sábado, 24 de octubre de 2009

SAN ANDRÉS DEL REY


El humo de las chimeneas de Irueste y de los Yélamos sube recto como ve­las, difuminando después la blanca humareda de los ho­gares en el cristal finísimo de la veguilla del San Andrés. El pue­blo cuyo nombre tomó el exangüe regato que humedece al bajar huertecillos baldíos y cuadros de mimbrera, se asoma desde un alto que por la carretera de Budia dibuja el páramo. Nueve y media de una mañana de abril. Rodeamos por el ramal que sube hasta las eras. Un an­ciano que anda medio encorvado y con boina cumplidita viene de paseo desde la ermita de Los Remedios. Paso a San Andrés, la villa que re­fleja en sus piedras de caliza por las esquinas los primeros rayos del sol. No sé si en realidad lo son o no, pero las calles me pare­cen estrechas, limpias y allanadas con hormigón. Tiene una plaza cuadrada y no demasiado grande. En la plaza hay aparcado un camión cisterna. Por la carteleta que hay cosida con grapas en la puerta principal adivino que una vieja casona de la plaza debe de ser el ayun­tamiento. Es como un viejo palacete del dieciocho dejado de la mano de Dios. El abuelo que antes vi venir por las eras de Los Remedios se acerca hasta donde yo estoy, se coloca a mi vera y se me queda mirando fijamente, desafiantemente.
- ¡Hola, buenos días! - Le digo-. ¿Es ese el ayuntamiento?
- Sí señor, el ayuntamiento. Es una casa antiguaza. Muy devorada está la pobre. La puerta debería ser de hierro, es muy endeble y an­da mal.
- ¿Cómo se llama usted?
- Yo me llamo Eusebio Tomico, para servirle. ¿Y usted?
- Yo José Serrano. También para servirle.
- ¿Ingeniero?
- No señor.
- De los de las calles, entonces.
- Tampoco. ¿Esa es la fuente, no?
- La fuente. Antes estaba aquí mismito, en medio de la plaza. Que si estorbaba que si no, la quitaron y la han puesto ahí en la pared. Todo el que quiera puede beber. Está muy fresquita. Aquí sobra agua.
Me dice el señor Eusebio que no tiene nada que hacer, que se viene conmigo a enseñarme lo del barranco. Por la Calle Mayor vocea a su mujer que aún no va a almorzar, que tiene que acompañar a un señor que quiere ver el pueblo. Luego dice que me acompaña con mucho amor y con toda la buena fin.
- ¿Y esta otra calle, cómo se llama?
- Esa es la del Azafranal, Si viera usted cómo pasan por aquí los amotos de los chavales. Se conoce que en los Yélamos no les dejan montar y se vienen aquí. Este es un pueblo muy pequeño; ahora seremos unas cuarenta personas, o menos, pero está muy bien, y muy sano­te aquí en el alto, ¿verdad usted?
Por la calle del Barranco me enseña la obra de la casa que se es­tá haciendo un sobrino suyo, mirando a la vega. La zona se ve bordea­da de chalés que se han ido construyendo en el pueblo algunos de los que viven fuera. El as­pecto del vallejo es a estas horas de la mañana de una luminosidad tal y de una calma que invita a quedarse allí. El abuelo Eusebio me cuenta que a todo aquello le dicen Haciaelsanto, que por debajo están las bodegas y que el arroyo San Andrés nace por aquellos barrancos de allá arribotas.
-Mire, aquellas casas de abajo eran una granja, y la han dejado que se pierda. La cueva de allá arriba, donde los chaparros, era el refugio de los gitanos en los tiempos de antes.
Los almendros en flor se asoman a la primavera con ciertas re­servas, con las flores abiertas tímidamente; el abril puede salirnos cualquier noche con heladas y se acabó la historia. En la lejanía se advierte una hilera de colmenas bajo un co­bertizo orientado al sol. El abuelo Eusebio no para de hablar; se ve que amaneció con ganas de que alguien le escuche y el buen hombre reclama sus dere­chos. Yo se los concedo encantado, sumisamente. Después me habla de sus hijos y de sus nueve nietos, de que algunos son taxistas y están en Madrid, que no saben qué hacerse con él con su mujer cuando van a verlos.
- Pero los años son los años, ¿sabe usted?; y ellos van a lo suyo y a mí ya no me hace caso nadie, como aquel que dice. Ya no manda uno en nada con la dichosa vejez.
Luego nos fuimos a la guerra. Vamos, mi amigo el abuelo Eusebio se fue con el re­cuerdo a la guerra de hace casi medio siglo y me contó algunas de las cosas tremendas que le ocurrieron en Vich, por tierras de Cataluña.
- Lo pasemos muy mal, sí señor. Comiendo hierba como los animales. Todo el mundo traspellao. Así que, te daba igual que te pegasen un tiro. A mis pies mismamente cayó muerto uno de un disparo; me acer­qué hasta él y, como sus botas eran mejor que las mías se las cambié. Así nos teníamos que valer, ¡la leche!, y que no veamos otra.
Ahora nos ladran los perros desde los chalés. Hay muchos perros en San Andrés del Rey. El señor Eusebio me dice que si quiero me re­gala uno, que a cualquiera de por ahí ni por un millón, pero que a mí me lo da y en tan buena hora. Cuando le digo que a mí los pe­rros no me gustan, se calla y seguimos andando, siempre al borde de la vega.
- ¿Qué le parece lo de los olmos? y que los tienen que cortar porque se mueren. Como una maldición, con los que hay por aquí.
- Oiga, yo creo que ya he visto bien el barranco. ¿Por qué no nos volvemos al pueblo por la parte de atrás?
- Sí hombre, sí. Usted no tenga prisa, que ya iremos. Ahora nos damos la vuelta, vemos lo de la fuente y luego volvemos por la igle­sia. Es que si no ve esa parte no se desayuna. ¿A qué ha venido, si no?
La Fuente Vieja queda al caer de la cuesta. Una senda pedregosa sobre roca, desgastada de tanto pisar, sube hacia nosotros sin que nadie la use.
- Era el camino de antes. ¡Cuántos cántaros de agua tendré yo su­bidos por esa cuesta!
Ahora me va contando, una por una, la historia de cada una de las viviendas por donde pasamos, ya en el barrio de la Iglesia. Me dice que la torre tenía unas buenas campanas y que la tuvieron que volcar porque amenazaba ruina, y ahora le han puesto un arquillo de cemento encima con un esquilón.
- Esa mujer que viene por ahí -me dice- es la señora del alcalde. Si quie­re nos puede abrir la iglesia.
La señora Felisa es una mujer simpática que me debió reconocer al instante y se prestó voluntaria a enseñarnos la iglesia y la er­mita de Los Remedios. Mientras tanto, el abuelo Eusebio me animó a que saltara el murillo por el que se cuelan los chicos y me metiera al cementerio viejo. Con sus setenta y cinco acuestas él saltó detrás. En el camposanto han hecho un muro de contención para que no se derrumbe la pared sur de la iglesia. Por allí se ven, perdidas entre la maleza, las cruces sepulcrales con sus ramitos de flores en honor y recuerdo de los que yacen en aquel suelo santo.
- Aquí están enterrados mis padres y un hermano. A mí me llevarán al nuevo, que está por aquella parte.
Se entra a la iglesia por una portada sencilla que tiene un arco en ojiva. Es una iglesia pequeña, con nave única que cubre un arteso­nado recomido por las goteras y por los años. Un retablillo barroco en el ábside con la imagen de San Andrés y un Cristo antiguo, es lo único que tenemos que ver. ¡Ah!, y una pila bautismal de traza románica con ornamentación que es una destacable obra de arte. La mujer del al­calde me dice que con las obras de restauración se perdió mucho.
- La tribuna, por ejemplo, la tuvieron que quitar porque amenazaba ruina.
Desde allí nos fuimos hacia las eras. Al pasar por el horno me cuentan que allí es donde ahora hace la gente las meriendas. Lejos se ven las puntas de los cipreses en el cementerio nuevo, al otro lado de la ermita. En San Andrés llevan veintisiete años enterrando en el cemen­terio nuevo, desde que se murió el pobre Gregorio, bien joven, que fue el primero. A uno y otro lado verdean las tierras de labor, mullidas y pedregosas bajo el sol limpio. La ermita queda a dos pasos.
- Es la patrona, ¿sabe? Hacemos mucha fiesta el 15 de agosto. San Andrés también se celebra, pero menos. Los del pueblo sólo.
Por encima de la puerta de la ermita hay una piedra inscrita, cuyo texto, aparentemente fácil, no he sido capaz de descifrar. Tal vez, con tiempo y mucha paciencia se pudiera sacar algo en claro. Al final, eso sí, creo que la fecha es de 1661.
- Pues mire, esa es nuestra Virgen. Guapa, ¿verdad?
- Ya lo creo que lo es.
La, Virgen de Los Remedios es una talla policroma con el Niño en los brazos. Cuelgan de la mano derecha una banda y dos racimos de uvas de cristal. El rostro lo adornan con pendientes y dijes que tienen el in­medible valor del cariño de quien se los puso, pero que dan a la ima­gen el pintoresco aspecto de una guapa gitana del Sacromonte.
- Qué campo más tranquilo. Aquello de abajo debe de ser monte, ¿no?
- Allá abajo es por donde se curan a los niños quebrados el día de San Juan -me dice la señora Felisa-. Un poco más allá.
- ¿Y eso cómo es?
- Pues nada, cuando hay un niño con ese mal, se le lleva y se le pa­sa por encima de un marojo tres veces y se cura. El año pasado lleva­ron dos.
- ¿Ah, sí?
- Van uno que se llame Juan y otra María. Entonces se lo pasan el uno al otro por encima del marojo tres veces, diciendo:

