí se ve todo enseguida. La iglesia podemos ver, y las obras del ayuntamiento, y eso de arriba del frontón, y en todo caso echaremos un trago en la bodega.
Bajamos lentamente hablando del vino del jaraíz y de lo mucho que aún les queda por hacer hasta ver el pueblo como es debido. En alguna de las viviendas, bajo cuya rejería dos veces centenaria acertamos a pasar antes de colocarnos a los pies del campanario, se deja ver inscripciones y grabados a medias de cegar con un posterior repaso de argamasa. La iglesia viene a estar cerca de una llanada de matorral en­ las afueras, muy próxima a1 recodo de la vega, y que uno intuye que en la antigüedad debieron ser huertas.
La airosa espadaña mira al cerro del Palancar por el poniente el poniente. Tiene dos vanos con una sola campana y un tercero menor, abierto ex ­profeso, destinado al esquiloncillo de avisos que ya no existe. El sillar que conforma la espadaña de la iglesia de Oter está labrado con­ concepción geométricamente perfecta. En la base derecha de las jambas hay una corona de flores marchitas cuya misión desconozco. Lateral al atrio, costero con el ábside ya de frente a los humedales del vallejo, queda el cementerio. Una portezuela de madera fácil nos permite ver a través de los palitroques el callado espectáculo de las tumbas, de las cruces y de los lirios creciendo a su antojo en los espacios li­bres que dejan entre sí las cuatro o seis lápidas mortuorias. La puerta del camposanto se cubre con un arbusto de tamaña pompa situado en­ el interior, detrás de la barda.
- Es pequeño. Aquí no hay vendida a particulares nada más que una sepultura. Yo creo que es mejor no venderlas -me dice Valeriano- ¿A usted que le parece?
- Pues no lo sé. La verdad es que nunca me paré a pensar si es me­jor peor vender las tumbas en los cementerios. Pienso que, como en todas las cosas, tendrá sus inconvenientes y sus ventajas. No sé.
Según se puede ver en las inscripciones del cementerio, los ape­llidos más comunes entre las familias de Oter son los Romero, los del Amo, y los López en menos proporción. A las gentes de aquí les dicen sus vecinos inmediatos "los usetos", cuando por un quítame allí esas pajas les entran las ganas de incordiar. Ninguno de mis amigos, ni Valentín ni Valeriano, saben explicarme el por qué.
- Eso no lo sabe nadie. Como a los de Canredondo les dicen "los pla­teros", pues así. No hay quien sepa la razón.
Cuando pasamos dentro de la nave mayor, y única que posee la pa­rroquia, me señalan como interesante unas tablas escritas: rememoran­zas y vítores que en cualquier caso hacen referencia a hijos ilus­tres de la localidad, ya en el olvido: "Se hizo esta yglesia a costa del Dr. Phelipe García López, canónigo lectoral y maestrescuela en la Santa Yglesia de Sigüenza. Año 1816"
Junto a esa primera inscripción que apenas conseguimos transcri­bir por falta de luz, hay otra segunda perteneciente a un vítor en honor del antedicho Dr. Phelipe García López, colegial de la Univer­sidad seguntina; y un tercero que hace referencia a don Miguel López García, colegial mayor de la Santa Cruz de Valladolid y canónigo penitenciario de las iglesias de Sigüenza y Ávila. Cuando uno consigue arrancar de la indiferencia y del anonimato aquellos nombres, para trasladarlos después a. la letra impresa, siente remotamente la indefinible sensación de haber cumplido con un deber de justicia.
- Pues toda la vida llevan colgados ahí, ya ve, y nadie les hace caso. Allá donde el altar hay una lápida también muy antigua.
Sí, desde luego más antigua que las referencias en tabla a que hicimos mención con que la iglesia de Oter recuerda a sus hijos más preclaros, y más antigua también que los posteriores arreglos y adi­tamentos que la conforman, relativamente recientes: "Sepulcro a es­pensas de Martín López para él y para sus herederos. Año de 1612.”

Aquí se da culto a San Mateo Evangelista, cuya fiesta según el calen­dario se corresponde con el 21 de septiembre, pero que, por razones debidamente conocidas como en tantos pueblos más, se ha trasladado al segundo domingo de agosto. Precisamente la imagen de su patrón preside ­desde el retablo mayor la iglesia de Oter, limpia, silenciosa y acogedora.
- Hace un par de años que se le dio la vuelta. Así, de blanco, por lo menos queda más limpia. La pila del bautismo es de piedra. Descuide, que a esa no hay quien la robe.
- Poca cosa es, pero la iglesia tiene un algo que a mí me gusta.
- También tenemos un buen caracol para subir al campanario, y un ór­gano que le faltan casi todas las piezas.
Oter, cabecera Este de la Alcarria, ya casi en las sierras del Al­to Tajo, abre de ara al poniente esa faja característica de las tierras de Guadalajara donde es fama que se da la mejor miel.
- Sí, yo creo -dice el alcalde- que desde aquí hasta Pastrana., todo derecho, es donde suele estar la mejor miel de la Alcarria, y, naturalmente, de toda España. Tampoco vamos a despreciar lo nuestro.
-¿Tan buena entonces como la de Ruguilla?
-¡Qué más da; si somos vecinos! Por lo menos igual, si no es mejor.
A un lado la tonta polémica que pudiera surgir, sobre tema que uno y otro nos hubiéramos tenido que repartir la razón en partes iguales, subimos pueblo arriba hasta alcanzar en la misma plaza el edificio del ayuntamiento en obras de reestructura. Me pone al corriente don Valen­tín de cómo, vistas las actuales necesidades del lugar y su población escasa, ha sido preciso distribuir el espacio de la antigua Casa Consistorial en oficinas, sala de recreo o centro social, y consulta médica; todo cuando las obras concluyan, que deseamos sea pronto.
- Total, para veinticinco que somos tampoco hace fa1ta más.
- ¿Adónde se marchó la gente?
- Pues unos a una parte y otros a otra. A Madrid y a Zaragoza se fueron bastantes. En Guadalajara hay unos cuantos hijos del pueblo que aparecen por aquí cuando se acuerdan.
El juego de pelota espera en las afueras días mejores en que la gente se ocupe de él. Ni el tiempo, climatol6gicamente hablando, ni la media de edad de sus habitantes, hacen aconsejable una sola partida del más popular de los deportes rurales.
- Cuando vienen los de fuera ya no suelen jugar a la pelota mano co­mo debe ser. Le dan con raquetas y pelotas blandas. Así me parece a mí que la cosa no tiene gracia.
De la tradición vinatera de Oter hablan cuatro tinajas de bodega tiradas en batería donde el frontón. Aún se ven algunos viñedos en los términos municipales de la comarca, y en sus cuevas se sigue fabrican­do, cada vez menos, el simpar vinillo de las alcarrias. Morillejo, to­do un símbolo en tal menester, queda encuadrado en esta misma zona por donde hoy tenemos la suerte de andar.
- Allí en Morillejo se hacen el churú y el aguardiente. También aquí hemos sacado bastante aguardiente con los alambiques en otros tiempos. Ahora le enseñaremos nuestras cuevas. Habrá unas treinta aproximada­mente entre todo el pueblo. No están tan bien montadas como las de Trillo, por ejemplo, pero el vino que se hace viene a ser de la misma calidad.
En la cueva del alcalde nos dimos cuenta de que su afirmación ha­bía sido cierta. Un generoso porrón nos entretuvo los últimos minutos de Oter en compañía, además, de Juan Romero, el cartero, y de su her­mano Tomás. Es costumbre en toda la Alcarria invitar a quien uno se cruza por el camino cuando lleva encima las llaves de la cueva. El vino en la bodega, como las naranjas en el árbol y los tomates agoste­ños al pie de la mata, tienen un paladar incomparable que perderán en un cincuenta por ciento cuando les llega la hora de la industrialización, cuando se sacan de su natural medio. Las gentes de Gár­goles, de Trillo, de Henche, de Oter..., lo saben mejor que nadie, y de ahí la afición de los alcarreños, listos como ellos solos, a poner en práctica el privilegio tantas veces como sea preciso, en invierno y en verano, en advientos y en témporas, en martes y en fines de semana, sin distinción.
La cara amarga de la moneda, lo que ensombrece quizás en cada viaje el recuerdo del visitante, es reconocer sin derrotismos que tanta identidad pudiera tener los años contados. Los pueblos y las costum­bres de los pueblos las hacen los hombres, como también son los hom­bres los que hacen la Historia; el paisaje es mero accidente y permanece, los hombres se acaban. Vamos a esperar, como en los versos de Machado, hacia la luz y hacia la vida, que el milagro de la repoblación se produzca.

(N.A. Mayo, 1986)

