lunes, 27 de julio de 2009

PELEGRINA


Acabo de llegar al pueblo con el sol de frente. Alguien me aconsejó alguna vez que el viaje a Pelegrina lo hiciera -ahora comprendo el porqué- al caer la tarde, y así lo hice. Con la luz en los ojos, reflejada por las mieses de la vega, he subido hasta la pequeña plaza de Pelegrina. Vengo hasta aquí con la impresión de haber descubierto -¡Y por qué no lo haría antes!- el más espectacular paraíso de las tierras de Guadalajara, después de tantos años de andadura.
- Por favor, ¿Qué camino debo tomar para subir hasta el castillo?
- Mire, suba toda esta callejuela adelante y enseguida encontrará paso.
El que me indicó el hombre es un callejón estrecho, alfombrado de piedras que el tiempo desgastó de tanto pisar. La fronda de un olmo viejísimo y el porche cubierto de la iglesia me han salido al paso antes de iniciar el tramo más pino del ascenso al castillo.
La elemental portada románica de la iglesia retiene durante unos pocos minutos mis deseos de contemplar desde arriba los valles y gargantas por donde baja el río. La severa portada tiene en el tímpano un escudo episcopal añadido, que corresponde al parecer al mitrado don Fadrique de Portugal, obispo que fue de Sigüenza durante las primeras décadas del siglo XVI, a cuya época pertenece la piedra heráldica que sella la portada de la iglesia. En el portalejo zumban los moscardones y vuelan los abejorros de mata en mata. El camino por el que voy es un sendero entre casas deshabitadas que sube zigzagueando hasta los primeros muros de la fortaleza. Las piedras de los torreones refulgen al contraluz con el so de frente. El paso se hace por una especie de selva incontrolada de hierbas que nacen entre los escombros, de amapolas y tamarillas silvestres, de malvas y margaritas, de ortigas y jaramagos, de mostaza, de zarzas y de cardenchales. Un arco ruinoso que milagrosamente se conserva, y por fin el recinto roqueño del castillo. En las peñas de la ladera zuran las palomas; palomas blancas que van de la espadaña al torreón y picotean en la escarpa por las proximidades del palomar.
Bien acomodado a la sombra del muro, con el airecillo de la tarde refrescando el sudor de su cuerpo, uno no siente el menor interés por marcharse de allí. Sea cual sea la dirección en que se mire, el espectáculo natural es en exceso apetecible, como para no tener a deseo el bajar de nuevo al mundo de los hombres. Quedan abajo inmóviles, recibiendo las primeras sombras del cerro, las casas de Pelegrina; la tupida chopera del barranco por donde suenan las aguas del río dulce; el canto del cuclillo que en estos lugares retrató en su intimidad el malogrado naturalista Rodríguez de la Fuente; los tajos abruptos del despeñadero, que bajan hasta el pueblo cortando salvajemente las vertientes de los valles. Y junto a todo esto, a la margen izquierda de la vega tapada de trigal, el Cerro del Castillo donde el pueblo se recuesta y donde ahora estoy. Cuatro paredones derruidos, que son el recuerdo, muerto ya, de la legendaria residencia de los obispos seguntinos, tantas veces asolada por el furor de las guerras, son la nota romántica más destacada con la que se adorna el paisaje.
Pelegrina, mirado al descubierto desde esta ideal atalaya, es un pueblo chiquito, reliquia de pasadas glorias seguramente, silencioso y recogido en sí como el pequeño cementerio que se extiende en la vega. Las gallinas entonan en las callejuelas su canto de despedida a la tarde.
En la otra vertiente, al fondo el roquedal por donde saltan los cuervos, se ven los tablares pulcramente trabajados de los huertos al lado de la rambla. La distancia hasta el castillo empequeñece al campesino que, aprovechando las últimas horas del día, se afana en regar las eras de las hortalizas.
Al regreso surge el éxtasis ante la contemplación de los gigantescos monolitos de la vertiente, en las faldas que bajan de todas partes, desde las coronas pedregosas de los altos hasta las márgenes del arroyo.
Nos alumbra un sol turbio, calinoso. La bajada hasta el pueblo la hago por una senda que pasa a la misma altura de los tejados. Salvo el señor al que vi sentado a la sombra del olmo de la plaza, no he vuelto a ver de cerca una sola alma más en Pelegrina.
En las fuentes públicas, hoy cerradas con grifos que se abren a voluntad del sediento caminante, hay placas inscritas sobre el frontal en las que se informa que fueron hechas siendo alcalde don Fidel Martínez Olmeda. En la de arriba, uno que ha sudado lo indecible hasta llegar a ella, se sirve un trago largo, revitalizador, de un agua fresquísima.
A cuatro pasos del pequeño ábside semicircular de la iglesia, continúa sentado bajo el olmo el mismo señor que conocí antes.
-¿Le ha gustado el castillo?
-Mucho. El castillo y todo lo que hay alrededor del castillo. Pelegrina, con todo eso que tienen ustedes ahí, es un pueblo afortunado.
-Hombre, qué quiere que le diga. Todo tiene su encanto, según desde el punto de vista que se mire.
-Pero encuentro muy solo al pueblo, ¿verdad usted?
-Muy solo. Veintiséis o veintiocho personas creo que somos en total. A treinta no llegamos. Esto es un nido de paz, de día y de noche.
El hombre me cuenta después que tiene allí un poco de barecillo para refrescar, pero que como no hay gente todo está muerto. Yo le invito en su propia casa a un vasito de vino tinto que el hombre acepta sin reparos. Luego me invita él y hablamos mucho, de todo un poco. Cuando los dos vasos acabados de beber han tomado asiento en el cuerpo de los nuevos amigos, la confianza sube de tono y el diálogo se torna más suave, más florido, hasta más sustancioso, sí señor.
-Pero, a todo esto, usted no me ha dicho cómo se llama.
-Es verdad. Perdone. Un servidor se llama Marcelino López Atance y otras hierbas, y ese que hay mirando en la puerta, que no se atreve a pasar, se llama Agustín Olmeda.
En el salón hay tres mesas, colocadas en el rincón opuesto al mostrador donde mi amigo Marcelino vuelve a llenar los vasos de una botella recién estrenada y echa las cuentas de los clientes. A pesar de su edad Marcelino es un señor fuerte, alto, que viste un niki veraniego de color marrón y lleva en la boca un cigarro encendido que no se quita para hablar. Uno siente cierta admiración por lo hombres que tienen esa habilidad, y que jamás consiguió dominar en su ya lejana época de fumador de segunda.
- Pues dice usted, esto es muy tranquilo. Aquí jamás ha pasado nada. Hasta hace cosa de un par de meses, que vinieron tres autocares de Guadalajara con estudiantes y armaron la gorda en una casa que no vivía nadie. Debieron entrar y destrozaron qué se yo cuanto, y se emborracharon con algunas garrafas de vino que los dueños tenían por allí. Dicen que si serían de esos de los porros. Iban ellos y ellas, que ahora son todos iguales.
Entró también Agustín y se unió al simpático mano a mano que habían organizado el periodista ye l dueño del bar. Agustín habla del campo, de la sequía y de la vega de Pelegrina.
-Pues yo he oído decir que es la más productiva de toda la provincia de Guadalajara. Pero como yo digo: ¿Y para qué?, si este pueblo no tiene nada que hacer. Hubiera sido algo si no se mata el de los animales. ¡Qué sé yo lo que hubiera hecho aquí aquel hombre! Tuvo el accidente y nos quedamos sin nada.
-¿Conocieron ustedes al doctor Rodríguez de la Fuente?
-¡Hombre, claro! Ese señor es el que más ha sabido de Pelegrina y de su término. Antes de que viniera por aquí con los aparatos, ya se conocía todas las cuevas que la gente del pueblo nunca se había atrevido a entrar.
-¿De qué viven?
-Para el caso, de nada. Somos cuatro vecinos y vivimos más bien del ganado. Los huertos y el campo dan poca cosa.
-En verano esto se pondrá de gente que para qué.
-Pues no viene gente de fuera, no. Cuatro de ellos en agosto a pasar quince días, y nada más. Así turistas para ver el paisaje y eso, los que quiera.
-Pues no me lo explico, ya ve usted.
-Eso mismo decimos nosotros, que para elegirlo quien lo eligió cuando lo de las películas, sería por algo. Y aquel habría visto por esos mundos muchos altares. Muy bonito es todo esto, eso es verdad, pero a la gente no le da por venir. No sabemos por qué será.
-Ah, pues no lo sientan demasiado, que si algún día lo descubren, ya se pueden ustedes marchar de aquí. Por lo menos esta paz no la tendrían.
-¡Ah! Eso, pachasco.
Muy de atardecida, no lejos del otero en el que me dejé subido al pueblo, en el llamado “Mirador de Pelegrina”, abajo el espectacular precipicio de sus experiencias, y atrás el monumento de piedra virgen que perpetúa su memoria, un aguilucho de vuelo lánguido rubrica en el cielo el llanto de la barranquera por la falta de Félix, amigo y protector, que una desdichada mañana del mes de marzo se marchó de esta mundo en viaje sin retorno.

(N.A. Julio 1983)

EL PEDREGAL


Era Como un viejo propósito el hacerme presente en los confines de Castilla por esta admirable comarca rayana con las tierras de Aragón. El sólo hecho de aventurarse a cruzar de parte a parte toda la geografía provincial, hacía preciso unas condiciones climatológicas medianamente aceptables, saberse asir al primero de los fines de semana en que el ánimo alcance una cota de marcado optimismo, no pararse en contemplaciones, y madrugar, coger las del alba como el bueno de don Alonso Quijano para llegarse a las puertas del pueblo con el primer sol.
De paso desde la carretera de Monreal hasta la plaza, apenas se ve un alma a quien saludar. Hay una gallina, con su docena de polluelos blancos como el algodón, picando entre la hierba, y un hombre, al fin, que me mira de reojo sin decir nada. Antes en la plaza de la Iglesia y más tarde en la calle de don Vicente Felipe Serrano, uno piensa que en El Pedregal ha descubierto todo el sosiego y la hidalguía de los viejos pueblos castellanos. Las sólidas mansiones molinesas, donde vivieron sus días hombres honrados y laboriosos, se van alineando en hermosas calles y sugestivas plazoletas que lucen en cada esquina los nombres y apellidos de antiguos personajes que en algún tiempo, según me explicaron, se debieron de volcar en ayuda y favor del municipio.
En la Plaza de María Cristina prepara su tractor para el trabajo Prudencio Millán. Prudencio es un agricultor que habla con acento aragonés, que, a diferencia de los de antes, se mancha las manos con aceite y grasa del motor.
- Qué, preparando la yunta.
- Mitre, limpiándolo un poquito.
- Con estas herramientas, buen campo, ¿no?
- No está mal. Lo que pasa es que tenemos un término muy pequeño. Con estos aparatos terminamos la labor enseguida.
- ¿Y qué hacen después?
- Luego con las ovejas. Los días que nos toca tenemos que ir de pastores. Qué remedio.
El Pedregal fue, Quizá desde los tiempos del primer señor de Molina, cabecera de sexma a la que pertenecieron una veintena de pueblos del Señorío. Hoy, siglos después de su lejano esplendor, es un lugar semipoblado, que intenta sobrevivir al azote de la emigración que durante las últimas décadas consiguió hacer mella en sus propias carnes.
- Ya ve usted, quedamos pocos. Cien personas o alguna más. Como resulta que a los sitios así pequeños tampoco se nos dan muchas facilidades de servicios y todo eso, cada vez iremos a menos.
Motivos intranscendentes de simple agradecimiento personal, cuyo origen habría que fijar en diez años atrás, me hicieron buscar al poco de llegar al pueblo la tienda de la señora Marina. Es un establecimiento reducido, repleto de género, donde venden de todo. La señora Marina, que no recuerda la otra vez que me vio en su casa, es una mujer amable y hospitalaria, madre ejemplar y esposa del más conocido de todos los habitantes del pueblo. David Hermosilla, su marido, es uno de los poetas más fecundos del actual Parnaso. Poeta que tiene la facultad, nada común por otra parte, de retener en la memoria todos los versos que ha compuesto, y que, según alguien me contó, ya deben ser varios cientos.
- Pues sí, por lo menos mil, si es que no pasa.
- ¿Qué temas prefiere?
- Todos; yo tengo poesías dedicadas a todo: a mi familia, al campo, una muy bonita a Sierra Menera, al tráfico, al terrorismo, a Guadalajara… No sé, yo creo que a todo.
- ¿Le conocen como poeta las gentes de la zona?
- claro que me conocen. Soy corresponsal en el pueblo de la agencia EFE, y he actuado en la SER, en Televisión Española y en Radio Nacional.
- Dice que tiene poesías dedicadas a Guadalajara. ¿Recuerda alguna este momento?
- Sí que las recuerdo. Lo que pasa es que son un poco largas. Esta misma tiene diez cuartetos y se refiere a todas las comarcas de la provincia: Mire:

