lunes, 30 de noviembre de 2009

VALDEAVERUELO



Nada más regresar de Valdeaveruelo me he puesto a leer aquel primer trabajo que sobre este pueblecito campiñés escribí hace una docena de años. No parece éste el mismo Valdeaveruelo que conocí en aquella ocasión; desde entonces a hoy el pueblo ha cambiado radicalmente. Continúa, eso sí, extendido en la solana de aquel altozano de baldíos que se corona con unos cuantos olivos y con una plantación de almendros que ya han perdido la hoja.
A la altura del arroyo seco donde estaba la fuente, ahora andan en obras. En Valdeaveruelo siempre están en obras. Creo que durante la última década en el pueblo no han dejado de edificar. Todavía quedan en pie algunas de aquellas viejas casas de adobe, con rudas portonas de madera de las que estuvieron en uso cuando los tiempos de las caballerías para trabajar el campo, pero muy pocas; predomina lo nuevo, lo limpio, lo elegante, lo conforta­ble, lo que en nuestro haber, y aun tratándose de uno de los pueblos más pequeños de la Campiña, aportamos a esta Guadalajara diferente que no dudamos habrá de entrar con pie derecho en el año 2000.
Es la hora de la sobremesa o un poco después. El reloj del ayuntamiento señala las cuatro. Las banderas de España y de la región ondean sobre largos mástiles amarrados a las columnas del Ayuntamiento. El bar de Judit está cerrado; un papel sujeto al cristal de la puerta dice que por vacaciones. El bar de Judit -supongo- sirve para cubrir con creces las necesidades de Valdeave­ruelo en un día cualquiera. Los fines de semana, la escasa juventud del pueblo se marcha a las discotecas vecinas de El Casar, a los bares de Torrejón y a los pubes de Guadalajara a pasar la velada. Sus padres -sigo suponiendo- no acostumbraban salir de sus lares, mataban la trasnochada valiéndose del poco de taberna o del barecillo de entonces; y sus abuelos echaban la noche a ronda. Es la consabida historia generacional que distingue, en cada época de la vida, a unos de otros.
Valdeaveruelo a estas horas, en un día cualquiera del otoño, está casi desierto. En la esquina de la calle Mayor con la calle de la Hermosura, dudo entre subir con dirección norte hacia los arcos de la iglesia o seguir adelante hasta la ermita de las Angustias. Al final me inclino por la primera opción.
La iglesia en alto la encuentro precedida por una pendiente sembrada de un césped finísimo. La puerta de la iglesia está abierta. La conocí medio en ruinas cuando mi primer viaje y hoy es un ejemplo de eficiente restaura­ción. Hay una señora en el interior. El retablo es para mí lo más sobresaliente del templo; de brillantes dorados, con una pequeña talla del Calvario en la hornacina y algunas láminas piadosas de sobrea­dorno. El Vía Crucis lo han puesto de azulejos, muy llamativo y original. Terminados sus rezos, las señora espera de pie para cerrar la puerta.
-Bonita iglesia les quedó, después de las obras.
-Sí, señor; ha quedado muy bien. Si baja a ver la ermita, seguro que le va a gustar. La arreglaron un poco y está como si fuera nueva.
Bajo en un instante. La puerta de la ermita está cerrada. Por la cristalera de uno de los ventanucos de la ermita, distingo en la penumbra la seria imagen de la Virgen de las Angustias, la Patrona de Valdeaveruelo, cuya fiesta mayor celebran la segunda semana del mes de septiembre. En el sombrío jardín de junto a la ermita hay un par de mujeres sentadas sobre uno de los bancos. Pienso al pasar que estas señoras jamás pudieron soñar con tanta placidez, con tanto acomodo en las orillas del pueblo. Hacia adelante sigue una pista, sombreada con arbolillos y adornada con rosales y plantas de jardín en ambos lados.
Chopos, acacias, rosales..., Valdeaveruelo en las afueras es un vergel. Sus calles el visible escaparate de un pueblo en renovación constante: calle de la Hermosura, de la Hera, de San Antonio, plaza de San Juan. La plaza de San Juan es la plaza del ayuntamiento, la del nuevo ayuntamiento de Valdeaveruelo, un edificio mayestático, de fino corte, en el que usaron para su construcción el típico ladrillo campiñés adaptado a los modernos sistemas. Y no lejos, semiescondido entre la tupida masa de encinas del saliente, el otro Valdeaveruelo, la urbanización Sotolargo, como contrapunto a la recoleta estampa del pueblo al que tienen por vecino. Por la plaza suena el claxon en la camioneta de un vendedor ambulante.

VALDEAVELLANO


Si hubiera que admitir que cada camino tiene un solo viaje, y sólo uno, el que aquella mañana me fue acercando a Valdeavellano debo considerar que era el suyo, el único, que no hay otro posible para llegar a él.
La austeridad del camino supera con creces a su estado mediocre, a su trazado difícil en lo más alto de aquel altiplano que precede por el poniente a las espectaculares tierras bajas por las que corre el Tajuña. Serenos campos de pan, labrados con mimo por brazos que mamaron de la propia tierra, sacan a la luz en los pequeños ribazos del camino la estampa gris de las encinas y de los chaparrales, el milagro de la espiga tierna, la gracia colorista de las tamarillas, de los alverjanones y de las amapolas, mezclando en la mañana sus virginales tonos con el verde de los trigales. Más allá, con sus viviendas bajas, como camufladas a la sombra de la torre, se alcanza a ver a nuestra derecha, en postura inverosímil mirando al valle, la villa colgada de Valfermoso. En seguida el pueblo, Valdeavellano, hecho a recibir con cariño de madre a tantos de sus hijos que un día lo dejaron para siempre, te acoge en el re4gazo amable de su Plaza Mayor. La plaza de Valdeavellano está dedicada a la reina María Cristina. Yo la conocí desierta, toda para mí, dejándome sentir desde el silencio de una pared en sombra, el palpitar de su viejo corazón. Es una plaza hermosa, abierta a la luz y a los soles de cada día; una plaza singular en su tipismo que afirman y confirman ante los ojos absortos del visitante, la fachada del ayuntamiento y la piedra monumental de la picota.
- Según oídas, la mejor de la provincia es la de Fuentenovilla, y luego ésta.
La picota de la plaza de Valdeavellano se levanta sobre una peana hexagonal, rodeada por un pilón abrevadero, cuyo capitel se abre en medios cuerpos de león perfectamente reconocibles.
- Antes era muy bonita. Tenía tres filas de escaleras alrededor para subir a la base; pero las quitaron para hacer el pilón.
Don Martín Cuesta, la primera persona con la que tuve ocasión de hablar, tiene su casa en la plaza. Don martín no es del pueblo, ni vive allí habitualmente. Don martín se marchó del pueblo cuando se fueron todos, por la misma causa, y, según él, siguiendo la corriente al mismo sitio que los demás.
Todos nos fuimos a Madrid o a Guadalajara. Pero pronto habrá que emprender la vuelta. Según vienen las cosas nos tendremos que volver otra vez al pueblo, y yo no pienso ser de los últimos.
- ¿No le parece a usted que a la hora de marchar se obró un poco a la ligera?
- Yo creo que sí. Este pueblo ha dado siempre para vivir. El término es bueno, y este año, sin ir más lejos, los agricultores tienen un cosechón.
- ¿Queda mucha gente para trabajar el campo?
- Bueno, la verdad es que en el pueblo quedarán unas treinta familias de personas mayores, y tres o cuatro más de gente joven. Lo que pasa es que muchos de los que viven fuera, vienen a cultivar sus tierras los fines de semana o cuando pueden. Hace unos días eché la cuenta y me salen cerca de cuarenta tractores.
Ajena a la conversación del forastero y de su amigo Martín, que estaban sentados cómodamente al sol sobre un poyo de piedra, cruza la plaza una señora con una gavilla de hierba bajo el brazo y un cubo de agua en cada mano.
- Eso es para el ganado.
- ¿Les queda mucho ganado?
- Mucho no. Del ganado menudo nunca falta en las casas, y de ovejas todavía hay un par de hatajos buenos.
Valdeavellano, con lo poco que conocía de él, y otro poco que me fue posible observar tratándolo de cerca, me pareció un pueblo de gente honrada y de buena condición para el trabajo; un pueblo de alma limpia y de cuerpo descuidado, que está sufriendo en sus carnes, como pocos, la dolorosa experiencia de la despoblación, incluida toda ese secuela de irremediables consecuencias, que el tal fenómeno tiene por costumbre llevar consigo.
- Sin ir más lejos, yo puedo decirle que sí que seríamos seiscientas personas hace veinte años. Ahora, ya ve, viviendo aquí de continuo pocos más de cien. Y menos mal que tenemos ayuntamiento propio, que otros por ahí no tienen ni aun eso.
La calle de la Fuente parte pueblo abajo desde la plaza en busca de uno de los más bellos rincones que se conocen, si la zarpa del más radical abandono no se hubiera cebado sobre él. Es una calle sin pavimentar, una costanilla de canto y tropezón en cuyas aceras se van sucediendo las viviendas deshabitadas, las viejas mansiones familiares en las que debieron de nacer y vivir, hasta que sirvieron para levantar vuelo, una buena parte de los hijos del pueblo que por hache o por be prefirieron clavar raíz lejos de la casa paterna.
Una anciana pequeñita nos mira, muy simpática, sentada sobre un tronco de árbol a la sombra de la pared. Ya en las afueras, un grupo de árboles junto al camino dan paso otra vez al campo abierto. En los repechos se alcanzan a ver, muchas de ellas escondidas detrás de los yerbajos, las puertas hundidas de las bodegas, en cuya cercanía surge la paradoja casual de algún moderno chalé.
- Mire, eso que hay ahí era una ermita. Le decimos la ermita del Espíritu Santo. Yo la llegué a conocer con su imagen y todo.
Acaba el sendero entre la espesura verde que rodea a la fuente, y que seguirá después por toda la cañada, hasta perderse como en una selva impenetrable al pie del Cerro de la Cabeza. La fuente está situada en un paraje tan bello como olvidado. A la sombra de los chopos, que crecen allí al amparo de la humedad en manifiesto desorden, el agua brota a la superficie no por una, sino por seis, ocho o diez, bocas a la vez, y que sirven toda la transparencia y el frescor que aquellos montes próximos guardan escondido en sus entrañas.
- Mire, aquí en esta primera es donde se lavaban antiguamente los menudos de las reses. El agua es la misma que la de la fuente mayor.
Al lado de la fuente pequeña se conservan cubiertos dos lavaderos que acabarán viniéndose abajo por falta de utilidad. A través del agua de los dos pilones se dejan ver las piedrecitas, las hojas secas y los sedimentos que el pasar de los años les fueron dejando en el fondo.
-Estos sí que, con la historia de los detergentes y las lavadoras, ya dieron todo lo que tenían que dar. Esa casona hundida que hay detrás era un molino aceitero.
La primera estrella de aquel romántico lugar, que me hubiera gustado contemplar con todo su encanto a la caída de la tarde, es la Fuente. Una fila de caños y agujeros, de los que sólo por la mitad corre el agua, surgen alineados en la base de un viejo paredón que se remata con el escudo en piedra del antiguo reino de Castilla, al que algún desaprensivo cazador de leones inertes, debió de tomar en más de una ocasión como blanco de su vandalismo.
Por lo alto del cerro pasa un pastor, Alejandro, dando órdenes de repliegue a los perros guardianes que le obedecen al instante.
En una solitaria plazoleta que le llaman -nadie me ha dicho por qué- la calle del Sartenazo, hay una señora que limpia sillas junto a la puerta de su casa. Es una señora que viste de luto, muy agradable, se llama Antonia, y viene con los suyos a dar una vuelta por el pueblo los fines de semana. Cerca de allí hay un arco de piedra con escudos por el que se entra a un patio sin salida donde se desarrollan las flores, la hierba y el perejil, al pie de las paredes.
- Le llaman la Casa del Romo. Yo creo que debían de ser condes.
- El pueblo parece viejo ¿verdad usted?
- Sí. Y con tan poca gente como hay ahora, fíjese. Está hueco por debajo. Todas las casas tienen su bodega y enseguida sale el agua.
Por la calle de la Iglesia se divisa, un poco de pasada, la maravillosa portada románica del templo parroquial escondida en la sombra al otro lado de las rejas. La amigable tertulia de dos, doña Felisa y doña Josefa, junto al quicio de una puerta en la calle de la Soledad, se hizo de tres cuando llegó el forastero.
- Forasteros aquí, no señor. En este pueblo somos todos iguales, y al que viene de fuera, si es con buena intención, que sea bienvenido.
- Seguro que estaban las dos recordando sus tiempos.
- Pues sí señor. Estábamos hablando de lo que nos tocó trabajar. Que si a coger olivas, que si a segar con la hoz, para luego comerse unas malas gachas con torreznillos.
- Ah, y si lo cuenta usted a los de ahora, no se lo creen.
- Claro que no se lo creen. Las de ahora que no tienen que lavar, ni que fregar, y dicen que están esgüesás. Dígame si no da risa.
- Bueno, la verdad es que en Valdeavellano tampoco se vive mal.
- No señor, no se vive mal. Nunca han habido ricos ni pobres, y nos hemos ido arreglando como hemos podido. Unos se han ido por ahí y otros nos quedamos aquí; pero mire como ahora vuelven.
Otra vez en la plaza, bajo el sol sin piedad de la mañana de junio, la conversación se hace cordial con las vecinas que viven por allí. Doña María Rojo, desde el balcón de su casa; doña Mari Cruz Rojo, esposa de mi amigo Martín; y doña Rosa, ¡vaya!, Rojo también, que vive en la casa del Romo, me hablaron con verdadera pasión de sus patronos y patronas, del Santísimo Cristo y de Santa María Magdalena, de la Virgen de la Soledad, que sacan en procesión por las orillas del pueblo el último domingo de mayo, y de sus fiestas y costumbres, que nadie se resigna a olvidar.
Desde la ermita de la Soledad, donde la bella imagen de Nuestra Señora conserva todavía las flores naturales de la última fiesta, la vista se pierde por los campos de verde trigal, que un poco más adelante se acabarán precipitando, entre bancales de olivar y campos yermos, en el valle del Tajuña.