OREA


Al año justo de haberlas recorrido a pie por otras vertientes, uno tiene ocasión de situarse de nuevo en las faldas pinariegas cuya denominación se generaliza don el sonoro apelativo de Montes Universales. Y fue por quererse alejar demasiado del punto de partida y salirse, incluso de los límites provinciales por aquellas sierras entrañables en las que arrastra su pobre caudal el río Cabrillas. Ya puestos, me fui a Orea por Alustante, lo que dio ocasión de contemplar de pasada uno de los pueblos más pintorescos de España, Orihuela del Tremedal, villa que no es de Guadalajara pero que merecía haberlo sido. Con sus casas blancas y escalonadas que corona la monumental iglesia de San Millán, no lejos del santuario mariano del Tremedal, desde donde se domina una panorámica de bosques y terreno bravío.
Es mala hora, me consta. Uno sabe muy bien que con el sol de la sobremesa no hay estancia mejor que la propia casa, sustituible únicamente por una siesta a la sombra en el pinar con permiso de los insectos. Lo cierto es que a esta hora intempestiva Orea me recibe soñoliento, mustio, como planta agostada por el intenso sol de las tardes de julio. Orea tiene las sombras en la vega y el verde intensísimo del pino silvestre a cuatro pasos de las primeras casas, pero el pueblo en sí se achicharra bajo la fuerza de la canícula: “Y luego dicen por ahí que tenemos fama de pueblo frío”, me dirán después los ancianos de la calle Nueva.
Como Orea es pueblo vivo, el viajero que llega sin conocer a nadie enseguida encuentra refugio en el bar de Santos. Por encima del mostrador, entre el botellaje, una ardilla con delantal se sirve una copa de anís.
- ¿Qué va a tomar?
- Un zumo fresquito de limón, si me hace el favor.
En una mesa del bar hay dos señores comiendo ensalada de tomate y lonchas de jamón. Un cura toma café en otra mesa cercana. El cura -como debe ser- va vestido de cura. Está sólo. El viajero le invita a café y el acepta de buen grado.
- Mucho calor, señor cura.
- Hoy sí que pega. Yo creo que a usted le conozco de algo.
- Puede ser. Uno es un poco dulero, y por eso no me extraña. ¿Es usted el cura de Orea?
- Pues soy y no soy –me contesta. Soy cura de Orea como anejo, pero resido en Checa.
- Bonito pueblo Checa, sí señor. La tarde que estuve allí también hacía calor. ¿Cuál de los dos pueblos prefiere?
- No opino. Para mí los dos son buenos. Faltaría más.
- Éste parece mayor, creo yo.
- No, tiene más habitantes Checa. Éste está poco más arriba de las trescientas personas.
Los autocares del campamento están aparcados al sol en la explanada. De vez en cuando llega otro autobús cargado de niños que vienen de Valencia. El campamento de Orea, con sus instalaciones magníficas, tal y como se me dijo en el pueblo, es lugar de solaz durante el verano para cientos de chiquillos, valencianos y madrileños casi todos.
Por las calles de Orea, siempre en vertiente buscando los altos de las Neveras, uno se encuentra con viviendas elegantísimas y casonas solar roídas por el peso de los siglos. En la plaza del Ayuntamiento luce la elegancia de sus formas, con sencilla línea, la casa Consistorial, de solemne carillón como remate a punto de dar las cuatro. Viviendas antiguas acabadas de remozar, otras en obras. Los celosos habitantes de Orea, fijos o de temporada, parecen dispuestos a dar la vuelta al pueblo buscando la comodidad y el confort.
Cerca de la arboleda, dos muchachos holandeses en bañador estudian las tierras próximas al pueblo que tienen extendido encima de la plataforma de la báscula. Yo he pasado de largo. A la sombra del puentecillo sobre el recién nacido Cabrillas, apenas si se siente rozar en la espalda la brisa que viene de la Huerta. Poco después se sienta a mi lado un señor muy simpático, que viene del campo con un sombrero de paja y una botella vacía. El hombre se llama Mariano, y me ha dicho que fue sacristán de Orea y que viene de recoger un poco de hierba para el ganado.
- ¿Cómo le dicen a este cerro?
- San Cristóbal. Ahí detrás tenemos las vacas en el pinar.
- ¿Muchas?
- No, muchas no. Ya casi no quedan. Un ciento de ellas, poco más. Creo que en este momento son exactamente ciento siete.
- Donde dicen que hay bastantes debe ser en Checa.
- Hombre, más que aquí sí que hay. Lo que pasa es que en Checa tienen también reses bravas.
- Pienso, señor Mariano, que lo mejor que tienen en el pueblo es este paseo ¿No le parece?
- Esto está muy bien. De aquí a un par de horas todos los jubilados del pueblo vienen a sentarse a estos bancos.
- Y un pinar hermoso, según dicen.
- Es bueno, sí señor. Yo tengo entendido que es el segundo de la provincia.
Arriba, ya casi al final de la calle Nueva, los hombres vuelven a hablarme del pinar y de los paisajes que hay más allá del cerro de San Cristóbal, muy cerca de la divisoria de aguas y del nacimiento del río Tajo.
-Pues, para que vea usted, por esa parte hay un puente que lo pagaron las tres provincias. De la provincia de Teruel estamos a cuatro kilómetros, y del límite con la de Cuenca a poco más. En ocho horas andando se planta usted muy bien en Tragacete.
-Y muy bonito que debe ser todo eso.
- Mucho, sí señor. Los que vienen de fuera dicen que es muy pintoresco.
Una señora de la calle Ancha me cuenta que antiguamente había una casona solar que le llamaban La Casa Grande, que de moza recuerda haber ido a bailar allí y que tenía en las esquinas un diablo y una diabla.
- También le decían la Lanera. Cuando éramos pequeños íbamos por allí a hacerle burla al diablo y a la diabla. Ahora ya no quedan ni las piedras. A ésta de aquí enfrente también le decimos La Casa Grande, pero está muy vieja y ya no vale para nada.
Nos asomamos por la puerta entreabierta y se ve, efectivamente, algún rasgo de sus pasadas grandezas en los esquinazos interiores a punto de desplomarse, en los derruidos barandales de hierro, y en las escaleras por las que hace años que no sube ni baja nadie.
En Orea, supongo que sería por aquellos años de maricastaña, cuenta el Padre Nirember que nació y debió de vivir el pastar Roque Martínez, extraño personaje al que le nació un espino cerca del estómago, que crecía y reverdecía cada primavera.
Por los barrios de arriba me reconoce y me saluda Félix Mallán, el joven y muy amable secretario accidental del Ayuntamiento. Con Félix como guía uno siente la seguridad de saber la tierra que pisa.
- Pues qué te podría contar de Orea; que es un pueblo de lo mejorcito que hay por la zona, y que vive, como todos, de la agricultura y de la ganadería.
- ¿Hasta qué punto repercute el pinar en el vivir diario de la gente?
- Repercute de una manera indirecta. Aunque los pinares son propiedad del ayuntamiento, la gente se beneficia, qué duda cabe. En este momento hay quince personas que viven de los trabajos como peones del ICONA.
- ¿Cuántas hectáreas de pinar tiene el término?
- Como propias hay unas cuatro mil hectáreas, y luego de comunales hay otras dos mil aproximadamente.
- ¿Y no se han montado en el pueblo, como en otros sitios, industrias derivadas de la madera?
- Sí, hay una fábrica de puertas castellanas, muy bonitas y muy buenas, por cierto, con cinco empleados de manera continua.
Me acompañó Félix a ver la iglesia parroquial, que está situada como a mitad de la calle en cuesta, más arriba de la Plaza Mayor. La iglesia de orea se precede de un atrio romántico, en el que crece la hierba silvestre y dan sombra media docena de acacias. Como toda la construcción antigua del pueblo, la iglesia está construida con piedra arenisca de color rojizo. En su interior es templo de nave central con algunas capillas laterales. Hace frío dentro de la iglesia. En el presbiterio hay un triple retablo bicentenario, y algunos lienzos oscurecidos por los humos de las velas y por los siglos. Techumbre abovedada, sencillo coro con balaustres sobre una imponente viga de corazón de pino, y los clásicos pendones procesionales que todavía se sacan en la fiesta de la Asunción, que curiosamente se celebra en Orea con gran pompa el día ocho de septiembre.
- También se conmemora por tradición la fiesta de San Cristóbal. El diez de julio se han hecho desde siempre carreras de caballos, y se sube hasta el cerro de romería.
Después de esta ligera impresión de uno de los pueblos más alejados de la capital que haya visitado hasta hoy, tomo el camino de regreso por la carretera de Checa, lamiendo las puertas del formidable edificio de la Casa Cuartel. Quedan casi doscientos kilómetros de camino que recorrer a la caída de la tarde, en los que tendré ocasión de respirar aires serranos, alcarreños y campiñeses, en el transcurso de unas cuatro horas de viaje a todo lo largo de la provincia.

(N.A. Agosto, 1983)

lunes, 29 de junio de 2009

ORDIAL, EL


Me preguntaba un supuesto lector que si el sitio de El Ordial es un pueblo de Guadalajara. Sí, le respondo; es un lugar privilegiado de la sierra del Ocejón o del Alto Rey, según se mire, en donde siempre hay alguien, aunque sus habitantes de hecho y de derecho suelen pasar gran parte del año en la capital, especialmente en Madrid. El censo de población, teniendo en cuenta la antedicha circunstancia, es de 58 personas empa­dronadas con ayuntamiento propio. El Ordial cuenta como anejo de su ayuntamiento con el no lejano lugar de La Nava.
Paso por Arroyo de Fraguas a primera hora de la tarde. Ya a la en­trada del pueblo veo pastar tranquilas en los prados de la Cerrada a una docena de vacas. Los chalés, pocos pero de apariencia elegante y confortable, son un bello marco introductorio al pueblo serrano. El Ordial es municipio tranquilo, muy bonito, de casas sueltas y calles arregladas, tejados rojizos y montes y vallejos de encina o de roble­dal en toda su contorna. Desde El Ordial, el cielo más azul y el mundo más natural parecen otros.
Uno de los 58 habitantes del pueblo se llama. Marcelino Núñez. Es un seor bajito, que me habla a distancia prudencial por aquello de que la vida no está que digamos para demasiadas intimidades con quien no se conoce. Marcelino Núñez vive a temporadas en San Sebastián de los Reyes y es hermano de Víctor, el alcalde.
- A veces estoy fuera, pero paso casi todo el tiempo por aquí.
- Pues ya ve -le digo-, me habían informado mal de este pueblo. Según oídas aquí deben ser ustedes de continuo solamente dos o tres personas.
- Eso no es verdad. Aquí somos siempre más de esos, y de ahora en adelante el pueblo se llena con los veraneantes.
El buen hombre me deja casi con la palabra en la boca. Se marcha arreando a tres terneros blancos y a una novilla de color azafrán.
Por el barranco de la Guindalera, se dan abundantes las estepas, los robles, los chopos pomposos pero desnutridos y las carrascas orondas. El motivo más agreste de la Guindalera son los peñas­cales color ceniza, aparte de los arroyuelos que uno no alcanza a ver, pero que adivina. Una vaca blanca y negra, huesuda y con cara de poca sa­lud, pasta apartada de las demás reses en la pradera plagada de margaritas, igual que Platero. Poco después reaparece en escena" Marcelino, que viene dando gritos detrás de otro hatajo de vacas allá por donde el abrevadero.
Al poniente se ve desde la calle Mayor el cerro que dicen del Cas­tillar, y al noreste, es decir, casi en dirección opuesta, el Santo Alto Rey con los radares y las torretas del Ejército.
En el cerro del Castillar coinciden los términos municipales de cuatro pueblos distintos: El Ordial, La Huerce, Umbralejo y Arroyo de Fraguas. Todo esto me lo cuenta con paciencia seráfica y mucho detalle don Res­tituto Domingo, el tercer miembro del ayuntamiento. Don Restituto, me­dio que no y medio que sí, se encuentra satisfecho de la vuelta que al pueblo se le viene dando durante los últimos años.
-Sí; por esta parte tenemos las calles arregladas y un poco en orden pero todavía nos falta bastante que hacer. La instalación de la luz pública en las calles está, a punto de inaugurarse.
- Ah, pues cuando tengan todo acabado les va a quedar el pueblo he­cho un vergel.
- Ya lo creo, pero va la cosa un poco lenta.
La fuente pública en la calle Mayor es sencillamente hermosa. Es una, fuente moderna recubierta de loseta, de redondas formas, que remata sobre su monolito central una cantarilla de alfarería. A cada la­do del monolito chorrean sendos caños con escasa fuerza. Da la impre­sión de que el agua escasea.
- No, no escasea el agua. Es que si queremos le damos más.
A falta de otra cosa que ofrecer, estos lugares apacibles de la sierra regalan a los sentidos, en cualquier dirección que se mire, los en­cantos mil de la Naturaleza desgajados en multitud de detalles, a cual más intrascendente y sublime a la vez. En los huertecillos recoletos de junto a la fuente crecen sanos los tallos del ajo y del cebollino, en tanto que se esparcen sobre los oscuros surcos las hojitas incipientes de las lechugas. De lejos destacan los colmenares en la solana de Totís, enclavadas en lugar estratégico donde las abejas liban a placer sobre la flor de los frutales y en la más escondida del melojo, de la gayuba y del brezo blanco. Los cerros del contorno son algo así como el sober­bio acorde final en la sinfonía de las sierras.
- Ahí tenemos el ayuntamiento. Parece todo nuevo, pero no lo es. Lo hemos restaurado. Tiene las mismas paredes y el mismo tejado de antes. Luego, si quiere podemos pasar a verlo.
En la plaza del pueblo coinciden por una parte la fachada del ayun­tamiento, nueva, impecable, como si nadie aún hubiera puesto sus manos sobre ella. En el suelo la cartela que anuncia cómo el edificio consis­torial fue restaurado con ayuda de la Diputación. En el otro extremo de la plaza, algo más adelante, la iglesia parroquial con su espadaña airo­sa y su portalillo típico mirando al mediodía.
- Queremos también retocarla un poco. Será cuando haya perras. Aquí ya se sabe, el ayuntamiento es pobre, no tiene un duro, y lo poco que tengamos que hacer sale siempre de la aportación de los vecinos.
En el jardinillo que tiene justo en el rincón de su patio el Hipóli­to, debajo mismo de las campanas, hay fresas enveradas, entre rojas y blancas. Las fresas de esta sierra, tanto las silvestres como las pocas que hay de cultivo, son mínimas en tamaño pero de un sabor exquisito.
- Pues mire, toda esa parte que hay detrás, por donde las estepas, las voy a poner de frutales -me cuenta don Restituto Domingo-. Más de cien frutales quiero meter ahí.
- ¿Hay muchas vacas en el pueblo?
- Unas setenta u ochenta entre todos.
Ahora viene Marcelino con la llave de la iglesia. Aunque lo disimu­lan, los vecinos de El Ordial son conscientes de que tienen una iglesia hermosa y bien cuidada, por eso aprovechan el momento para enseñarla a quien la quiera ver en casos como éste.
- Estupendo. Es una iglesia muy bonita. Qué quieren que les diga.
- No mucho. Aún podía estar mejor. La hemos arreglado, pero todavía le falta algún repaso.
En El Ordial tienen una iglesia pequeñita, acorde con la categoría y contada población que el lugar tuvo en sus mejores tiempos. Una iglesia limpia, de nave única. En el ábside, tras el altar mayor, hay un retablillo sin mucho mérito, y junto a él una pila de bautismo románica muy intere­sante. El santo patrón de El Ordial, San Sebastián, y dos imá­genes más, un Sagrado Corazón y una Virgen de Fátima, completan lo poco a destacar que allí existe.
- La fiesta será entonces el 20 de enero.
- Claro. Siempre ha sido en ese día San Sebastián, pero la hemos tras­ladado al domingo más cercano al 20 de agosto.
Tanto la cúpula del presbiterio como el resto de la nave que separa un arco central, están pintados pulcra y curiosamente. El pendón proce­sional de las fiestas mayores reposa junto a la pared apoyado por los últimos bancos. Una cruz de madera pendiente de la pared rememora los días de la Santa Misión que en el pueblo tuvieron lugar con todo fervor y pompa en el año 1961.
Antes de haber entrado a la iglesia se une a nosotros otro vecino, don José Llorente, y juntos los cuatro pasamos a continuación al remo­zado edificio del ayuntamiento.
La verdad es que uno toma más a deseo el hecho de distraer su aten­ción contemplando el panorama exterior de pueblos como éste, que el de pararse a mirar una y otra vez el espectáculo siempre frío y monótono de las modernas edificaciones con finalidad oficial, todas iguales, in­expresivas, inútiles y soberanamente aburridas.
- Esto primero es el salón de abajo.
- ¿Para qué lo piensan emplear?
Pues, qué sé yo. Para la fiesta, o por si tenemos alguna reunión con todo el pueblo.
El piso de arriba es completamente nuevo. Por la escalera al subir huele a pintura. En el saloncito central hay una cocina de fuego bajo, ajustada a las formas, técnicas y materiales, de lo que ahora se lleva; nada más lejos del estilo tradicional de los pueblos de la comarca.
- Todo muy bonito, ¿verdad?
- ¡Bien!
En el despacho nuevo del señor alcalde tienen como único mueble la mesa vieja del profesor de cuando hubo escuela. En los estantes de la Secretaría se recoge empaquetado todo el archivo municipal de los dos últimos siglos.
- Aquí está escrito todo lo que se busque. Lo que usted busque, segu­ro que lo encuentra aquí. Mire, año del 1800.
Seguramente que por aquello del proceso de instalación y provisionalidad, la mesa del secretario no es tampoco, que digamos, un dechado de orden. Entre los papeles impresos y otros documentos que hay sobre la mesa de la Secretaría, se encuentra un "Anuario Legislativo" y una "His­toria de la Literatura Universal".
- El señor secretario vive en Guadalajara. Seguro que lo conoce usted.
- No lo sé. Es posible que lo conozca.
Mis tres amigos: Marcelino, Restituto y José, me cuentan que las gentes del pueblo viven del ganado y un poco también de las patatas y hortalizas que sacan de los huertos; que es una lástima que no les ha­gan la Concentración Parcelaria.
- Sí señor. Si nos parcelaran el término, por lo menos tendríamos sembradas las dos añás.
Por el Prao y por las eras se suelen restregar a la sombra los ma­drileños que vienen en verano. Algo más adelante queda el silente cua­drilátero del cementerio, restaurado también. En la calle de Aldeanue­va nos encontramos a Pablo, que anda colocando un cepo para cazar rato­nes. El cepo es demasiado débil, de aquellos que en tiempos usábamos en los pueblos para cazar gorriones cuando los días de nevada, y el ce­bo que engancha en la trampilla son bolitas de pan duro.
- No creo que el sistema le de mucho resultado.
- Sí que me da -contesta-. Esta mañana ha caído uno bien gordo. Cuan­do tienen necesidad, los bichos acuden a lo que les pongas.
Ya fuera del pueblo pasamos junto al lavadero de ropa y junto a la antigua escuela, dedicada actualmente a consultorio médico. Los robles y el pastizal quedan de nosotros a cuatro pasos, cubriendo los primeros con su sombra parte del muro poniente de los chalés. La tarde en El Ordial se estira sin que parezca que el sol avance por el luminoso azulejo que nos cubre. En el pueblo, mis amigos se reúnen cuando me voy para comentar cosas y, supongo, que también para hilvanar proyectos. De la callejuela próxima aparece trotón un ternerillo que se pone a beber en el estanque redondo de la fuente.