Guadalajara que tienes
Alcarría, fértil Campiña,
campos dotados de bienes,
rica miel para mi niña.
Esas mañanas tan suaves,
no de escarcha, de rocío,
se posarán bien las aves,
el Henares es tu río.
Montañas de aroma y flores
de Cifuentes y Pastrana,
tu vida será de amores,
qué hermosura castellana…

- ¿En qué momentos le llega la inspiración?
- En cualquier momento: aquí mismo, o labrando, no tengo una hora o un lugar determinado para sacar los versos.
Escuchando con mucha admiración, y no poca sorpresa, a mi amigo David en la acogedora salita de estar de su propia casa, y contando siempre con las inmerecidas atenciones de doña Marina, conocí a un muchacho activo que acababa de llegar desde Valencia. Alejandro López es presidente de la Asociación de Amigos de El pedregal, una sociedad modelo en lo poco que conozco, y que lleva funcionado desde el año 1978.
- Sí, por esas fechas empezamos de manera legal y oficialmente, aunque tres años antes ya habíamos comenzado con alguna pequeña actividad a favor del pueblo.
- ¿Qué pretendéis con este tipo de asociaciones, tan frecuentes por estas tierras del Señorío?
- Nuestro fin es exclusivamente la mejora del pueblo en todos los órdenes que de alguna manera le puedan afectar. Cada cuatro meses editamos La Sexma, una revista de contenido local, muy entrañable, que se nos agota cada tirada sin darnos cuenta. Llegan ejemplares a cualquier sitio en donde hay hijos del pueblo, incluso a varios países del extranjero.
- ¿La formáis muchos socios?
- Contamos con unas ciento ochenta familias de socios relacionadas directamente con El pedregal, algunos viven aquí, pero la mayoría viven fuera. La Asociación, y sobre todo la revista, nos permite estar en contacto permanente.
Al pueblo le basta y le sobra para ser hermoso con la reciedumbre singular de sus casas solariegas, sin que hasta el momento hayan llegado a cundir en su entorno las nuevas formas de los hotelitos de recreo, estampa casi típica ya de toda nuestra geografía rural.
En el Centro Cultural, obra suprema de la Asociación y único lugar de esparcimiento que tiene el pueblo, se gestó inmediatamente una gira por los diferentes parajes del término. Encontré en el Centro Cultural a don Juan José López Beltrán, padre de Alejandro y autor de un libro interesante, recién aparecido, que titula Síntesis histórica de mi tierra, Señorío de Molina, sus sexmas y pueblo de El Pedregal. Don Juan José se embarcó con nosotros por el camino de las minas de Ojos Negros en busca de la fuente de la Parra. El trayecto hasta la fuente es como una insólita exposición de carrascas a nuestro paso que van retorciendo de manera caprichosa sus viejos troncos. La Fuente de la Parra saca a la superficie su abundante manar por dos caños que vierten sobre un depósito alargado, donde los rebaños que pacen en los contornos sacian su sed cada mañana, y cada tarde de regreso al pueblo.
- Mire, aquello que se ve allí es la necrópolis de Jequesa. Se descubrió en el año 1885, y hay quien dice que es hebrea, pero la verdad es que se trata de un enterramiento de época imprecisa, eso sí.
La fuente de los Villares no está muy lejos de la anterior, y es similar en su forma, si bien, ésta desagua en una especie de balsa de forma circular. David se apresuró a dar su veredicto sobre la calidad extraordinaria del agua de los Villares.
- Es la mejor agua de España, digan lo que digan. Es muy buena para el riñón y aquí viene la gente de muchos pueblos a llevársela en sus garrafas. Hasta Badajoz se llevan agua de aquí.
Muy cerca de la fuente están los restos de un poblado antiguo metido entre las carrascas. También, como me aclaró don Juan José, de tiempos históricos no determinados. Sopla entre las encinas un vientecillo fresco que hace mover las primeras espigas de cebada que cubren, como en verde embalse, los hondos y los llanos de El Pedregal.
El Portichuelo es un afortunado y romántico lugar poblado de carrascas corpulentas, entre las que todavía se ven, en cantidad considerable, las viejas parideras de ganado con dirección a Gallocanta.
- Si se fija bien, allá lejos está la laguna, y aquí enseguida empieza el término de Blancas, que ya es Teruel. Más allá Zaragoza.
Desde el altillo del Portichuelo, arropados bajo la sombra oscura de las encinas en las difíciles horas de sol del preverano, el pueblo se divisa allá abajo, limpio, precedido por los campos de trigo con amapolas del Hontanar. Al fondo, confundiendo su cima con el azul pálido de la mañana, el pico de Los Castillos, aquel que deja ver desde su mirador en la altura las pequeñas agrupaciones urbanas de veinticinco pueblos distintos esparcidos por las tierras de Castilla y Aragón.
Después de haber vivido, con no poca intensidad por cierto, sus horas de El pedregal, uno piensa que no ha sabido estar a la altura de tanta generosidad como allí encontró, de su refinada hospitalidad. Como premio, otro puñado de amigos que el viajero esconde con especial cuidado en ese cofrecito íntimo donde se guardan las cosas grandes.

(N.A. Junio 1981)

domingo, 26 de julio de 2009

PASTRANA



A mi hijo José Antonio, pastranero de por vida.

Uno piensa que, más que respeto o inclinación simplemente, lo que en el fondo siente por la Villa Ducal es veneración y cariño. Motivos hay, que nadie lo dude. Es así, amigo lector, que esperando no se vea repetida en lo sucesivo mi manifiesta parcialidad, me permitas entrar -y tú conmigo- un poco, por decirlo asÍ, con el cora­zón en la mano. Pastrana es la señora de la Alcarria. Dormida, eso sí, en aque­lla solana del Arlés donde la dejó la Historia, quién sabe si para ennoblecer, como medallón que pende del mapa general de la provin­cia, a las demás ciudades, villas y pueblecitos que nacieron al amor de esta entrañable geografía guadalajareña.
Acabamos de llegar. El romero y el rosal exhalan cerca de sus puertas un acre olor a siglos. Tenemos como fondo la inmensa vega a contraluz con el convento de Franciscanos cabalgando en el alti­llo. Por encima de nuestras cabezas el cerro peñascoso del Calvario con su vieja cruz de palo, al otro lado la altiplanicie del Sagrado Corazón, y abajo Pastrana. La coraza de la colegiata devuelve a los ojos de quien llega los rayos del medio día, invitándole a entrar despacio, pausadamente, con toda la lentitud que sea capaz; y no por temor a los deslumbramientos, que tampoco la cosa llega hasta ahí, sino para abrazarlo todo en haz con la vista, igual que admirador bisoño que siente el impulso de la sangre cuando está próximo ya el lugar del reencuentro.
Ahora dejamos a nuestra mano izquierda la casona donde vivió Moratín y escribió durante largas temporadas de su vida huyendo de la Corte. Mas arriba el barrio morisco del Albaicín, para colarnos en seguida por el primer arco que nos dejará en la Plaza de la Hora, debajo mismo de la reja desde la que la princesa de Éboli, recluida durante casi diez años por orden del Rey, pudo asomarse al mundo durante una hora cada jornada hasta. el día de su muerte, acaecida en febrero de l592, con la que concluyó la página más leída y más sabida de toda la historia de Pastrana y una de las más memorables de la España de los Austrias.
La Plaza de la Hora se me hace hoy un poco distinta de la que yo conocí. El entrar y salir constante de vehículos aporta al hist6rico coso cierto aire cosmopolita. Los niños juegan a subir y bajar en los escalones que sostienen el fuste de la cruz de piedra. Los hombres están agrupados en corrillos al sol por las esquinas. El palacio de los duques aflora un extraño color dorado al repeler en los sillares la luz de mayo. Desde el pretil se ven en la vega los huertos trabajados por manos expertas, los ribazos de laurel, las aca­cias y los granados.
Difícil ha de ser, con ello cuento, pero me gustaría pasar unas horas en Pastrana dejando a un lado lo que la vida le dio, y recoger con la mayor fidelidad posible el momento actual de nuestro pueblo. Acerca de su historia, salpicada toda ella de nombres gloriosos, se ha escrito mucho y se ha escrito bien, por lo que nuestra intención no va más lejos de buscar el calor humano de los pastraneros y de contar como siempre, según vayan surgiendo, pequeñas impresiones intrascendentes.
Pasado el segundo arco de la plaza, se repite el ambiente de otras veces: los bares que uno piensa visitar y el mínimo establecimiento de Paquita, donde la mujer vende, igual que hacía entonces, recuerdos y artículos de regalo.
La Castellana corta en perpendicular a la Calle Mayor antes de llegar a la plaza del Ayuntamiento. Desde aquí hasta los Cuatro Ca­ños se concentra, en una longitud de calle estrecha nunca mayor de cincuenta metros, el nudo comercial con más genuino sabor de siglos: muestrario casi permanente de verduras y frutas en las aceras, tien­decillas en las que se vende de todo, la pescadería y el despacho de pan. Ramón atiende a las clientas detrás de las cajas de calamares, de cangrejos y de truchas envueltas entre pedazos de hielo.
- Todo está igual que antes. Un poco más de jaleo, pero todo igual. En la fuente de los Cuatro Caños cuelgan los chorros a la vez de la copa de piedra. Justo es confesar que, posiblemente, sea éste donde ahora estoy el lugar más evocador y pintoresco de la provincia, no tanto por la fuente en sí como por la antigüedad y la original ar­quitectura de las casas que la circundan.
Hay junto a las puertas de la colegiata un bronce con el busto en relieve del poeta José Antonio Ochaíta, que murió en aquel mismo sitio una noche carmelitana con la Alcarria entre las manos, en los labios y en el corazón.
- Ya va para once años -me dice una señora que descansa apoyada en el carrito de la compra-. Según oídas era un hombre importante. Yo lo vi cuando le pasó aquello. ¡Nunca se sabe dónde nos aguarda, sí señor!
A través del frescor de sus muros, uno admira la indefinible mo­numentalidad de la iglesia colegiata, legada a las gentes de después por Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, y abierta al culto según constan­cia el día uno de febrero de 1573. En esta ocasión no he querido ver los famosos tapices, ni las reliquias teresianas, ni el, tan conoci­do para mí, joyel del museo; pero me ha parecido oportuno dedicar unos minutos al panteón que queda en un subterráneo, creo que a los pies del altar mayor exactamente. La cripta tiene forma de cruz con un altarcillo como fondo. A uno y otro lado del pasillo están las urnas de piedra con sus correspondientes epitafios, en cuyo interior se guardan los huesos de toda una rama de los Mendozas. Me impresio­na, cada vez que vengo a visitarlo, el callado nicho donde yace lo poco que debe quedar de doña Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli. Uno piensa que el tiempo ha sido injusto con esta mujer, que la leyenda se cebó con su persona para, ultrajarla sin piedad y que merece el pequeño desagravio de contemplar, por lo menos sus despojos, con el debido respeto, dejándola en paz de una vez para siempre en esa conmovedora soledad de los muertos.
Aunque también lo notó Pastrana, sobre todo cuando se acabaron las obras de la central nuclear de Zorita, no ha hecho el fantasma de la despoblación aquí tan tremendos estragos como en otros lugares de simi­lar renombre extendidos por tierras de Castilla. Sobre ese tema en particular hablamos con Antonio Alegre, su actual alcalde, en el ta­ller de muebles que puso en funcionamiento hace más de dos décadas y que constituye, de alguna manera, una de las industrias con mayor raigambre que tiene la villa.
- ¿Cuántas personas sois en Pastrana hoy?
- Mil quinientos habitantes, más o menos.
-¿Qué precisa con mayor apremio en este momento la Villa Ducal?'
- Industrias. Sería la mejor solución para Pastrana; no solo con vistas a que la población se mantenga, sino, incluso, pensando en su progreso. Un par de industrias o tres derivadas de la horticultura y algo también de cara al turismo, sería la solución definitiva pa­ra todos.
- Continuareis, supongo, elaborando muebles castellanos. ¿También os ha exigido adaptaros a los tiempos?
- Desde luego; una adaptación relativa dentro de lo que puede ad­mitir el mueble de época. Se trata de ir sofisticando un poco más el mismo estilo.
- ¿Se interesan por vuestro trabajo fuera de lo que pudiéramos llamar la Castilla de siempre?
- Sí, se estima mucho. Más, si cabe, en otras regiones que en la nuestra. Es frecuente que pase eso.
-¿Cuántos empleados mueven el taller?
- En este momento, ocho personas.
Pastrana tiene su verdadero encanto en los barrios bajos. Recuerdo que siempre tuve por gran gozo el perderme voluntariamente, el dejarme engañar por las callejuelas estrechas que van a morir a la Plaza de Abajo; y que, después de andar un buen rato de un rincón para­ otro en aquel laberinto de callejones desconchados, únicos, a la sombra de tejados acróbatas que casi se juntan, y bajo aleros como do­sel que ennegrecieron los siglos, al final se sale a los Cuatro Caños o a la placetuela de la colegiata.
Una viejita sube arrastrando el alma por la calle del Heruelo. La mujer viene hablando sola, con las manos apoyadas en los ijares. Viste con pelerina de lana tomada y con delantal. No me dice nada, ni yo tampoco le digo. En la Plaza de Abajo me encuentro un pilón con un ancla enorme en lo alto como homenaje a la ­Marina Española. No lo comprendo. Trato de relacionar la historia de Pastrana con el mar y no encuentro puntos de intersección por ninguna parte; pero, como desconozco el motivo, que sin duda la habrá, me marcho con una incontenible sensación de desagrado. Creo que, aparte del nombre, a la Plaza de Abajo le han quitado un poco su honrilla secular de rincón típico, conventual, entrañable. ¡Que el tiempo sea quien lo juzgue!
De la portona de un almacén sale con dos cuchillas de podar un señor que reconozco inmediatamente. Es Paco, el dueño amigable y bo­nachón del bar que hubo en la Plaza de la Hora. Con la memoria pues­ta en una docena de años atrás, a uno le cuesta trabajo entender a Pastrana sin el bar de Paco.
- Pues sí; la gente me lo dice, pero el tiempo no perdona. Los chi­cos se fueron casando y yo hace ya seis años que me jubilé.
- ¿Adonde va usted ahora?
- Voy a ver si doy una vuelta al huertecillo que tengo ahí abajo. Dicen que ha helado esta noche. En pleno mayo, mala cosa.
Y vuelvo a meterme otra vez por aquel laberinto de callejones es­trechos y de rincones irrepetibles. Debajo de un tejadillo en ángulo veo ahora clavada en la pared una cruz de palo y un cuadro oscuro que representa la Santa Faz. Es la Pastrana de Teresa de Jesús, de cris­tiano viejos sin mayores pretensiones que vivieron y murieron a la sombra del palacio, y cuyos espíritus parecen deambular entre las esquinas de estas calles cargadas de misterio. Arriba otra vez la colegiata, los automóviles de siempre estacionados a las puertas del ayuntamiento, el bullicio del siglo que nos trae de nuevo a la realidad de este mundo nuestro, ignoro si mejor o peor, en el que nos ha tocado vivir. Siempre hay alguien de pie entre el arco de la plaza y el Callejón del Toro. La gente entra y sale en uno de los bares con más honda tradición pastranera. El establecimiento muchas fotogra­fías de toreros famosos colocadas por la pared en sus correspondien­tes marcos. Desde Pepe Hillo hasta El Viti, pasando por Cagancho, An­tonio Bienvenida, y otros veinte o cuarenta más, es aquel un curiosí­simo muestrario difícil de conseguir.
- Nos los trajeron de Madrid. No sé cómo se harían con ellos.
- ¿Hay ahora algún torero local?
- Pues, que yo sepa, no. El padre de Pepe Pastrana era de aquí. Desde el bar de “los Toreros”, donde sirve Jesús, al de Máximo, sólo hay que cruzar la calle. La taberna de Máximo tiene menos pú­blico, pero es más intima y está en idénticas condiciones a como es­tuvo hace veinte años. Máximo sirvió siempre unos pinchos deliciosos de aperitivo y continúa con el mismo carisma. Las paredes de la taberna están empapeladas de pasquines con carteles de corridas más o menos notables. Algunos desvaídos y sucios de puro viejos.
- El más antiguo que hay es aquel pequeño de allá en frente. Es del año cuarenta y siete. Entonces toreó aquí una mujer que se llamaba Beatriz Santullano.
En la radio vieja de Máximo que sabe de añoranzas, suena un microsurco cantando el “Mirando al Mar” en la versión original de Jorge Sepúlveda.
- De ayer mañana es eso también. ¡No te digo, con las que salen ahora!
Y el tiempo del que uno dispone, y el espacio sobre todo a la hora de transcribir para ustedes la impresión general de un viaje a Pastrana, se acaban por agotar. Me marcho intentando sacudir de mi persona todo el bagaje de nostalgias que han vuelto a pegarse como lapa en las paredes del alma, como polvo encendido que hace revivir el recuerdo de aquellos años de juventud que pasé aquí, aprisionado, igual que Pastrana, por el peso de la Historia a la que aprendí a amar a fuerza de ver, de oler y de palpar todo el legado que la vi­lla esconde. Y por si ello fuera poco, una pléyade de amigos inolvidables que aquí no se citan, cuya memoria permanece incorrupta en el ánimo de quien ahora se va. Atrás Pastrana, la Señora, mística y eterna como los versos de fray Juan de la Cruz, quien, antes de los que ahora somos, contempló sus noches oscuras y respiró su aire.