(N.A. Junio, 1981)

domingo, 29 de noviembre de 2009

VALDEARENAS


Dejando a un lado su conmovedora quietud escondidos en el silencio del valle, los pueblos del Badiel cuentan con la característica común de la amabilidad, de la hospitalidad como norma de conducta, y de la apertura de corazón. Uno ha descubierto que en los pueblos del Badiel se encuentra como en su propia casa, que cada viaje, y nunca por propio mérito propio sino por la amable condición de sus gentes, fue dejando tras de sí una estela de amigos que le abrieron de par en par las puertas de sus hogares, y le enseñaron además, con la castellana sencillez de los hombres del campo, los más bellos rincones de su alma, curtida al aire y al sol de muchas décadas, en amigable coloquio a la sombra de cualquier acacia.
Valdearenas está abierto como una flor adulta a la media tarde del fin de semana. La Plaza Mayor de tierra y canto pone ante los ojos del visitante la estampa monumental de su fuente en forma de copa, y como fondo sobre un ligero altozano, los paredones derruidos de su iglesia de la Asunción. Una señora me encamina desde la plaza a la casa de don Germán en la Calle real. Don Germán Muñoz Felipe es un hombre del campo, padre político de mi amigo José Antonio Merino. Don Germán, hombre de conversación corta por naturaleza, me hablo desde la cátedra de sus muchos años con cierto tono de nostálgica serenidad.
- No queda casi nadie; el personal se ha debido marchar del pueblo huyendo del campo y de los olivos. En tiempos tuvimos tres molinos aceiteros, y hubo años en los que se llegó a coger un millón de kilos de aceituna. Ahora, ya lo tiene usted a la vista, casi nada.
- Y para colmo, la fuente vacía ¿verdad?
- Claro; no ve que el año viene muy seco. Cuando llueva, seguro que echará otra vez. En esta plaza se jugaba a los bolos cuando yo era chico, y en la de abajo se tiraba a la barra.
Se conservan en Valdearenas, hundidas unas y en pie la mayor parte, viejas viviendas cuya pared de adobe muestra con crudeza la cara descarnada por las lluvias, que uno tras otro los inviernos fueron lamiendo su estructura elemental de tierra y paja. Desde la calle de la Fuente se divisan lejos, alumbrados por el sol de la tarde, el chapitel de la torre y los tejados de Muduex en la misma vega.
- Cuando la guerra estaba el frente por estos cerros, y los del pueblo nos tuvimos que ir de aquí, cada uno por donde pudo. Yo me fui a Jadraque. El pueblo lo arrasaron casi todo con los bombardeos. Mucho de lo que se ve hundido es de entonces.
La antigua iglesia del pueblo, la verdadera iglesia de Valdearenas no es otra cosa que un montón de piedras labradas, cuerpos de columnas derruidos, epitafios y escudos de familia tirados en desorden entre las hierbas y los cardos.
- Ya hará veinte años que tuvimos que abandonarla. Había una abertura en el techo y decían que corría peligro. Yo no sé si correría peligro o no. Luego pasó lo que pasó, y ya ve cómo está todo. Para el pueblo, desde luego fue una mala acción. Y que la iban a levantar otra vez, ¡ya, ya! Mire qué camino lleva.
- ¿Dónde celebran misa ahora?
- Ahora nos dicen misa en un salón de la plaza.
En ruinas también y adosado a las de la iglesia está el viejo cementerio. Tan sólo le separa del templo hundido un grueso muro que mi amigo Germán consigue cruzar de un salto con relativa facilidad. Las lagartijas asoman al último sol sus cabecitas puntiagudas por los agujeros de la pared que daba a la sacristía. En el suelo, muchas de ellas escondidas entre la maleza, las lápidas mortuorias que recuerdan los nombres y las fechas precisas de aquellos que se encontraron ya con la menos discutible de las realidades humanas: la realidad de la muerte.
- Aquí están enterrados mis padres, y mi hermana que murió bien joven.
- ¿Cuándo estrenaron el cementerio nuevo?
- Yo creo que podrá hacer unos quince años.
Casi a las puestas del sol desde las tapias del cementerio se saborea la paz; la tranquilidad de la tarde, plena de sensaciones sedantes, toma allí cuerpo y espíritu. El pueblo queda abajo, sobre la margen izquierda del Badiel, con su vega teñida de girasol, encajada entre el Picarón y la Cuesta del Monte. Al poniente, en provocativo contraluz con un ocaso color de sangre, el cerro y las recortadas viviendas de la villa de Hita.
- A este cerro le llamamos La Tala. Hay dos cuevas en las que se pueden meter muy bien cuatrocientas cabezas de ganao. Antes sacábamos por allí mucha greda. Luego, toda esta parte del Picarón y el Marañal lo repoblaron de pinos. Lo que no sé es cuántos habrán podido agarrar.
La de las Procesiones es una callejuela sin pavimentar, que parte desde los muros de la iglesia pueblo abajo. Hay un señor sentado sobre el escalón de entrada a una vieja mansión que se adorna con una parra espesa por encima de la puerta principal. El hombre se cubre con una gorra de visera, y por lo que pude comprobar después, se trataba de don Ramón Ayuso, un señor simpático, abierto y con ganas de conversación.
- Pues hombre, ahí donde usted las ve, las uvas de la parra casi nunca llegan a colmo. Cuando van empezando a madurar se las comen las avispas.
- Buena casa, ¿verdad?
- Esta es de familia ilustre. Nosotros descendemos de los Pasuti, de la casa de los Duques del Infantado. Mi abuela, la madre de mi padre, se llamaba Fernanda Pasuti García, que yo llegué a conocer en esta misma casa donde estamos sentados usted y yo. La casa está hecha en 1816.
- Ah, pues sí que es interesante, ya ve.
- Y mi hermano Diego tiene dedicada la plaza donde está el frontón. Mi hermano Diego es franciscano y está en Madrid, en la iglesia de Medinaceli. Se pasó dieciocho años en Venezuela, y también nació en esta casa. Ahora se llama el Padre Diego de Valdearenas. Él hace por el pueblo lo que puede, y la gente aquí lo quiere mucho.
- ¿En qué se distraen ustedes?
- En nada. La fiesta es para San Roque, y traen música de esa de los conjuntos y las trompetas. Antiguamente era éste uno de los pocos pueblos de por aquí que tenían toros, y ahora es el único que no tiene. Sólo guardar dinero, y guardar. Se van a morir con el dinero encima. No sé para qué.
De semejante factura y época posiblemente de la de don Ramón, son frecuentes en Valdearenas las casonas de ladrillo visto, revocadas con cal y arena, que consiguieron soportar la dura prueba de los bombardeos. En una de ellas encontramos el bar, el único bar que hay en el pueblo. Un establecimiento reducido, acogedor, muy limpio, donde no falta de nada, donde hay de todo para matar la sed de las tardes inclementes del verano o poner coto a la crudeza impía de las mañanas de invierno.
- No hay más bares que éste, y gracias.
En un cartel bien visible, colocado por encima del mostrador, Alejandro ha puesto con letras claras el anuncio de la vedette del establecimiento, de la especialidad de la casa: “Chorizo de pueblo, 30 pesetas”.
- ¿El kilo?
- No, el kilo no: la tajada. Pase usted ahí adentro, al comedor, a ver qué le parece. La gente echa ahí su partida, y así no nos molestamos unos a otros. Está bien ¿verdad usted?
- Hombre, que si está. A mí me gusta mucho. Ya puede estar contenta la clientela.
- Invierno encendemos la estufa ¿sabe?
El frontón de pelota, que en Valdearenas suelen jugar con paleta, y no con la mano como debería ser, es en este momento el escenario de una partida de dobles que la gente sigue con entusiasmo. Las dos parejas de la cancha, una del pueblo y otra de Muduex, sudan las camisetas a placer con las últimas luces de la tarde. La iglesia actual es un salón alargado, espacioso, con bancos ordenados y suficientes para todo el pueblo. Una nave recogida en religioso silencio, que el pueblo agradece al Padre Diego de Valdearenas y que está situada, esperamos que de modo provisional, en la placita que lleva su nombre.
La caída de la tarde es una bendición entre los sauces y los chalés del Sobrante. Unas señoras me sacan a ver viejas fotos, añosas panorámicas de su pueblo con la chopera del Badiel antes de la concentración. Sube vega arriba una ligera brisa que no logra inquietar siquiera a una mulilla negra que come solitaria en un rastrojo de Las Herrenes. A la salida, las niñas juegan en corro a las prendas y dan palmadas bajo el oscuro soportal de la ermita, junto al cruce de caminos.

(N.A. Octubre, 1981)

