lunes, 31 de agosto de 2009

PRÁDENA DE ATIENZA


Verdaderamente cuesta dejar, aunque solamente sea una vez por se­mana, las comodidades del hogar para tirarse al campo, medio a la ventura, cuando las madrugadas serranas platean las piedras, y las sombras del camino resultan al pasar frías como cuchillos. Por esa razón, el experimentado viajero toma las de Villadiego con las pri­meras horas de la tarde y se mete en la presierra que limitan Las Mi­nas con un sol radiante, con una atmósfera acristalada que pone ante los ojos la desnudez de los campos vírgenes por los que hoy prefirió andar antes de que pinte el invierno.
Caminos enriscados de estepa; cumbres de purísima apariencia y 1ugarejos oscuros, presumiblemente impecables, nos llevarán hasta Prá­dena bordeando de cerca las hoscas prominencias del Alto Rey. Todo es grandioso, espectacular, increíble a estas alturas, todo menos los pueblos; grupitos recogidos de viviendas en desigua1 estampa, donde malamente conviven las casonas aborígenes de planchas cenizosas que da el terreno y1os sofisticados, absurdos a veces, hotelitos de co­lorines que refulgen en la tarde limpia como lentejuelas de revoltillo en cajón de sastre.
Seguimos por esta carreterilla perdida que sube en dirección noreste. Ondulaciones ariscas de jaral salpicadas por enebros y re­bollos, donde la Naturaleza ha querido, al fin, dejarnos de cara con la mítica imagen de Prádena en la solana. ¿Restos petrificados de la antigua Babilonia, colgada en escalón por encima de una veguilla selvática, montaraz, impenetrable...? Prádena de Atienza, amigo lector, es un pueblecito extraño, que se cuela en el alma dejando allá, en lo más escondido, una indefinible sensación de misterio.
Lugar empinado de paredes negras, de calles negras tiradas cerro abajo huyendo de la verticalidad, de viejitas con negro sayal de las que nos hab1ó Pereda, pero trasladadas un siglo después a esta nueva Tablanca que acorralan sin escape posible las cumbres pizarrosas del Mediodía, de la Ventana y del Cuento del Mojón. Abajo las aguas vírgenes del arroyo Pelagallinas, perdidas a pies del robledal y de los cerezos antes de su maridaje con el Bornova en la cer­cana junta.
Por la calle Real las mujeres miran con curiosidad al desconoci­do quien, absorto en el espectáculo de las calles y de los montes, apenas siente el menor interés por ahondar en otras impresiones que no sean las del milagro del suelo.
- Buenas tardes, señor. Usted es forastero ¿verdad?
- Si, claro, yo no soy de aquí.
- ¿De dónde ha venido si se puede saber?
- Pues, en este momento acabo de llegar de la capital.
- ¿De Madrid?
- No señor, de Guadalajara.
- Eso es otra cosa. En Guadalajara he estado yo más de dos veces. ¿A mí no me conoce?
- La verdad es que siento no saber quién es, pero ahora no caigo.
- Yo soy Juan Cerrada, señor. Hijo de Faustino y de María Nieves, natural de Prádena de Atienza. No me afeito porque no tengo tiempo y porque mañana viene el ganao, ¿para qué? De mote me dicen Juanón, y no tengo dientes de tanto beber agua fría. Ya lo sabe.
- Y qué pasa Juan, que aquí, por lo que veo, todos son Cerradas.
- Si señor, como está todo cerrao somos Cerrada. Eso es.
Bien, para un primer encuentro la cosa no dejó de ser pintores­ca. Juanón es un hombre pequeñito, de pelo grasiento y largo, de bar­bas olvidadas como los de Altamira. Si él no me lo dice, hubiera pen­sado que perdió los dientes como los hombres del Paleolítico, comien­do raíces, pero no. Tiene buen sueldo por enfermedad y se pasa las horas en la taberna hasta que pierde, si no todo, sí parte del juicio.
- Yo tenía un mancho que se llamaba Gallardo. Aquel tenía más conocimiento que yo muchas veces. Cuando me iba a los pueblos y me veía ­mal, me traía hasta mi casa él só1o. ¡Hala Gallardo, vámonos!, y justo y cabal, por todas las sierras esas, de día o de noche, me traía hasta Prádena sin perderse.
El abuelo Alejandro está sentado a la puerta de su casa en la pla­za de arriba. El hombre me invita a pasar a una especie de zaguán que fue ta­berna antiguamente y me enseña la tina de la miel, restos de la últi­ma cosecha. Es una miel oscura y pastosa, poco fluida.
- Fue un mal año. Es miel de estepas y de las florecillas que dan los huertos. Pruébela si quiere.
Por la calle Real baja tirando del ramal Crescencio, el cartero. Crescencio lleva y trae a diario la correspondencia desde la cartería de Atienza a lomos de su yegua. Don José María, el cura de Las Minas, da la primera señal para la misa vespertina del fin de semana. Las campanadas tienen entre los riscos un sonido peculiar, solemne y agreste como el campo, que inundan con su metálico tañer las cumbres rocosas, las la­deras y los precipicios.