(N.A. Junio, 1984)

PAREJA


La mañana en que aparecí por Pareja era para el pueblo un día excepcional. Apenas se veía un alma por las calles, y eso, en un fin de semana, no deja de resultar curioso a primera vista.
Con las calles despobladas, como con gente, Pareja es siempre un pueblo hermoso. Nada más entrar, y sobre una pequeña cuesta en el casco urbano, se luce en la pared de piedra un escudo episcopal al lado mismo de la plaza de toros. El escudo corresponde a lo que fuera palacio de los obispos de Cuenca, quienes hasta no hace mucho osten­taron los títulos de señores de Pareja y Casasana; ahora, al parecer, el palacio es propiedad particular desde poco después de que toda la zona se incorporase definitivamente a la diócesis seguntina. La plaza de toros es una particularidad destacable de la villa, desde donde, de vez en cuando, se obsequia al respetable con algún que otro festejo. La iglesia, perfecta y monumental después de su restauración, aco­gía en su interior aquella mañana a gran parte del vecindario. Estaba teniendo lugar en ese momento uno de los espectáculos casi insólitos ya en la vida de los pueblos: en Pareja había boda.
Un grupo de hombres tomaban el sol apoyados sobre la pared de la plaza que mira hacia el mediodía. En mitad, solitario, inmenso, el olmo añoso del que tan cumplida cuenta nos dejara don Camilo con algunas décadas más sobre sus ramas.
-¿Cuántos años le echa usted a ése?
-No sé. No entiendo yo mucho de esto, pero cien, sí.
-Y doble, también.
-No me diga.
-Ya lo creo. Las raíces cruzan todo el pueblo.
Los hombres de la plaza me hablaron de que antes había allí una fuente muy grande, cerca del olmo. Una fuente de la que había que recoger el agua valiéndose de una caña que servía de canal desde el chorro hasta la boca del cántaro. La fuente se mandó a mejor vida cuando arreglaron la plaza y para sustituirla hicieron la nueva que allí está, mínima y relamida, en perfecto desacuerdo con el olmo, con la plaza y con todos juntos.
- ¡Ah! Pues no crea, que también hablaron de cortar el olmo. Claro que si lo hacen, había sido gorda.
En las calles de Pareja uno no se cansa de mirar, absorto, a todas partes; aquí, otro escudo episcopal; sobre aquella puerta, un azulejo cuya leyenda te llama la atención y te hace reír tontamente; más allá, una vivienda que sobre escasas columnas se sostiene, nadie sabe cómo.
-¿Va usted a poner aquí una farmacia?
-No, señora. No he venido a poner una farmacia.
En una calle, que desde aquí se me antoja estrecha, vive don Alejo Bravo. Es don Alejo uno de esos hombres con los que se disfruta hablando y que escucha las noticias de la radio en un transistor metido dentro de una botella de vermú. Don Alejo une a la sabiduría que le dan los años el conocimiento de la vida y milagros de su pueblo, aunque, todo hay que decirlo, no nació allí, sino en Cañaveras, otro pueblo de la Alcarria conquense, más allá del pantano de Buendía.
-Mire: éste es un pueblo sin problemas. Un poco abandonado, pero aquí la gente es buena y pacífica.
-¿Cuál es la población actual?
-Ahora no debe llegar a los quinientos habitantes, pero antes éra­mos dos mil. Yo creo que hemos pasado la peor época y ahora no sólo se mantendrá la población, sino que hasta puede subir. Hay muchos hijos del pueblo que viven fuera y vienen a arreglar sus casas, pasan largas temporadas aquí, hasta el punto de que en verano somos más de dos mil personas.
En las inmediaciones de Pareja se pueden contar hasta diez ermitas, si bien tan sólo una, la de Nuestra Señora de los Remedios, se con­serva en aceptables condiciones. Las otras nueve, situadas en parajes deliciosos, están prácticamente destruidas.
-La Virgen de los Remedios, que es nuestra patrona, se sube al pueblo el último domingo de agosto y es una romería muy bonita, a la que se suma todo el vecindario. Luego, la fiesta es durante los días, 9 y 10 de septiembre.
- ¿Se conserva alguna tradición todavía?
-No. Aquí se cantaban los "mayos" a las mozas y se perdió la costumbre. Había mucha afición al juego de pelota y teníamos buenos campeones, pero ahora se juega alguna vez de tarde en tarde. Entre los buenos platos de Pareja ha estado siempre el morteruelo de matanza, que también va a desaparecer, porque en el pueblo no hay ya quien quiera criar cerdos. En fin, y así muchas cosas que ya no se hacen.
- ¿De qué vive el pueblo?
-El pueblo vive de la jubilación, en su mayoría. Habrá unas tres­cientas hectáreas de regadío que están abandonadas por falta de mano de obra. Aquí se produce el cereal, el olivo y el mimbre americano, del que se sacarán casi medio millón de kilos al año. La cosecha de aceituna no irá más allá de los cien mil kilos, cuando aquí se han cogido hasta un millón. No hay que olvidar que el pantano se llevó las mejores tierras y la gente se tuvo que marchar.
Pareja, como decía don Alejo, es un pueblo sin mayores problemas, incluso en lo económico, pues la aportación de las urbanizaciones hace que las arcas municipales funcionen con cierto desahogo. En el pueblo hay en la actualidad médico, enfermera, veterinario, sacerdote y tres maestros.
La plaza era, poco después, un ir y venir de gente vestida de fiesta. Había varios coches de invitados a la boda que salían hacia el restau­rante de alguna urbanización próxima. Con su sonrisa habitual, con la delicada amabilidad de su trato, me encontré a don Antonio, el mé­dico. Don Antonio López Muñoz está en Pareja desde hace once años y presta sus servicios, además, en Casasana, Tabladillo, Alique, Chilla­rón del Rey y Mantiel, aparte de dos urbanizaciones. Al momento de saludarle estábamos en las instalaciones impecables del Centro Médico, donde una placa sobre la pared de entrada recuerda el día, todavía reciente, de su inauguración -17 de julio de 1978- por el ministro en persona, señor Sánchez de León.
-Aquí esto era necesario. Hay veces que me junto con cerca de cien visitas en un día y debe haber un sitio y unos medios para atender a la gente como se merece.
El Centro Médico tiene una sala de espera espaciosa y cómoda. Otras habitaciones contiguas cuentan con toda clase de material facul­tativo para urgencias y rehabilitación, dispuesto, claro está, a ser uti­lizado en cualquier momento.
-¿Suele emplearse todo esto con frecuencia?
-Sí, sí. Como despacho de consultas, siempre, y en cuidados espe­ciales y de urgencias, también lo usamos bastante. Aquí, con la ayuda de la enfermera, hemos atendido accidentes graves y podemos preparar perfectamente a cualquier paciente que tenga necesidad de salir con urgencia para ser intervenido.
El médico de Pareja es un hombre visiblemente enamorado de su profesión y habla de ella con entusiasmo. Se conoce a la perfección todas las carreteras de la zona, que diariamente recorre por una u otra causa, visitando a los 250 habitantes, poco más, que suman juntos entre sus cinco anejos. Al médico de Pareja, saqué como conclusión, le gusta hacer las cosas bien y exige medios para conseguirlo. Nada, por otra parte, más de acuerdo con la honradez profesional, precisamente ahora en que aquello del bien hacer no está atravesando su mejor época.
No fueron más de dos horas las de mi estancia en aquella villa de la Alcarria. Demasiado poco, ya lo sé, para conocerla medianamente; pero es que Pareja, como tantos otros pueblos que tenemos ahí, a una hora de camino, merecen más atención y más tiempo. Tiempo y aten­ción que yo, al menos, le espero dedicar en otro momento.