VALDARACHAS


He vuelto a contemplar de camino las grietas amenazadoras que pre­senta desde abajo el ábside la iglesia de Yebes, y, lo mismo que otras veces, me ha producido un cierto pavor. Seguido a esto, la ca­rretera comarcal que tomé en las afueras de Horche se va colando va­lle abajo, de manera que a los pocos minutos de andar me encuentro en los altos de Valdarachas, junto a un viejo rodillo de piedra que los antiguos emplearon, tras las noches de lluvia, para asentar como el piso de las eras. No hay a mi alrededor otra cosa sino chalés y viviendas levantadas según la última insinuación del confort a que nos tiene sometidos la vida moderna. Valdarachas, sin salir de aquí, parece una ciudadela residencial, colocada concienzudamente en el leve altozano que dibuja sobre la vega el mirador en donde el pue­blo se asienta.
- ¿Por dónde queda la plaza, oiga?
- Ahí abajo, donde la fuente.
La fuente de la plaza chorrea sin interrupción, constantemente. Un perro negro de caza bebe, alzado de puntillas, en el chorro que cae. Se nota que es un perro capitalino, comedido y de buenas costumbres.
- ¡Chine, ven aquí!
El perro hace un alto para mirar y sigue bebiendo.
Allá donde se inicia la calle Mayor los chavales juegan al balonces­to a la caída de un barandal de hierro. Valdarachas es un pueblo pe­queño. Apenas acabo de entrar en él por el alto de las eras cuando ya me encuentro otra vez en las orillas, mirando a los vallejos y a las ras­trojeras, cerca del pretil, también de hierro, de la iglesia.
Los que han venido de Madrid a pasar el fin de semana se oyen discutir en un barecillo muy próximo a donde ahora estoy. Tarde soleada, pero in­vernal al fin y al cabo. El viento molesto sube con fuerza desde la vega. Por el Camino de Pioz acude al pueblo un pastor precedido de dos o tres centenares de ovejas blancas y negras. La burra del pastor ca­mina, detrás, cabizbaja, con vocación de oveja, con la merienda del amo y el hatillo sobre su lomo. Las capas montunas de chaparro y de roble se divisan extendidas como fondo en las laderas, igual que un mantón agreste, cenizoso y lacio; mientras que los pequeños huertos, adonde bajan a regar cada mañana y cada tarde de estío los más ancianos del lugar, duermen el profundo letargo que les impone su ci­clo vital hasta que, bien entrado abril, ya casi en mayo, acuden a des­pertarlos los primeros calores de la primavera.
Valdarachas es uno de esos pueblecitos anónimos, sin historia, en los que a quien esto escribe no le importaría vivir. La torre de la iglesia tiene un solo cuerpo. Por la forma y los materiales que em­plearon para construirla, debe ser originaria del siglo XVII. Por detrás se ve una curiosa cúpula que añade al pequeño burgo cierta prestancia. Las portonas de la iglesia están cerradas a cal y canto. Como dato de interés apunto en mi cartera el detalle de su flamante clavetería.
Los hombres de la taberna me miran interesados por saber quién soy. Tienen las escopetas apoyadas en el escalón o desmontadas colgando del brazo. No hay duda de que son cazadores. Uno de ellos me hace seña­les con la mano para que me acerque.
Cuando llego a la taberna, que es a su vez tiendecilla en la que venden lo más imprescindible para salir del paso, digo quién soy, y los hombres me invitan a tomar una copa de solisombra.
-Nada más tienen esta tienda en el pueblo, por lo que veo.
-Sólo ésta; y nos sobra la mitad, por lo menos.
Los clientes me han dicho que Mauricio Martín, el dueño de la tienda que me sirve, es el actual alcalde de Valdarachas. No le conozco de nada, pero me ha parecido un señor simpático y sin doblez.
- Alcalde pedáneo, supongo.
- No señor. De eso nada. Aquí tenemos nuestro ayuntamiento propio y lo seguiremos manteniendo mientras que podamos. A mí me parece que no están dando mucho resultado la cosa de los anejos. Andar dependiendo de otros no puede ser nunca bueno para un pueblo. Vamos, a mi cor­to entender.
- ¿Cuántos habitantes son en este momento?
- Ahora mismo somos treinta y cinco personas.
- ¿Y tiene como alcalde tantos problemas como si fueran treinta y cinco mil?
- Hombre, yo creo que tantos no; pero nunca faltan.
- Según tengo entendido el patrón del pueblo es San Sebastián, el veinte de enero ¿Siguen celebrándola fiesta, en pleno invierno?
- Claro que sí. En enero, buscando más bien el fin de semana, ce­lebramos la fiesta de San Sebastián, como siempre.
Valdarachas y sus tierras más inmediatas fueron habitadas desde tiempos prehistóricos. Los hombres primitivos, amigos por una parte de la seguridad y por otra del campo abierto, tuvieron por estas prominen­cias cercanas al pueblo su sede y hábitat temporal. En el cerro del Castillo, uno de los más próximos al municipio, se han encontrado ce­rámicas iberas fragmentadas y monedas del imperio romano. Es sabido que su cima fue en otros siglos un castro de civilizaciones impre­cisas, con poblado anexo y su correspondiente necrópolis en la lade­ra. Mucho más tarde, a mediados del siglo XVII, el rey Felipe IV ven­dió el lugar de Valdarachas, según consta, a un caballero calatravo de nombre Juan Esteban Imbrea, en cuya familia encarnó algún siglo después con el título de conde de Yebes y Valdarachas, el hidalgo don Esteban Luis Palavicino. De todos estos retazos, arranca­dos al tiempo por arqueólogos y por historiadores de la provincia, el vecindario, como suele ser norma, no sabe nada.
- Pues no señor. Que se han encontrado cosas viejas por el Castillo, sí, de cuando los moros se decía, pero no mucho más.
Es ahora don Lorenzo Moreno quien me acompaña. Me ha dicho que es natural de Yebes, pero que vive aquí con su familia y es de Valdara­chas para todos los efectos. También me ha contado que es el juez del pueblo.
- Poca cosa es esto, ya lo ve -me explica mientras caminamos. Un pueblo sin demasiadas pretensiones donde se vive muy tranquilo. La, gente vi­ve del campo y así vamos tirando.
- ¿Ganado no tienen?
- Ganado poco. Yo tuve hasta hace un par de años un hatajo y lo tu­ve que dejar por problemas de pastor. No se encuentra a nadie, y me­nos a personas responsables para que lo cuiden. Hay un rebaño nada más, el que dejé yo, pero es de Aranzueque.
- Pues muy bien. Daré otra vuelta por el pueblo, un poco más por los alrededores y me marcharé en seguida. En este tiempo, ya se sabe, en cuanto cae la tarde, no se puede estar fuera de casa.
- Si quiere le puede acompañar mi chico. Vamos a ver si estuviera en casa. Hoy no tiene que hacer otra cosa.
No estaba en casa José Enrique; acudiría después. Me acompañó un poco hasta las eras su hermanita Pili y una perrilla cazadora que se llama Nena.
- La Nena hoy se ha portado mal. No ha cazado nada.
- Hoy no, pero el otro día sí que cazó. Hoy es que mi padre no ha tenido suerte.
- ¿Vas a la escuela, Pili?
- Sí, voy a la escuela-hogar de Guadalajara, y mi hermano a Forma­ción Profesional. Tengo otra hermana mayor que ha terminado profesora de E.G.B.
- Qué bien, chica. Oye, ¿cómo se llama aquel cerro de arriba?
- Ese es el Cerro Morcillo, y aquel de atrás el Castillo. Este cha­lé que hay aquí es de mi tío. Hoy no han venido.
- ¿En qué os distraéis cuando venís para el fin de semana?
- En nada. Jugando.
- ¿Sois muchos chicos en el pueblo?
- Pocos. Luego en el verano vienen más.
- Ya. También es un fastidio eso de que la fiesta sea en invierno, ¿verdad?
- Sí, pero luego hay otra en agosto. Hace dos años hubo toros y todo.
- Ah, pues eso no me lo habían dicho.
- Lo que pasa es que, como no hay gente...
Al momento volvemos a casa. Valdarachas me ha parecido que no tie­ne mucho más que ver. Aún queda sol y la tarde es de una transparencia cristalina. El cielo, no sé por qué, amenaza con heladas para la noche próxima.
- Viene un tiempo muy irregular. No sé lo que pasa -me ha dicho don Lorenzo, que con lo de la caza, ha terminado de comer a media tarde.
El pueblo, cuando voy a emprender la salida, me ha dado todo lo que me había de dar: su paz sobre todas las cosas, su sedante limpieza ambiental, la atención de sus gentes que no es poco. Al otro lado de la vega oigo al partir las sierras mecánicas de los leñadores, dando cuenta del bosquecillo bajo. La perra Nena, se me ha quedado mirando fija, quieta como una estatua, al acecho de lo que pudiera pasar, en una imagen estática de cromo de calendario. Cuando le toco al claxon para decirle adiós me ladra de lejos, correspondien­do al saludo, y se mete en casa.

(N.A. Diciembre, 1985)

