domingo, 14 de junio de 2009

MORATILLA DE LOS MELEROS


La visita estaba prevista con bastantes meses, con un año quizás de antelación al día en que, por fin, uno se decidió a colarse de nuevo en la Alcarria por aquella ruta. Moratilla de los Meleros es una hermosa villa encajada entre dos vegas, cercada por cerros limpios; una villa de noble estirpe donde viven gentes honradas y laboriosas en ambas márgenes del pequeño arroyo de Santa Ana que baja canalizado en dirección poniente.
En la plaza del Generalísimo, recoleta, coquetona, y hasta un poco triste al lado mismo de la carretera, los hombres descansan y hablan entretenidos al sol, sentados sobre los poyos que rodean al pintoresco surtidor de hierba y de piedra tosca. Antes de haber cuajado amistad, que al cabo y al fin siempre es cuestión de un poco de tiempo, los hombres de Moratilla se muestran remisos, como a la defensiva de quien no conocen.
-Buenos días. Qué tranquilidad en Moratilla ¿Verdad?
-Sí; hay mucha tranquilidad.
-Quedarán pocos vecinos.
-Es que hoy es día de toros, y muchos se van del pueblo. Debe ser el encierro en El Pozo. De todas formas es que hay poca gente.
-¿Cómo se llama ese cerro?
-Se llama San Blas, y el de más allá el Tesoro. Aquel de encima de las eras es la Cuesta de la Horca. ¿No será usted de esos que se suben a los cerros con el macuto?
-No, no señor. A veces me subo, pero sin macuto ni nada.
-Eso sí, a pelo, por hacer deporte como dicen ahora. Nosotros hacemos el deporte aquí, sin meternos con nadie. Luego nos metemos un ratito al barecillo antes de comer.
El ayuntamiento es un viejo edificio soportalado en el que concurren la seriedad y el gusto arquitectónico de las construcciones municipales de principios de siglo. La Casa Consistorial se asoma a la calle por un balcón corrido de buena forja, y se engalana con un artístico carillón que viene contando desde antiguo las horas del pueblo. Por detrás es un caserón abandonado, de paredones caducos, al que los años y la desatención han llegado a marcar con el sello irreversible de la vejez. La sala de Secretaría está instala en un local pequeño del primer piso, donde huele a documentos, libros de catastro y viejas partidas registradoras guardadas en gruesos volúmenes que sólo se abren de tarde en tarde o nunca jamás. Hay una fotografía mural del casco urbano que llama la atención del que llega nuevo.
-La hizo uno de Madrid. Está muy bien ¿no le parece?
Era el alcalde, don Aurelio Díaz, que en aquel momento se encontraba solo en el despacho municipal revisando la correspondencia.
-Dando un vistazo. Hoy no está el secretario y lo tengo que mirar por si hubiera algo urgente.
-¿Lleva mucho trabajo el ayuntamiento?
-Trabajo, no; preocupaciones, bastantes. Como no hay ingresos, nunca faltan problemas. Se van haciendo cosas, pero siempre con la aportación de los vecinos. Que hace falta dinero: lo pedimos; pero por ese sistema hay que convencerse de que no puede ser.
-¿Cuántos habitantes son ahora en Moratilla?
-Pocos. Como mucho ciento cincuenta personas. Dicen que van a volver algunos de los que se fueron. Ya veremos. Para que se haga una idea, solamente hay dos niños que vayan al colegio, uno a Tendilla y otro creo que a Sigüenza. Hace una docena de años había casi cincuenta en las escuelas de aquí.
-¿De qué se vive?
-Hay poca vida. Se vive del campo, que lo llevan todo entre cuatro o cinco; y luego las tiendas, los tres bares y una serrería por encima del pueblo que también hace muebles; pero vamos, es una fábrica pequeña de tipo familiar.
Nos fuimos por ahí. El alcalde de Moratilla que es a pesar del cargo un hombre sencillo y de amistad fácil, me acompañó adonde sobre la marcha se me iba ocurriedo entrar: en el antiguo edificio de las escuelas, grande y en perfecto estado de conservación, hay un bar y una tienda de comestibles. Lo atiende una señora muy simpática que se llama Adelina, a quien por una de aquellas paradojas de la vida le toca trabajar cuando los demás descansan, y viceversa, cosa que, según ella, no deja de tener su fastidio.
-Claro; los veranos agitados, nos traen fritos con tanta gente, y los fines de semana un poco también. Ahora, ya ve, descansando.
Desde el pretil de la iglesia se domina una buena parte de la vega y el pueblo casi en su totalidad. El patio de la iglesia conserva todavía el suelo de loseta y una fuentecilla de piedra esponjosa sin agua, en medio de los setos y de la hierba seca.
-Lo hizo todo un cura que estuvo aquí y que ahora está en Alcocer. Se llama don Crescencio. Desde que se fue, esto va a peor. Ya se sabe, cuando no se está encima, las cosas terminan mal.
-¿Y la plaza de abajo?