(N.A. Marzo, 1980)

miércoles, 22 de julio de 2009

PAREDES DE SIGÜENZA


Paredes, lector amigo, está integrado en esa media docena de pueblos que por su situación ocupan la zona más septentrional de la provincia. Las tierras de Paredes dividen en dos a Castilla, rayando, linde con linde, con los páramos y con las primeras barbecheras de Soria.
Luego de mucho caminar por los campos yermos, por los parajes áridos cuyas viejas colinas evocan diez siglos más tarde los caminos del Cid, el pueblo aparece en el centro de una fecunda planicie a la que en cualquier dirección rodean los campos de mies.
A Paredes se entra por un pasadizo angosto, de piedra blanca, que parte desde la carretera del Burgo y que dará de inmediato con el viajero en su Plaza Mayor. Con los vuelos de su delantal, una señora espanta a un grupo de gallinas que escarban imposibles entre la tierra del camino.
-¡Hala de aquí! Este asqueroso pollo se conoce que quiere ir al puchero antes y con ates.
Cuando uno vuelve a pisar tierra en la plaza del pueblo, nota que la temperatura está muy por debajo de la que dejó al salir. En paredes, el visitante se encuentra con un pueblo antiguo, de sólidas y centenarias viviendas en las que todavía se advierte su vieja tradición labradora.
Junto a la peana de un rollo que ya no existe, dos hombres del campo intentan arreglar a golpe de martillo el carro de una máquina moderna de segar. El pueblo está en silencio, con la pestaña cerrada de muchas casas in habitar. Algún hombre o alguna mujer echan de vez en cuando una mirada de extrañeza al forastero y se vuelven a ocultar detrás de las esquinas sin decir nada.
-Buenas tardes.
-Hola. Buenas tardes tenga usted.
La iglesia está en las afueras del pueblo, junto a las últimas casas mirando al campo. Tiene una espadaña severa, de oscuro sillar, elegante de forma, abierta al poniente por un triple campanario en perfecto estado de conservación. En uno de los muros de la solitaria iglesia han tenido a bien plantar sus reales las abejas en un agujero de la piedra, apoderándose así de la situación durante las tardes soleadas del verano. Paredes guarda aún el recuerdo vivo de sus viejas tradiciones que el tiempo hizo pasar al terreno de las añoranzas. En la pista del frontón crece la hierba sin un pie que intente impedirlo.
-El frontón lo tenemos como de adorno. Ya no hay quien juegue.
-Las aficiones que se cambian por otras, claro.
-Qué va. Es que no hay gente para jugar.
-¿Tan mal le ha ido al pueblo?
-Y tan mal. En invierno hay abiertas veintitrés casas. Y en verano me parece que cuarenta y siete. Así que eche la cuenta.
-¿Cómo se llama Usted?
-Yo me llamo Anastasio Ruiz. Me lo pusieron a cambio de un hermano que se murió. Hoy cumplo ochenta y siete años justos.
-Habrá celebrado su cumpleaños.
-En casa sí señor. Con las del julepe lo celebraremos el domingo.
Don Anastasio estaba sentado a la sombra en el poyo de una hermosa casona que hay en la solana junto al juego de pelota. Don Anastasio juega los domingos a las cartas con las mujeres a falta de hombres de su edad que le acompañen.
-Jugamos las partidas de a perra gorda. A mí me hace duelo echarlas de a peseta. Acompañaban a don Anastasio disfrutando de la bonanza de la tarde, tres de sus habituales compañeras de julepe: doña Felisa, doña Divina y doña Ascensión. Mujeres de agradable trato con las que uno, que también se goza en estas simpáticas tertulias, dejó pasar muy a gusto un poquito de tiempo de conversación.
-¿Sabe usted lo que pasa? Pues que el Tío Anastasio juega mejor que nosotras y nos gana las perras. Menos mal que sólo quiere jugar de a diez céntimos.
-¿Y cómo se arreglan ahora que no hay monedas de esas?
-Ah, pero todas nosotras tenemos un buen montón y no las soltamos por nada. Cuando a una se le acaban, le cambiamos una peseta y ya está.
-¿Cuándo tienen en el pueblo la fiesta?
-Tenemos dos. La Virgen del sagrario es para el 20 de mayo, y la de San Julián Confesor el 27 de agosto.
-San Julián Confesor -les digo- es también patrón de Cantalojas.
-Pues mire, no lo sabíamos. Tiene una historia muy bonita. San Julián mató por equivocación con la espada a su padre y a su madre según dormían, y eso que se lo había avisado una cierva herida cuando iba de cacería. Yo he oído decir que su tumba está en un pueblo pequeño cerca de Zamora.
La tranquilidad de la tarde invita a pasear por los alrededores camino de la sima. Bajo los chopos de su huerto en el Prao, Leoncio del Castillo está regando a cubos un pequeño tablar de cebollas. Los huertos de Paredes tienen un pozo que se seca cuando se le ha extraído el cuarto o quinto pozal de agua salobre, y no vuelve a llenar hasta la mañana siguiente.
-Lo malo es eso, que siempre hay que dejar de regar cuando se va a medias. Y luego, como aquí todo esto no madura hasta septiembre, hay años que viene una escarcha, y a los tomates, las judías y todo lo que haya, se lo lleva por delante.
-Y el sistema de riego es éste que usted emplea, claro.
-A ver. Cada huertecillo tiene una mieja de pozo, pero ya ve, casi todos abandonados.
Alfredo Ferrer, el joven alcalde de Paredes, estaba un poco más abajo dallando a mano los corneros y las rinconeras de un prado por donde no pudieron entrar las máquinas.
-Pues sí, porque lo que es el dalle ya no se emplea prácticamente mas que para estas cosas. Ahora se siega todo con máquina, y después, para recogerlo, se van imponiendo las empacadoras.
-¿Para qué emplean luego tanta cantidad de hierba?
-Para el ganao. En invierno es esto lo que comen las ovejas, aunque se les quiera ayudar un poco con penso.
-¿Tienen mucha ganadería?
-Redondeando puede haber unas dosmil ovejas.
-Y además la agricultura, porque este pueblo parece ser la excepción en medio de tanto campo sin producir.
-Bueno, aquí también tenemos erial. Todo eso que se ve de Los Llanos no da más que tomillos; pero vamos, aún puede haber quinientas hectáreas, más o menos, de terreno de cultivo.
-¿Qué suelen sembrar?
-Aquí lo que más se siembra es trigo negrillo, que parece que se adapta mejor al clima, y cebada bastante.
-¿Tiene problemas el pueblo?
-¿Problemas? Cómo no. Al ser un municipio sin ningún tipo de ingresos, nos tenemos que conformar con lo que hay. Las calles, por ejemplo, son de tierra, y para nosotros sería una ilusión pensar en arreglarlas. A los vecinos, de qué les vamos a pedir cuatro o cinco millones; son casi todos jubilados y eso no puede ser. Además, las faenas que nos está haciendo la compañía de la luz nos crean, cuando a ellos les da la gana, problemas serios.
-¿Y eso?
-Pues sí. Ahora, no hace mucho, tuvimos que esquilar el ganao; pues bien, cuando has traído personal a sueldo y con las máquinas dispuestas, esos señores van y te cortan el fluido. Te avisan cuando ya tienes todo preparado, y enseguida el corte. Por lo menos que avisen con tiempo suficiente, que no es pedir mucho, como ya se lo hemos pedido un montón de veces, o que no corten, porque ya el pueblo se está empezando a cansar de que le tomen el pelo.
Para salir hasta la carretera desde los huertos del Prao puede hacerse por el sendero original de una calzada romana. La vía, que tanto se usó para correr tanto las glorias como los reveses del viejo imperio, como para vereda de merinas cada otoño de viaje a Extremadura, es hoy un extensísimo carril enmarcado por milenarias piedras en línea que se esconde y vuelve a aparecer, al que la hierba y el tiempo, si es que los planes del hombre no lo hacen antes por un quítame allí esas pajas, acabarán haciéndole desaparecer del ya maltrecho mapa histórico de la Península.
Cerca de la carretera, uno se encuentra con el increíble socavón que en el pueblo llaman “la sima”. La sima de Paredes surgió por sorpresa en medio de un barbecho acabado de arar la tarde del 7 de agosto de 1979. Es un pozo inmenso, redondo como una plaza de toros, lleno de agua salitrosa, cuya profundidad debe de oscilar entre los veinticuatro metros, según unos, y el fondo desconocido, según los más. Una peligrosa irregularidad del terreno cuya presencia tiene atemorizado, no sin razón, a parte del vecindario; no tanto por su progresivo rehundimiento como por la posibilidad de una nueva manifestación en cualquier otro lugar del término, incluso en el mismo pueblo.
Ya a las puestas del sol, cuando el astro se había empezado a deshacer en tonos escarlata por los horizontes de Atienza, la temperatura hizo tomar con gusto el refugio del automóvil. Atrás queda Paredes, con su gente trabajadora y honesta, con su genuino carácter de la Castilla de siempre, con su cielo incontaminado y con sus preocupaciones. Al cabo, la salsa y la sal de esta tierra nuestra.

(N.A. Septiembre, 1981)

