sábado, 1 de agosto de 2009

PEÑALBA DE LA SIERRA


Más que un viaje netamente periodístico como debió ser, mi reciente visita a Peñalba de la Sierra no fue otra cosa sino una aventura alpina con todas sus emociones y todos sus riesgos. Preferí probar fortuna haciéndome presente en aquellos bravos macizos de Somosierra rodeando toda la ca­dena montañosa por la ciudad de Riaza. Luego, el alegre pueblito vera­niego de Riofrío, siempre en tierras segovianas, e inmediatamente después la ascensión al collado que dicen de La Quesera, vecino de la Peña de la Silla y del Pico del Lobo, entrados ya en Guadalajara, y en cual­quier caso por encima de los dos mil metros de elevación que no deja de ser una altura respetable.
Si bien es cierto que, después de tantos viajes en solitario durante el último sexenio por los perdidos vericuetos de la provincia, uno está de vuelta de tantas cosas, de impresiones orográficas y de reveses del tiempo sobre todo, debo confesar en honor a la verdad que durante este viaje me he llegado a sentir ínfimo e impotente, tímido y sólo ante aquel indescriptible espectáculo de cumbres a flor de cielo y de temi­bles depresiones en las que por mucho ver, el perdido viajero divisará de tarde en tarde un hato de ganado vacuno, negro como la mora, pacien­do, al amparo de aquella naturaleza titánica, en la confluencia de dos montañas gemelas.
La pista de tierra baja retorciéndose como una cinta loca por las laderas de las montañas, dibujando a su paso una madeja entre el roque­dal arisco y las jaras que, en un momento determinado, atravesará un puentecillo en el fondo del barranco para después iniciar la ascensión de nuevo. Por debajo del puente sobre el arroyo Jaramilla, cruzan endiabladas las truchas del vedado, escondiéndose en sus bocas de la maleza o por detrás de las piedras al detectar la presencia del hombre. Cuatro mozalbetes en bicicleta recogen los últimos bártulos de la acampada para emprender la subida en dirección opuesta a la mía. Sa­biendo lo que les espera, siento cierta compasión por los muchachos que acuden a mí gritando desde la otra orilla del arroyo.
- ¿Por favor, a qué distancia estamos de Riaza?
- A veinticinco kilómetros, por lo menos.
- ¿Queda mucho puerto todavía?
- Ocho ki1ómetros, más que menos. Después ya todo es bajar, y carretera buena.
A partir del arroyo, el camino para mí ha empeorado con relación al que traía. Desde lo alto de un cerro enriscado, más adelante, vislumbro en el barranco próximo los tejados rojizos de un pueblecillo colocado como ex profeso entre las choperas. Es Peñalba. Bajar me costaría media hora más de camino pedregoso y difícil, encajado en medio de láminas ingentes de piedra negra, entre brezos, rebollos y pinos de repoblación salpicados en los ribazos. Al fin, una carreterilla de asfalto bien cuidada me habrá de introducir con todos los honores en el interior de este pueblecito bucólico y moribundo, donde la gente subsiste un día y otro día por permanente milagro de Dios, como los robles y como el ga­nado.
Hallo al pasar una placetuela solitaria en escalón. Una fontanilla de dos caños mana tristona bajo el muro que la separa del primer nivel en donde están los olmos. Los olmos son dos, uno muerto de grafiosis y el segundo enfermo incurable del mismo mal. Peña1ba de la Sierra es un pueblecito oscuro, de paredes grises como los cerros, y un porcentaje elevado de casas que el tiempo sin habitar y el escaso celo de sus propietarios han conseguido reducir a una montonera de escombros y de palitroques. Otras en cambio en cambio, se ven alzadas de nueva planta, confortables y hermosas.
Al rato me doy cuenta de que, no lejos de mí, hay un señor sentado a la sombra tras una puertecita de malla. El hombre se viene junto a donde yo estoy y acaba por sentarse a mi vera en uno de los palos que pusieron alrededor del primer olmo.
- Estos asientos los colocaron aquí para que la gente se acomode en la plaza el día de la fiesta mayor. No están mal. ¿Qué le parece?
- A mí muy bien. Todo lo que sea dar ocasión para que el prójimo se sienta cómodo me parece estupendo. ¿Cuándo tuvieron la fiesta?
- El día de San Ramón. Lo que pasa es que de siempre se celebró el 31 de agosto, y ahora, por conveniencias, se celebra el último domingo, caiga cuando caiga. Este año la tuvimos el día 25.
- Se quiere creer que al entrar a Peñalba da la sensación de encon­trarse ante un pueblo abandonado. Deben ser muy pocos ustedes aquí.
- Pues no me extraña. Ahora todavía quedamos unos cuantos de los del verano, que parece como si nos costara trabaja arrancar y andamos dan­do largas. De continuo un día de invierno, usted se encuentra aquí a dos matrimonios de viejos y cinco muchachos solteros.
El señor Sotero Cuenca me ha explicado que están poniendo cubierta a la iglesia y que las campanas de Peñalba son de lo que no hay.
- Buenas, si señor. En guerra, a una de ellas la atravesaron de un tiro de fusil y ahí la tiene.