(N.A. Marzo, 1988)

OLMEDILLAS


El indicador que hay al otro lado de Sigüenza, coincidiendo con la bifurcación de las carreteras de Alcuneza y de Bujarrabal, señala que la distancia hasta Olmedillas desde la Ciudad del Doncel es de 12 km. De nuevo me dispongo a viajar por estos solitarios caminos seguntinos que, de vez en cuando, me atraen a mí y a mi curiosidad como absorbi­do por el indecible magnetismo de las viejas elevaciones de la Pila y de Sierra Ministra.
La carretera de asfalto concluye en Alboreca. Continúo por una pis­ta de tierra sin bachear. Un camino intransitable que a mis despacios serpenteo, para no caer por falta de precaución en cualquiera de los hoyos cargados de agua que tiene en mitad. Justo es decir que siempre que los senderos mil de la provincia me llevan por trochas de esta ca­tadura, me siento molesto e impotente.
El sol de febrero juega a esconderse y a volver a salir por detrás de las nubes. Cuando esto sucede, el campo y los oteros se cubren de sombra cambiante. De espaldas sopla el viento frío. La radio se ha pues­to a emitir una evocadora canción de Luís Mariano, "Violetas Imperiales". El contraste se hace extremo al aunar en el mismo ambiente la Francia imperial de Eugenia de Montijo con estos rincones huraños del campo de Sigüenza. Un pastor abrigado con pasamontañas está preparán­dose bajo el cobijón de la manta de cuadros un cigarrillo de los de liar. Riscos, encinas, aliagares, laderas improductivas de color gris piedra. El arroyo siempre seco del Riguerón baja rebosante con lo de las últimas lluvias, dibujando espumas y filigranas por entre los can­tos de su cauce paralelo a la pista. La senda es un juego de curvas hasta el mismo Olmedillas.
Me he detenido un momento, a pesar de lo desapacible del día, al pie de la triple boca de la cueva de Guarzal, arriba, en el mismo cor­te de las peñas en la solana. Su antigüedad como habitáculo data de tiempos prehistóricos. Las hachas y utillaje de piedra hallados en su interior, así como vasos campaniformes de posteriores épocas, tomaron po­sesión de la laberíntica caverna hace muchos siglos. Los pastores de la comarca la convirtieron después en albergue y paridera de ovejas, lo que ha impedido casi toda posibilidad como centro de investigación histórica. Las cuevas de Guarzal son en cualquier caso un impresionante espectáculo natural, ya explotado por varios directores de cine.
Con el pueblo a la vista quedan a nuestra derecha las terreras que dejaron los del caolín; obras que debieron suspender por falta de ren­dimiento y allí están, como una herida no más, abierta sobre la piel del paisaje y que el tiempo se encargará de cicatrizar.
El pueblo de Olmedillas surge inmediatamente como un caserío en ruinas, orientado al medio día, a modo de pie en una leve ondulación que sirve de límite por detrás con la provincia de Soria. Al pueblo apenas si es posible entrar. Los barrizales de delante del lavadero hay que cruzarlos con gran paciencia y con buen arte para no quedar emba­rrancado con vehículo y todo. El lavadero está cubierto, y el ruido del chorro suena al caer. Poco más allá está a punto de desmoronarse el añoso transformador de la luz. Todo Olmedillas se me antoja un con­cierto solemne de piedras mohosas, grises, todas iguales; un concierto agónico de soledad en donde la vida, si es que la hay, debe resultar hartamente difícil.
Un perro ladra desde una esquina a mi izquierda. El viento sa­cude a placer sobre las ventanillas del coche. Será una suerte si con semejante barrizal logro salir de las inmediaciones del lavadero. Al final consigo acceder a la plazuela que hay por debajo del campanario. La espadaña recibe en sus piedras y en sus aristas el viento de cara que viene del poniente.
- ¡Será posible! Me pregunto si la reciente experiencia de Mojares, donde no encontré un alma, se volverá a repetir.
Resguardado al sol del portalejo de la iglesia no se esta mal. Dos tiestos lacios adornan en los escalones el arco de entrada. Las dovelas lisas se cubren con techadillo recién restaurado. La puerta está cerra­da. Fuera hay un poco de atrio, con barbacana desde la que se alcanzan a ver las cimas redondeadas de los oteros del poniente. Más acá las casas hundidas, los tajados desplomados y los restos de solar en donde cunde la maleza tapando cascotes, escombros y palitroques.
Continúo sin ver a nadie. Un gato pardo olismea por entre los es­combros de una vivienda caída. Ahora me encuentro con la arcada desnu­da de lo que en tiempos debió de ser alguna casa distinguida. Dentro no hay nada: hierba abundante en el suelo y hermosos dinteles en las ven­tanas donde no vive nadie. Algunas de las piedras están grabadas con leyendas piadosas. Más abajo, a mitad de la que quiero adivinar que sea la calle Mayor, suena el cencerrillo de alguna oveja prisionera. Luego dos o tres casas consecutivas con aspecto de estar habitadas. Un señor de edad cruza la calle. No me ha visto. Acaba de entrar en un establo de la otra acera con una vasija de hojalata deba­jo del brazo. Cuando llego a la altura de una de esas casas, sale a la calle un muchacho joven con el que casi me choco al pasar.
- Hola, buenos días. Qué fresquito viene el aire. ¿Pero dónde se me­te la gente en Olmedillas?
- No sé. Aquí en casa estamos casi la mitad. Somos diez u once en to­tal. No se quede ahí, que hace frío.
Por su aspecto, el muchacho debe tener no más de treinta años y se llama Juan Antonio, su madre Pilar, y su padre Esteban Vázquez López. El pa­dre, hombre amabilísimo, es alcalde pedáneo, ya que en lo adminis­trativo Olmedillas es uno más de los pueblos agregados al ayuntamiento de Sigüenza.
- Nos tienen un poco desatendidos, ¿sabe usted?
- Ya me he dado cuenta. La carretera y las calles del pueblo son una verdadera pena.
- Dicen que hay poco dinero y que no da de sí para todos, pero yo no dejaré de dar la lata hasta que nos lo arreglen. Hay buenas perspecti­vas, pero siempre será bueno insistir ¿No le parece?
- Pues sí. Yo creo que esa es también su obligación como alcalde.
- La cosa es que antes no estaba el pueblo tan mal. Cuando nos pusieron el agua se acabaron de fastidiar las calles.
Esteban, el alcalde, su señora y su hijo Juan Antonio, no dejaron de insistir en el hecho de que no se les hace todo el caso que ellos creen que el pueblo merece. La verdad es que, ante lo que se ve, sobran todos los argumentos para convencerme. Les digo que todo llega en esta vida y que será cuestión de esperar un poquito más. En tanto acude a la ca­sa otro señor del pueblo, Benedicto, el hombre que hace un instante vi pasar al corralillo frente a la casa con una lata bajo el brazo.
- Es también de la familia -explica el alcalde-, hermano de mi mu­jer. Para el caso estamos aquí ya la mitad del pueblo.
Ante el aspecto fatal de una buena parte de Olmedillas, sobre todo por cuanto se refiere a la imagen triste de las casas hundidas, mues­tro un poco mi sorpresa. La contestación es inmediata.
- Pues nada; resulta que la gente se marchó y no hicieron caso de ellas. Los que tuvieron a bien arreglarlas, ahí las tienen para venir en agosto. Los demás, nada.
-Supongo que el pueblo se llenará en verano, como todos.
-Eso sí. En muchas casas se juntan a veces hasta tres familias. Otros dicen que vendrían y que arreglarían las casas, pero que mientras tenga­mos la carretera como está no merece la pena.
El señor Benedicto explica que en los mejores tiempos el pueblo era otra cosa, que los que se marcharon, allá ellos, pero que hace una treintena de años el pueblo daba gusto.
- Sí señor, por aquellos años éramos cuarenta y seis vecinos; casi doscientas personas. ­En el portal de la señora Pilar tienen instalada la cabina del telé­fono. Luego pasamos a un saloncito chiquitín, de dos metros en cuadro.
En el saloncito tienen un televisor, unas cuantas sillas y una mesa de estar. Puntuales me invitan a una copa para espantar el frío.
- Seguramente que conoce usted en Guadalajara -apunta Esteban- al párroco de Santa María.
- Si se refiere a don Benito, si que lo conozco.
- A ese mismo me refiero. Pues es de aquí. Está usted en la que fue su casa. Todos esos dibujos que hay afuera, en la pared, los hizo el. Es también primo nuestro. Si lo ve le da recuerdos de nuestra parte.
- Cuente conque lo haré. Aunque, si luego lo lee en el periódico, se­guro que la sorpresa le hará más ilusión.
- Como usted quiera.
El señor Esteban me acompaña luego hasta el sitio en donde había de­jado el coche. Su esposa, la señora Pilar, le ha recordado que me ense­ñe la iglesia una vez que vamos en aquella dirección. Por el camino me cuenta el alcalde que en Olmedillas son dos ganaderos, con un total de 600 ovejas entre los dos, y que la tierra se trabaja con maquinaria.
- Si, hay tres tractores para el campo. No crea que es demasiado bue­na la tierra de aquí. Las hay peores, pero por esa parte de Soria y por Alboreca el terreno es mejor.
La iglesia de Olmedillas es en capacidad con arreglo al pueblo. Quiero decir con arreglo a lo que el pueblo fue, no a lo que es ahora. Pe­queñita, de nave única, tiene un retablo mayor poco valioso con una ima­gen antigua de la Inmaculada y otras dos de santas mártires. La lampari­lla del Santísimo luce junto al altar.
- ¿Cuándo son las fiestas?
- La fiesta principal del pueblo es el 28 de octubre, San Simón y San Judas. Como no tenemos imágenes de los patronos, ese día sacamos en pro­cesión al Cristo del Consuelo. Dicen que si era el patrón del pueblo an­tiguamente.
Otros dos retablos más, ambos barrocos y no muy bien conservados, muestran en sus nichos correspondientes al Santo Cristo del Consuelo y a Nuestra Señora del Rosario. En la pared hay una lápida que recuerda cómo el 17 de septiembre de 1883, confirmó a los niños del pueblo el obispo de Sigüenza don Antonio Ochoa y Arenas. El suelo de la iglesia se ve distribuido en parcelillas rectangulares, numeradas, correspon­dientes como en tantos sitios a las sepulturas de las diferentes fami­lias del lugar.
- Las viejas de antes se ponían cada una en su sitio con sus velas y no había quien se lo pudiera quitar. Era la costumbre.
Creo que ha sido bastante. En Olmedillas, con un tiempo tan desapa­cible como el que hoy tenemos, seguramente que no hay muchas más cosas que ver. La extraordinaria condición de los pocos vecinos con los que hablé, y el aspecto agónico de sus casas de piedra, es quizás lo que con más fuerza se marcó en mi memoria. Ya de regreso, uno siente por aquellas latitudes un inexplicable apego al pasado, una sensación de afecto emocionado a las tierras de Castilla, tan ricas en recuerdos y a la vez tan pobres.
(N.A. Marzo, 1988)