sábado, 28 de noviembre de 2009

VAL DE SAN GARCÍA


Cifuentes, la herencia de doña Mayor con el castillo de don Juan Manuel en bandolera, me ha tenido a bien acoger cubriendo carrera a lo largo de las cien fuentes con la tarde entrada de un plácido fin de semana. Desde los vertederos del desecho municipal, o quizás un poco antes, comienza el áspero camino de tierra y piedrecilla movediza que en diez minutos me llevará hasta la entrada de Val, uno de los escasos lugares de la provincia de los que no tenía la menor referencia.
El terreno que me acerca al caserío es elevado desde que salí de Cifuentes. Dada la pésima condición de la pista, se hace preciso circular con cuidado para no hundirse en las regueras que el agua de lluvia abrió a lo largo del camino. Como adorno más común, por no decir único, se ven a uno y otro lado chaparros ásperos y adustos carrasquillos que sirven de tapiz al inmenso y bellísimo panorama general de la Alcarria. Ligeramente a nuestra derecha quedan atrás las Tetas de Viana, cuño y blasón de todas aquellas tierras en donde uno no pone en duda desde hace tiempo, que en las noches de luna llena se reúnen en aquelarre y se emborrachan de churo, después de hartos de miel, los brujos de la Alcarria, emprendiendo después divertidos bailes sobre las dos plataformas parejas.
Val de San García viene a caer al final de un descenso difícil del camino, anclado como sedimento en el fondo de una vega que tiene como telón de remate las laderas de tomillo, y como aledaño extensas praderas infecundas que en otro tiempo fueron campos de labor en los parajes que los vecinos conocen por Cantarranas, el Hoyo, o simplemente la Vega.
- No se cultiva, no señor. Son parcelillas tan pequeñas que no merece la pena. Las maquinarias no pueden casi entrar.
- Con la Concentración tendrían todo resuelto.
- Si, la Concentración parece que nos la van a hacer; ya andan en ello.
Antes de llegar al pueblo, a la entrada, hay dos pozos de agua potable con sus correspondientes abrevaderos. El agua se saca de los pozos moviendo la palanca manual de una bomba extractora muy práctica. La más vieja de las dos no funciona. Luego, una fuente pública con grifo que se abre y se cierra a voluntad, donde las abejas acuden a beber de vuelta a la colmena. La fuente remata en un bolón de cemento.
En la pradera pasta una mula negra. Cerca de donde yo paso ha dejado su amo la albarda de montar, con un azadón escondido debajo. El sol desciende por el poniente, dejando a la caída los parajes y las casas de un delicado, casi transparente, color naranja. El pueblo queda un poco en el alto. A mano derecha trinan los pájaros en los chopos de la veguilla. Subo por los bordes de una linde pisando la hierba. Más alta que los tejados de las casas se ve la espadaña de la iglesia, recogiendo en el triángulo de su frontis toda la luz de la tarde.
Después cambio de dirección para ver de cerca el fenómeno natural de una noguera podrida que hay por el Hoyo. Caído en el suelo desde hace cinco años, presenta en sus entrañas una covacha de corteza donde los chiquillos juegan en verano y que muy bien podría albergar en caso de lluvia a dos o tres personas cómodamente. El tronco colosal se agarra al suelo con varios tentáculos completamente secos. Arriba, igual que al olmo de don Antonio Machado, presenta el milagro de sus ramas verdecidas, que a buen seguro han dado alguna nuez, fruto de su muerte, como, según la leyenda, el Cid conquistó la ciudad de Valencia.
Ahora decido acercarme en el pueblo por otra dirección, que no es precisamente la de la entrada. Las casas por este ala están casi todas hundidas. Montones de palitroques polvorientos, cascotes de teja, recortes de muro, zarzas secas, escombros y cardenchales, componen la visión de Val desde esta posición norte por la que me acerco. Una de estas casonas, muestra saludando al último sol, un elegante ventanal con columnas laterales, relieves curiosos, y repujados sobre las jamabas: año 1923. Ahora la plaza solitaria, ocupada de hierbas y de silencio. Un olmo en mitad sobre peana de tierra y piedras, espera paciente su final. Alrededor son todo casas que se dejan caer, apocalíptica desolación, ruinas.
Oigo la voz de personas que hablan en el atrio de la iglesia. A la entrada de la iglesia hay una pareja de olmos moribundos que guarda la barbacana del pretil. En la puerta de la iglesia hay tres hombres y una mujer hablando junto al tronco de una acacia aplatanada.
- Pues nos ha cogido aquí un poco por casualidad. Como es sábado nos han dicho misa por la tarde y aquí estamos, sin mucha prisa por irnos a casa.
Eran doña Julia Vicente, don Daniel Cercadillo, don Ricardo Vicente, y el alcalde pedáneo, bastante joven él, Demetrio Vicente.
- Muchos Vicentes debe haber en el pueblo.
- Pues sí que somos bastantes -aclara don Ricardo-. Yo soy Vicente en los dos apellidos.
- Ah, pues todavía hay quien le gana. El barrendero de Condemios, allá por la Sierra de Atienza, se llama Vicente Vicente Vicente.
Mis contertulios puntualizan, y me aclaran que eso de los nombres es igual que todas las cosas, que salta la curiosidad donde menos lo esperas.
- Pues mire usted, en Cifuentes hubo uno que se llamaba Juan Toro Bravo.
- ¡Caray! Pues tampoco iba mal el hombre. Yo se de uno de la provincia de Huesca que se llamaba Modesto Lapena Amarga, y otro de Poyatos, en la Serranía de Cuenca -creo que todavía vive- que se llama Aurelio Molinero de la Presa.
Dicen estos amigos que Val de San García es un pueblo que ha ido a menos, y que como se descuiden desaparecerá del mapa a no tardar mucho; que tendrían que hacerles un poco más de caso del que les hacen.
- A ver -dice el alcalde-, como somos pocos siempre se agarran a que no merece la pena. Y así tiene usted la carretera que viene de Cifuentes, que no hay quien circule por ella, y el ayuntamiento en estado de ruina, y todo por un estilo.
- ¿Cuántos habitantes son de continuo?
- Muy pocos. Cuatro o cinco familias, y no todos duermen en el pueblo.
El portalejo de la iglesia se sostiene sobre cuatro medias columnas. Por lo menos, según parece desde fuera, la iglesia presenta una estampa algo más cuidada y optimista que el resto de las casas, generalizando un poco. Es pequeña por dentro, con una sola nave. El presbiterio se corona con una bonita cúpula en forma de media naranja. La imagen de la Virgen del Rosario está colocada aún en las andas desde la fiesta mayor.
- Pues que no la hemos quitado aún, ya lo ve.
- Tuvieron buena fiesta, creo.
- Sí, este año no estuvo mal. Se celebra el primer domingo de octubre, y en esta última aún nos hemos juntado aquí más de ciento cincuenta personas. Vino la Rondalla Cifontina y la banda de música de Cifuentes. Hubo bastante animación.
Quien tiene más conocimiento de las cosas de Val es don Daniel Cercadillo. Seguramente por ser el mayor de los que están conmigo, y por su afición a leer en los libros y a escribir cosas.
- Pues sí señor, uno hace lo que puede, y todo por afición. Ahora soy un poco el periodista del pueblo. Ahí, donde tenemos el Cristo, hubo antes un cuadro de Juan de Juanes.
- ¡No me diga!
- Sí, señor. Quiero recordar que representaba a la Santísima Trinidad. Ya hace mucho que se lo llevaron. Y un Ecce-Homo, así un poco al estilo de Montañés, que lo quemaron cuando la guerra.
Me fijo en la bóveda de medio cañón que cubre la nave, en el coro donde ya nadie canta, y en dos imágenes más, una de la Purísima, y otra de San Pedro, demasiado grande para el nicho que la recoge.
- Pues ahí detrás de usted está San Antonio.
- Es verdad, no me había dado cuenta.
- San Antonio tiene aquí muchos devotos. Cuando llega su fiesta, en junio, acuden todos los hijos del pueblo sin que los llame nadie.
- La pena es que hayan quedado tan pocos. Es un mal tan corriente que uno ya está acostumbrado, pero que no por eso deja de ser un mal.
- Ya lo creo que lo es. Hace ahora veinticinco años éramos aquí ciento ochenta personas. Mi padre -explica don Daniel- estuvo de secretario treinta años, y yo he sido juez, secretario, sacristán, de todo. Ya ve si lo sabré bien.
Por la calle de la Escuela, que es a modo de escape hacia los campos en dirección saliente desde la plaza, están las casas más antiguas, seguramente, de todo el pueblo de Val. Sobre los dinteles de sus puertas hay escritas fechas, escudos, y alguna leyenda piadosa en honor del Santísimo Sacramento. Con un poco de imaginación y paciencia, es posible descifrar sobre la fachada de la antigua escuela el nombre del piadoso señor que en el siglo XVII la mandara construir: “Elí Roque Castillo.1670.”
- Pues en un libro de cuentas de la iglesia he leído yo que en el siglo XVI se llamaba el pueblo Val de los Callados. Es Empecinado pasó por aquí una noche cuando los jaleos de los franceses en Cifuentes.
Como casi todas las del pueblo, estas viviendas cercanas a la plaza están esperando una reparación a fondo desde los cimientos, o el desplome inevitable en cualquier noche de invierno.
- Les dará pena ver al pueblo en el que se ha vivido siempre en estas condiciones, ¿verdad?
- Nadie sabe la pena que nos da el verlo todo así.
La calle real está plagada de matujos y de hierbas que crecen entre las piedras. Sobre el poyo de un paredón hay un huerto de olivos sin cuidar. Uno, que como cada hijo de vecino se equivoca con más frecuencia de lo que fuese de desear, tenía idea de que el pueblo había sido anejo de Cifuentes desde siempre.
- No señor, hasta hace dieciséis años tuvimos ayuntamiento propio. Luego ya nos anexionaron a Cifuentes.
La casa de Daniel, al final de la calle Real, tiene un patio con una morera en el centro. Pienso que el rinconcito debe ser inmejorable para las trasnochadas de verano.
- Hombre, no hay nada mejor. Aquí se echan las partidas divinamente.
El salón principal o comedor de la casa de Daniel se alumbra con una bombilla tenue, escondida entre los colgantes de una lámpara antigua. Se ve muy poco. Junto a la mesa camilla hay un mueble librería con algunos tomos, antiguos y modernos de literatura variadísima, colocados en los estantes.
- Me vienen muy bien los libros -me dice. Como a veces se nos presentan unos inviernos fríos y estoy solo, pues me pongo a leer. Una vez me puse a escribir la historia del pueblo, pero lo tuve que dejar porque me faltaban datos.
Val tiene algunas bodegas subterráneas donde conservar el vino. Sedes de jolgorio y mocedad en tiempos ya idos, y motivo ahora de recuerdos y añoranzas, como la solemne juerga colectiva de los dieciocho mozos del pueblo en el año 1935, que en el plazo de un día y poco más, se bebieron tres arrobas de limonada
- Esa es sólo una de las que yo me acuerdo en este momento –dice Daniel.
Don Fausto Recuero del Rey tiene ochenta y cuatro años. Es el más viejo de los habitantes de Val de San García. Vive en una casa con parra que da sombra a la puerta de entrada, bajo la que suelen organizar durante el verano sus buenas partidas de cartas. Don Fausto es un hombre extraordinario, alcarreño de buena hechura, enamorado de aquel escondido rincón en donde ha vivido siempre.
- Sí; y que no pienso salir de aquí aunque me saquen con grúa. Me encuentro muy a gusto en mi casa y en mi pueblo. Tengo seis hijos fuera, y es rara la temporada en la que no viene alguno.
Mis amigos de Val me propusieron que me quedase un poco más haciéndoles compañía. Me hubiera gustado, pero no lo hice. El camino hasta Cifuentes nos de lo más aconsejable para pasarlo sin un poco de luz del día.
Val de San García, con sus cuatro puntitos de luz por las esquinas al anochecer, se empieza a dormir en su tranquilo lecho de la Alcarria. Imagen fiel de aquellos lugares en los que se petrificó el pasado.

(N.A. Diciembre, 1987)

UTANDE


Volver de nuevo a la vega del Badiel es siempre un motivo de sa­tisfacción que debe celebrarse. El panorama que aquel valle ofrece desde los primeros virajes del camino en lo alto del cerro Carrame­dio, es de los espectáculos más agradables a los ojos con los que uno se ha podido encontrar en sus tres años de correrías sin interrupción por las tierras de Guadalajara. Río abajo se vienen sucediendo los pequeños grupos urbanos en mitad de la hondonada que dejaron, entre unas y otras, las altiplanicies de las dos Alcarrias. Montoncillos de viviendas sedimentarias parecen anonadarse ante la presencia in­gente de laderas marcadas de regatos, de cárcavas que las aguas de muchos siglos fueron arañando en las paredes de las tierras vecinas: Valdearenas, el de los olivares, perdido entre la bruma de la maña­na; Muduex, espectacular al fondo de la hoya, deja contar a vista de águila cada una de sus seis plazuelas detrás del chapitel pira­midal de su iglesia; y Utande, la vieja Villa desconocida para mi, desde la que parece que se abre la vega.
Hay un pastor a la orilla de la carretera. El pastor tiene todo el peso de su cuerpo apoyado sobre una vara recia de madera de olivo. Las ovejas carean mientras tanto entre la broza seca de la ribera y bajan a beber en las aguas del regato.
- Buenos días. Oiga: ¿por donde se entra al pueblo?
- ¿A Utande? Eso es muy fácil. Siga usted un poco más y coja un ramal que sale a la derecha.
El pueblo se nos muestra a caballo de una loma rodeada de maci­zas elevaciones; cerros limpios, surcados por tiras horizontales que hicieron las máquinas de la repoblación. Los campos oscuros, alternando con las hazas de rastrojera sin levantar, ocupan las tierras bajas de la vega por donde discurre casi seco el río Badiel.
A Utande se entra por un camino estrecho y poco cuidado que pasa lamiendo los muros de una viaja casona, de la que sólo quedan los ojos de algún ventanuco por el que se cuela el azul puro de la mañana, y un balcón de forja agarrado a las piedras, todo un símbolo, desde el que a buen seguro los hombres y las mujeres que en su día ocupasen la ruinosa mansión, hubieron de sentir el olor y la fres­cura de las huertas, y contemplar -paradisíaca visión cada tarde- el divino espectáculo de las puestas del sol valle arriba.
- Quedamos ya muy pocas personas. Algunos vienen para el fin de semana; pero se ha ido ya mucha gente.
- ¿De qué se vive aquí?
- Del campo. A ver de qué, si no. Pero este año, nada. No ve que no llueve. A estas alturas sin sembrar siquiera, y los que han sembrado algo, para qué.
- ¿Cómo llaman a ese cerro?
- A ese le decimos La Rastra. El de enfrente es La Raya.
La mujer estaba echando un vistazo hasta la Huerta Grande por el callejón que sale desde su casa en la Plazuela de D. Pedro. Doña Aurora me hablaba con preocupación del tremendo problema de la se­quía.
- El río baja que da pena, y las huertas ya ve usted.
Utande es un pueblecito de labradores, pequeño, donde los vie­jos tienen reservados sus asientos de piedra al abrigo de la solana. Los asientos de la solana son en los pueblos casi siempre testigos mudos de las mismas conversaciones, de similares inquietudes, depósitos sempiternos de soledad compartida al margen de la vida que corre desbocada para terminar allí al fin y a la postre.
- Ahora le llamamos la Solana de la Mina, pero yo me acuerdo que antes le decían del Tío Ramonías. Eso cuando yo era chico, que ya venían aquí los viejos a tomar el sol.
El Tío Luis y el Tío Mateo tienen media historia de su vida en común. Cuando el tiempo lo permite, los dos suelen frecuentar la solana de la Mina; los dos sirvieron en África el año del desastre, y los dos -solo es suposición-, deben andar hablando de tú a este si­glo decadente, aunque, mirándolo bien, yo apostaría por el Tío Luis si hubiera que sacar a primera vista al más joven de mis amigos.
- Y se equivocaba usted. El Mateo va con el siglo, pero yo soy de un año antes. No se crea que somos de ayer. Que le cuente de cuando lo de África, en el veintidós, que eso es muy divertido.
- Sí hombre. Lo pasamos muy mal. Nos cogió allí el desastre del Barranco del Lobo y todo aquello. Más de tres años nos chupamos de mili. Yo fumaba igual que los moros, y me gustaba mucho el té moru­no. Sí, hombre. Ya no lo he vuelto a probar más.
Nos sorprendió en plena conversación el claxon insistente de la furgoneta del panadero. El pan de Jadraque llega hasta Utande tres días por semana. Cuando viene el panadero, el pueblo se tira a la calle en cuestión de segundos.
- Bueno amigo, lo primero es lo primero. Que usted lo pase bien. Qué remedio; habrá que ir a por el pan.
En la plaza me ladra un perrillo que sale dispa­rado por la puerta de la taberna. El perrucho se tranquiliza al fin y vuelve a enfadarse, ahora con el reloj municipal que da las doce del medio día desde el artístico carillón en que está instalado so­bre la fachada principal del ayuntamiento. Utande tiene una plaza cuadrada, muy bonita, con su olmo y su fuente redonda, como deben ser las plazas. Junto a la vivienda antañona y medio carcomida con ar­co de piedra vieja, se ven las casas encaladas de factura reciente. La plaza está vacía. Sopla un vientecillo fresco que abre en abani­co el chorro de la fuente antes de caer al estanque.
Con la gentileza de sus pocos años, unos muchachos de Utande me acompañaron por las calles del pueblo. Jesús Lamparero y su amigo Luis no viven en realidad en el lugar de origen de su familia habi­tualmente. Eso sí, uno y otro son incondicionales del fin de semana y, de hecho, deben contarse entre la juventud activa como unos más.
- Yo vivo en Guadalajara y éste en Madrid; pero venimos todas las semanas. Somos también del grupo de danzantes.
Preferí tocar el tema con los hombres que tomaban el sol en un rinconcito pintoresco, muy acogedor, bajo una pared desde donde se domina en el hoyo la Huerta Grande, y se ve, recortado en el horizonte sobre una colina, el pueblo de Gajanejos, allí por tierras que dan a la carretera general.
- Sí señor. Aquí hemos tenido danzantes toda la vida. Bailan el día de San Acacio, el 22 de junio. Lo que pasa es que, como ensayan po­co, no puede ser. ¿No ha oído usted hablar de San Acacio?
- No señor, ya ve. Nunca.
- Era general romano, y luego fue mártir. Se le apareció un án­gel una vez. Por eso va un ángel con los danzantes.
- ¿Ah, sí?
- Y un demonio, y el Gracioso, y ocho danzantes, así con trajes de colores y pañuelos y cintas. Van muy bien. Una vez ganaron un premio en Guadalajara. Todos estos mocetes son danzantes. Ahora, yo creo que a estos se les dan mejor los cubalibres que los paludillos.
- ¿Qué son los paludillos?
- Eso es lo que se canta aquí cuando los danzantes:

Los paludillos son,
los paludillos madre,
los paludillos son,
que vuelan por el aire .