La torre es cuadrangular, reforzada con sillares en las esquinas, siguiendo la norma general de las iglesias castellanas del siglo die­cisiete. Se accede bajo un arco en semicírculo de piedra labrada, y, dentro ya, se observa el tajo paciente de los albañiles que han dejado de trabajar, suponemos que por lo del fin de semana. Las barras con las que se apuntala la cubierta en obras, se apoyan encima de los bancos de la feligresía.
- Pues parece que les está quedando muy bien. Las vigas de cemento que le ponen son eternas.
- Pues buena falta hace; que lleva ya tres reconstrucciones con ésta. Al poco de acabar la guerra le pusieron la cubierta nueva, pero se conoce que las maderas eran verdes y estaban un poco justas, el caso es que al secarse encogieron y se vino todo abajo. Así ha estado hasta ahora.
- Cuarenta y cinco años, por lo menos, sin recomponer.
- A ver, eche la cuenta. Se ha venido diciendo misa en la escuela o en el ayuntamiento.
Al salir de la obra noto cómo el señor Sotero se me pone nostálgi­co. Adivino en su porte que añora aquel otro tiempo pasado que fue me­jor y me quiere decir algo. A los viejos, por lo general, cualquier ventana, cualquier esquina, cualquier piedra de la calle, puede ser en no pocas ocasiones un recuerdo emotivo de su juventud.
- Esto ya no es lo que era. Cuando yo andaba por aquí tendría Peñal­ba setenta personas como mínimo. Las casas estaban todas abiertas, y ahora, ya ve, montones de cascotes por donde vaya. Y menos mal que últimamente parece que le ha dado a la gente por arreglar algunas.
- Tan distante y tan silencioso, aquí en verano se debe estar muy bien, pienso yo.
- Pues sí. Muy aburrido; pero, a nuestras edades no podemos buscar otra cosa. En verano es un pueblo tranquilo y muy fresquito.
Peñalba, tal y como se puede ver desde su propia plaza, está acor­donado por altitudes escalofriantes que, en silencio, mi amigo y yo miramos con respeto.
- Ahí tiene usted el Pico del Águila; luego La Carrasquilla, Majal­hoyo, el Cerro de la Dehesa, y aquel de atrás es la Sierra del Sego­viano. Gracias a los cerros el pueblo se queda en invierno como un poco recogido al abrigo.
La novedad del forastero atrae en pocos minutos a dos o tres perso­nas más. Marcelino Serrano es un muchacho de veinticinco que hace de al­calde pedáneo como representante del ayuntamiento de El Cardoso, a cu­yo ayuntamiento pertenecen como anejo. Uno piensa que, con siete u ocho personas como censo, las preocupaciones deben reducirse al mínimo.
- Preocupaciones aquí las que queramos, y problemas, todo son pro­blemas.
Corta en la conversación otro de los mozos del pueblo, Jesús Fonseca, que lleva un gancho de hierro muy afilado y con larga empuñadura para cortar ramas de árbol.
- ¿Le parece poco problema que no tengamos mujeres para casarnos?
- ¡Qué barbaridad! Si dicen que tocamos a no se cuantas.
- Sí, a siete guapas y un corral de feas, pero que adonde están.
- ¡Toma, pues salir a buscarlas a los pueblos vecinos!
- ¿A qué? Si tampoco hay ninguna. Se marcharon y se van casando con otros de la capital. Esto es muy esclavo y no les gusta.
- Tampoco será tanto, digo yo.
- Aquí esclavos, mucho; y trabajando un disparate. Tenemos que pasar la vida pendientes siempre del ganao. Y eso no es marcha.
-¿Qué tenéis, cabras?
- Sí, será de lo que más. Unas quinientas.
- Y además ovejas y vacas, naturalmente.
- Ovejas menos. Unas doscientas que tengan éstos. Vacas, que haya con mucho ciento cincuenta.
-¡Ah! ¿Y sólo para cinco os parece poco?
- Aún es, pero te llevan muy arrastra. Las vacas las tenemos en la sierra, ellas solas, hasta que las bajan las nieves por Nochebuena.
- Pues ya veis. Con dinerillo como tenéis y tanta tranquilidad, yo mu­jer ni lo pensaba. Y chicos majos además, menudo chollo.
- Nada, no hay miedo. Aquí no entra ni una. Vamos a tener que pedir un camión de chavalas, como los de ese pueblo, para elegir.
Con el señor Sotero, y con otro hombre bajito que se llama Pedro, me llegué un instante a las afueras por donde están los huertos. Por aquí, el pueblo da la impresión de haber salido de una guerra; comido de male­za, y en buena parte destartalado. Casonas negras de cuatro paredes y co­bertura sostenida apenas por el rústico maderamen del armazón.
- A los que nos hemos criado aquí, ver el pueblo de esta manera nos da mucha pena. Es algo que no lo podemos remediar.
Cuando subimos a la plaza, vemos venir hacia nosotros, desafiador y sonriente, al abuelo Rodolfo, don Rodolfo Serrano, ayudándose para arrastrar sus ochenta de unas muletas ortopédicas que le van la mar de bien. La vida del señor Rodolfo, pastor trashumante, campesino y rondador, es­tá plagada de aconteceres y de anécdotas insólitas. Cuentan, que en una ocasión -después de que en la guerra le partieran una ceja con la metralla- tenia la parva para trillar, extendida en la era, y que al bueno de él se le ocurrió prender fuego a una zarza cercana que le hacia mal juego. Que si el aire le vino a contrapelo, que si tal -me dicen-, la cosa es que ardió la mies mucho antes que la zarza. De lo malo, dice el Tío Rodolfo que no se quiere acordar, pero de las jotas sí.
- ¡Hombre de las jotas!... Por ahí si que me han pisado pocos el terreno. A cientos, y a miles llevo yo cantadas jotas. De mozo y de menos mozo, y ahora mismo. Escuche ésta:

