jueves, 8 de octubre de 2009

RIOFRÍO DEL LLANO


Lo mismo que Jirueque, que Las Casas, que Padilla y que tantos pueblecillos más que salen al encuentro por la carretera de Soria, Riofrío fue siem­pre para mí un lugar de paso, un pueblo que hace casi todo lo que debe hacer con estar allí, ocupando su sitio en medio de aquel pa­raje por donde, al atravesarlo cada vez, uno se siente a gusto, muy a gusto, absorto quizá por el encanto rural del caserío que se va extendiendo a la margen derecha del camino; por la paz de sus horas iguales, alejado ya del bullicio del siglo; por la estampa becqueriana de su cementerio chiquito y de su ermita de La Torre, solos en el rellano siempre verde de las eras próximas.
Como una lagartija, al leve calorcillo del sol del otoño, el pue­blo se acaba de despertar. Salvo excepciones contadas de viaje imprevisto o de enfermedad, que por aquí llegan de tarde en tarde cara al invierno, los pueblecillos de la comarca no son, ni tienen tampoco por qué serlo, excesivamente madrugadores. Riofrío es pueblo de una sola calle que viene a parar, recta como un huso, a la plazoleta del ayuntamiento. La Calle Real aparece limpia, cuidadosamente pavimen­tada., marcando en toda su longitud desde la carretera, la extensión total del municipio. La Calle Real es larga y hermosa, las demás son callejuelas adyacentes sin imagen apenas, rinconcitos subsidiarios que mueren en las afueras al poco de nacer.
En la cara que da al poniente, una de las tres que configuran la recoleta. Plaza Mayor, dos hombres con traje de faena están repellando desde lo alto de un andamio el muro dorsal de sillería que queda entre los contrafuertes del ábside de la iglesia. Los albañiles son hombres muy atentos, que dan toda clase de explicaciones cuando se las pide, pero que se miran el uno al otro cuando el desconocido les habla de ver la iglesia por dentro.
- No; nosotros de eso no sabemos nada. Luego pasan las cosas y ya se sabe.
- Ah, pues tiene razón. La verdad es que tampoco tenía ningún in­terés mayor por conocerla. ¿Qué, echando un parche?
- Qué va. Los mozos, que quieren que les hagamos una miaja de juego de pelota.
Las mujeres de Riofrío llenan sus cubos de agua y sus calderetas en los caños de la fuente redonda y me miran con extrañeza. Son mu­jeres que quisieran saber y no preguntan; prefieren comentar entre ellas y cargar sobre la espalda del forastero toda la ga­ma de pareceres y de oficios que abarca su imaginación.
- Pues yo diría que el de los recibos no es.
- Debe ser de esos que andan por ahí comprando cosas de las de antes. De esos anticuarios que dicen.
- Chica, pues yo como si lo hubiera visto aquí cuando lo de las calles.
Riofrío se abriga del viento solano por los al tos de la Virgen y de la Capucha, pequeña alineación de colinas de escasa altitud que baja paralela al pueblo, dejando entre los dos una docena de cuartelillos arbolados en los que crecieron las coles y la zarzamora, y nació la maleza impulsada por la humedad. En la Salida de Santiuste hay un anciano sentado al sol sobre un poyo de piedra. Es un viejo simpá­tico, que ríe a pleno pulmón y me habla con sonrisa temblona, indefinible, entre picarona y angelical.
- Yo soy el padre del señor alcalde. El no está en casa, pero si en algo le puedo servir…
Durante un buen rato compartí su trono de ca1iza y su sol con don Cipriano. Uno piensa que el sol que toman los viejos es un sol con corazón de madre, un sol revitalizador y compasivo. Don Cipria­no Monje sabe mucho; un hombre que nació en el pueblo, que allí vivió siempre, y que, según él dice, todavía le queda cuerda para ir tiran­do.
- Lo malo es que me dan mareos y tengo que andar con la garrota.
- Querrá decir con las garrotas, porque lleva dos.
- No señor, llevo una sola. Esto otro es un bardasco para atizar al que se desmande.
- ¿Ya hizo usted los ochenta?
- Y nueve más. ¿Qué se cree?
- Ah, pues eso sí que no lo parece. Tampoco habrá visto cosas en su vida.
- Muchas; buenas y malas. De las malas es mejor no acordarse, pa­ra qué. Antiguamente, había aquí una romería muy importante a la Virgen de la Torre, ahí en eso de la ermita. Se juntaban gentes de nueve pueblos de la contorna. Aquí traían los pendones, las insig­nias, las cruces, todo. Pero al irse la juventud, se acabó.
- ¿Y dice que venían de nueve pueblos?