Tómalo María,
dámelo tú, Juan.
Este niño ha de sanar
la mañana de San Juan.

Entonces se corta el marojo y se vuelve a injertar en su propio tron­co. Si el marojo prende, entonces el niño se cura, y si se seca, el niño no se cura. Tiene que ser en el momento de salir el sol.
- Pues me dejan de una pieza. ¿Se curan muchos niños?
- Todos. Si los padres lo llevan sin fe, más vale que no se moles­ten, porque el marojo se seca y el niño no se cura; pero si tienen fe, se cura siempre. Vienen de muchos pueblos con los niños. A los dos del año pasado fue mi hija, la María., la que los pasó, y un Juan.
Bueno, pues rumiando la última impresión de la que hasta la cien­cia cree, preferimos descender carretera abajo buscando el camino de vuelta. La apenas poblada villa de San Andrés se queda en su altillo del páramo por los siglos de los siglos. En el estrecho de la vega zumban las abejas y los haces del mimbre se ven apilados en las sombras. Los nogales comienzan a enternecer la yema y el murmullo de los regatos se siente sin interrupción por debajo de los puentes. La primavera parece que se asentó en la Alcarria definitivamente.

(N.A. Abril, 1985)

1 comentario:

Unknown dijo...

Yo soy de allí, bueno mi padre... y tengo que decirle que la granja de la que habla en su texto (Mire, aquellas casas de abajo eran una granja, y la han dejado que se pierda.) era de mi abuelo y que a fecha de hoy es nuestra casa!!! :) gracias por esta entrada en su blog!