La tertulia con el señor Mariano, el señor Alfonso y el señor Diego, fue simultánea y un poco informal, recibiendo en el poyo la luz fuerte de un sol sin calor que en Utande tiene su sede al medio día encima mismo del Cerro de La Rastra. La ribera del Badiel, esté­ril, aletargada, olvidada en manos de los cuatro viejos del lugar que, cuando pueden, más por nostalgia que por fuerza, bajan a tra­bajar en ratos perdidos cuando el buen tiempo.
- Así es. Ahora los viejos nos encargamos de ellas. Ya ve usted lo que podremos hacer entre todos. Los jóvenes al tractor, que es más rentable y más cómodo.
Utande, sólo allí, preservado por la propia naturaleza de los influjos más directos del mundanal ruido, es como un cofrecito sin profanar de antiguas reminiscencias. Ya de regreso, uno se esfuer­za sin conseguirlo por hilvanar los versos que le acaban de decir sus amigos del pueblo, y que corresponden, parece ser, al diálogo del Gracioso con los danzantes el día de la función. Un aconteci­miento popular esperado con la devoción y con el cariño de los viejos ritos, sacado a la luz desde la entraña de su propia raza con música de laudes y sonar de palillos a los pies de la imagen del mártir San Acacio en tiempo inmemorial. Sírvanos como despedida y como homenaje también a este Utande que yo he conocido, hospitalario y abierto.

Bendito sea el Señor
Y aquí, este noble auditorio,
Dios quiera que no se mezcle
con nosotros el Demonio.
Porque quiero daros hoy
un gran enorme festejo,
y llenar bien la barriga
de perdices y conejos,
en tanto que van llegando
toditos mis compañeros.
Yo me iré echando un traguito
y a dormir, que tengo sueño.


(N.A. Enero, 1982)

viernes, 27 de noviembre de 2009

USANOS


Debo confesar que nunca fueron santos de mi devoción, por cuan­to a apetencia personal se refiere, los pueblos que en su día -no sé cuando, ni por qué- se unieron, o los unieron, a la capital con ca­tegoría de barrios. De siempre me han parecido como niños sin padre, pueblos sin identidad, seudopueblos, pueblos comparsa. Por primera vez, después de más de un lustro de viajes por la provincia, me decido a posar el pie en uno de ellos con la sana intención de sacudirme el prejuicio.
La Campiña en este tiempo es una sublime explosión de fecundidad y de vida. Las espigas a uno y otro lado del camino, empiezan a tor­nar el verde primaveral por el oro del estío, apuntando no de lejos la inminente recolección. Me gusta ver de cerca el espesor de las mieses, porque lleva consigo el precio del trabajo para los hombres de la tierra, y los campiñeses, se quiera o no, son la flor y nata en esos menesteres.
Acabo de entrar en Usanos. Estamos, me dicen, justamente a doce kilómetros de la capital. Bajo el carillón del antiguo ayuntamien­to, el reloj municipal marca las diez y media en punto a cualquier hora del día o de la noche desde hace veinte años. La plaza es a mo­do de jardín donde se está a gusto. La rodean setos y arbolillos or­namentales de buena fronda, y en las orillas hay bancos de piedra para que se siente el público. La plaza de Usanos es una de las más cuidadas y acogedoras que conozco.
- Y la farola central es fuente a la vez. ¡Qué curioso!
- Pues sí. Con dos grifos y toda el agua que se quiera. La tene­mos regulada para que tampoco salga con más fuerza de la cuenta.
- ¿No tuvieron restricciones cuando la sequía?
- Nada. Tenemos un pozo de 207 metros de hondo que echa toda la que se necesita y más. El agua sale por medio de un motor sumergible.
Maximino Alonso estaba regando mientras tanto las plantas que adornan la plaza, en un ambiente agradable con olor a campo, a tie­rra húmeda. Maximino, el alguacil municipal de la villa de Usanos, es un señor alto, fuerte y muy servicial. El me contó que el pueblo lleva anexionado a la capital por lo menos doce años, y que la población que tiene hoy escasamente llegará a las trescientas personas.
- Jubilados casi todos. A la gente le da por marcharse a Guadala­jara y, sobre todo los jóvenes, por aquí no paran.
Con el sol de la mañana las abejas zumban entre la fronda pálida de un árbol del paraíso. Salgo por una de las calles laterales que parten de la plaza. Viviendas típicamente campiñesas en el llano van extendiendo el pueblo hasta las afueras, por donde se aso­ma al campo. Casas centenarias de adobes unas, de ladrillo otras, bajas e iguales casi todas, nos van contando en el silencio de la ace­ra en sombra la historia de otro gran pueblo que se fue a menos.
- Y además de verdad. Antes, con un término tan bueno, cada cual con su yunta, había trabajo para todos y no lo podíamos termi­nar. Con el asunto de la maquinaria lo atienden en este momento entre cuatro y todavía les falta terreno. Así la gente sobra. Hasta trac­tores de nueve vertederas que meten.
Ricardo del Castillo del Castillo estaba solo en las cuatro es­quinas. Nos hicimos amigos inmediatamente y decidimos salir en amor y compañía a recorrer el pueblo. Primero hasta el restaurado atrio de la iglesia.
-Buena torre tienen. Y qué curioso, con las higueras creciendo entre las rendijas de las piedras. La cosa tiene gracia. Pues no es la primera ni la segunda que he visto así.
- Del medio para abajo es de guijarro con cal. Eso debe ser más duro que la piedra. Y la iglesia, ya ve, de ladrillos toda.
- Ya me he dado cuenta. Eso es muy corriente por esta zona. Se co­noce que hace cuatro siglos los fabricaban por aquí. En Fuentelahiguera en concreto. ­
El atrio de la iglesia de Usanos está embaldosado y el pretil que lo cerca es de materiales recientes, limpio y confortable. El pórti­co de entrada, sostenido en columnas con seis arcos escarzanos intermedios y capiteles dóricos, ponen de relieve, aun a ojos de profano, ­su indudable cuna renacentista.
- ¿Qué le parece el campo?
- Estupendo. El color y la traza del terreno lo dicen todo.
- No es porque sea mi pueblo, pero le he de decir que el de El casar y éste son los dos mejores términos de la provincia. El de Torija dicen que se quiere parecer. En secano me refiero. Y luego, está todo llano, no se desperdicia nada.
- ¿Qué suelen sembrar?
- Cereales siempre. Trigo y cebada es lo que más da aquí y con me­nos trabajo.
- Será un pueblo sin necesidades económicas, supongo.0
-¡Hombre!... Ricos, lo que se dice ricos, aquí no los ha habido nunca, ni pobres tampoco. Ahora ya no cuenta, porque la juventud no está y los pocos que quedamos somos jubilados la mayoría.
Debajo de la placetuela ajardinada en la que estuvieron las an­tiguas escuelas, suena la máquina eléctrica de los esquiladores. De vez en cuando se oye el valido lastimero de alguna oveja descontenta con la operación.
- Pues no hay mucho ganado en Usanos. Alguno sí, pero poco.
- ¿Tienen comunicación directa con la capital, ¿no? Los transportes urbanos tengo idea de que suben hasta aquí.
- Sí. El autobús de Guadalajara viene un par de veces al día. Poco trajín tiene, claro. Con los coches particulares no hay mucho que­hacer. A los chicos que bajan a la escuela les viene muy bien.
- ¿No hay escuela en Usanos?
- Sí, hay una escuela mixta que atiende una señorita. Cuando los chicos van siendo mayores se les baja a Guadalajara.
Usanos tiene equipo de fútbol federado en tercera categoría re­gional. Según el amigo Ricardo este año ha subido a tercera regional preferente. El campo de fútbol está en las afueras, en un paraje que mira hacia los bajos terrosos de trigal y que llaman El Encinar. El esta­dio se ve debidamente cercado y tiene, además de su terreno y porterías reglamentarias, sus vestuarios, su taquilla y sus correspondientes banquillos para el equipo local y el visitante. De todo ello nos hablaría después don Bienvenido, el cura, hombre inquieto y trabajador que vive en una de aquellas casas de las afueras y al que vimos casualmente al pasar por allí. Don Bienvenido Larriba es, no hay que olvidarlo, el fundador y padre de la Pasión Viviente de Hiendelaen­cina.
- ¿Y aquí, señor cura?
- Casi nada. Lo del fútbol que he colaborado en algunas cosas, el grupo de teatro, y para las señoras tenemos algo de manualidades y trabajos de artesanía. Siempre hay cosas que hacer.
- ¿Cómo es el grupo de teatro?
- Pues un poco complicado. Requiere mucho sacrificio por parte de los chavales, que son la mayoría estudiantes, y hay que aprovechar para los ensayos cuando a todos nos viene bien. Preparamos una obra cada año. Esta tarde tenemos función en Cogolludo y en Torrebeleña.
- ¿Lo toman en serio los muchachos?
- Los chicos sí, muy en serio. Andan ocupados de continuo unos veinte, entre unas cosas y otras. Luego, el fútbol mueve a otros treinta o más, y, aunque no se haga mucho, por lo menos se ve que hay vi­da en el pueblo.
Detrás mismo de donde estamos se cuelan los chavales entre los aros del parque infantil. Mas abajo, un tractor enorme levanta la tierra húmeda del barranco y, más allá, se divisa muy lejos a un señor ­cavando hoyitos iguales en el barbecho.
- Está sembrando melones. Por aquí es una especie que aún se da.
Cruzando la calle de Carlos Arias, mi amigo Ricardo y yo volvemos a la plaza. Son ya más de las doce. Media docena de ancianos pasan el rato sentados en los bancos, a la sombra de las acacias y del árbol del paraíso. Luego fueron acudiendo algunos más, ya no tan viejos, y, por supuesto, menos abiertos. Julio Margalet es de los primeros en llegar. Es un señor que sabe mucho de las cosas y de las gentes de la Campiña. Ha tenido bar y la sabiduría en estos menesteres le ha debido llegar por el camino de la observación paciente. Don Julio Mar­galet, a quien ya conocía de antes, no es de aquí sino de Marchamalo.
- Y buen pueblo que es el mío. Tampoco se llevan sacados melones de ahí para Guadalajara en tiempos. Desde Marchamalo a Brihuega con los carros y los mulos a vender los melones, cruzando por la Alcarria. Aquello si que era una aventura. ¿Qué le ha parecido Usanos?
- Muy bien, ya lo creo. Y menudo campo tienen. No se quejarán.
-¡Hombre que si es bueno! El campo de aquí es como decía Domin­guín: “el número uno”.
- Bueno, eso con permiso de los de El Casar, digo yo.
- ¡Ah, claro! Esos es que son como los portugueses: ¡A ver seño­res, todos preparados que vienen nuestras naves! Hay que descubrirse cuando vienen los de El Casar con su escuadra. Pues en asunto de campo, no tienen nada que hacer con Usanos. Ya está dicho todo. ­
- No sabía yo eso, ya ve usted. A mi me parecen unos tíos simpá­ticos y muy trabajadores.
- Eso sí que lo son. Eso no le quita. ¿Y los de Molina qué?
- Los de Molina no dicen que vienen de reyes; dicen que son los reyes los que vienen de ellos. Cualquiera les echa un galgo ¡Cómo son los amigos! Pero eso no lo diga.