PARDOS



Debí de perder -no sé cómo- la noción del espacio, y me hice presente en la villa de Pardos por un camino d tierra que encontré a la casualidad en las proximidades de Torrubia, el pueblecito molinés de la torre hermosa. Luego, al salir, me di cuenta de que para llegar a él hay una pequeña carretera asfaltada, de tercero o de cuarto orden, por la que se circula con comodidad y sin tránsito alguno.
Son ahora poco más de las cuatro de la tarde. Encuentro a nuestro pueblo extendido en los rellanos que preceden a una serie de colinas que llevan su mismo nombre. El sol de julio achicharra de manera impía en estas parameras que en más de una ocasión dieron las temperaturas más extremas de toda la península. Al entrar al pueblo, sin haber pisado apenas sus calles, busco refugio contra el sopor de la hora a la sombra de unos olmos viejos que hay al volver de la iglesia. La lanza de un remolque que pasa el puente de la siesta a la sombra del olmo, me sirve de tribuna para contemplar a mis anchas los caminos y los trigales a lo lejos.
Unos pajares o parideras colocados en línea bordean la pradera a que dieron lugar las antiguas eras abandonada. Media docena de palomas picotean entre los brotes de hierba. No se ve ni se oye a nadie. Los escasos vecinos de Pardos deben dormir la siesta, me da por pensar, en las frescas alcobas de sus casas. De vez en cuando una brizna de viento norte se levanta y mimbrea las ramas enfermas de la olma. Ahora veo a un anciano dormitando, apoyado sobre el tronco de un árbol próximo, con sus rugosas manos abrazadas al cabezal de la garrota. Cuando me acerco a él, el anciano abre los ojos poco a poco, uno nada más, el otro me da la impresión de que le falta.
-Cuánto siento haberle venido a molestar. Con estos calores lo único que apetece es dormir, ¿verdad usted?
-Ya lo creo; lo que pasa es que es uno muy viejo, y lo único que le gusta es que lo dejen en paz.
-Pues nadie lo diría. Si parece usted un mozo.
-Sí, recién salido de quintas. Ochenta y cinco años encima, que no crea que no pesan. Y aún me levanto todas las mañanas a las seis, y me ordeño mi ciento y pico de cabras; y en invierno igual.
El simpático abuelo de Pardos, don Dionisio Acero Heredia, resultó después que me conocía, por ser, según me dijo un ferviente seguidor de mis pasos por los pueblos. Como cabe suponer nos hicimos amigos inmediatamente.
-Lo mismo cuando ponga usted esto en los papeles ya las he plegao, y no lo veo. Con estos puñeteros pulmones ando cada vez peor. Si no fuera por eso aún duraba.
Al rato acudieron por allí dos hombres más: uno de edad parecida a la del abuelo Dionisio, pero más reservado que él y que se llamaba Pedro, y otro de mediana edad, Pedro también, Pedro Larriba. Entre los tres me hablaron de muchas cosas y en todas estaban de acuerdo por igual: que es una vergüenza que esté como está el camino de Torrubia; que los que deberían hacer, no hacen ni caso a la gente del campo; que los olmos se acabarán muriendo como no inventen algo para evitarlo, y, desde luego, que la iglesia del pueblo se les hunde sin remedio.
-Yo también creo que se les hunde, y sería una lástima. La espadaña es preciosa.
-¡Calle hombre, calle! Para adecentarla un poco y arreglar la cubierta nos cuesta tres o cuatro millones de pesetas, y no los tenemos. Se han conseguido recaudar en colectas casi dos, pero lo que nos falta no sale.
- Pues lo podían dedicar a componer el tejado. Como lo dejen así yo creo que se les va todo abajo, y entonces ni con tres ni con diez
- Ahí está el asunto, pero es que ahora, por lo visto, entre per­misos y no sé qué historias te comen por los pies.
Al cabo de un rato, uno nota que se está la mar de bien a la Sombra del olmo. He tomado asiento, sin prisas, en una piedra, para descansar debidamente, para ver y escuchar lo que mis amigos me cuentan.
- Pues hay muy poco que contar, le advierto. No sé si quedaremos en todo el pueblo unos ochenta escasos. Con la fuerza de agosto, en­tre chicos y bicicletas no cabemos.
- ¿Y de qué viven ustedes?
- Pues vivimos del campo y del ganado. La agricultura es lo nues­tro. Aquí nadie se está cruzao de brazos, todo el mundo trabaja. Cualquier viejo tiene su huertecillo y sus cabras, por lo menos se entre­tiene, aunque a la hora del provecho lo mismo resulta que pierde. El Tío Pedro, ahí lo tiene usted, con ochenta y tres años es el mejor hortelano de todo el partido de Molina.
- ¡Qué bien! Enhorabuena. ¿Y cabras tienen muchas?
- Unas mil cabezas propias del pueblo, y otras mil ovejas. La le­­che se la llevan todas las mañanas. Hay días que salen más de seis­cientos litros. La recoge uno de Ciruelos para no se qué central le­chera. Luego creo que la hacen queso.
Pardos es un pueblo gris, de tejados grises, de calles grises, de montañas grises... El nombre que lleva le debió ser pues­to, pienso yo, debido a su color.
Siempre en compañía del abuelo Dionisio nos acercamos después hasta la plaza. Ahora me doy cuenta de que Pardos es un lugar peque­ño, incluso en extensión. Las casas están hechas en su mayor parte de arenisca y de piedra caliza, indistintamente. Se ve que escasea la población infantil y que el ganado, pese a ser abundante, no suele merodear por las calles, porque la hierba nace y crece a su antojo en la misma plaza de la fuente.
- Tiene razón. Chicos pocos. Aquí somos casi todos viejos. Los po­cos chicos que hay se los llevan a la escuela fuera del pueblo.
La Plaza Mayor es pequeña. Los bordes del pilón la ocupan en una extensión casi tan grande como ella. La fuente pública, en cambio, es elegante y muy digna, una fuente con pretensiones, desproporciona­da, ciertamente, con la glorieta urbana a la que adorna.
- Mire, ahí tiene una mesa de piedra hecha con la machacadora de un molino.
- Muy rara, ¿verdad? Yo he visto muchas, pero ninguna es así.
- Esta es de cuando la mina Estrella.
- ¿Y eso qué es?
- Las minas de plata, que había antes.
- ¡Ah, pues no lo sabía!
- Sí hombre. Había fábrica también y se sacaba la plata en lin­gotes.
- ¿Por qué no funciona?
- Qué se yo. Será porque no interesa. La última vez que la vi funcionar era yo chico. Hará más de setenta años. En el término hay también otra de barita.
- ¿Y no viene por aquí nadie a ver esto?
- Sí que vienen, muchos, a recoger muestras al tres por dos. Aún se conservan los pozos.
El abuelo Dionisio me ha traído hasta la plaza para invitarme a un refresco, pero no s hemos quedado con las ganas. No ha podido ser. El bar está cerrado.
- Qué remedio. Lo abren por las tardes, pero qué sé yo a qué hora. Esto que hay al lado es el consultorio médico.
Cuando se tira desde allí la vista al mediodía se ve no lejos el que en el pueblo dicen el Cerro Gordo, con 1350 metros de alti­tud en la cumbre. Más elevado, según, que la Cabeza del Cid que hay en Hinojosa.
- Ya lo creo que es más alto. Hará por lo menos sesenta años, hubo por aquí un maestro que tenia unos prismáticos de esos para ver de lejos. Pues desde lo alto del Cerro Gordo se veían con aquel aparato los corillos de mujeres de La Yunta, sentadas en la calle.
- ¡Qué bárbaro! Aún hay distancia, ¿no?
- Claro que hay. Al derecho, seguro que más de veinte kilómetros.
Luis Andrés y Marcelino Benito aguantaban las horas de calina sentados en el poyo, a la sombra del impecable consultorio médico.
- Esto es, poco más o menos, lo que hacemos a diario. Ya no somos gente de mucho andar.
- Me extraña un poco la cantidad de vasijas de aluminio que se ven por las calles, ¿para qué son?
- En esas es en las que se llevan la leche. Todas iguales. Se llevan unas cargadas y dejan las vacías. Están preparadas para la recogida de mañana.
Con pocas cosas máS que ver, el tiempo de mi estancia en Pardos toca a su fin. A pesar de su modestia, nuestra villa ha dado al mundo y a la Historia una serie de hijos ilustres de los que es muy posible que pocos, ni aun los que aquí viven, tengan la menor noticia. En Pardos nació don Antonio Vela, catedrático que fue y director del obser­vatorio meteoro16gico de Madrid, y don Nemesio Martínez, jefe de aduanas, asesinado en los primeres días de la pasada guerra civil.
José Antonio Heredia, el alcalde de Pardos, es un muchacho joven, amigable, que encontramos casualmente engrasando los aperos del trac­tor a la sombra de uno de los olmos de las eras. La maquinaria en es­tado de revista, que siempre es una buena costumbre.
- Sí. La cosa es que al final de cuentas no hace uno nada, pero que siempre hay algo en donde enredar.
- ¿Cuántos tractores hay en el pueblo?
- Siete; que hacen el mismo trabajo que antes hacían treinta pares de mulas.
- Ah, pues no es tanto.
- Ya, pero es que antes sólo se labraba la mitad del término. Lo otro se dejaba para el año siguiente. Ahora se cultiva todo.
Y con media tarde por delante dejamos este interesante y un poco escondido pueblecito molinés. Uno siente al marchar la indefinible satisfacción de haber desenterrado de alguna manera, de haber sacado a la luz, recordado al menos, uno de nuestros lugares más escondidos y olvidados. El Señorío, a estas horas de la tarde, toma un especial cariz. Con los trigales a punto de hoz, las carreteras y los campos, de pairón en pairón, tienen un algo de paraíso encendido, de desier­to de luz en donde da gozo estar.

(N.A. Agosto, 85)

PÁLMACES DE JADRAQUE


La aguja viajera de nuestra ruleta señala esta semana con marca­da insistencia hacia un punto concreto en la rosa de los vientos a que da lugar en su conjunto la informe geografía de la provincia. De nuevo la casualidad nos ha querido tirar esta vez por la carre­tera de Soria, o de Atienza, como prefieren otros. Los gigantescos conos de Hita, de Padilla, de Jadraque, todos con el nombre común de Cerro del Castillo, lucen a esta hora un dorado intenso, un do­rado brillante que parece quemar con el sol mañanero del preotoño. Los campos quedos de esta Castilla que descansa, sufrida la hora bullanguera del estío, son un mar de paz, un mundo nuevo, más habitable si cabe a medida que nos vamos introduciendo con todo respeto en los entresijos de su corazón, tierra adentro. Si cada una de es­tas comarcas nuestras, tan diferentes entre sí y tan iguales en el fondo, tuvieran que sufrir la crítica de quien se ha impuesto como deber conocerlas en cuerpo y espíritu, sería la que pisamos hoy la que tiene clavada hasta lo más profundo de su raíz el alma castellana, y como defecto principal y perdurable el de la misma Castilla: haber dejado marchar a sus propios hijos, lo mejor que fue capaz de dar, sin pedir nada a cambio. Sino y cruz de esta tierra madre.
Un indicador señala en su momento el camino de Pálmaces. Es una ­carreterilla estrecha y complicada que corre marcando las difíciles formas del terreno hasta perderse en las sombras que preceden al pueblo. Pálmaces esconde sus tonos color tierra detrás de la alameda. ­Las mulillas mordisquean desde bien temprano en los rastrojos que aun conservan la humedad de la noche. En estos serenos parajes, anuncio al fin de los grises y mate de la vecina sierra, los últi­mos Días de agosto todavía conservan a pocas horas del alba el viejo ritual del frío en el rostro que cantaron los antiguos.
El pueblo está sumido en un silencio absoluto. Una vez dentro, a­penas se oye el azote del viento en la acacia del atrio, después de haberse estrellado con fuerza en la arena barroca de la portada. Al cabo de un rato llega un muchacho que se pone a pelotear, solitario, en el frontón de la plaza. Pálmaces, visto así, tiene todo el aspecto de un pueblo que añora su pretérita vitalidad, herido de muerte por la tragedia de la vega que forzó la emigración apresura­damente, despiadadamente, hasta dejarlo en cuadro. En la calle Ma­yor uno se encuentra con casonas antiguas, de salidos aleros daña­dos por la lluvia, muestrario fiel de la más genuina arquitectura rural de otro siglo. Juego de ocres en cualquier rincón que varían de intensidad y de tono según la postura del sol. Desde las eras, sentado en las piedras caídas de un palomar en ruinas, se ve correr exangüe el arroyo Cañamares por encima de las tierras llanas que cu­brieron las aguas del pantano, y las colinas limpias entre las que se encaja el embalse, presididas en su altitud por el Cerro Picozo. Desde los callejones del Aroril ofrece la llanura sedimentaria de la vega otra vista espectacular. Los mocetes cortaron un campo de fútbol en la caja del pantano aprovechando la superficie lisa que acon­dicionaron las aguas. Un hombre está retocando el tajado de una ca­sona alta en el Aroril. Me gustaría decirle algo, pero temo que se pueda caer con el vértigo o no hacerme caso por precauci6n.
- Buenos días. Ahí no le faltará el airecillo sano.
- Pues no señor. Aquí! sí que corre bien. Usted no es de Pálmaces, ¿verdad?
- No señor. Es la primera vez que vengo por aquí.
- Pues todo esto tiene poco que ver. Cuando estaba la vega era otra cosa, y con el pantano lleno también daba gusto verlo.
El hombre del tejado se llama Mariano, de la familia de los Llorente, y debe venir al pueblo por temporadas, casi siempre con la tarea de retocar la casa después de medio año deshabitada.
- Pues eso es lo que tiene, que son casas viejas y hay que estar siempre encima de ellas. ¿Sabe lo que pasa?, que como uno no es del oficio, te pones a quitar una gotera y a lo mejor haces catorce. Claro, que peor estará el que no tenga donde venir al pueblo.
- Digo yo que aquí quedará poca gente en invierno.
- En invierno casi nadie. Cuando se empieza a meter septiembre no quedan más que cuatro viejos y pocos más. Pálmaces está casi todo en Guadalajara.
Una señora, también de la misma familia, se acercó por allí haciendo punto. La señora Isidra tampoco parece vivir en el pueblo de manera continua, no obstante, su condición de palmaceña como la de la poca gen te que traté, la lleva con orgullo, con un sensible lustre de cariño mezclado en nostalgia, la nostalgia natural de la mujer que recuerda sus años mozos.
- No sé si se lo habrá dicho Mariano, pero todo aquello era una preciosidad. Era lo mejor que tenía el pueblo. Casi toda la gente sacaba de ahí para vivir. Nadie sabe los melones y las hortalizas que se habrán subido de la vega, y patatas y judías de la parte de abajo, buenísimas.
- ¿Cómo es que baja tan poca agua el río?
- Ese no baja nada más que cuando llueve. Y cuando hay inundación, para qué. La nieve de aquellas sierras, antiguamente tenía que pasar por aquí y se llevaba todo en banda.
Muy cerca de nosotros está la minúscula ermita de la Soledad re­cién restaurada, y las bodegas, abandonadas todas, con su boca negra traspasando la roca, y en la falda de aquel declive que acaba­rá en las tierras comprometidas por el pantano, los modernos chalés hacen sombraluces envueltos entre la maleza y los árboles orna­mentales colocados allí por sus propios dueños.
La Plaza Mayor no se concreta en una forma determinada, pero es inmensa; yo diría que son dos plazas, una a continuación de otra. En el frontón acaba de montar su establecimiento sobre ruedas un vende­dor que llegó de Jadraque. En la Plaza tan sólo están en este momento los obreros y las maquinarias que mueven la caldera del hormigón. La iglesia parroquial queda al borde de la Plaza; es uno de los edi­ficios de arquitectura religiosa más sólidos y mejor conservados que conozco. Alguien me habló en el pueblo del buen son de las campanas que penden en la torre.
- Como éstas no las hay, ¡eh!, y no es pasi6n. Tienen un sonido divino. Cuando tocan las tres, parece que cantan los ángeles.
Sin necesidad de salir de la Plaza es posible refrescar en verano o poner el cuerpo a tono en los días crudos girando visita al barecillo de la señora Flora, uno de los dos que tiene Pálmaces. La dueña es mujer de corta conversación, como un poco desconfiada con quien no conoce. El barecillo de la señora Flora es a la vez tienda de ul­tramarinos y comestibles, tal se desprende del variado muestrario de latillas y productos que quedan a la vista y que aquella buena mujer va despachando sin decir palabra, desde la otra parte del mostrador. Con un manojo de correspondencia y una bolsa de medicamentos separados en paquetitos nominales, aparece Rufino, el cartero, veintitantos años al servicio postal del pueblo, y ahora por aquello de la motorización, de algunos cuantos pueblos más de la comarca.
-Pues sí, llevo también Negredo, Santiuste y Rebollosa; pero yo soy para el caso el cartero de Pálmaces.
- Reside usted aquí, por lo que veo.
- No, yo vivo en Jadraque y vengo diariamente a repartir. En Jadraque estamos siete carteros, y desde allí nos encargamos de repartir en toda la zona. Desde que nos motorizamos lo hacemos así.
- Y ya, de paso, se hace también de recadero, qué remedio.
- A ver, te encargan boticas de la farmacia y qué vas a hacer, servir al público ¿No le parece?
Cuando uno se decide a dar el paseo final por las calles del pueblo, vuelve a sentir de nuevo el latigazo de la desconsideración, el dolor que lleva consigo el abandono repetido en uno y otro lugar con características diferentes, pero que concurren al fin en una falta de amor a la propia tierra, impuesta por las modernas formas de vivir y que los pueblos, perdidos en el páramo o en la falda del monte, lloran en el silencio de su corazón de piedra sin que nadie preste oído a su lamento. En Pálmaces, siempre teñido de ocre, es fácil encontrarse con paredes que reflejan en la superficie de la argamasa el gusto artístico de sus vecinos de otro tiempo, florituras curiosas y cuerpos exóticos de aves marcados a dedo, son muestras que allí nos salen al paso en más de una ocasión. A lo largo de esta gira postrera me encontré con calles de evocadora denominación: Pasaje de la Muela, Plazuela de los Geólogos, Calle de Eva Duarte de Perón, entre otras más que ahora no recuerdo.
Vivida la experiencia de Pálmaces sólo resta hoy, amigo lector, invitarle a conocer el pueblo, en la seguridad de que quedará bien pagado. Es preferible según indicación de sus propios vecinos, cuando las aguas del embalse vuelvan a inundar la vega, aunque, eso sí, nuestro pueblo, anclado en las tierras más serias de Castilla, no es ni mucho menos de vocación marinera.