- Sí hombre, de nueve: de Cincovillas, La Bodera, Cardeñosa, Re­bollosa, Santiuste, El Atance, Santamera…
- Y ese día se lo pasarían en grande, claro.
- ¿Pero no me ha dicho que le diga los nueve? Pues todavía faltan dos: La Olmeda y Cercadillo.
- Ah, pues ni me había dado cuenta. Perdone usted.
- Luego se comía por las eras, por el río a la sombra, y por la tarde buen baile. Como había juventud, quedaba gente para la barra, y para el juego de pelota también.
- ¿Y cuándo hacían todo eso?
- La víspera de la Ascensión. Se hacía una novena a la Virgen para que lloviera, que buena falta hace ahora también. No crea que la cosa está buena, no.
Un perrillo mordisquea junto a nosotros en un haz de leña que hay a la puerta de una casa vacía. En Riofrío sólo quedan veinte casas en las que se hace vida normal todos los meses del año. Las demás son casas de veraneo, antiguas viviendas como las otras, adecentadas ex profeso para la vacación; y chalés, só1idos y lujosos chalés que han ido levantando con escrupulosa exactitud en lugares escogidos de las afueras.
Acaba de entrar a la plaza un vendedor ambulante. Al aviso in­sistente del claxon calle adelante comienzan a acudir las señoras por las esquinas. La furgoneta del vendedor se ha convertido de años a hoy en el gran personaje de las amas de casa, algo así como la no­driza oficial de muchos de nuestros pueblos. Los tenderos acuden con rigurosa periodicidad a cientos de lugares donde la gente les aguarda confiada y puntual cada viaje.
- ¡Huuii...! Sí, señor. Aquí de esto tenemos todo lo que queremos; lo que hace falta es dinero.
- ¿Qué ha comprado usted?
- Pues mire, llevo peras, mandarinas, queso, chuletas de cerdo y una poca panceta. Yo quería cordero, pero esta vez no ha traído. Es un chico de Romanillos que nos sirve muy bien. Por lo menos hasta ahora no nos podemos quejar.
-¿Cómo se llama usted?
- Cómo quiere que le diga: unos me llaman Fe, o Marifé, también me llamo Marcelina. En mi casa tenemos el teléfono.
- ¿Ah, sí? Ahora les dará poco trabajo, creo yo.
- En este tiempo casi nada. Cuatro o seis veces llaman al día. En verano, con eso de los veraneantes no para­ de sonar.
Poco después encontré la iglesia abierta. Es un edificio recio, de piedra vieja, cuya verdadera entrada en arco de medio punto cu­bre un portal cerrado del año 1670. Un templo recogido y silencioso, os­curo, con cinco retablos dieciochescos de apretado barroco, distri­buidos entre el presbiterio y los muros laterales de la única nave. En la quietud impresionante de la iglesia se ve lucir, trémula en su vasito del altar mayor, la lamparilla del Santísimo.
Algunas mujeres hacen punto sentadas de espaldas en las solanas que salen a la Calle Real. A mitad de camino hay un bar que no lle­gué a ver y que tiene un nombre evocador y expresivo, un nombre a la usanza y al gusto de los locos años veinte. El barecillo, que de be ser además tienda de ultramarinos y artículos de primera necesidad, se llama "El refugio del cazador". .
- ¿No bajan a abrir? Eso es porque no hay nadie. Me parece que se fueron las dos esta mañana.
Al pie de los altos, revestidos de encinas en sus laderas, baja a mitad de caudal el arroyo Alcolea, dejando tras de sí un variado panel de huertecillos en los que la escarcha de la mañana perdurará a buen seguro hasta el atardecer, agarrada a los troncos secos de los matojos. Mi amigo, el abuelo de la salida de Santiuste, se fue con su garrota y con su bardasco para atizar al que se desmande hasta las obras del pare­dón de la iglesia. El abuelo Cipriano se ha puesto contento cuando me ha vuelto a ver con el único ojo que le han dejado los años.
-¿Qué le parece, lo que son las cosas? Antes, mal frontón, mal pi­so y buenos jugadores. Ahora, frontón nuevo, piso de cemento, y yo creo que no hay ni uno que sepa tocar la pelota. De todas maneras, hay que fastidiarse.
La mañana terminó tomando al fin una transparencia inusitada. Las casas de Riofrío tiran al aire bocanadas de humo, de un azul sutil que en seguida se pierde. En las calles huele a roble quema­do, el viejo olor a pueblo, a pancocer de nuestros años de infancia. Ya en la carretera, un autocar de alemanes, cargado con señoras rubias y con hombres de porte entre intelectual y aburrido, pasa a todo co­rrer con dirección a Soria.

(N.A. Diciembre, 1981)

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