domingo, 28 de junio de 2009

OLMEDA DE JADRAQUE


Atrás Sigüenza, lejos las murallas de Palazuelos y más adelante el empalme de Riosalido. La carretera por la que pretendo llegar hasta La Olmeda es blanca y descarnada. En tanto que el día acaba por cuajar, el viento frío de las mañanas de Castilla eriza la piel y uno siente, a pesar de las fechas, cierta pereza por bajarse del automóvil. A medida que la mañana va entrando, el campo se vuelve sereno, las colinas se ondulan suaves dando lugar a un horizonte apacible, agreste y calmoso al mismo tiempo.
Cuando se da vista a las salinas el panorama cambia. Ahora el silencio tomo como fondo el continuo piar de los gorriones entre las tejas del viejo almacén, el canto de la alondra y el punteo acompasado del cuclillo. Las albercas transparentan bajo el agua las formas planas de las piedras que le sirven de base y que la sal habrá de cubrir a mediados de agosto. No es ninguna novedad en la provincia el chocar con estos milenarios manaderos, donde por primitivas artes se extrae el producto sólido que las aguas de ciertos ríos llevan en su composición: Saelices, Imón, La Olmeda, son nombres de pueblos nuestros que uno no concibe si se les priva de su relación con la industria artesanal del cloruro de sodio.
Al andar por los senderos empedrados que quedan entre los distintos departamentos, uno tiene la impresión de hallarse contemplando en sueños la ruina de alguna ciudad legendaria que se tragó el mar. En los caminos se nota la rebaba blanquecina de los primeros restos, mientras que la vida vegetal no existe en las zonas de mayor o menor influencia por parte de las aguas.
Al lado de las salinas están las antiguas viviendas de los salineros, con su ermita y sus puertas cerradas a cal y canto. Desde la ventana de un balcón en el piso alto me mira con curiosidad una señora. No sé si habrá alguna persona más en todo el caserío de las salinas. Sobre la pared se ven algunas prendas de vestir tendidas en la cuerda. Al acercarme me doy cuenta que hay una niña al lado de la mujer que me sigue mirando. Les hablo desde la pradera, al pie del balcón.
- Buenos días. ¿Por dónde se va al pueblo?
- Por ahí. Por aquel camino arriba.
- ¿Sólo viven ustedes aquí en las salinas?
- No; vive también otra familia, pero son ya mayores y se van a jubilar.
- ¿Para cuándo saldrá la sal?
- Ya pronto. Cuando empiecen los calores de julio saldrá enseguida.
Al pueblo se sube por un camino de tierra. Quiero recordar que en este momento tal vez sea éste el único pueblo de la provincia al que hay que llegar por camino de tierra. Una vez en él las casas son de piedra vieja, y las calles -sólo una, pero muy larga- se ven hierbas de no pisar.
La calle de La Olmeda ofrece al visitante un aspecto desolador. Las más hermosas casonas del pueblo viejo están sin habitar. A mitad de la calle hay tres acacias en un altiplano que supongo será la Plaza Mayor. Desde este lugar se oye el sonido a todo volumen de un aparato de radio emitiendo una canción testimonio. A mi derecha aparece un arco de medio punto por el que se entra al atrio de la iglesia. El piso se ve plagado de mielgas, de vallico y de toda clase de matujos. La barbacana del pretil ofrece en primer plano una buena parte de las casas de La Olmeda que, a la vista de lo que hay a derecha e izquierda, uno acaba por pensar que en otro tiempo debió de ser un pueblo grande y próspero; opinión que con unos cuantos detalles más se acabaría confirmando después. Desde el mirador del atrio el pueblo parece navegar entre la pendiente y el bajo de las huertas, donde cunden las apretadas choperas y los matorrales. Más allá la larga vega de cereales en la vertiente norte y los cerrucos pedregosos por los que apenas se da el tomillo, la aliaga, y tal vez la mata de la espartera. La portada románica de la iglesia permanece bajo u tejadillo sin que me sea posible, al menos por el momento, entrar a su interior. El campanario en espadaña de forma triangular, al gusto de los primeros años del siglo XIII, se levanta orientada hacia la puesta del sol, con sus dos vanos y sus dos campanas que uno presiente de sonoro y solemne sonar.
Un joven con barbas lee a la sombra tumbado en una hamaca en el barrio de arriba. Tiene a su lado el referido radiocasete con otra canción mensaje a todo volumen. La Calle Mayor se estira cada vez más. A medida que uno camina por esta calle buscando su final se ven más casas deshabitadas, más hierba en los zócalos y oye cantar más grillos. Al pie de una soberbia mansión de noble traza hay todo un vergel medio silvestre alegrando la entrada: caléndulas, alhelíes y azulinas, dan el color, mientras que el aroma a naturaleza viva lo presta el sándalo y la hierbabuena. Uno piensa que es La Olmeda, para mal suyo, uno de los lugares más necesitados de atención que conoce.
A falta de personas con quien charlar o de otros motivos que desdigan de tanta soledad, bajo como puedo por un sendero estrecho hasta la fuerte sillería que hay en las orillas, cerca de la chopera. Consta escrito en el frontis que se construyó en 1888. Tiene tres caños que manan abundantes sobre un pilón. El agua corre después hacia el sombrío lavadero público en donde nadie lava, y luego se pierde en el barranco sin que haya quien saque provecho de su fertilidad. La fuente de La Olmeda es un rinconcito venerable, grandioso y romántico, que uno guarda en la memoria con especial afecto. Lástima que no haya nadie, ni vivo ni muerto, que sepa aprovecharse de tanta virtud.
Ya de regreso, comenzando a desandar de nuevo la Calle Mayor, la vista se detiene en los historiados balcones de las casas, en las figurillas geométricas, en las fechas y lecturas marcadas sobre las paredes, y en los enmarques de azul que se cuelan por los ventanucos de las casas en ruina.
Dos niños suben desde el barranco por una senda llevando un botijo en la mano. La hierba de la cuesta les llega casi hasta la cintura. Adivino que a más o menos altura de la que acabo de ver, pero más metida en el pueblo, hay otra segunda fuente. Tal vez tenga la misma fecha que la primera, las mismas piedras y hasta los mismos chorros.
- Sí, es muy parecida a la otra, pero sólo tiene dos chorros –me explican los niños.
- ¿Vivís en La Olmeda?
- No. Nosotros vivimos en Madrid, pero venimos algunas veces.
El frontón de pelota, limpio y de construcción reciente, levanta su muro de jugar un poco más arriba. No hay nadie en el frontón. El joven de la hamaca baja poco después a recoger algunas cosas de su coche. Se ve que es un muchacho atento, pero muy poco explícito. La presencia del desconocido no le ofrece demasiado interés.
- Buenos días.
- Buenos días.
- ¡Que pasa en La Olmeda, que no hay gente!
- Creo que de continuo viven tres. Un matrimonio a la entrada del pueblo y un chico soltero que vive solo a la salida. Hoy, como es sábado, hemos venido otros tres o cuatro de fuera.
- Qué pena. Debió ser un buen pueblo, según parece.
- Sí, después de Sigüenza es posible que fuera en tiempos el mayor de la comarca.
La casa de don Robustiano Barahona, alcalde pedáneo, es una de las que en cualquier época del año están habitadas por sus dueños. Don Robustiano Barahona, y su mujer, doña Blasa Ruiz, son dos personas atentísimas con las que uno consigue hacer buenas migas al poco de presentarse a ellos. Don Robustiano es un señor de oído duro y de conciencia recta, castellano antiguo y sin doblez al que uno debe garantizar su hombría de bien para que le acepte como amigo.
- A ver. Pues sí que están las cosas como para fiarse de cualquiera ¿No le parece a usted?
El amplio portalón de la casa es fresco y acogedor, remanso de bienestar del que la señora Blasa me sale a recibir en el momento mismo de llamar a su puerta. Del portal cuelgan en las paredes algunas fotografías antiquísimas, todas enmarcadas, muy grandes, y una escopeta de caza de las de hace más de medio siglo. En las fotos -vivo documento del costumbrismo local en los años veinte- se recogen varios momentos de la procesión del Corpus. Se pueden ver a los hombres cubierto su cuerpo con la clásica capa castellana, a las mujeres embutidas dentro de su típico sayal de tejido grueso, y a los niños con sus cabecitas caladas con boinas de paño negro, mientras que el sacerdote sostiene, grave y solemnemente, la custodia bajo palio. Las fotografías son de un indudable valor documental.
- Pues ya ve usted lo que son las cosas. En un trastero del ayuntamiento andaban las dichosas fotos tapadas de polvo, allí para tirarlas. Las limpié con cuidado y ahí están. Uno de esos chiquillos de la boina soy yo, y la chiquilla esa del lacito es mi señora. En el pueblo éramos entonces más de quinientas personas.
Don Robustiano, que antes me había pedido por favor que no dijese nada en perjuicio de su pueblo, y doña Blasa, su mujer, me acompañan a ver la iglesia. Un gesto que no les pido, pero que ellos me ofrecen gentilmente y yo acepto gustoso. Por cuanto a la iglesia, preveía su interés y se confirmó mi sospecha.
Por la portada románica que había visto antes pasamos a su interior. La iglesia tiene dos naves. El retablo mayor es de estilo neoclásico y está presidido por la imagen del evangelista San Mateo. Otro lateral está dedicado al Santo Cristo. Acerca de sus enrevesadas formas me intenta asesorar la mujer del alcalde.
- Dicen los curas que tiene mucho valor, que es del estilo roquero.
- Rococó querrá decir, o barroco.
- Eso. Con el Santo Cristo se cantaba antiguamente el Miserere. Se subía y se bajaba la cortina.
Me llaman la atención dos lienzos enormes y bastante deteriorados. Uno representa a la Inmaculada Concepción según la escuela de Zurbarán, y otro al apóstol San Andrés. Pero sobre todo un tercero de menor tamaño, donde se recoge la curiosa escena de un franciscano, puesto de hinojos ante la figura de Cristo y de su madre Santa María. El lienzo lleva bien visible la firma de Matías Jimeno y la fecha de 1644.
- A la Soledad le tenemos mucha devoción en este pueblo. La subimos aquí, pero antes la teníamos en su ermita.
Se extraña el alcalde de que en la iglesia toda predominen las formas románicas, en tanto que en la nave lateral los arcos rematan en ojiva, lo que deja claro el tiempo de su construcción como posterior.
- Es curios –me dice. Una parte la hicieron los romanos y la otra los griegos.
- Qué va, las dos son de mucho después. Los romanos y los griegos no hacían las cosas así.
La iglesia, por lo demás, está perfectamente conservada y atendida. Se ve que el cura y los pocos colaboradores que le hayan querido ayudar, echaron allí algo más de lo que sus fuerzas le permitieron. En las baldosas y las tumbas del pavimento, en los bancos, en las paredes y en los altares, hablan el buen orden y la limpieza
- Pues mire, a ver si nos dan algo. Muchas promesas, pero luego nada.
Desde afuera, las sierras de Bujalcayado parecen más lejanas con la fuerza de la luz. El cerro de Castilviejo, donde según los decires hubo un castillo y vivió doña Urraca, se desgrana sobre la cumbre de peñascos color ceniza dando buena fe de la severidad de estos campos. Junto a la iglesia La Olmeda de Jadraque, deshabitada y moribunda, testigo de unas formas de vivir según el soplo de los tiempos con las que, permítaseme, siento no estar demasiado de acuerdo.