- Claro, que luego todo se sabe.
Bueno; pues a fe de decir lo que se siente, he salido admirado de Usanos, ¡Lo que son las cosas! He encontrado aquí un pueblo, efec­tivamente próspero, de gentes que me han parecido honradas, simpáti­cas y amigables. Hombres que hablan sin reservas como corresponde a su condición de castellanos de toda la vida: al pan, pan y al vino, vino. Un pueblo con identidad propia, un pueblo vivo y unido en racimo, a quien la proximidad a la capital le ha favorecido en lo que le debe favorecer y le ha resultado incómodo en otros aspectos. Lo que antes ni si quiera sospeché, en definitiva, y ahora celebro.

(N.A. Junio, 1985)

URES



El pueblecito de Ures queda encajado en uno de los vallejos que descienden frondosos en las tierras seguntinas a llanear en la fecun­da vega de Palazuelos. Ahora, a principios de verano, el pueblo de Ures no se deja ver a menos que te encuentres dentro de sus calles; lo ocultan los pomposos verdizales de las nogueras, de los perales, de los melocotoneros, de los chopos apretados y de las alamedas. Un paraíso sombrío por el que se filtra el sol, señalando en el suelo bajo las fron­das el oro en moneditas redondas del astro rey.
Cuando subo a Ures no son todavía las cinco de la tarde, pesa el calor, las chicharras de los olmos se adueñan de la situación y uno nota dentro de sí que llega malamente, dando traspiés, con el alma arrastra.
Nada más entrar, las sombras oscuras de los árboles y el rumor solitario de un caño en la fuente pública aligeran los ánimos de tanto ahogo. El señor Juan Contreras, Jubilado él, pasa la tarde sin compañía, como los patriarcas de los viejos tiempos sentado a la sombra de un tilo. El tilo, dicho sea en honor suyo, goza desde siempre con la admiración incondicional de quien esto escribe. El señor Juan Con­treras y yo nos vamos haciendo amigos poco a poco, en lo que se dice un mínimo de tiempo y sin intermediarios.
- Algunos, sabe usted, sue1en coger la tila cuando llega su tiempo, ya casi, lo suyo es entre San Juan y San Pedro.
- Usted no tiene aspecto de vivir aquí continuamente, ¿verdad?
- No, yo sólo vengo a temporadas. De fijo aquí en Ures son unas quince personas en invierno. Ya en este tiempo la población empieza a subir y por agosto se pone en los cien. Para pasar el verano este pueblo es extraordinario, no hay otro mejor.
- Me parece muy pequeño. De los pueblos más pequeños que yo conoz­co. Sin casas apenas.
- Muy pocas; unas veinticinco acometidas de agua nada más. Este pueblo ha pertenecido siempre como municipio a Pozancos, y ahora somos de Sigüenza. Mire, ese que viene por ahí es mi hermano Eusebio, segu­ro que sabe más cosas que yo para contarle.
- No deja de ser curioso el nombre de Ures, pregunto ahora al que más sabe. La impresión que da es la de ser de origen judío.
Don Eusebio Contreras, más pequeño en estatura que su hermano Juan, es residente perpetuo, y hombre inteligente al que le gusta sa­ber y dar explicaciones acertadas a quien se las pide. A mi me saca de dudas inmediatamente.
- No señor, este pueblo no tiene nada que ver con los judíos. Cuando la guerra, que estaban por aquí algunos vascos, nos dijeron que "ures" en vascuence significa aguas, y yo creo que el hilo al asunto le debe venir por ese camino.
- Quien sabe si el nombre se lo pondrían los pastores, como ocurrió con Amayas, allá por tierras de Molina.
- No, pastores no. Yo tengo entendido que fueron frailes.
- ¿Ah sí? ¿Y cómo?
- Pues muy sencillo, por que todo esto antes de ser pueblo fue una finca donde vivían los frailes. Después de la desamortización de Mendizábal, la finca se la quedaron los Gamboa de Sigüenza. Hace po­co que los del pueblo se lo hemos ido comprando a esa familia.
- Tendrán río, o algún arroyo para regar, ¿no?
- ¡Pero qué cosas tiene, cómo no! -responde extrañado de que quien le pregunta tenga la osadía de ponerlo en duda.
- ¿No será el Ebro?
- ¡El Vaderas, hombre, el Vaderas! Viene desde Pozancos y se junta con el Salado por allá abajo, por El Atance.
Juan y Eusebio Contreras me enseñan el caz por el camino del Moli­no. Estamos ahora entre verdizales tiernos de la vega, alamedas tupidas, frutales y lirios muy lozanos de flores amarillas. Huele a huer­to y a tierras de regadío. Cuando bajo el cerro del Picozo puntea el cuclillo, me aclara Juan que es el mochuelo. El canal baja rumoroso junto al paredón de la huerta buscando cañada abajo su cauce defini­tivo.
- Tenemos mucha agua. Esa que ve usted ahí es la huerta que tuvieron los frailes en tiempos.
- Yo pienso que al ser tan pocos vecinos tendrán el término medio abandonado, ¿no?
- Le advierto que no es así. El término de aquí es muy pequeño, unas 283 hectáreas solamente. Tenemos la Concentración a punto de empezar; la clasificación del terreno ya está hecha y eso creo yo que nos beneficiará bastante. ­Por el sendero del Molino bajan en tropel un ciento o dos de ove­jas blancas y otros tantos corderillos que casi nos llevan por delan­te. Faustino baja al final silbando a las reses y alzando el cayado la más de feliz. El perro de Faustino es un caniche malencarado que, lejos de toda buena intención, se me arroja a los bajos del pantalón sin pedir permiso ni encomendarse a nadie. El dueño le quita importancia al incidente sobre la marcha.
- No tenga miedo. Le gusta jugar, pero no hace nada.
Dentro de lo que en Ures es posible, dada su población escasa y su manifiesta escased de medios, posee unas calles dignas y bien arregladas. Mis amigos me explican cómo aquello se consiguió, entre otras­ cosas porque también ellos debieron de aportar con la correspondiente disposición personal su granito de arena.
- Se puso el pavimento hace ya unos años. Nos acogimos a una ley que salió sobre el paro obrero, y con la aportación personal de los hijos del pueblo -aquí trabajó todo el mundo-, las sacamos adelante. Se ve que no están hechas con mucha ciencia. Nos concedieron el ce­mento y los materiales, todo el trabajo lo hicimos nosotros.
En un momento de nuestro deambular por las calles y por los alre­dedores de Ures, Eusebio Contreras me contó de que en la Peña del Mediodía, doscientos metros no más al sur del pueblo, se encontraron utillajes prehistóricos que todavía salen, sobre todo puntas de fle­cha de sílex y algunas hachas de piedra. Me pidió que le acompañase a su casa, y al momento me saco para que las viera cuatro cabezas de hacha neolíticas y una punta de flecha, en vueltas en una bolsa de plástico.
- Estas han ido apareciendo por el campo con la cosa de la 1abranza. La flecha me la encontré ayer por donde la cueva.
- Lo que quiere decir que esto tuvo su población mucho antes de lo que a primera vista nos parece.
- Ya lo ve. Las hachas seguro que son de hace miles de años.
Debajo de los modillones desgastados que sostienen el alero del ábside, en la vecina iglesia románica de la localidad, el señor Euse­bio tiene un curiosísimo rinconcillo en donde florecen los alhelíes y las lilas, las rosas y las pálidas azulinas de jardín, mientras que inciensan el aire del verano acabado de nacer los aromas del sándalo y de la hierbabuena.
Las gentes de Ures rezan como patrón a San Martín, el virtuoso obispo de Tours titular de una docena o más de parroquias en nues­tra diócesis. Es el santo que cuando fue soldado partió con la espa­da su capa en dos, para dar la mitad a un pobre que le seguía desnu­do, imagen plástica que han recogido infinidad de artistas para re­presentar sobre el caballo a aquel húngaro ejemplar del siglo IV, cu­ya figura echó raíz profunda en la devoción popular de la cristiana Europa de aquellos tiempos. No obstante, a San Martín se le venera en Ures revestido de mitra y de traje talar, lo que, en este santo concretamente, no deja de resultar curioso. Uno piensa que con la misma imagen podría llamarse al culto a los devotos de San Agustín, de San Blas, de San Julián de Cuenca o de San Macario.
- Bueno, pues así como usted lo cuenta., monta do a caballo y con el pobre, está pintado en el estandarte que se saca en la procesión el día de la fiesta.
- Que seguramente habrán cambiado de fecha, como en todas partes; porque San Martín, si mal no recuerdo, es el día 11 de noviembre.
- Pues no, aquí se sigue celebrando en su día,
ya ve usted. El que tiene interés por venir a la fiesta, lo hace igual en un tiempo que en otro.
La iglesia tiene una espadaña triangular, románica, con dos campa­nas, y una puerta sencilla arqueada en dovelas, que pudo ser en tiempos la puerta del diezmo, ya que la principal, de medio punto también y en bocina que mira al río, aparece cegada de piedra y argamasa, ocultando bajo estos materiales sobrepuestos sus primitivas formas románicas que el visitante, necesariamente se ha de imaginar.
El interior nos ofrece una nave sencilla, digna y bien cuidada, con su coro y un retablo mayor sin demasiado interés que preside la imagen de su santo patrón.
- La arregló un poco don Leonardo Ciruelo, un canónigo de aquí que murió hace poco.
Juan Contreras me acompaña después a echar un vistazo a los cam­pos desde la Calle Alta. Ures tiene sus mejores viviendas en la Ca­lle Alta. Son casonas sólidas, seminuevas, de piedra vista que se alinean, una a continuación de otra, hasta llegar al campo. Por las formas y por el material empleado para levantarlas, todas ellas an­dan rayando el medio siglo de existencia.
- Sí, más o menos se hicieron sobre el año 1935. Nos esmeramos un poco en ellas para hacerlas bien. Los sillares labrados de las esqui­nas los trajimos con carros desde Riosalido, es mejor piedra.
El mínimo pueblecito de Ures tiene en sus afueras la tranquilidad y el paisaje sereno que le corresponde, como a tantas aldeas que conocemos de la comarca seguntina. Una carrasca descomunal, el cementerio erizado de cipreses, y el fondo amurallado de Palazuelos, con la etérea villa de Carabias al otro lado, son las constantes a destacar en este casual alto en el camino, que nunca debiera pasar desaperci­bido en el variopinto mosaico general de las tierras y de los pueblos de Guadalajara.

(N.A. Junio, 1986)