Ay que cinturita tienes,
anoche te la medí,
con la cincha de mi burra
catorce vueltas te di..

- ¡Caray!, qué poco finos. No creo que eso les guste mucho a las mozas.

Niña peinate el cabello
a estilo Guadalajara,
que el cabello bien peinado
adorna mucho la cara.

- Esa ya es otra cosa. ¿Y ellas qué decían, Tío Rodolfo?
- ¡Miá! Ellas, qué van a decir. Nos invitaban a rosquillas por la ventana a los que íbamos de ronda, y nada más. Tan contentas. Ahora porque no hay. Escuche ésta, que seguro le gusta más:

Mi novia se me enfadó
porque le metí la mano,
que me la meta ella a mí
verá como no me enfado.

¿Y por esa también les daban rosquillas?
Qué sé yo; o algún pastecazo en el hocico. Depende. Las había también, como si dijéramos, un poco bravas.
Ignoro si los volveré a ver. Sí que me gustaría. Peñalba, los mozos solterones por no encontrar una mujer en toda la sierra, la barranquera, selvática en donde se asienta el pueblo, el señor Sotero y el abuelo Rodolfo, forman desde hoy parte de esa miríada de personas honestas y pueblerinas, cuya memoria cuya memoria uno intenta guardar en la intimidad como cosa sagrada. Es también Guadalajara, amigo lector, la sal y la guindilla de nuestra tierra, héroes anónimos, paisanos tuyos y míos, honra y orgullo de nuestro medio rural más auténtico punto de extinción, sin que para ellos haya salido -ni pienso que aparezca nunca en los boletines oficiales- una ley de protección especial, como la tienen aquellos avechuchos que merodean, ojo avizor, por encima de sus riscos inaccesibles.

(N.A. Noviembre, 1985)

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