(N.A. julio, 1987)

OLMEDA DEL EXTREMO


Atravesar la Alcarria, navegar a pleno sol de invierno por las hos­cas sinuosidades de sus rincones menos conocidos, es un placer del que muy pocos se ven en condiciones de aportar la debida cuenta. Diría que las apacibles mañanas de enero, con su toldo azul sobre los campos del Tajuña, todas calmosas y acristaladas, son en realidad la verdade­ra, hora de La Alcarria.
Brihuega la de los jardines, el mínimo habitáculo de Malacuera con sus sembrados acabados de nacer, las artificiosas instalaciones de la Compañía Telefónica al borde del camino en columnas parejas, y robles en desplume, y curvas violentas, y bancalejos mustios, nos llevan finalmente al balcón natural de los altos que miran a la Olmeda.
Las ocho chimeneas de la plaza echan humo todas a la vez. El humo de las chimeneas sube recto, pastoso, atabacado, a perderse en la atmósfera limpia que cubre el caserío. La Olmeda se recuesta -medio se esconde- ­en el ala primera de una hoya gris bordeada de rebollos y de laderas color ceniza, en conjunción casi estudiada con la tonalidad plomo de sus casas antiguas sobre las que campean, picudas las dos y ambas re­matadas en una cruz de piedra, las espadañas de la parroquia y la me­nor de San Rafael casi al final de la calle arriba.
Desciendo lentamente por la calle Mayor, pausadamente, a palmos como acostumbran decir por estas latitudes. Al bajar del automóvil se ­siente algo de frío, la mañana parece cruda, pero como paradoja fogo­samente iluminada por un sol que amenaza con hacer que las piedras se enciendan. La estancia en el medido rincón alcarreño donde acabo de si­tuarme es gratísima, pienso que allí, sólo por motivos de vecindad, la gente debe ser completamente feliz.
- Se vive bien, ya ve usted. Pero hay de todo, como en botica.
Sentado sobre uno de los maderos del juego de bolos la calma es absoluta. A la izquierda la bella portada románica de la iglesia, sencilla, con cuatro archivoltas semicirculares en perfecto estado. Antes debió tener portalejo con dos columnas de piedra, pero se dejó perder por no cuidarlo cuando lo necesitó. Ante la disyuntiva de reparar el tejadillo o quitárselo de en medio, quien tuviera la responsabilidad de dar una solución opt6 por lo segundo. Ahora, cuando ya no existe, cuando el mal hecho es inevitable, la gente pone el grito en el cielo lamentándose y repitiendo que jamás debió desaparecer el gracioso cobertizo ­que adornó durante siglos el pórtico de la iglesia. El ábside por su parte es de medio cilindro, también románico del siglo XIII, con modi­llones bajo el alero que los sostienen y embellecen. La espadaña es de corte barroco, posterior en el tiempo, del XVII tal vez, con dos vanos mayores y otro superior para el campanillo que tampoco existe. Entre los dos agujeros mayores del campanario ha nacido un enebro que vive con las raíces clavadas en la coyuntura de la piedra sillar.
- ¡Quieta chucha!
Una perrilla caniche, menudita y ruin, no deja de saltar jugueto­na sobre mis rodillas. Me gustan los perros dóciles, pero hay veces que se ponen tercos como niños y uno no sabe la forma de quitárselos de encima. Al cabo la perra se aparta unos metros de donde yo estoy y se queda quieta, mirándome despagada fijamente.
Se acerca un vecino despacito al pie de las campanas. Antes de llegar a mi altura se detiene a disimuladamente mirando lo que hago. El hombre siente curiosidad por saber quién soy y qué demonios pinto tomando no­tas en el juego de bolos. Luego hablamos.
- Hay afición, por lo que se ve.
- Antes, sí. Hará un año o más que se desprendió un portillo y no lo arregla nadie. Yo creo que no han vuelto a jugar a los bolos desde entonces.
- La piedra que tienen ahí parece una pila de bautismo boca abajo.
- Pues eso es. Siempre ha estado ahí. Yo tengo ahora mismo sesenta y cinco años y siempre la he conocido igual. La trajeron de un pueblo que ya no existe y que estaba muy cerca de aquí. Se llamaba Rueña.
El barranco de la vega por el Camino de Solanillos se ve apretado de chopos desnudos y de olmos muertos, de hierbazales y de hojarascas que depositó el otoño.
- Son muchos en el pueblo ahora mismo.
- Pocos. La gente joven se fue. Veinte personas si es que llega.
- No será municipio, supongo.
- Qué va. Llevamos muchos años agregados al ayuntamiento de Brihuega. Somos como un barrio anejo.
La calle Mayor está toda ella en cuesta. Don Pedro del Amo siguió atento a mis pasos desde el quicio de su vivienda, vecina con el cam­panario. La calle Mayor comienza a la entrada del pueblo, por los cha­lés, y baja a morir más allá de la plaza. La plaza de la Olmeda es cuadrada, pequeña, de perfecta y bien cuidada pavimentaci6n. Mas abajo se ve el cementerio en la solana, y antes de 11egar hay apilados montones de leña seca. Por lo que he podido comprobar la gente es amable y con­versadora, austera y dadivosa como las tierras de la Alcarria.
El alcalde pedáneo se llama Benito Mayo. Lo saludo mientras enreda en el tractor a la sombra de la iglesia, en plena costanilla que sube desde la plaza. Es un señor de mediana edad que de inmediato se pone a servirme para lo que necesite, a servirme de guía en lo poco que el pueblo tenga que ver.
- Muy poco hay que ver. Es un pueblo pequeño, ya lo habrá visto. Podemos dar una vuelta y luego ver la iglesia por dentro. Con tan po­ca gente esto ha quedado como muerto.
- Buen campo parece. Por loa menos los bajos.
- De todo hay. Lo más triguero son los altos de las alcarrias que le decimos.
Nos acompaña ahora desde la plaza una señora con la llave de la iglesia. La mujer se llama Matilde Pardo y me explica que vive en el pueblo sólo a temporadas. Apenas entrar a la iglesia, los ojos de quien no la conoce se van en seguida hacia las formas retorcidas del retablo barroco que adorna el presbiterio, detrás del altar mayor. Es un ejemplar bellísimo, obra de algún buen artífice del siglo XVIII del que me gustaría conocer por lo menos su nombre. Se ve de madera descubierta, sin dorados. En el cuerpo superior se conserva un lienzo de autor me­diocre representando a la Santísima Trinidad. La hornacina tiene una imagen de la Asunción de la Virgen.
- Pues había otros dos cuadros buenos, uno a cada lado, pero cuando la guerra se los llevaron. Las campanas también llevaron buen aire.
Doña Matilde comenta que por aquellos años la iglesia lo pasó muy mal, que tampoco había derecho.
- Fue cuartel de Caballería, así que puede hacerse una idea del tra­to que le debieron de dar.
Hoy por hoy la iglesia es acogedora, cómoda y muy cuidada. Tiene una nave solamente y está muy limpia. En uno de los laterales está la talla moderna del patrón del pueblo: San Rafael Arcángel, cuya fiesta hubo de adelantarse por supuestas razones al cuarto domingo del mes de agosto.
- Claro, eso se hizo para que hubiera más gente con lo del verano.
La imagen de San Rafael es verdaderamente hermosa, de madera lim­pia, sin tintes ni policromías, surcada por la gracia natural de sus dibujos que la propia estructura de la talla realza para hacerla toda­vía más bella. Se cubre con una capa finísima de barniz incoloro.
- Pues aún era más bonito el que había antes.
Lo que uno pudo encontrar de novedoso en las pocas horas de estan­cia en la Olmeda, se resume en unas cuantas casonas antiguas, ajusta­das al modelo tradicional de las viviendas alcarreñas de siempre, y el agrio espectáculo exterior de los campos, abarrancados y sinuosos como corresponde a esta latitud. Casonas que transpiran un halo de vetustas grandezas desconocidas, donde vivieron por aque­llos años imposibles de sujetar con cifras familias no­tables cuyos escudos de armas aguantan, fijos aún, sobre el muro de piedra en las fachadas salitrosas. Los viejos heraldos que sellan el lugar de la Olmeda poseen relieves con alfanjes, manos abiertas, es­trellas y alguna cruz de Calatrava, haciendo de los que todavía exis­ten un todo común.
- Casas muy antiguas, ¿verdad usted?
- Sí, algunas sí que lo son.
- Ya lo ve. Se acabarán cayendo. Los dueños viven fuera y no hacen caso.
La ermita de San Rafael tiene un techadillo que atraviesa y cubre toda la calle. El fragmento de un escudo de alabastro permanece pega­do a la fachada. La estirada aguja mural de la ermita mira al salien­te y se corona en romántica cruz de piedra. Por la mirilla de la puerta sólo se aprecia oscuridad, no se ve nada. Se adivina la pequeña dimensión de su interior pero sin distinguir nada concreto.
- Ahí detrás tenemos el ayuntamiento. También está el pobre para caerse.
Es cierto. Un severo arco de dovelas con escudo de castilla marcado en la clave, sujeta como puede el ruinoso edificio municipal. Cuando el alcalde se refiere a su vieja estructura y olvidada conservación, lo dice con velada nostalgia.
- Los pueblos van a menos. Gracias a que los fines de semana aún se anima la cosa un poco con los de los chalés.
Un señor que se llama Luís sube montado en su maquinaria por el atajo de la Concepción. Antonio García Pardo, mozo del pueblo al que yo conocí casualmente cuando él era un niño, se prepara para salir en su tractor, tal vez hacia las barbecheras del alto de las Alcarrias. Junto a nosotros lo poco que queda de la que en otro tiempo fuera ermita de la Con­cepción, todo recuerdo, con su cubierta de uralita, hoy cochera o almacén trastero, en espera del soplo fatal de las desidias para dar en tierra con su cuerpo de siglos.
Los fríos que amenazan con recorrer sin piedad estas soledades de la Alcarria, se empiezan a notar rozando la piel a esas del mediodía. Don Benito Mayo y otros vecinos me entretienen en la plaza, viendo algu­nas fotos retrospectivas de la Olmeda en años atrás, de cuando en el pue­blo se celebraban bodas y había niños, por aquellos años en que el portalejo de la iglesia alegraba aún su estructura solemne junto al juego de bolos.

(N.A. Febrero, 1987)