La configuración geográfica de Prádena, su incomunicación durante tantos siglos, han traído como consecuencia una raza pura de familias nativas, no rota hasta hoy. El apellido Cerrada lo llevan un noventa por ciento de quienes aquí están o de aquí descienden. En algunos ca­sos, repetido hasta la cuarta o quinta generación. Otros son Somolinos, y unos cuantos más -yo no conocí a ninguno- me dicen que son García.
Don José María se ha salido un momento al pórtico, haciendo tiempo para dar el segundo toque. Me cuenta que la iglesia estaba derruida, y que fue preciso tirarla toda; que poco a poco y con nada de dinero la van arreglando.
- Es de esperar que la terminemos. Fue una locura. Si lo pensamos bien no nos metemos en esto. Pero, gracias a que lo pensamos mal, ha­brá iglesia.
El pórtico de la iglesia queda como en un leve altillo al principio de la calle Real. La techumbre se sostiene sobre cuatro columnas de madera vieja y un pretil recoleto donde los hombres se apoyan y hablan, y fuman hasta que empieza la misa. Mis contertulios son en esta ocasión Eugenio Cerrada Cerrada y el abuelo Cándido, Cerrada Cerrada, también.
- Pues, aquí ahora se puede entrar, pero, pásmese, hicimos los del pueblo la carretera hasta Gascueña a prestación personal. Seten­ta y dos días cada uno hasta que pudo entrar el primer coche. Luego no hemos dejado de hacerle cosas hasta verla como está.
- ¿Cuándo fue?
- Seria sobre el año sesenta y cinco, más o menos.
-¿Y recuerdan ustedes al pueblo con niños y todo?
- Bueno que lo recordamos. Hace doce años, sin ir más lejos, había cuarenta chicos en la escuela. Los tuvimos que llevar fuera a los ma­yores porque no cabían... Ahora no hay más que dos y los llevan a Sigüenza.
El abuelo Cándido, el hombre más viejo de los que quedan en el pueblo, se va con el recuerdo todavía más lejos.
- Y cuatro molinos harineros en el Bornova. Búsquelos ya. Las pie­dras quedarán, si acaso.
- ¿De qué se vivió en aquellos tiempos?
- Siempre se ha vivido de las vacas, de las cuatro cabras y de la leña que andábamos llevando en cargas hasta Atienza. Del campo, nada, ya lo ve usted, estepas y yerbajos. Las judías sí, pero son tan pocas.
- Lo que resulta curioso es la repetición del mismo apellido en la gente, ¿no?
- A ver. Se casaban siempre sin salir del pueblo...Ahora es al re­vés. Ahora les da por casarse en el extranjero. Aquí hay ya mezcla con no se cuantas naciones del mundo. Menudo lío.
- En verano, supongo que esto se debe poner a tope.
- Hombre, claro. Acuden todos. Y para San Antonio, también. Si coincide que cae en un fin de semana, esto se pone que no cabe ni uno más.
­- ¿Tienen todavía la costumbre de subastar flores?
- Aún. Se subastan flores después de la procesión del Santo. Con el dinero que se saca se van cubriendo los gastos de la fiesta.
Cuando dan la tercera señal entramos a la iglesia. Antes que no­sotros fueron acudiendo algunas mujeres. Ancianas piadosas con la cabeza cubierta con la antigua toquilla. La iglesia está en obras. Es una parroquia penosamente humilde, sin retablos, ni repisas, ni hornacinas donde colocar a la media docena de imágenes que, mientras la restauración, han colocado en los vanos enladrillados de las ventanas. Un retablillo, según modelo de marquetería, adorna el presbiterio, su­ponemos que con carácter de provisionalidad. La ceremonia es sencilla y emotiva, silenciosa y plena de fervor. Somos, creo, veinticinco personas mal contadas. Ignoro si en el pueblo quedarán muchas más, pese a coincidir con víspera de fiesta. El cura pronuncia una homilía cor­ta, de verbo fácil e inteligible que cala en el corazón de estas bue­nas gentes. Testigos de cuanto allí está ocurriendo son los montones de ladrillos y las maderas recogidas en la pequeña nave que hay a mano izquierda de los fieles. Uno piensa que en la Consagración, el Dios que visita por el milagro permanente de la transustanciación en cada misa a este pobre mundo nuestro, se sentirá muy a gusto cuando llega a estos lugares apartados del bien y del mal, como lo fuera ha­ce veinte siglos en medio de los pastores, de los pescadores y de las gentes más humildes de Palestina.
Y se acabó todo. Las sombras caen cerro abajo a velocidad de vér­tigo y la vida de pronto se comienza en Prádena como a paralizar esperando la noche. En cualquier dirección cerros gigantescos que amena­zan con caer sobre los hombres y sobre las cosas que hacen los hom­bres, laderas infecundas que riza el frío del atardecer, horizontes próximos, quebrados, salvajemente bellos, nos dan salida a la otra manera de vivir, a la mía y a la de usted posiblemente; no sé si mejor o peor, que cada uno juzgue.

(N.A. Noviembre, 1984)

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