jueves, 26 de noviembre de 2009

UJADOS


En los repechos de la umbría y en las pozas situadas en la cara norte de las cunetas, se conserva aún el blanco brillante de la escarcha. La noche ha debido ser de una crudeza irresistible, de un hielo atroz por la Sierra de Atienza. Al volver se ve atrás, alzada sobre su pena roqueña, como buque de caliza encallado en aquel altozano de la severa Castilla, la fortaleza atencina, dibujando su conocida silueta en el mosaico azul del cielo serrano.
Los bermejales que faldean a trechos la Sierra de Pela gozan esta mañana, a pesar de todo, de una increíble luminosidad. Es un gozo haberse venido a perder en busca de nada, precisamente aquí, en estas tierras remotas por las que anduvo el Cid, aprovechando la aparente catalepsia de los campos en hibernación. Un pastor cubierto con su pasamontañas de lana gorda se pasea por el lomo de la linde junto a la carretera. El pastor lleva terciada al hombro una manta de cuadros, y da la impresión de estar ajeno a los cinco o seis centenares de ovejas que, vigiladas de cerca por el perro guardián, carean entre las estepas y muerden las cañas grises sonando sus esquilas en la rastrojera de la última añada.
Me he detenido un instante a charlar con el pastor. Me ha dicho que se llama Felipe y que cuida de algunas más de las ovejas que yo pienso.
- Pero usted, por aquí siempre solo, se debe de aburrir soberanamente. Si llevara algún transistor o algo para entretenerse se le harían más cortas las horas.
- Algunas veces me lo traigo; pero no resulta. Cuando andas escuchando algo tienes que salir corriendo, así que, para qué.
- ¿Por qué son casi siempre blancas las ovejas?
- Pues no lo sé. A mí es que no me gustan las negras. Solo llevo siete negras y no son mías. A mí se me ha metido en la cabeza que las negras son más flojas, que aguantan menos.
- Y a la hora de vender la lana también suele ser un inconveniente ¿verdad?
- No es un inconveniente, porque si llevas una o dos por cada ciento, se mete con las otras. Yo me acuerdo de cuando se hacían los calcetines y todo aquello con lana de oveja, la gente siempre prefería la blanca.
Ujados está poco más adelante, al otro lado del repecho, bajo el cerro estéril de la Muela y no lejos de los altos del Pendoncillo, ya en término de Hijes. Al entrar, se encuentra el pueblo como escondido entre los árboles lombardos, siguiendo a su margen izquierda el vallejo del Pajares o Arroyo de la Fuente aguas arriba. Ujados es un pueblo de color tierra, encendido todavía más por la fuerza limpia del sol de enero. La calle Mayor es larga, y sigue cuesta arriba hacia el poniente, para acabar junto a una casona derruida de trabajado sillar y herrajes de buena forja. La calle Mayor está dedicada al Excmo. Sr. D. José García Hernández. He preguntado por qué a un anciano que andaba por allí.
- Es que ese señor tuvo la bondad de darnos algo de dinero al pueblo, y por eso le pusimos a la calle su nombre.
Al pasar, se ven a una y otra mano entremezcladas con las casas nuevas otras antañonas, con la clásica cobertura de la pizarra serrana, ya en decadencia por estos lugares. A pesar de todo, de su pequeñez incluso (Ujados apenas cuenta con medio centenar de personas), en el pueblo aún se ven niños corriendo por la calle. Hay nueve en edad escolar, que asisten al colegio de Atienza haciendo uso del transporte escolar.
Arriba, cerca de la calle de la Iglesia, un señor de Alpedroches me dice que Ujados, comparado con su pueblo es una capital, que aquello está desierto.
- Allí somos sólo tres familias. La mayoría de los que se fueron vuelven en verano, pero no hay vida. Mi mujer es de aquí, de Ujados, y venimos algunas veces.
La pequeña Paulina, a quien la gente de Ujados trata con un cariño especial, nos mira atentamente. Me voy solo por las callejuelas de las orillas. La iglesia queda como escondida en la solana de una placita solitaria. Está construida de mampostería y piedra sillar arenisca. Tiene un arco sencillo de medio punto bajo cubierta de tejas, y una espadaña románica de dos vanos orientada al poniente. No hay nadie por allí. Un perrillo juguetón me lame y mordisquea en los zapatos. Las gallinas del barrio escarban entre la escarcha de los zarzales, por detrás de la iglesia. Al otro lado de los olmos se ve la torre de Hijes. En un fuertecillo cercano, rodeado por un rústico paredón de piedra, un anciano araña con el azadón en el suelo medio helado. El anciano se llama Elías, se mueve con dificultad y me habla amistosamente.
- Es que quiero hacer un surco para poner ajos; pero ya no valgo.
- ¿Cuántos años tiene usted?
- Casi me da vergüenza decirlo. Ya he cumplido los ochenta y siete.
- Pues mire, yo no entiendo mucho de esto, pero si quiere puedo probar a hacerle el surco.
- No, déjelo usted, si lo hago más bien por entretenerme.
Después bajo por los complicados vericuetos de la calle del Horno. Algunos olmos clavan sus raíces entre las piedras de los paredones que cercan los huertos. Van saliendo al paso algunas casas antiguas, que se remozaron y adornaron allá por la década de los cincuenta, antes del éxodo a la ciudad, y ahora se ven cerradas, cuando no hundidas en su segunda vejez.
A la entrada del pueblo saludo a Félix Santos, el alcalde, un muchacho joven y educado, muy atento. Félix, según supe después, es hijo de Felipe, el pastor al que conocí antes de llegar a Ujados. El alcalde se me ofrece gentilmente para enseñarme casi todo lo que ya había visto, pero antes pasamos a tomar una copa en un barecillo muy aseado que hay en la calle Mayor, y que es además tienda en la que se venden productos alimenticios de urgencia y alguna que otra frivolidad de tirada segura: mecheros de gas, cintas para caset, golosinas… Nos sirve un chiquillo que se llama Raúl, uno de los diez niños que todavía hay en el pueblo.
- Cuando me voy a la escuela se queda aquí mi madre. Ella es la que está siempre aquí. Ahora es que ha salido a no sé dónde.
Pedro el alguacil nos vio entrar y se ha venido con nosotros. Pedro ve a través de unas gafas graduadas con un cristal muy grueso, y camina apoyándose en dos muletas de mano.
- ¿Se dan en Ujados muchos pregones, Pedro?
- Sí, no muchos, pero aún se dan algunos.
- ¿Cuánto se cobra ahora por un pregón?
- Lo que quieran dar. Algunos me dan dos duros, otros cinco; otros no me dan nada…
- ¡Es posible!
- Sí; algunos me mandan pregonar y luego no me dan nada.
Cuando salimos del bar nos encontramos en el pasillo la cabina del teléfono. El alcalde me fue contando por la calle cuál era la problemática mayor en la vida del pueblo, que según pude ver se reduce a unas cuantas cosas nada más.
- Las calles necesitan una buena mano. Luego el ayuntamiento, la iglesia, el cementerio, y nada más. Como menos urgente hemos pensado en algo de tipo deportivo para los chavales.
- Creo que ya tienen el agua en las casas ¿No es así?
- Ya hace tiempo. Eso lo hicimos con el dinero que nos consiguió el señor García Hernández, hace algunos años. Como el pueblo tiene pocos ingresos, todos los problemas son de dinero. La cosa es que cuando metimos las aguas nos quedamos cortos en pedir, que igual habíamos conseguido también para arreglar las calles.
- ¿A qué se debían aquellas preferencias con el señor Ministro, cuando lo era?
- Pues fue porque estaba en su casa sirviendo una hermana mía, y quiso tener con el pueblo aquella atención.
- Yo creo que el terreno, aunque frío no debe de ser malo.
- Sí es malo, sí. No puede compararse con lo de Miedes ni con otros términos limítrofes. Aquí, el ganado y nada más. Sembramos porque no hay más remedio; nos obliga la necesidad para la cosa del ganado; pero no da.
Félix y Pedro se esforzaron después por enseñarme la iglesia por dentro. La llave la guardan en una casa vecina donde no había nadie, y tuvimos que conformarnos con verla otra vez desde la plaza.
El abuelo Elías estaba aún en el huerto, intentando abrir un surco para sembrar ajos. La mañana ha quedado de verdad hermosa. Algunas mujeres, reunidas al sol en corrillo, me miran curiosamente entre el alcalde y el alguacil, y opinan de mí equivocadamente. De lo que uno no duda es de que su presencia ha sido una novedad en el pueblo y un motivo de feliz comentario para los vecinos. Con esa misma experiencia, renovada cientos de veces en cada viaje a estos lugares entrañables de la Sierra, de la Campiña, de la Alcarria, del Señorío, uno inicia el regreso anotando en su recuerdo media docena de nombres más, que se incorporan a la larga lista de las personas por las que siente un especial afecto.

(N.A. Febrero, 1984)

UCEDA



Por los anchos altiplanos de Villaseca, de Las Casas, de El Cubillo y del propio Uceda, y más todavía por los campos con los que ya a estas alturas del año se comienzan a teñir de verde las vegas del Jarama, parece como si se dejase notar en las tierras desde lo infinito la mano amiga del Santo Patrón de los labrado­res, San Isidro Labrador, que en vida honró con su presencia estas hazas prometedoras, y a quien toda la España campesina, ocho siglos después de su muerte, venera y celebra con festejos su memoria cada 15 de mayo, a punto ya de que los campos de mies comiencen a cambiar su color.
La villa de Uceda aparece por aquí, en los confines de la Provincia, limitando con los valles extensísimos de la Comunidad de Madrid que se abren delante de los ojos al otro lado del río. Sobre la plancha general de los tejados, apenas comienza a verse de cerca el casco urbano, destaca la monumental fábrica de la nueva iglesia en la Calle Mayor, con su alta torre de cuatro cuerpos como señal, coronada con sencillo chapitel de materia color de plomo.
Dos ancianos toman el sol sentados sobre un banco que hay junto a los soportales, en la Calle Mayor esquina con la Calle del Norte. Hoy, lo mismo que en anteriores ocasiones que de tarde en tarde he venido aprovechando para venir a Uceda, elijo como centro de operaciones el inicio de la costanilla que baja hasta la primitiva iglesia de la Varga, al pie del transformador. Desde allí todo coge a mano, el pueblo por una parte, y por la otra el soberbio mirador hacia las tierras del Jarama que brindan al espectador los muros traseros del camposanto.
Un rebaño de ovejas con varios cientos de cabezas en tropel, pasa a mi lado con dirección al campo por el camino de Torremo­cha; al rato es otro de cabras el que sale por el mismo lugar en número tal vez mayor. Las viejas ruinas de la que hace siglos fuese la iglesia de Uceda, son una de esas reliquias del arte medieval que nunca me cansé de ver. Desde hace muchos años están dedicadas a cementerio de la villa. Si en Atienza los cuerpos de los difuntos esperan el sonido final de la trompetería al fin del mundo bajo el altivo roquedal de su castillo, aquí en Uceda lo hacen a la sombra del triple ábside de su primitiva iglesia, bajo los arcos de leve ojiva de lo que en otro tiempo fuese la nave central y sus dos naves laterales. El recinto, todo él, está sembrado de lápidas, de cruces y de epitafios, en el más profundo silencio. Y por detrás, fuera ya del campo sagrado, las tierras y los pueblos.
Son todo campos de Madrid los que se alcanzan a ver desde la magnífica atalaya que mira a las tierras bajas. Como fondo los cerrucos grises e improductivos, y al pie la vega verde y fecunda por la que bajan desde las sierras vecinas las aguas del Jarama; y por medio de los campos, a más o menos distancia de donde estamos, los blancos caseríos de los pueblos y villas de más allá, que, como la propia Uceda, son historia y recuerdo tantos de ellos: Patones, Torremo­cha, Torrelaguna... Junto a nosotros, las piedras desmoronadas del castillo, apenas señal. En Torrela­guna nacieron San Isidro Labrador y el Cardenal Cisneros; en tierras de Uceda la venerable esposa del Patrón de Madrid, Santa María de la Cabeza. La memoria hacia el ilustre purpurado de la Orden Franciscana, regente por compromiso que fue de las Españas, queda escrito a perpetuidad sobre la pared de una casa del pueblo, junto a la plaza, como pie a un escudo de piedra antiquísimo que la gente ha querido conservar como testimonio en lugar bien visible: «Esta histórica villa al genio de la raza latina, el Cardenal Fray Francisco Ximénez de Cisneros, famoso arcipreste de Uceda.»
La Calle Mayor se estira a lo largo del pueblo. En la Plaza Mayor, ahora a la sombra porque el sol oblicuo del invierno se estrella al caer contra la fachada de la iglesia, unos chiquillos se pasean en bicicleta junto a la Cruz de los Caídos. En la Calle Mayor se pueden contar, por lo menos, cuatro bares sin salir de la misma acera, a saber: "Bar Rafael", "Bar Cape". "Bar los Luises" y "Bar antigua Casa Pepe". Entro a tomar un vaso de cerveza a uno de ellos. Junto al mostrador hay tres hombres discutiendo sobre si en el Polo Norte duran seis meses los días y seis meses las noches. Uno de ellos parece no estar de acuerdo con la opinión de los otros dos; dice que es imposible que un hombre pueda pasar seis meses trabajando y seis meses durmiendo. La discusión muere por sí sola.
Es bonito sacar, aunque sólo sea con la palabra, el retrato instantáneo de un tiempo y un lugar, que luego resulta agradable traer en la memoria cuando han pasado los años; pero en Uceda son la historia y el arte los protagonistas, junto al recuerdo más o menos feliz de las muchas figuras del pasado que en él dejaron su huella. De todo ello se hablará a partir de aquí.