(N.A. Octubre, 1982)

miércoles, 8 de julio de 2009

PALAZUELOS


A la histórica villa mendocina le ha debido privar de bastantes visitas su escondida situación al margen del camino. Palazuelos, como Carabias poco más adelante y recostado sobre la misma ladera, se ven de lejos cuando los viajeros que vienen desde Atienza tienen ya al alcance de la mano la Ciudad del Doncel.
-Pues yo no sé qué tendrá esto, pero la gente que viene dice que es el no va más. Dicen que es un pueblo muy típico. Para los que vivimos aquí es muy tranquilo, eso sí.
Palazuelos, reliquia de valor incalculable cuyos orígenes habría que buscar cinco o seis siglos atrás, surge encerrado entre murallas por encima de la fronda espesa de unos olmos, al pie de un páramo al que dan forma los parajes inhóspitos de la Tainailla, el Cañejo y el Alto de los Mirones.
Se llega a la plaza después de haber cruzado en ángulo una de las tres puertas de acceso por las que se entra a la villa. Es una plaza rectangular, tan ancha como olvidada, una plaza a la que rodean por los cuatro puntos viejas casonas que al final de sus días les ha tocado contemplar, pienso que con todo el dolor de su corazón de piedra noble, el silencio sepulcral de su entorno, el triste espectáculo del abandono marcado por unas nuevas maneras de vivir, y que queda patente en las hierbas que, a falta de alguien que las pise, van creciendo a rodales hasta ocupar los mismos bordes de las fuentes.
La calle Mayor conserva un exquisito sabor señorial. Junto a los ricos herrajes de sus balcones, y por encima de las puertas que en Palazuelos todavía se abren en horizontal, uno se encuentra con fechas lejanas grabadas sobre la piedra, con dibujos y piezas heráldicas que te van llevando como en volandas a pasados siglos. Veo a un hombre sentado sobre el poyo a la puerta de su casa en la calle Mayor. El hombre se llama Fortunato Monje y tiene como compañero de su soledad un botijo de agua fresca. En ambos lados del asiento donde pasa la mañana don Fortunato, salen de la tierra acabada de regar las platas del rosal y de la hierbabuena.
-Si no tiene mucho que hacer quédese aquí un poquito. No se vaya sin echar un trago del botijo.
-¿De dónde sale este agua tan rica?
- De esa fuente que está ahí detrás. Cuando veo que se empieza a calentar, voy y lo lleno otra vez.
-Así no hay miedo a emborracharse, ¿verdad?
-Ya ve, ninguno. De cuando en cuando hay que apretarle un poco al botillo, si no se hace así en estos pueblos no se podría aguantar.
-¿Tan mal les va?
-La cosa es que aquí estamos mejor que en ningún sitio, pero la gente se va, y los mayores no nos vamos porque no nos quieren en ninguna parte.
-Pues el pueblo es de lo más bonito que existe.
-Pues hombre, así cercao de murallas no habrá otro. Para entrar aquí no se puede hacer por donde uno quiera. Antiguamente cuentan que cerraban todas las puertas por la noche.
- Las puertas son tres, ¿verdad?
Son tres puertas y el arco de la fuente: la de la Plaza, la de San Roque y la del Monte.
Ascendimos después por una callejuela angosta y sin nombre que va a morir en un extraño laberinto de pasadizos también estrechos, donde las ortigas crecen a placer entre los escombros y que las gentes del pueblo conocen por el Callejón de las Campanas. Subí hasta allí conversando con don Cosme, un amable vecino que vive poco más arriba, en un rincón sombrío de la Travesía del Castillejo.
-Pues aunque ahora vea que no se puede andar por todo esto, antiguamente pasábamos por aquí con la procesión.
-¿Cuándo es la fiesta?
-Ha sido hace poco, para San Juan, a principio de verano.
Desde el Callejón de las Campanas se alcanzan a ver al otro lado del pueblo los campos de cereal tostados por el sol, que se extienden a lo largo y a lo ancho de una planicie limitada por los cerros de Ures al otro lado de la carretera. El Callejón de las campanas es un mirador despoblado y tristón, donde zumban las abejas entre las maderas carcomidas y las florecillas que lograron sobrevivir a los primeros calores fuertes del verano.
-Los huertos de ahí abajo los dedicamos a hortalizas. El año que hay agua la cosa va bien, pero cuando no, va todo de secano. ¿Qué le parecen los faroles que hemos puesto en las calles?
- Ah, pues muy bien. El pueblo parece otra cosa.
- Dicen que en la plaza van a poner una farola más grande.
Don Cosme Vázquez entró en su casa con boina y salió al instante con un sombrero de paja.
-Un poco viejo está, pero hasta que vaya al mercado y me compre otro que vaya conmigo.
- ¿Qué es aquella cúpula que se ve sobre el castillo?
-Aquello lo pusieron en el año veintiséis para transformador de la luz. Ahora ya no se emplea para nada. Si quiere le puedo acompañar hasta la Puerta del Monte.
La Puerta del Monte se abre al campo en la parte más alta de las murallas. La Puerta del Monte es a manera de una pequeña fortaleza que se prolonga en ambas direcciones con los gruesos muros que dan la vuelta a la villa. Bajamos después por un sendero de polvo buscando la otra puerta, la que no conocía, la más romántica de las tres: la de San Roque. La Puerta de San Roque conserva por encima del arco la enseña familiar de los Mendoza. En su interior tiene una pequeña hornacina con la imagen del santo que guarda una puerta enrejada. Una lamparilla sin luz, un ramo de flores marchitas y cuadros piadosos y antiguallas colgados de la pared.
-Antes era un lienzo lo que había ahí, pero se estropeó con el tiempo y luego tuvieron que ponerla la imagen de San Roque.
-¿Esa lamparilla ha alumbrado alguna vez?
-Claro que sí. Quien tiene voluntad le echa aceite a la lamparilla y la enciende, pero está casi siempre apagada. El cuadro que había antes es ese que está borrado. Se lo llevaron a una casa para que no se estropease más, y lo tuvieron que traer otra vez porque no quería estar allí.
-¿Nadie se encarga de atender un poco todo esto?
-Sí, la Pilar se encarga de cuidarlo, y lo arregla y le pone ramos. Los que tienen voluntad lo arreglan un poco.
Aquella buena mujer, ejemplo del alma limpia de nuestros pueblos se llama Teresa Ortega, que dejó de pasar durante unos instantes los bloques de ladrillo a una casa en obras para atender la curiosidad del desconocido. Canta un gallo, sacudiendo violentamente las alas sobre un montón de tierra en la Puerta de San Roque. Muralla adelante, siempre bajo los rayos impíos del astro rey, la suerte o la casualidad me llevan por el caminillo de las Canteras, junto a los huertos. Las Canteras tienen un arbolado espeso, de chopos rectos como velas y olmos descomunales que funden sus copas en lo alto dando lugar a una tupida masa de verde oscuro, donde cantan los pájaros desde la madrugada. Hay un hortelano con sombrero de paja regando junto al camino. Félix, el hortelano de las Canteras, suda al sol mientras guía con la azadilla el regato débil que va corriendo por entre los surcos.
-Nada, este año los huertos no tienen nada que hacer. ¿No ve que ha llovido poco? La poca agua que hay en el pueblo la tenemos para el gasto de las casas.
Viene por el camino hacia las afueras del pueblo una mujer de mediana edad. La mujer va ligeramente cariacontecida, se llama Carmen y lleva una gallina muerta, como una pelota de plumas, dentro de un cubo.
-Fíjese, se ha muerto. Antesdeayer estaba tan relista, y ahora, mire, en el cubo a tirarla. Me da mucha pena, no lo puedo remediar.
Por el arco de la fuente se vuelve al pueblo. Pasa por debajo una señora mayor vestida de negro con un ramito de hierbabuena. La fuente, a la que custodian todo alrededor una escuadrilla de avispas, arroja sobre el pilón varios chorros de un agua fresquísima que uno aprovecha para beber sin tener sed. Ya en la calle Mayor, la última mirada es para la portada románica de la iglesia a la sombra de un antiguo portalejo, y con la espadaña a pico que casi se puede tocar con las manos desde el Callejón de las Campanas.
El viajero que se encuentra allí por primera vez, sale con cierto pesar de Palazuelos. La visita al pueblo viene a ser hoy, varios siglos después de todo aquello, una aventura medieval que supervalora la sencilla reciedumbre y la natural honradez de toda aquella buena gente que guarda el pueblo, como en un enorme relicario, de piedras para adentro.