-Bueno, aquí hay una fuente que se tapó la tubería y no cae. La idea es de arreglarla cuanto antes. Ahí es donde se hacen los toros.
-También tienen su afición, claro.
-En este pueblo no es afición, es pasión lo que hay con los dichosos toros. Aquí en la plaza se torean, se matan y se come la carne. Este año nos hemos comido tres vacas y dos toros.
-¿Pueden con ellos?
-Pues sí. Nunca se ha oído que nadie lo tire ni que a ninguno le haya sentado mal. En los años del hambre no se murieron dos en Valseco de milagro. Los tuvieron que trae medio muertos. Fue porque se llevaron la carne apretada en un puchero y fermentó. La gente nunca se hartaba de comer y se hacían barbaridades.
La vega que llaman de Carraguadalajara baja desde tierras de Fuentelencina bordeando por la umbría los extramuros del pueblo. Es una vega en la que los chopos se desarrollan con facilidad, crecen rectos como velas amparados por la humedad del terreno, y se dejan ver todos alineados e iguales en las alamedas que se van sucediendo valle abajo.
-En esa alameda es donde se cuece la carne. Por estos cerros se da la buena miel, la verdadera miel de la Alcarria. La pena es que en las dos vegas nos hemos ido quedando sin nogueras. Las cortó la gente para hacer dinero y poder pagarse el piso de Madrid.
El rollo de Moratilla se alza en las afueras, al borde de un sendero de ganado que sale del pueblo camino de la vega. Es una bella remembranza que el tiempo y el mal trato han ido quitándoles poco a poco casi toda su riqueza artística, incluso documenta que en otro tiempo debió llevar esculpida sobre la piedra.
-Antes tenía más figuras, y tenía también inscripciones; pero han ido borrándolas a fuerza de golpes. Dicen que si antes sería esto el centro del pueblo.
Por encima de los brazos, donde el golpear no es tan fácil, conserva la picota algunos relieves interesantes como de ángeles mofletudos y figuras deformes en un estado bastante aceptable, roídas tan solo por las lluvias y los vientos de más de cuatro siglos.
-Decía don Paco, el alcalde que hubo antes en Pastrana, que se podía desmontar y bajarlo a la plaza, pero yo lo veo muy difícil.
Desde la picota hasta la calle Alta se pasa por entre bodegas salitrosas en los ribazos, corrales hundidos y parideras abandonadas. Las viejas casas de Mortatilla, acordes con la arquitectura rural alcarreña del diecinueve, contrastan con el pavimento incipiente de sus calles, de sus callejuelas solitarias y escalonadas por las que no se oye nada ni pasa nadie. En la plazuela de la fuente suena en un transistor que nadie escucha “El baile de los pajaritos”. Cerca de la fuente tiene la herrería don Indalecio, un caballero del trabajo, un hombre sin más cruces que lucir en su pecho, sin más méritos que alegar que una vida larga al servicio de su pueblo. Don Indalecio Vázquez nació en 1902, y con sus ochenta años sobre la espalda sigue en el viejo taller repleto de hierros amontonados, de maquinarias, de maderas antiguas y de soledad, de mucha soledad en torno suyo.
-Pues esto no es cosa de ahora. Menos unos años que estuvo el chico antes de marcharse, yo siempre he trabajado solo. Mi señora falleció y mis hijos viven en Madrid. Algunas veces me voy con ellos, pero a los dos días me aburro y me vengo otra vez.
-¿Qué hace usted ahora?
-Poca cosa. Alguna puerta metálica, alguna reja de tractor, si sale algo de fontanería, y, en fin, lo que me mandan. Tengo maquinaria para todo, algunas hechas por mí; pero, aunque todo quiera ser, ya…
-¿Y en el tiempo que le sobra?
-Me voy a trabajar al huerto. Allí tengo de lo que usted pida. Lo voy haciendo yo, y así me entretengo un poco. Ahora también me da por leer, ya ve.
En Moratilla tiene por patrona a la Virgen de la Oliva, cuya imagen venera el pueblo en una ermita grande, muy cuidada, que hay en la antigua carretera de Fuentelencina.
-Una vez se desplomó el coro y hubo muchos heridos. Fue un accidente grave. Algunos se tiraron más de un mes en el hospital.
El bar de Manolo tiene en exposición permanente una curiosa colección de animales de la Alcarria disecados, puestos en hilera sobre los estantes del mostrador: picorros, cuclillos, abejarucos, perdices, una urraca y alguna liebre simulando correr. En el bar de Manolo hay cuatro hombres que comen sardinas arenques y ensalada de tomates en una mesa, que beben cerveza y vasos de vino e invitan a probarlo gentilmente al forastero. Son hombres complacientes y abiertos, con un espíritu ancho y sin doblez, de alma aromática como los campos de la Alcarria, con los que uno tuvo a bien pasar sus últimos minutos en Moratilla.

(N.A. Octubre, 1981)

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