viernes, 26 de junio de 2009

OLMEDA DE COBETA


El Sabinar debiera haber sido su nombre, y no La Olmeda. El escondido lugar de la provincia al que ahora voy, se rodea de enormes superfi­cies boscosas de sabinas y de campos agrios por los que nunca va el hombre, salvo algún cazador de lebratos o de perdiz y de otras piezas menores que, al ruido más insignificante, corren a esconderse junto a las tronqueras de los arbustos en donde nadie los ve.
- Pues, qué quiere usted que le diga. También se ven algunos olmos abajo, por donde los Hoyos; lo que pasa es que los pobrecitos se están secando con eso de la enfermedad.
La Olmeda es por situación pueblo vecino a la villa madre de Cobe­ta, al monasterio de Buenafuente del Sistal, al Villar y casi a Huerta­hernando, escuadra destacada de lugares que en buena parte enmarcan nuestras tierras del Alto Tajo. Fin de semana del segundo mes del año. Un poco de sol. Las frescas brisas de la vega mueven arriba la ropa que las amas de casa tendieron a secar en las cuerdas de su fachada.
A La Olmeda se entra teniendo junto a sí un curioso monumento de pie­dra ruda, a modo de grueso pairón molinés, rematado con una cruz de forja. En la solanilla de la plaza, esquina casi con la calle de la Iglesia, cosen dos mujeres sentadas como al abrigo de la tarde. Doña Dionisia lo hace de espaldas al sol, con un pañuelo sobre la cabeza que utiliza de sombrilla. Doña Epifanía no. Se ve que las dos mujeres son nacidas aquí, y aquí morirán si Dios quiere como las sabinas y como el espliego. Antes de acercarme acude al grupo otra tercera mujer, delgada ella, muy delgada y con el pelo color oro viejo: doña Teresa. Uno, que está hecho a compartir todo tipo de conversaciones intrascendentes con personas de los cuatro puntos cardinales de la provincia, ­se acerca al simpático trío de señoras olmedanas con la convicción de que, ya de entrada, se entenderá con todas ellas como si las hubiera conocido de siempre.
- Buenas tardes tengan ustedes.
- Buenas tardes nos dé Dios.
Silencio ahora. Unos segundos de silencio nada más, que doña Dio­nisia aprovecha para mirarme disimuladamente sin quitar ojo.
- Qué bien están aquí. No me digan que este rincón y esta tranquilidad que tienen no son una envidia.
- Pues sí que lo es, ya ve. Pero siéntese un poquito con nostras aunque sea en el poyo, y platiquemos todo lo que nos dé la gana ¡Qué prisa tiene! Porque usted es el señor Belinchón, ese que va por los pueblos, si no me equivoco.
- Sí señora, para servirle, ese soy yo.
- Le he conocido por la foto del periódico, ¿sabe? En mi casa lo le­emos todas las semanas. Pero en la realidad parece usted más joven.
- Muchas gracias. Son ustedes muy amables; ya me lo imaginaba yo. ¿Qué es lo que hacen?
- Ya lo ve, pasar un poco el rato. Cuando nos aburrimos de hacer una cosa nos metemos con otra. Mire usted, por las mañanas arreglamos la casa, las gallinas y todos esos asuntos. Por la tarde nos liamos con la colcha del ganchillo, y por la noche que si el periódico, que si la tele y demás, no crea, que el tiempo corre que vuela.
- Pues, qué bien. Tenía yo como un poco de cargo, pensando que en muchos pueblos la gente no sabría qué hacer.
- Nada, no señor, de eso nada. Aquí siempre tenemos algo que hacer. Tan majos que somos los de los pueblos. No hay jóvenes, eso sí es verdad. Ni mozos ni mozas. Todos se van.
Las chicas, si sale al caso, se arreglan por ahí mejor que los hombres.
- Pues, lo que es hoy, como yo no me vaya de aquí me parece que tie­nen ganchillo para rato ¿Cuánto se tarda en hacer una colcha?
- Hombre, eso depende. Si lo cogemos con codicia, en tres o cuatro meses se puede hacer.
- Contando conque en La Olmeda ya no hay jóvenes ¿Cuántos quedan de los que ya no lo son tanto?
- Pues mire, se lo voy a decir. Casualmente yo los conté casa por ca­sa el otro día. Somos cuarenta y cuatro personas, y veinte casas abiertas. Ni uno más.
A lo largo del rato, intentando callar de vez en cuando para que las mujeres moviesen, animadas por el silencio, la aguja de la labor, se habla mucho y se habla de todo: del campo, de los huertos, de los que se van del pueblo, de la fiesta de San Jorge, de las monjas de Buena­fuente y del médico que los asiste que, por lo que me cuentan, se lo quieren quitar.
- Pues no crea que se lo decimos en broma, no, que la cosa va en serio. Que se dice que nos lo quieren quitar. Como también dejen de venir las monjas de Buenafuente, entonces si que nos arreglan.
­- Si, tengo idea de que vienen a ayudar a los más ancianos por varios pueblos de la comarca.
- Claro que si; y si hay que poner una inyección también la ponen. Lavan la ropa en dos o tres casas. Por lo menos vienen dos o tres veces a la semana.
Lo que no me parece tan bien es que una fiesta como la de San Jor­ge, se la hayan tenido que llevar de su 23 de abril. Parece que en otras fechas no pega.
- Ya, pero cuando vienen lo mozos, como son ellos los que se divier­ten, se la ponen a su gusto. Ahora se celebra el último domingo de Ju­lio. Hay años que coincide con el día de Santiago.
Doña Teresa tiene a bien indicarme la salida por junto a la iglesia para ver el pueblo y sus alrededores con un relativo orden. Apenas sa­lir, llama la atención al noreste la vega y el barranco que los del pueblo llaman del Cerezo. En los bajos de la vega se ven, asurcadas con perfección, las moñas del espliego.
- Sí señor, todo aquello es espliego. Hace ya diez años que lo plan­tan. Hay que llevarlo a Chiloeches, allá por Guadalajara. En ese pueblo lo destilan, lo hacen esencia y eso.
Las tierras de Sonsarios y de La Reguera continúan en un mismo plano más a la salida del sol, todo de sabinas. Luego los campos de labor del término de Cobeta.
- La calle ésta por la que vamos ahora es San Jorge. Por aquí traen en pro­cesión al santo dando la vuelta el día de la fiesta. Ahí detrás tienen como un poco de bar. No sé si estará abierto.
Es una plazoleta chiquita, con barandal de hierro y vista a los huertos. En las antiguas escuelas se ha preparado su saloncillo para bar, otro para consulta médica y espacio también para secretaría. Al instante aparece Fortuno, despistadillo el hombre, con las llaves del bar por si lo quiero ver.
- No, muchas gracias. Ahora es que no me apetece nada.
Fortuno se queda como un poco despagado con las llaves sin usar. Me explica la señora Teresa que más allá de donde están los huertos tenían antiguamente las eras de trillar, cuando las mulas. En un tablarcillo, no lejano, mimbrean con el viento de la tarde las agujas de un azafranal.
- Qué raro, ¿verdad? El azafrán parece más propio de La Mancha.
- Alguno hay también por aquí, pero muy poco.
Campos, campos de riego a fuerza de sudor y labores minuciosas ocupan las modestas heredades de los huertos. En las vertientes sombrías que miran al norte, la piel interminable del sabinar. Paisaje crudo en absoluta calma, donde la vista y el Ánimo descansan juntos.
- Más abajo hay un arco muy antiguo en la casa.
Arco adovelado por el que se entra al patio de una vivienda antigua, aleros voladizos cargados de años, vantanucos de hogares en donde nadie habita, todo, como La Olmeda entera, mirando con los ojos entreabiertos a los débiles rayos de la atardecida. Más adelante pasan el rato sen­tados sobre los poyos de sus casas los cuatro ancianos de la calle de la Fuente.
- Buenas tardes.
- Buenas tenga usted.
La fuente de La Olmeda es original. Media docena de escalones des­cienden en subterráneo hasta el tremendo chorrerón, cuyo conteni­do inaplicable se perderá por la, reguera de los huertos. La, señora, Te­resa me cuenta, con no poco misterio, las extrañas virtudes del agua de la fuente.
- Es un agua muy buena. En este tiempo sale caliente, y en verano fresca. Qué cosas, ¿verdad usted?
- Ya lo creo.
Ahora pita al entrar al pueblo la furgoneta de un vendedor de Cobeta. El señor Román, marido de la señora Dionisia, trajina con el azadón en el cuadro chiquito de su huerto, moviendo la tierra demasiado ­húmeda. El señor Román ha reconocido al forastero inmediatamente y le recibe con gozo y con familiaridad.
- Pues ya ve. Preparando un poco la tierra para sembrar ajos.
- ¡No me diga! Casi a finales de febrero. El refrán dice que no debe ser así, que cada día que pasa de enero pierde un ajo el ajero.
- ¿Y qué más da? Sólo quiero sembrar un correjo para la cosa del gasto. Luego ya se sembraran las patatas y todo lo que salga.
- Mucha agua ¿no?
- Bueno, no tanta. En verano flojea bastante. También hay pozos en cada huerto para regar a cubos. Antiguamente esto era un lío. Teníamos que pasar aquí la noche aguardando turno para regar. Ahora ya no ¡Para qué! Si somos cuatro de ellos.
El señor Román, la señora Teresa y yo subimos otra vez hasta la plaza. Junto al juego de pelota, me cuenta el señor Román que no es nuevo, que se hizo en 1920, pero que hace poco lo restauraron y le echaron el piso.
- Afición sí que hay, lo que pasa es que no hay quien juegue. En mis tiempos, eso de jugar a la pelota los días festivos era de continuo. Ahora aún juegan en verano, y con el piso arreglado todavía mejor.
El frutero de Cobeta se ha instalado en medio de la plaza. Mis amigos tienen todo a punto para llevarme a ver la iglesia. Doña Dionisia y doña Epifanía continúan en el rincón dándole a la aguja. Al cabo vino la llave y pudimos entrar. Se pasa bajo el clásico teja­dillo columnado de tantas iglesias de nuestros pueblos. En su inte­rior no es demasiado espaciosa, tiene el piso de tarima contra los fríos y está muy limpia. Al fondo hay un humilde retablillo barroco presidido por una imagen de Santa María Magdalena penitente sosteniendo una cruz. A los lados tiene otras dos imágenes sencillas: San Jorge alanceando al dragón y la Virgen del Rosario. El dragón de San Jorge parece más bien un perrucho pintado de negro, mientras que la lanza del Arcángel va adornada con flores artificiales y con cintas de colores como las capas de los tunos. En las recogidas capillas que forma el crucero están las imágenes de la Dolorosa y de San Roque. El coro se asoma a la nave desde sus pies con balaustres de madera pintada.
- Pase a la sacristía. Ahí tenemos un cuadro de la Virgen de Montesinos que regaló un señor.
- ¿También asisten desde aquí a la romería de Montesinos?
- Antes sí que íbamos. Los de cada pueblo acompañando a su cruz, perro ya ni aun eso. Ese día se pasaba muy bien, ya lo creo.
La tarde va de huida en Olmeda de Cobeta. Las últimas luces del día vienen a estrellarse contra la chata espadaña del campanario. Nos se ve a nadie por los alrededores del pueblo. Cuando el sol limpio del Alto Tajo decide esconderse tras las lomas del poniente erizadas por el sabinar, las dos campanas comienzan a diluir su color de bronce con las primeras sombras del anochecer. Hace frío.

(N.A. Marzo, 1987)