(N.A. Julio, 1981)

PALANCARES


Andar por los caminos que desde Guadalajara conducen hasta las faldas del Ocejón, es en cualquier momento un viaje apasio­nante. Los ternascos verdecidos del trigal en la Campiña alientan al viajero madrugador para que siga adelante con optimismo. Los enebros y las sabinas que hay en las afueras de Tamajón nos guían hacia nuestro punto de destino: Palancares. El pueblo se deja ver allá en la distancia como un leve manchón blanco en medio del matorral, al otro lado de la soberbia hondonada que, librando curvas y revueltas, debe atravesar la carretera. El Pico Ocejón, galán a estas alturas de la serranía, lo tenemos aquí. La niebla cerrada de la mañana nos impide contemplar la cima.
Cuando ya se está cerca de él, Palancares parece otra cosa. Da la impresión de encontrarse encumbrado sobre el barranco, cuando, en realidad, desde las últimas casas, todavía queda mucha cuesta por subir. La carretera que sigue hasta Valverde pasa entre la iglesia parroquial y la fuente pública, dejando una a cada lado. Por debajo de la espadaña de la iglesia se entra a lo que uno adivina que puede ser la Plaza Mayor. No se ve a nadie.
Para el pueblo, fue testimonio de madera centenaria el tronco muerto del olmo concejil que se guardó como recuerdo en mitad de la plaza; enseña de lo que fue y ya no es: el olmo, el pueblo, la sierra en su conjunto. Nunca fue un pueblo grande este de Palancares. Las posibilidades de supervivencia han sido siempre escasas; pero llegó a contar con más de doscientas almas y una escuela de niños. El ganado, y el escaso, aunque exquisito, producto de los huertos, fue la base principal de sostenimiento durante mucho tiempo, ayudado quizá por lo que le dieran los bosques.
El pueblo vino a quedar al fin con sólo dos casas abiertas. La emigración se llevó por delante fiestas costumbres que fueron parte esencial de nuestro patrimonio. De las partidas de bolos, jugadas y por jugar, y de las botargas de Santa Águeda, se debió de hablar mucho y bien a lo largo del año a falta de otros motivos cuando en el pueblo no existía nada mejor con qué distraer­se. Es muy probable -por lo menos así lo explicaba en el pueblo la gente mayor- que sus botargas vistiesen y se desenvol­viesen en su día de manera diversa, pero muy parecida a como lo siguen haciendo aún sus vecinos de Almiruete, en una fiesta anual rediviva, colorista y desenfadada, que causa sensación a propios y a extraños.
Temperaturas bajas, cielo apacible, y con todo el sol de la sierra para él debido a su situación privilegiada, Palancares reposa a mitad de vertiente en un paraje agrio y remoto, a más de mil doscientos metros de altura sobre el nivel del mar, solitario casi durante más de ocho meses cada año; pero limpio como un pequeño paraíso, anhelado para vivir cuando el verano comienza a manifestarse.

PAJARES


Pajares. Mañana soleada del mes de abril, valle en resurrección del río Tajuña. La Alcarria a estas primeras horas del día se ha vestido de muchachita quinceañera.
En los chopos del regato que separa al pueblo de Pajares de la ruinosa ermita de San Roque, cantan a la vez una legión inmensa de jilgueros contentos como castañuelas. El arroyo baja abundante, colándose el limpio caudal de su cauce por entre los zarzales y los desperdicios que tiró la gente. Por acá y por allá hay hierba, mucha hierba. La ermita se desplomará cualquier invierno en que ceda el terreno o le azoten las lluvias. Se ve desalojada. No hay nada dentro de la ermita. Al rato de andar deambulando por las proximidades del puente, comienza a picar el sol. El pueblo queda arriba, expuesto a todos los aires, dominando una superficie extensa de cerros fragosos y de vegas fértiles. En las agrias laderas de sus montes liba la abeja obrera y danza la perdiz. No apetece demasiado subir hasta el pueblo cuando hay, con sólo abrir los ojos, tantos motivos que llaman la atención poderosamente. Abajo, por donde los chalés y el barrio moderno que de algún modo tiene como escaparate la plaza de Prudencio Landín Carrasco, los cebadales tiernos y las tierras de barbechera dibujan un mosaico encantador, de verdes y de sienas donde el pueblo se alza para mirar. Los perros de una casa lejana ladran, y vuelven a ladrar respondiendo a su propio eco.
Subo al fin por una cuesta empinada que me deja en el barrio de arriba, donde en realidad está el verdadero pueblo de Pajares. He llegado al final. Ya no hay más calle. Un señor completamente sordo me consigue entender y me indica que la plaza está más abajo, torciendo a la derecha. Cuando Jenaro Ortego se ajusta el aparato oye un poquito mejor. Es un señor muy atento, pero, por lo que veo, muy poco informado.
- Es que no soy natural de aquí. Yo soy de Sigüenza y sólo vengo algunas temporadas.
- ¿Cómo se llama el arroyo?
- Le dicen de Pajares, pero no lo sé.
- ¿Y la ermita?
- Tampoco lo sé.
Antes de bajar a la plaza me cuenta mi interlocutor que está allí porque traen a un familiar suyo desde la residencia de Guadalajara a morirse en el pueblo, y que está al tanto de la ambulancia que llegará de un momento a otro.
- No tiene pierde. Usted un poco más abajo y a la derecha.
Para llegar hasta la plaza uno pasa por rincones pintorescos, por esquinas de casas hechas de adobe y entramado, en cuyos ventanucos del piso alto hay una anciana peinando como en un haz sus pelos blancos. Los aleros de las casas que dan a la plaza son muy salientes, de maderas negras y envejecidas, en las que se sostienen haciendo equilibrio las tejas de la caída.
La plaza es pequeña. Ocupa el estrecho espacio que hay entre el ábside de la iglesia y el cementerio viejo. Hay una fuente que mana haciendo girar a un grifo regulable. Cuando el chorro cae a poca presión, los rumores del agua invitan a adormecerse en el silencio. Por encima de la tapia superior del cementerio se ven las cruces, las lápidas, los cipreses y las hierbas, marcando también en el espacio la vertiente que ocupa el augusto solar.
- Buenos días, señora. Qué mañana tan estupenda.
La señora Leonarda, que es sordomuda, sigue llenando el cubo sin responder palabra.
La iglesia es por fuera poco vistosa, sin un estilo definido. Se ven sus paredes lisas y algunos contrafuertes, revocada toda ella con argamasa. Frente a la iglesia hay un olmo con el tronco hueco, un tronco viejísimo, desmochado y moribundo, con algunos brotes en lo alto que la primavera ha conseguido sacar milagrosamente, como en los versos de Machado.
Seis perros vienen hacia mí en beligerante actitud, unidos en manada. Se me aproximan a todo correr enseñando los dientes. Alguno creo que me ha llegado a tocar en el pantalón sin hacerme daño. Los perros de la Alcarria -lo sé por experiencia- tiene hurañas maneras y prontos a la agresión, con o sin motivos.
- No, no hacen nada. Asustan un poco, pero no muerden -me ha dicho Pepe Moreno, su dueño al parecer.
Pepe Moreno es un muchacho extraordinariamente cordial. Vive en Madrid y es representante de una conocida marca de galletas para la provincia de Guadalajara. Cuando tiene ocasión, cosa que ocurre cada fin de semana, se escapa de la capital y se viene al pueblo a ver sus perros, sus amigos y su bodega de la cuesta del Carrizal.
- Bueno, pues aquí estoy para servirle de guía si hace falta. No hay mucho que ver. Nos vamos a acercar lo primero hasta las bodegas. Aquí tenemos muchas bodegas, por lo menos treinta, y todas con vino.
Por la senda hasta la vega de las Viñas donde están las cuevas, Pepe Moreno me va explicando que él es un enamorado de su tierra, que en Pajares hay mucha caza, sobre todo de conejos, y que el que más y el que menos tiene seis o siete perros.
- Los fines de semana venimos como locos a la caza.
Pajares se rodea de cerros picudos y marañosos, cada uno señalado por los nativos por su propio nombre: Moral, Zablanca, Cesta Pareja, Valdemuñón, Cerro de los Cabreros y Pico de la Mata la Gualda. En las caídas de estos cerros se crían espesas y anárquicas las plantas olorosas, compartiendo cada vertiente con los olivos, con los enebros y con el matorral. En las tierras bajas hay longueras de viñedo, de donde los entendidos habitantes de Pajares sacan uvas suficientes para el consumo y para pisar en los jaraíces de las cuevas.
- La cosa no puede ser aquí más fácil. Se suben arriba, las pisamos y hacemos el vino con nuestra propia cosecha. Si alguno no tiene viñas, compra la uva en Mondéjar o en Toledo y se hace su propio vino lo mismo que los demás.
Las bodegas de Pajares son semejantes al entrar a los restos de viejas ciudades romanas en excavación. Algunas tienen por mesa en el patio exterior una piedra de almazara con la cúspide clavada en tierra.
- Menudas meriendas organizamos aquí por las tardes, sobre todo en el verano. Hay días en el que el camino de las bodegas parece una procesión.
- Y en invierno, nada.
- Casi nada. Venimos también alguna vez, encendemos la lumbre, pero hay que estar dentro de la cueva. Las tenemos bien acondicionadas dentro de lo que cabe, pero es distinto. Lo que pasa es que durante el invierno aquí no queda nadie. Creo que diecisiete personas.
La bodega de Pepe Moreno tiene nada más entrar una pequeña cocinilla con chimenea para hacer los asados, los guisos y las frituras, cuando el tiempo no permite salir afuera. Es un sitio cómodo. Tiene para sentarse unos poyos de obra junto a la pared, con almohadillas de espuma. Más adentro está la cueva propiamente dicha, donde se conserva el vino, seleccionado por antigüedad en garrafones de cristal. Los perros olfatean en el suelo de la cueva, y buscan huesos entre las cenizas de la lumbre baja.
La bodega de Pepe tiene, además de las ya dichas garrafas de vino, rinconeras oscuras en las que hay patatas, vasijas de cristal con pepinillos en vinagre, y frascas con aceitunas en conserva. Cuando nos vamos de allí, con el porrón de vino fresco acabado de sacar encima de la mesa, la puerta de la bodega se queda abierta de par en par. Según me dijo el dueño no importa, no pasa nada.
- Nada. Si alguien viene por aquí no entra, y si quiere entrar ahí tiene el porrón. Conviene que le dé un poco el aire.
- Eso es bonito ¿No te parece?
- Sí; aquí la gente es muy honrada. Nadie va a engañar a nadie. Ahora iremos al bar. Tenemos un bar en el que cada cual se sirve a sí mismo y deja el dinero en el cajón. Pues bien, hemos comprado con ello el televisor y las mesas, hemos hecho arreglos y todavía nos quedan más de doscientas mil pesetas desde que se fundó.
Abajo, por los llanos de la vega, más allá de las nogueras y de los chalés, se ve funcionar el tractor de Jesús, el Chone, removiendo la tierra ya de por sí mullida y fecunda.
- No hay más labrador que él. Lleva todas las tierras del pueblo. Es un muchacho joven que andaba malamente en una fábrica de Madrid. Se vino al pueblo, se metió en un buen tractor y ahí está. Todas las tierras las maneja el solo y aún le sobra tiempo. Yo creo que acertó.
- Y el resto de la gente qué hace.
-Nada. Son casi todos gente mayor que trabajaron en la cerámica.
Nos cruzamos después con el alcalde, Alfredo Moreno, que viene del cementerio nuevo con un azadón de hacer sepultura.
- ¿Tienen entierro?
- No, de momento no. Es que han traído a un enfermo muy grave desde Guadalajara y hay que aprovechar los sábados para hacer esos trabajos. Si lo dejas para entre semana, te expones a que no haya quien lo haga.
El hecho es comprensible y razonable, pero sólo el pensar que a un vivo se le acaba de hacer el hoyo en el camposanto, es algo que pone los pelos de punta.
Así es -me dice-, pero no hay más remedio. Y en tan buena hora que todavía encuentras alguien con quien contar.
El bar es un salón relativamente amplio, bien acondicionado, con cumplido mostrador, una estufa de leña en el rincón y mucho orden. En las paredes se ve colgada la lista de precios para cada consumición -baratos, por cierto-, un televisor y una cabeza de jabalí disecada.
- ¿Lo abren a diario?
- Si se quiere, sí. Hay en el pueblo nueve llaves para poder abrir cuando se quiera, pero la gente viene más bien los fines de semana.
A uno y otro lado del televisor están las fotos en póster de los jugadores blancos del Real Madrid y de los listados del Atlético.
- Primero se puso una, pero hubo sus más y sus menos. Luego se puso la otra para que hubiera paz.
Sobre la repisa de la ventana se ven algunos libros antiguos de lectura para niños, procedentes, cabe pensar, de la extinguida escuela del pueblo.
- Sí, son de la antigua escuela. Yo me acuerdo de haberlos visto por allí.
Nada más. Dejo a Pepe Moreno junto al olmo hueco de la plaza, donde lo encontré con su jauría de perros, ahora dóciles y juguetones. Creo haber visto todo lo que en pajares se puede ver en este instante y haberlo contado con total fidelidad. Más allá Castilmimbre, el bello pueblo alcarreño empingorotado como nido de buitres, y a esta parte los mansos vallejuelos del río Tajuña. Un rincón por donde vale la pena venirse a perder.