OLIVAR, EL


Después de varios meses de trajinar por otras comarcas de la provincia, hoy nos volvemos a situar en el corazón de la Alcarria. El fenómeno resulta curioso. Uno tiene la experiencia de añorar los campos, los pueblos, las gentes de la Alcarria cuando la casualidad le ha entretenido más de la cuenta por sierras, campiñas o parameras, de la variadísima geografía guadalajareña.
- Pues dice usted, este pueblo es internacional. Aquí hay americanos, ingleses, belgas, argentinos, canarios…, de todo lo que se busque.
Y el forastero, que acaba de llegar a la plaza sin otra impresión que la de la lastra y los rastrojos, se muestra reacio a comprender lo que el señor Macario le cuenta, sentados sobre la plataforma de una mesa de ping-pong a la sombra de un árbol del paraíso.
- Vienen abogados, pintores, periodistas hay otros dos o tres. De eso no nos falta en todo el año.
La seca Alcarria se ha hecho en El Olivar, por lo que se ve, cosmopolita. Uno sigue sin entender, y sus contertulios no son capaces de darle una sola razón válida que lo justifique.
- Es que todo esto está muy bien. La gente viene porque le gusta. Lo que pasa es que hoy hace demasiado calor y se ve todo como muerto.
Un anciano golpea con la garrota unas piedras carcomidas de la fuente de la plaza. En el bar cercano los chiquillos juegan al futbolín bajo la fronda espesa de una acacia encerrada en el patio. La enorme fábrica de la iglesia la tenemos enfrente. Es una iglesia grande, con interesante portada renacentista y torre al poniente, cuadrada, sin chapitel como remate. La iglesia de El olivar, cuatro siglos sobre sus piedras, es con mucho la más galana, la dueña y señora de cualquier otra manifestación arquitectónica local por su solidez y tamaño.
- La ermita está allá afuera, según se entra. Yo he oído decir que es de la misma época que la iglesia.
Está escrito que por el pueblo pasó en dos ocasiones la reina Isabel Segunda, y que tuvo a bien regalar a la iglesia vasos sagrados y ornamentos para el culto. Hoy, la gente de a pie es un detalle que desconoce, como también ignora que en los años dorados de los Austrias fue El Olivar un importante núcleo para el comercio de víveres y un notable productor de huevos.
- Ahora no hay nada de eso. Lo único que producimos es veraneantes y buenas vistas, eso sí. No se vaya usted sin asomarse a la vega del Tajo. Se va por aquel callejón de enfrente. Cuando estaba lleno el pantano era más bonito aún.
Se atraviesa la plaza del pueblo, rodeada casas en construcción, fieles a los viejos cánones del estilo popular de la vivienda alcarreña. Por la calle de Ciriaco Romo se accede a lo que pudiéramos llamar el casco antiguo, de huertecillos sombreados de almendros, de higueras y de abetos. Quema la Alcarria.
En el callejón que en El Olivar llaman del Patio Pareja, se me arrojan estrepitosamente tres perruchos malencarados y de sanguinaria intención, dispuestos a lo que salga. Las mujeres, que con tiempo por delante intentan tomar los primeros frescos de la tarde en el mirador, salen en mi defensa, sacudiendo varazos a diestro y siniestro sobre los lomos erizados de la jauría a la vez que me piden disculpas por el incalificable comportamiento de los chuchos.
- Si luego no hacen nada, mire usted. Lo que pasa es que salen todos a la vez y asustan a cualquiera.
- Pues sí que es verdad. Pero no ha pasado nada. No se preocupen. Aun a pesar de los perros merece la pena llegarse hasta aquí. El espectáculo no se puede tomar gratuitamente. Es todo una maravilla.
- Eso dicen todos los que lo ven. Pues si se sube usted a ese cerro de la otra parte, que le decimos San Cristóbal, se ven mejores vistas aún.
Uno cree no haber visto jamás panorámica tan completa, tan sugestiva, como la que ofrece al visitante aquel rincón de la Alcarria desde el Patio Pareja. La abuela Catalina, y Angelines, y Gregoria, y Luisa, acostumbradas a mirar desde el mismo sitio cada tarde, quitan importancia a la soberbia espectacularidad del Valle del Tajo, que, roído en buena parte por los fondos secos del pantano, deja boquiabierto al viajero, versado -eso piensa él- en impresiones insólitas, en visiones de verdadero gozo que de vez en cuando se cruzan en el camino como premio a su tesón.
- Fíjese en aquellas ruinas que se ven allí abajo. Es la antigua ermita de la Esperanza de Durón. Han estado muchos años debajo del agua. En lo alto del cerrillo está la nueva, mírela.
La caída montaraz de la vega se recorta en pequeños cuartelillos de olivar con poca fortuna, perdidos entre la maleza. Abajo los chalés de Durón, los rastrojos amarillos en las tierras que cubrió el pantano, el Tajo cerrado en madre buscando los bajos caprichosos de los oteros hasta esparcirse en la cola del remanso, la turbia luminaria de la tarde, y en lontananza, apenas perceptible por la canícula, las crestas planas de las Tetas, cenit y olimpo de la mitológica Alcarria de don Camilo.
- Aquí se sentó ese señor, ya ve usted. Me pidió una silla y aquí estuvo un buen rato mirando al barranco.
- ¿A quién se refiere?
- a ese que dice usted, a don Camilo Cela.
- ¿Ah, sí?
- Ya va para dieciséis años. Se conoce que vino a recordar cuando narró todo esto.
- Eso creo yo. Aunque con El olivar no se portó demasiado bien, que digamos.
- No dice casi nada del pueblo. Lo único que por estos barrancos había lobos y qué se yo cuantas cosas más que no son ciertas. También nos estuvo contando la historia del Saturnino con el pastor de Durón.
Fijándose atentamente quedan bajo el dominio de la vista los pueblos de Mantiel y de Chillarón del Rey al otro lado de las tierras que asoló el embalse. Aquí, junto a nosotros, altiplanos de almendro y campos lila de espliego que la gente cultiva en pequeñas parcelas, ordenadas y limpias.
Las buenas mujeres del mirador me han ofrecido un cojín para sentarme en el muro. Son señoras generosas y simpáticas, serviciales y con un alto sentido de la hospitalidad. Angelines y Gregoria, una morena y otra rubia, son hijas de la abuela Catalina, Luisa es nuera, salmantina y admiradora de la Alcarria.
La perra Mora observa con dudosa atención la despedida del forastero, con los ojos entreabiertos, tumbada a la sombra de la pared. Uno piensa que la perra tiene más de irritable que de mal corazón, y que, a pesar de lo que digan, la vieja medicina de la vara sigue dando tan buenos resultados como los dio siempre cuando se aplica de forma comedida y sólo en casos de verdadera necesidad.
Dos niños, agarrados como la lapa a la pared, buscan nidos de gorrión en la callejuela de Miradores. Hay una lancha motora que, a falta de agua para navegar, pasa la tarde bajo la yedra junto a la puerta de una casa de veraneantes.
- ¿Qué, le gustó aquello?
- Mucho, sí señor. Gracias a usted. Yo hubiera sido capaz de marcharme de aquí sin echar un vistazo a la vega si usted no me lo dice.
El señor Macario ya no está solo. Le acompañan media docena de contertulios a la sombra del árbol del paraíso.
El bar de la plaza es como un salón oscuro, al que se llega después de atravesar un patio sombrío, con acacia y caracol que llega hasta la segunda planta. En el bar de la plaza uno va escribiendo a tientas, le mira la gente, pide una cerveza y el dueño se la sirve sin decir palabra. El hombre anda ocupado con unos forasteros a los que intenta explicar, parece que sin éxito, el camino del Madroñal.
- Bueno, pues ustedes se van por donde yo les digo. ¿Qué se pierden? Tampoco pasa nada. Preguntan otra vez y al final no tendrán más remedio que llegar. La cosa está fácil.
Sobre una viga oscura que sirve de columna al establecimiento, hay un papel escrito en el que figura la lista de donantes para la Virgen de la Soledad. Uno no se acordó de preguntarlo, pero piensa que debe de ser la Copatrona del pueblo, en tanto que el patrón es el Santísimo Cristo de la Zarza, cuyas fiestas celebran con todo esplendor durante la segunda semana de agosto, en las que hay reina, damas, bailes, competiciones, jolgorio, y el tradicional “rodeo del cerdo”, personalísima atracción de los festejos olivareros.
Cuando la caída de la tarde va suavizando poco a poco el vivir de la Alcarria, uno se da cuenta de que el pueblo está visto. El Olivar es pueblo escondido y encantador, descubierto para su disfrute por los de fuera como lugar irremplazable de tranquilidad en medio de la árida Alcarria. La paradoja vuelve a repetirse, pero en esta ocasión avalada por el soplo perpetuo de la vega, que sube hasta el pueblo aromas de miel, de tomillo, de campo.

(N.A. Septiembre, 1983)

jueves, 25 de junio de 2009

OCENTEJO


Mucho me temo, lector amigo, no saberte llevar en esta ocasión con mi pobre relato a la realidad exacta del lugar en donde me encuentro. Es demasiada pretensión quererse valer de las posibilidades que ofrece el idioma para introducirte en este apoteosis paisajístico donde cuenta el color, el volumen, el vacío, el aroma, el rumor de las aguas que bajan, el vértigo, tan difícil de ajustar a la prosa que habitualmente empleo para contarte a retazos la pequeña y grande, la verdadera historia humana de la tierra en que vives.
Hoy he caído como de sorpresa en uno de los rincones más bellos de la Guadalajara abrupta y pinariega. Hasta el momento presente de algún modo me había limitado a admirar de oídas las maravillas con las que se adornan estas tierras del Alto Tajo. Después de ahora, tendré muy a honra el pertenecer a esa relación imaginaria -no creo que excesivamente grade- de incondicionales que recuerdan con nostalgia su paso por aquí, paseando en dirección opuesta a como nos presenta estas hermosas tierras el mapa provincial, es decir, Arbeteta, Valtablado, puente sobre el río, y Ocentejo al fin.
En lo más agreste, pintoresco y solitario del Alto Tajo, viene a caer este lugar de leyenda en cuya Plaza Mayor acabo de tomar asiento bajo el álamo centenario que le sirve de eje. Frente a mí, se levanta allá arriba el mojón peñascoso del Castillo que coronan unas cuantas piedras desgranadas de la antigua fortaleza y dos o tres antenas de televisión clavadas sobre la cima. Una docena de buitres merodean con majestad rozando las nubes que, poco a poco a poco se van apoderando del intenso azul de los cielos serranos. Hay un perro de tremendo corpachón que se ha puesto a husmear cerca de mí. Ahora sale del pueblo una ambulancia con algún enfermo que escapa a toda marcha buscando el camino de la capital. Aparecen tres señoras por la misma esquina hablando del desdichado que se llevan en la ambulancia. La espadaña de la torre asoma la gracia de su remate por encima de las tejas del ayuntamiento. Alrededor se elevan macizos roquedales grises y laderas de boj, de pinos tiernos y de retamas desnudas. El perro escapa a esconderse con el rabo entre piernas tras unos corrales en los que crece un laurel.
Salvo la plaza impecable, a la que acompañan en galanura el nuevo edificio del ayuntamiento y un bar cercano, Ocentejo conserva en sus calles el rancio sabor de los viejos pueblos serranos. Del barrio alto desciende un canal de hormigón que baja seco, con el fondo cubierto de hojas secas y de pequeños charcos. Detrás me encuentro con un señor apoyado sobre el muro sin decir nada, mirando, no sé si con curiosidad o con indiferencia, al forastero que se acerca hasta él buscando, aunque tan sólo sea, unos minutos de conversación.
- Buenas tardes. Creo que los que viven aquí no se deben cansar de ver el pueblo ¿No le parece?
- Ya lo creo que nos cansamos. A nosotros no nos parece tan bonito como dicen los de fuera. Si tuviera que vivir aquí de continuo seguro que no lo decía. Para venir de visita un rato está muy bien, pero nada más.
- No me diga.
- Sí se lo digo, sí. Esto queda muy lejos de todas partes, y muy escondido aquí sin salir del hoyo.
- ¿Cuál es el cerro aquel que hay detrás del Castillo?
- Le decimos el Covacha de la Tía Martín. Eso sí que es hermoso. Sigue así como para abajo y va a meterse hasta el río. De aquella parte para acá baja lo de Armallones. No puede imaginarse lo bonito que está.
- ¿Se tarda mucho en llegar al río?
- Muy poco. Un cuarto de hora andando. Si está ahí mismo.
Se llama nuestro hombre Patricio Cortijo, y por esa benevolencia tan común entre las gentes de esta tierra, nos hicimos amigos enseguida. Muy pronto me di cuenta de que también él, diga lo que diga, es un enamorado de las cosas bellas.
- Pues dice usted, aquí se vivió un poco de la resina, pero de eso hace ya mucho tiempo. La agricultura y el ganado es lo que más da. La vega es divina. En las huertas se saca de todo.
- Y a pesar de eso el pueblo está casi vacío.
- Así es, ya lo ve usted. Aquí no hay gente. Me parece que son veintiocho puertas abiertas las que tenemos. Muchas viudas, y algún viudo también, pero menos. Las mujeres duran más. Y solteros y solteras. Así que, armamos de cada juerga por las noches… Todos de setenta para arriba.
Un muchacho joven, Emilio, dedicado en Ocentejo a los trabajos para la obtención del agua en las salinas, y el propio señor Patricio, me llevaron a casa de Ruperto, el telefonista. Ruperto tiene la casa un poco más debajo de la Plaza Mayor, precedida de un pequeño jardín al que en verano sombrearán las apretadas hojas de la parra e inciensan con su eterno gris los troncos de los olivos. Don Ruperto Sánchez Fraile es un hombre metido en edad; es el rapsoda, el poeta, el historiador oficial y el cantor de llavilla. Sale sacudiéndose las manos empolvadas de un huertecillo que tiene detrás de su casa.
- Pues tanto gusto en conocerle. Ahí estaba enredando en unos trastos por el corral. Como hace uno tantos oficios…
He pensado después que hubiera sido interesantísimo haber podido pasar la tarde completa con Ruperto, escuchando de sus complacientes labios de hombre de campo olvidados sucesos aquí, y que ni las crónicas más antiguas ni la Historia seguramente cuentan. Pues bueno es saber que entre las peñas del Castillo, y no lejos de la pequeña iglesia románica que hay a sus pies, hoy convertida en cementerio, la tierra se tragó a petición suya los cuerpos vivos de una infanta perteneciente a la noble familia de los Carrillo de albornoz y de una tía suya, que prefirió quedarse allí para defenderla del horror de la morisma en aquellos tiempos revueltos del final del medievo en que la leyenda da como ciertos todo este tipo de aconteceres. Aún se oye nombrar a los ancianos de Ocentejo con el apelativo del “Tapón de Encantamiento” al supuesto lugar donde se realizó el prodigio, y donde en el gélido callar de las noches de invierno, todavía se escuchan los suspiros y los lamentos sin consuelo de las dos desdichadas.
- El Castillo se cree que es del siglo XII. De cuando el rey Alfonso VIII vino por aquí a recoger gente para la conquista de Cuenca.
- Poco queda ya de él ¿verdad?
- Esas cuatro piedras de lo alto. Lo dinamitaron los franceses cuando la guerra de la Independencia, y el Puente del Molino también. Y los carlistas después quemaron los pergaminos y los archivos del ayuntamiento. Por todos estos montes estuvo escondido El Empecinado.
Ante la información erudita de Ruperto, el señor Patricio habló para puntualizar:
- Esto lo sabe porque lo ha oído contar, pero no porque lo vio. Si se acordar él de todo eso, mejor me acordaría yo que soy más viejo y no sé nada.
- ¿Qué tal es la gente de aquí?
- No hay mala gente. Somos un poco brutillos, pero buenas personas. Nos defendemos unos a otros si llega el caso.
- ¿Cómo les llaman a los de Ocentejo?
- Eso depende. Los de Canales nos dicen “tacaños”, como a los de Sacecorbo “cocoteros”. Pero más bien nos llaman “los pollos”.
- ¿Y eso, por qué?
- Pues, para que usted se entere, es que aquí hemos tenido siempre las mejores mozas de la comarca, ¿sabe?
- Ya.
-Y se ve que los de los pueblos vecinos las criticaban, porque vestían muy bien y eran un poco presumidas, ¿sabe?
- Ya.
- Y por eso les llamaban las pollitas y a nosotros los pollos.
- Qué cosas. Un motivo para sentirse orgullosos.
- Sí, pero ya sabe. Las cosas de antes, de cuando las rondas y todo aquello. Ahora, ni fu ni fa.
- Pienso que en lugares tan escondidos como éste, aparte del Castillo, debe de haber algún vestigio de civilizaciones aún más antiguas.
- Ah, claro. En el poblado de Los Casares yo he visto lápidas con inscripciones que mientan a los dioses romanos, Diana y no sé que más. Pero no lo han explorado mucho. Aquello debió de ser en tiempos grandísimo. Yo creo que hacían las casas alrededor de las sabinas.
El desaparecido pueblo de Los Casares se quedó sin gente por envenenamiento de todos sus habitantes, al beber agua durante una boda de la botija de barro en la que habían metido una víbora. La única superviviente de la tragedia, a la sazón madre de la novia, se salvó por haber bebido el vino de otra vasija, y cuenta la tradición que se marchó a vivir a Ocentejo, con el consabido disgusto de los habitantes de Canales, que perdieron con su persona todas las tierras del pueblo desaparecido. La vieja, cuentan aquí, que marcó los mojones entre los dos pueblos, tomándose como límite el lugar exacto donde fue a parar una canasta de mimbre a la que la mujer había propinado un tremendo puntapié que la hizo volar cerro abajo.
El Ocentejo de hoy, aparte de un personal incomparablemente simpático, y de unos paisajes más propios de un paraíso que de la árida y seca Meseta Castellana, tiene un bar muy bien cuidado y amplio en la Plaza Mayor, y unas fiestas del Rosario acordes con su fondo tradicional que apenas en este trabajo hemos llegado a insinuar.
Una copita con los amigos que nos ha servido el propio Emilio, el muchacho de las salinas, y de nuevo el campo como compañero de viaje. La misma historia de cada día por el dédalo de esta nuestra singular geografía guadalajareña: amigos, rincones incomparables que hay que dejar en su sitio para siempre, nostalgias… Hoy con el aliciente adicional de un paisaje no apto para el olvido.

(N.A. Febrero, 1984)

miércoles, 24 de junio de 2009

NEGREDO


Existe otro Negredo más en la sexma serrana del Macizo de Ayllón por tierras de Segovia. Negredo, el que hoy nos ocupa, es un lugar de población escasa y buenos campos que extiende el ala de su medio cen­tenar de viviendas a doscientos metros, algo más, de la carretera de Soria, al poco de pasar Jadraque en viaje de ida. Igual que los Cendejas, Negredo se ve agazapado como un lebrato, con la oreja tiesa de su espadaña al poniente, siempre ojo avizor, en las ondulaciones aradas del labrantío.
Saludo a Negredo con el apacible sol del invierno en contraluz desde las eras donde queda la hundida ermita de la Soledad. La visión es desde allí al caer de la tarde de una placidez inusitada. A cierta distancia las tierras oscuras de la barbechera en labor de inminente siembra. Mas lejos aún, y más al norte, en lontananza azulina y de co­lor de plomo, se recortan las sierras del Santo Alto Rey con algunas nubes algodonosas sobre la cresta.
El nimio y solitario camposanto se adorna a nuestros pies con flores artificiales cogidas a las cruces de las sepulturas. Siete cipreses de buen tamaño apuntan hasta el cielo en derredor, por donde uno pien­sa que vienen y van a su antojo las almas de los muertos. Muy cerca se alcanza a ver un señor, calzado con polainas de goma hasta la rodilla, que limpia a golpe de escobón el estanque del lavadero. No lejos de mí ladra un perro encerrado en una nave. Los ladridos del perro llegan ate­nuados, como balidos de ultratumba y por extrañas artes. Me decido al fin a saltar de dos zancadas terraplén abajo, hasta la fuente del lavadero. La ropa de invierno con el ejercicio violento de la carrera da calor. Entre los dos caños del muro frontal que manan de la fuente ha­ce constar que se levantó en 1931.
- Qué fuente más bonita -digo al señor que limpia la alberca.
- Bonita y santa -me responde. Aquí le decimos la Fuente Santa. An­tes del año 31 estuvo un poco más abajo.
- ¿Limpian el lavadero con frecuencia?
- Con frecuencia no. Lo ando limpiando yo por pasar el rato. Ya no lava nadie aquí. Se han vuelto todas señoritas y prefieren lavar en casa con esos aparatos que dan vueltas. Eso no le quita para que esté limpio y como Dios manda ¿No le parece a usted?
- Claro que me parece. Lo que pasa es que, así como usted, hay muy pocos que trabajen sin que nadie le obligue, por amor al arte.
- Ya lo sé. Pero en el mundo digo yo que hace falta de todo.
Don Valentín Bravo, mi amigo de Negredo, como no estaba a órdenes de nadie ni parecía tampoco tener demasiadas prisas, dejó los bártulos de limpiar junto a la fuente y se marchó conmigo que, en sitios como éste donde la población escasea, es casi una obra de misericordia.
- Nada, no señor. No tiene que agradecerme nada. Lo que no se hace ahora, ya se hará mañana. ¡Faltaría más!
Se empeña don Valentín en que veamos el cementerio desde la puer­ta. La verdad es que con una tarde así resulta gratísimo andar por el campo. Desde la fuente hasta el cementerio hay cincuenta pasos escasa­mente. Entre lo uno y lo otro se ven hermosas las matas de col.
- Dice usted, yo he tenido que pasar mucho con lo de las hemorragias por la nariz. Llevo catorce años echando sangre. La primera vez se me salieron casi cinco litros, me quedé sin gota. La gente no daba por mí cinco duros. Hace poco me operó el doctor Herrera Casado y me dejó ca­si nuevo.
El camposanto lo tienen en obras. Las lápidas de mármol, blancas y negras, se ven como escalonadas en montones de tie­rra; algunos de los fosos están cubiertos -pienso que vacíos- con planchas de uralita. La tierra removida hace pensar que están trajinando­ en ello.
- Es que ahora cada cual compra su trozo, y por ello andan de arreglos. Lo queremos ensanchar un poco más por aquella parte.
.- Pues yo creo que caben sobradamente todos los que son en el pueblo ¿Cuántos son en total?
- De fijo, diecinueve. Luego hay muchos que viven fuera y que, para estos efectos, también se consideran de aquí.
Casi al final de la cuesta nos hacemos presentes en la entrada de Negredo. A nuestra derecha hay un chalé cerrado que se llama “El Gran Chaparral”. Junto al chal-é está el transformador de la luz y unos palitroques con cuerdas y ropa tendida.
- Aquí vivo yo. Si tiene necesidad de hablar por teléfono, lo tenemos en mi casa.
- Muchas gracias. ¿Dónde pasan el rato cuando terminan los trabajos?
- Pues en casa, o en la calle, o donde nos parece. Hay un poco de bar pero no lo abren a diario. Suele funcionar los sábados y los domin­gos. No somos casi nadie y tampoco lo echamos mucho de menos.
Don Valentín y yo nos vamos ahora hasta la iglesia. Mientras que el se encarga de buscar la llave, yo me entretengo mirándolo todo en el sombrío atrio que queda entre las dos arcadas de sillería. Resulta en­trañable y romántico el acceso a la iglesia parroquial de Negredo. Un leve tejadillo salpicadero de lluvias, con alerones de piedra como so­porte, acarreados de la ruinosa ermita de la Soledad, nos acerca al in­terior del templo. Es una iglesia bonita y bien cuidada, muy limpia y con todas las cosas en orden. La mano bienhechora de don Juan José, hi­jo del pueblo y párroco de San Nicolás de Guadalajara, se deja ver se­mioculta por todas partes. Una moderna mesa de altar y ambón con dora­dos haciendo juego, dan a la única nave un aire lejano de elegancia. El retablo por su parte no es real; se simula con formas de yeso en cuyas hornacinas pueden contarse las imágenes de santa María Magdalena, de San Benito, de San Isidro Labrador y del Corazón de Jesús. El altar está separado del muro del ábside por una verja de hierro, en tanto que el presbiterio se cubre con bellísimo artesonado en formas mudéjares.
- Oiga ¿Qué Virgen es esa?
- La del Pilar de Zaragoza.
- No, me refiero a la de la otra parte.
- Ah, pues no caigo. La Carmen o la Isidra seguro que lo saben.
- Claro que sí -dicen ellas. Es la Inmaculada Concepción.
La verdad es que a uno le cuesta trabajo reconocer a la Purísima con aquellas melenas postizas, lacias y desgreñadas, tan lejos de las convencionales a las que nos tienen acostumbrados los artistas del ba­rroco.
- A veces la han peinado.
- Ya. No debe ser fácil, pero es que así está un poco fea ¿no?
En el otro extremo de la nave, separados del altar por once bancos de madera para los fieles, destaca el coro con cuidado balaustre y una pila bautismal de románica traza.
- Pues nuestro patrón es san Benito. Ahí lo tiene usted. Antiguamente se celebraba en septiembre, el día once, y más antiguamente aún era el veintiuno de marzo. Lo tuvieron que trasladar porque casi siempre caía en cuaresma, y la juventud se quedaba sin baile.
- Ah, claro ¿Ahora cuándo es?
-Ahora la hacemos en el mes de agosto. Aprovechando que están de vacacio­nes los que viven fuera del pueblo.
En la plaza donde está el frontón, suena con largos pitidos el cla­xon de su furgoneta el pescadero de Mandayona. Al momento, la escena es bien conocida, un grupo de cuatro o seis señoras rodean al vendedor esperando su turno
- Ya lo ve, nos tenemos que ir arreglando con lo que nos traen de fuera. En las capitales es otra cosa… ¿No le parece a usted?
Desde el final de la Calle Arriba vemos cómo se alza sobre todo Negredo el airoso campanario con espadaña a pico, mirando por su do­ble vano la silente puesta de sol en las sierras. Al cabo aparecen otra vez las eras, en esta ocasión las del barrio alto y el depósito de las aguas un poco más arriba. En el hoyo se suceden, tal y como me explica mi acompañante, el barranco de las Conejeras, la Fuente del Monte y la Cuesta de la Olla, repleta la última de encinas menudas con dirección a los términos de Baides y de Huérmeces, más hacia la comar­ca seguntina.
- Tinajas de vino. Curioso ¿verdad?
- Es que antes se hacia el vino aquí, mucho y bueno. Se dejó, y cuando lo de la Concentración se arrancaron las cepas porque, por lo visto, nadie las quería trabajar.
Por las eras de arriba anda Felipe con su manada de ovejas y de cabras al pasto. Felipe gasta bigote, se cubre con gorra y tiene una ma­nera extraña de vestir, así como los antiguos magiares de la caravana circense de cuando niños. Para descansar, Felipe se apoya en su cayado de madera de fresno.
- Buenas tardes.
- Hola, buenas.
El paseo por los alrededores de Negredo con don Valentín es completo. Ahora pasamos por corralones y escombreras donde hay olmos muertos por la enfermedad, montones de leña de encina y perros vagabundos que olfatean entre los desperdicios. Una perra bigotuda y de mala inten­ción nos ladra enfadadísima. A la caída hay un arroyo sin nombre, y sin agua que es peor. Al otro lado del arroyo se levanta una ladera interminable de bosque bajo.
- Pues mire, si toma usted sin parar esa cuestecilla del monte, se podía poner en Cendejas antes de que se haga de noche, seguramente.
Se adivina sin lugar a errores que Negredo, pese a su escaso tama­ño y población, vive principalmente de la agricultura. Lo dicen los almacenes de las afueras; los aperos extendidos por los llanos de extramuros; los tractores que caminan rectos de un lado para otro en los visibles campos del término; el porte abierto y sin prejuicios de cuantos salieron a nuestro paso, mujeres casi todas, porque los hombres deberían andar en plenas faenas de sementera, aprovechando la bonanza excepcional de la tarde de invierno.

(N.A. Febrero, 1987)