(N.A. Mayo, 1987)

martes, 7 de julio de 2009

PADILLA DEL DUCADO


Cuando al salir de Alcolea me detengo para tantear con la punta de la bota en la carretera si el hielo está duro o no, la nieve de la noche -nieve sobre hielo- cubre en una capa espesa las vegas y los llanos, las crestas de las peñas y los barrancos, las capotas de los pinos y los senderos. La fuerte cellisca que mueve el vendaval va amontonando junto a la cuneta la nieve en polvo que arrancó de las la­deras. La vida del mundo, ante aquella indecible soledad, parece una utopía en la que no es posible creer, como si hubiese llegado a su fin irremisiblemente.
A pesar de la luz mañanera del sol de las diez, el día no abre. Hay que viajar extremando las precauciones. Una corza atraviesa de dos saltos la carretera por delante de mí, perdiéndose en un abrir y cerrar de ojos entre los breñales de la pinada. He pensado por un mo­mento en la conveniencia de volverme atrás ante el temible panorama del día. No viene ni va nadie por la carretera. Al final me inclino por seguir adelante, caminando a palmos y sabiendo que el andar en ta­les condiciones no deja de ser una temeridad o por lo menos una im­prudencia.
La fábrica y el estrecho de Luzaga, primero, y Hortezuela después, destacan dormilones rodeados de blanco en sus cuatro direcciones. Por encima de la ermita de Océn viajan volanderas las nubes a impulsos del viento de poniente, dibujando a su paso extensos lunares de sombra que corren a lo largo del campo nevado en donde no hay vida.
Padilla, el pueblo, visto desde el empalme con la carretera de La Riba, se adivina difícil, escalonado, delicadamente rústico, ocupando la ladera sur de un cordón roquero con la espadaña de su iglesia en lo más alto asomada al mundo. Un último tirón me coloca, al cabo de una cuesta, en la plazuela donde está la fuente.
El pueblo me recibe adormecido. La nieve de las calles se ve todavía sin pisar, nadie ha salido de sus casas. Antes de llegar a la plaza llamó mi atención en plena cuesta un chalet solitario y el edi­ficio seminuevo de la antigua escuela de niños. El viento silba en dantesco concierto al chocar contra las esquinas de las casas. Sin bajar del coche miro a través del cristal de la ventanilla los chorros de la fuente, con la vega entera como fondo. Una señora me está. mirando desde la puerta entreabierta de su casa. La mujer lleva la cabeza cubierta con un pañuelo negro. Yo la veo por el espejo retrovisor sin que ella se de cuenta. El piso de la plaza, ligeramente inclinado hacia el pilón de la fuente, se ve escurridizo y peligroso.
- Buenos días, señora. Mal tiempo, ¿verdad usted?
- Malo, sí señor. No sé como se atreve nadie a salir de su casa con la mañana así.
- Pues, ya ve. La cosa es que hasta Alcolea parece que no tenía traza. El tiempo engaña un poco.
- Eso pasa siempre. El tiempo es siempre peor por aquí que por allá arriba.
- Veo que en Padilla no son muy madrugadores que digamos. Son más de las diez y no se ven huellas por la nieve.
- Y para qué vamos a madrugar más. Para lo que tenemos que hacer, igual da media hora antes que una hora después.
- Claro; y eso aparte de que serán muy pocos en el pueblo.
- Muy pocos, sí señor. Unas quince o dieciséis personas. Todos ma­yores.
La mujer es la señora Damiana. La veo con interés por responder a todo lo que le pregunto, pero reconozco que, aunque no apetezca, debo intentar por lo menos hacer equilibrios por las calles en cuesta del lu­gar si es que quiero ver algo: las ruinas de las casas que se vinieron abajo, las portonas atrancadas de los casillos, las piedras moldeadas de los dinteles, la iglesia, siempre que las inclemencias me permiten subir.
- No se moleste. Para qué. La iglesia se ha hundido toda. Nadie ha hecho caso y no queda en pie nada más que el campanario.
- ¿Y c6mo ha sido eso?
- Pues ya ve, por abandono. Ahora nos dicen misa en la escuela.
Doña Damiana me pone un poco al corriente de la fiesta patronal de Nuestra Señora de la Cañada, a celebrar cada año el último domingo de junio; de la ermita, que coge a una distancia de dos kilómetros del pueblo, y de la fiesta de San Miguel a finales de septiembre.
­- Pero nada más. El resto del año, nada. Siempre solos aquí.
Al poco de emprender en solitario la escalada por la calle arriba, me convenzo de que no se verá en ningún modo concluida con éxito, es de­cir, que no llegaré a la iglesia. El viento sacude helador y el piso se va haciendo más peligroso cada vez a medida que se asciende. En una casa nueva veo colocadas al abrigo del viento media docena de palomas, acurrucadas al sol de la pared. En el pueblo, me daré cuenta des­pués, hay varias casas que tienen palomar.
Resulta doloroso, aunque ya debiera estar acostumbrado, el ver en cada salida tanta desolación y tanta ruina, tanta piedra desgranada sin posible esperanza de reconstrucción. Só1o los sillares ródenos de las jambas y de los dinteles, de las esquinas en algunas casas, se conser­van casi en su primitivo estado, dejando correr los tiempos y la vida sin deterioro apenas.
Por encima de las últimas casas de Padilla hay rocas que libran al pueblo de las invernales furias del viento norte. Abajo, en la vega, la visión se vuelve apoteósica a estas horas, en este tiempo y en esta única circunstancia. La vega, blanca y silenciosa, parece morir o renacer de nuevo bajo su manto albo que el sol seguramente de­rretirá por completo algunas horas más tarde, al tiempo que las cercas en los cerros del poniente ponen a la estampa invernal reminiscencias bíblicas de otros mundos lejanos y desconocidos.
Desisto al final, aupado por la cellisca, de subir más arriba. Desde un rinconcito oportuno al sol contemplo subido en una piedra la cruz de la espadaña, los dos bolones laterales de caliza que la adornan y el par de campanas inamovibles que, mudas para siempre en sus respectivos va­nos, serán para los hijos del pueblo motivo de añoranzas y de recuerdo de un tiempo que se fue y que difícilmente volverá. Junto a mí cruje el portón cerrado de un corral al soplo del viento. Desciendo bien pegado a las orillas, sujeta la mano a las piedras del la pared, con el pie asegurado en los escasos trozos de suelo sobre los que no hay nieve.
-¿Qué le ha parecido? Me pregunta, otra vez en la plaza, la señora Damiana?
- No sé qué decirle. Al fin no me he atrevido a llegar hasta la iglesia. Me ha dado un poco de miedo.
- Mire, esto poco de local nuevo que tenemos aquí es el centro social.
- Me lo había parecido cuando vine.
- Dentro tenemos algo de bar, el consultorio médico y la secretaría del ayuntamiento. Se lo voy a enseñar.
La fuente pública es sencilla y muy bonita. Tiene todo el encanto de lo pintoresco por su monolito, por el pilón abrevadero y, sobre todo, por estar donde está. Sobre la piedra figura escrito que se construyó en 1914.
- Sí señor. La hicieron el mismo año en el que nació mi marido.
- Ah, Pues los caños echan un buen chorro de agua. ¿Les suele faltar en verano?
- No señor. Aquí nunca nos falta el agua. Esta de la fuente es el sobrante del depósito.
El sa1ón del centro social no es demasiado grande, pero se nota bien dispuesto y suficiente para lo que el pueblo es o pudiera ser en toda la fuerza del mes de agosto. Destaca sobre lo demás el mostrador de ladrillo, un par de altavoces del equipo sonoro, unas cuantas mesas y sillas amontonadas junto a la pared y varios carteles de toros anun­ciando pasadas corridas, con nombres historiados de plazas céle­bres y diestros famosos.
- En esta habitación tenemos el consultorio médico. El doctor viene de Sotodosos. En esa otra puerta está la Secretaría, y los servicios en medio. Muy bien, ¿verdad?
- Sí que está bien. ¿Cuándo suelen abrirlo al público?
- En vacaciones y algunos fines de semana, cuando viene la gente joven de fuera.
Es ahora cuando aparece en el sa1ón donde estamos un muchacho joven. Por la edad uno presupone que, aunque el chico sea natural de Padilla, no debe residir en el pueblo habitualmente. La señora Damiana hace a su manera la oportuna presentación.
- Se llama Guillermo. Es hijo del pueblo, pero no vive aquí. Ya ha ter­minado la carrera de médico.
Me explica Guillermo Rincón que viene al pueblo de vez en cuando. Sobre el futuro inmediato de un médico reciente como él terciamos dos palabras. Luego nos salimos a la solanilla de la puerta para conversar más larga y tranquilamente.
- Ahora; nada. Como médicos, los recién acabados no sé qué plan tene­mos. En la lista de sustituciones a esperar.
Opina Guillermo que pueblos como el suyo es posible que desaparez­can a no tardar mucho, por lo menos en cuanto se refiere a población fija y de continuo.
- Sí, yo pienso que en cuanto desaparezcan o se marchen los que ahora hay, el pueblo como tal se acabará seguramente. A pesar de todo, estoy convencido de que en verano siempre vendrá alguien.
Aunque ahora sea imposible poderlos ver, me cuenta Guillermo que en el término municipal de Padilla hay parajes bellísimos, incontaminados, paraísos de sosiego y de calma en medio de una naturaleza agreste.
- Quizás sea el sitio de Cubillas lo más bonito que tiene el pueblo. Hay unos cortes de piedra espectaculares, una, fuente estupenda, huertos, pradera para estar allí tranquilamente. A la fuente se le dice la Fuente de la Torre, porque existen restos de una torre mora.
- Un detalle bastante corriente en la provincia -le digo.
- Por esta zona -explica él- hay algunos restos de esas torres situados en línea. Se empleaban para comunicar. Aquí en el pueblo hubo otra, y la última de la serie en Villarejo de Medina.
La imagen y la ermita de la Virgen de la Cañada, yendo a Iniéstola, son igualmente motivo de conversación. Como persona de más edad y de mayor experiencia, la señora Damiana nos cuenta que hace años solían llevar los ganados por aquella zona los pastores del pueblo, y que, co­mo escapadas de 1a lírica medieval, las muchachas dejaban sus rebaños paciendo en la pradera mientras ellas se escapaban a cantar ya rezar a la ermita de su patrona.
- Luego, los de la resina querían nombrar a la Virgen de la Cañada patrona de la Compañía Resinera, y el pueblo no lo consintió, no le dio la gana, porque no nos quisieron dar el pinar, que bien nuestro era.
Los minutos de la mañana van pasando sin pausa, pero el frío es intenso y la nieve del campo y de las calles sigue sin derretirse, con el mismo espesor de cuando llegué. De los bajos del coche cuelgan chupones de hielo que se han ido formando mientras tanto, a modo de estalactitas que atestiguan del rigor de la mañana.

(N.A. Abril, 1988)