(N.A. Abril, 1982)

miércoles, 25 de noviembre de 2009

TURMIEL


Había estado comiendo a la sombra de una carrasca que hay junto a lo que queda de la antigua fábrica de resina por la carrete­ra de Anquela. En las pozas que a esta altura de su cauce da lugar el vio Mesa, andan los pescadores bisoños a la busca y captura del alevín sin demasiado éxito. Luego las choperas que siguen en tramos paralelas al arroyo y al f1nal, Turmiel. El pueblo, el antiguo Tur­mión, aparecerá asentado en las peñas, con su típico palomar colo­cado como mojite o torre vigía por encima del último risco. Detrás los cerros mondos que preludian la paramera, grises de aliaga, de tomillo, de piedra oscurecida por la pátina de los siglos.
Cuando llego hasta sus aledaños el pueblo está dormido. Es quizá la primera tarde de abril que invita seriamente a echar una cabezadilla a la hora de la siesta. La fuente pública chorrea junto al frontón, manando de su pedestal redondo asegurado con argollas de hierro.
Ante la soledad de Turmiel, uno busca la generosa conversación de los altos. De siempre, cuando se busca el diálogo con los cam­pos desde cualquier prominencia, la naturaleza se pone a hablar, a veces precipitadamente, con su lenguaje sordo y característico: el lenguaje del silencio, del azul, de las masas ingentes, de las llanuras interminables que sólo Dios domina y el hombre trabaja, mira, y admira si es de buena ley.
Una señora mayor se tuesta las piernas al sol junto a un coche francés. Cuando pasa el desconocido la mujer se tapa como asustada. Encima de las antiguas escuelas hay un reloj concejil que no fun­ciona. Un hombre, al que no quiero molestar porque dice que aún no ha comido, me explica que el pueblo está medio abandonado, que no quedan nada más que veinte personas como mucho.
- Si quiere usted hablar con el alcalde, vive en un chalet que haya la entrada del pueblo.
La iglesia es una bonita muestra de la arquitectura religiosa popular de la Castilla del XVI, con espadaña de sillar que mira al poniente. Por el instrumental que hay en la leve explanada del pórtico, se ve que andan de obras. Una goma larga baja el agua directamente desde el depósito. Desde la risquera de piedra viva que sostiene al palomar se contempla en visión única silencioso, sereno, espectacularmente tranquilo, el grupito de viviendas que conforman el actual pueblecito de Turmiel, con sus tejados ocre.
A la otra parte el cauce del río Mesa, con las pequeñas heredades incultas que lo rodean, despensa que debió ser de muchas generaciones cuando el pueblo contaba con más de doscientas almas como población de hecho. Al bajar me encuentro entre la tie­rra del zopetero un ejemplar curiosísimo de palomica -rhynchonella, dirían los hombres de ciencia- con cien millones de años en piedra modelada que recojo como recuerdo. Abajo, un perrillo color canela se pasea aburrido por la pista del juego de pelota, y, poco más adelante, otro se me pone a ladrar de mala gana. La dueña le rega­ña cariñosamente desde el quicio de su casa en la carretera.
- Mal genio parece que gasta el perrillo, señora.
- No señor; pues no es malo. Lo que pasa es que desconoce.
- ¿Funciona el bar de arriba?
- En verano. Ahora no lo abren. ¿Qué quería usted?
- Nada. Haber tomado un poco de café, si acaso.
- Eso se lo pongo yo ahora mismo en casa.
A uno, en principio le sorprende el sentido hospitalario de la mujer para estos tiempos que corren, Luego, se da cuenta de que está en tierras de Molina y lo comprende todo.
­- Tiene mucha gracia el palomar, ¿verdad usted?
- Es nuestro, ya ve; pero que de unos años a hoy, no sube a col­mo ninguna paloma, mire qué cosas. Las matan los bichos y huyen. Dice mi marido que son las aves nocturnas.
- Ya se empieza a vivir bien en el pueblo. No sabe cuanta envi­dia me dan ustedes.
- Nosotros, aquí quietecitos. Los hijos no quieren nada más que acarrearnos con ellos, pero yo bien claro se lo digo: si queréis matar a vuestro padre, llevarlo a la capital. El, que está hecho al campo, a la caza y eso, cuando llega allí, lo primero a desayunar, luego al sofá, luego a comer, luego al sofá otra vez, y así no puede ser.
Cuando la señora Isidora me contaba estas cosas llegó su mari­do, el señor Aniceto Lario, y pasé por fin a su casa a tomar café en un cuartito que recuerda los de aquellas antiguas posadas de arrieros.
- Pues fue posada esto, sí señor. Los arrieros dormían por aquí por los suelos.
- ¿Cuantos años tiene usted, señor Aniceto?
- Muchos. Yo soy más viejo que la telefónica vieja. Los primeros que cumpla serán ochenta. ¿Cuántos le echa usted a mi señora?
- No sé. Menos que usted, sí.
- Ella tiene sesenta y siete. Una moza. A gato viejo ratón tier­no, como dice el refrán.
-¿Y dice usted que a sus años va de caza?
- Ir, si que voy; lo que pasa es que no cazo. Soy muy malo para eso. Les tiro, se vuelven, se ríen de mí y se van corriendo.
- Bueno, pero por lo menos ya no se aburre.
- Ah, yo no soy de los que se aburren. Yo pongo inyecciones, les corto el pelo a los viejos, juego al guiñote, me voy al campo...Di­go, que a lo mejor no le gusta el café, como es de puchero.
- Mucho, sí señor, está riquísimo. El de los bares no deja dormir.
Cuando salimos a la puerta venía desde su casa Teódulo. La pri­mera impresión acerca del alcalde me la dio el propio señor Aniceto.
- El Teódulo es la mejor persona que hay en toda la provincia. Cuando sale de viaje, va a las casas a ver si necesitamos algo, te hace el encargo, te lo trae a casa, y encima no te cobra ¿Que le parece?
Teódulo Álvarez Martínez, el alcalde de Turmiel, es un señor que ha buscado el calor amable de su pueblo natal a la hora de jubilar­se. Un hombre cordial donde los haya, dinámico, emprendedor, que se ha empeñado en que su pueblo no se hunda y, como alguien le eche una mano de vez en cuando, lo va a conseguir.
- Me llaman el loco del pueblo. Todo porque me he propuesto sa­nearlo y evitar que esto se vaya abajo. Va a costar trabajo, pero, yo estoy seguro de que al final saldremos con la nuestra.
Por la senda del molino les pregunto cuál es el apelativo que tienen los de Turmiel. Teódulo me dice que les llaman "carracos”.
- ¿Por qué?
- Pues, que se yo. Será porque hablamos mucho.
Cuando nos dejó el señor Aniceto para irse al campo, se vino con nosotros el señor Nicolás, el alguacil. Pasamos junto a la casona solar de don Toribio López Vigil, magnate de este siglo; y del que me contaron fue dueño y señor de casi todo el pueblo.
- Sí, era el ricachón de aquí. Yo lo llegué a conocer. Por aque­llos tiempos tenía diez yuntas él solo y bastantes criados. Luego se lo compraron todo los del pueblo, y está muy repartido el terre­no. La casa es de uno que la compró y tampoco le hace caso.
El viejo edificio del ayuntamiento coincide con la planta baja de lo que fueron las escuelas. Tiene en el salón de sesiones un em­pedrado curiosísimo y de gran valor: guijarros colocados meticulosamente dibujando arabescos, con alguna pía inscripción que recuerda aquellos mosaicos de los primeros siglos.
- Mire, están desgastados de bailar encima. Por las orillas, que es donde estaban los bancos, aún conservan su forma. Mucho es que no le han metido una capa de cemento. Esto vale mucho, por lo menos es curioso.
En los armarios empolvados de lo que fue la secretaría, se ven montones de libros y de papeles en desorden, esperando la mano pa­ciente y sabia que quiera dedicar unas cuantas semanas en poner cada cosa en su sitio.
- Nada, lo que decimos: todo revuelto y bueno va. Como yo me em­peño en que las casas estén como deben estar, dicen que estoy loco.
Nos hemos ido después por el barrio que dicen de Las Peñotas.
Las casas aquí están cimentadas por la propia roca del suelo, y es la piedra el seguro pavimento de cada callejón. Observando una portada con arco de dovelas y un ventanal con dintel renacentista que hayal frente de una casa deshabitada, saludamos a Pedro Tabernero, otro con la misma manía, dice el alcalde.
- Sí, éste es el arreglador oficial de cosas que se hunden.
Desde Las Peñotas hay un momento en que se ven por el saliente las casas de Establés, con su castillo al sol.
- Aquello es Establés, el pueblo de los caperuzos.
Por las eras nos asomamos a ver otro espectáculo novedoso: el bajar de las aguas por el arroyo que llaman Rioseco.
- Y bien seco. Nunca lleva agua; pero, como este invierno ha llovido un poco, ahí lo tiene. Y una mujer lavando en el puente. Eso hace mucho que no se ve.
La iglesia tiene, como dijimos, el atrio en obras. A la vez que se adecenta sirve también -me explica Teódulo- para que no sigan tirando residuos en todo aquello. Por dentro es un templo antiguo y destartalado, con dos naves y una capilla lateral dedicada al Santo Cristo bajo cúpula de nervaduras. Hay algunas pinturas en los reta­blos que pudieron ser buenas, pero están destrozadas. Las imágenes muchas, antiguas y de escaso valor.
- El patrón es aquel, San Pascual Bailón, y San Roque, que ahora los celebramos juntos el 16 y 17 de agosto.
Un poquito mal encuentro la iglesia. También necesita que le e­chen una mano. Reparación y limpieza sobre todo.
Está como el pueblo. Ni mejor ni peor. La gente, con tal de que no les saques un duro, consiente que el pueblo desaparezca.
Aquí pusimos punto final a la visita. Bueno, aquí no; fue en casa de Teódulo Álvarez, el celoso alcalde de Turmiel, tomando un cortito de vino y una rodaja de chorizo de la tierra por aquello del que no digan, y sellando como es costumbre en casi todos los viajes el imaginario documento de una nueva amistad.

(N.A. Mayo, 1984)

TRILLO


Tomando como mirador la barandilla que hay sobre el puente de Trillo, uno piensa que, tanto por su emplazamiento natural como por su distribución, aquél es un pueblo difícilmente superable a la hora de fijar un valor para sus encantos. Al pasar por Trillo, el Tajo ofrece al visitante uno de los espectáculos más serenos y románticos que haya podido contemplar en ningún otro rincón de esta tierra. A su paso por Trillo, el Tajo trae a la memoria su manso discurrir por los jar­dines de Aranjuez, solo que aquí más agreste, más natural, más bello.
Para mi uso -que es el uso de quien se acerca a Trillo por primera vez-, el pueblo tiene dos partes perfectamente diferenciadas: una que se inicia en la Plaza de la Vega, con sus casonas centenarias, sus puertas de valioso herraje y sus arcos evocadores; otra, que, tomando como paso las márgenes del río, continúa calle arriba por una costanilla ca­mino de la iglesia o se estira a lo largo del Tajo por lo que allí llaman la Tajonada. Los pescadores de caña al pie del puente tienen algo de consustancial con la vida de Trillo; pescadores de caña que conocen el oficio y que acostumbran a subir al pueblo cada tarde cargados de trofeos, que a la sombra de los árboles consiguieron en noble y pa­ciente lid.
Con las manos apoyadas en sus muletas ortopédicas, don Felipe Pérez se toma un quinto de cerveza junto al muro lateral de la calle que corre paralela al río. Don Felipe Pérez me dio la impresión de que lleva muchos años, si no pescando, viendo pescar desde su propia casa.
-Mire: aquí lo que más se saca es la boga y el barbo. Luego hay otra clase pequeña que se llama gobio y que la andan sacando para cebo del lucio. Bogas salen muchas, y los barbos se sacan bastante grandes.
-¿De dónde viene todo ese murmullo de agua que se oye?
-Eso es de la cascada que está ahí detrás. ¿N o la ha visto?
-No; no la he visto. La verdad es que acabo de llegar.
-Vaya usted y ya verá. Lo hace el río Cifuentes, que muere ahí, al lado del puente. Hay una cascada donde está el Mesón y otra un poco más arriba, que se ve desde la carretera. Toda esa parte es muy bonita; yo creo que es lo más bonito que tiene el pueblo.
Por la pasarela que hay en el hondo que va al Mesón, tres jovencitas se ríen de nadie a carcajada limpia; llevan los labios pintados y flores en el pelo, como las hawaianas. Al pie de la cascada con la que el Ci­fuentes dice adiós a su corto correr en este mundo, el agua despide a su caída un polvillo imperceptible y húmedo que refresca la piel. A los lados de la chorrera hay casas colgadas, árboles colgados que meten como pueden sus raíces entre la pared salitrosa y pájaros que vuelan de un lado para otro escondiéndose entre los líquenes y la hiedra. Lo que en el pueblo conocen por El Mesón debió ser hace tiempo lavadero municipal y hoy es merendero o bar arrendado por el Ayuntamiento. En el Mesón sólo hay cuatro ancianos que juegan en una mesa; en el verano dicen que la cosa cambia. Sentado sobre una rueda de molino que hay entre la fronda y teniendo alrededor una docena de chopos gigantescos, uno contempla extrañado la instalación inverosímil de otro bar sobre la roca, y con el rumor del río como fondo, se da cuenta de que está solo, más solo que la una, dentro de un pueblo que se le antoja tendrá mucho que ver y que contar.
Al subir de nuevo hacia la carretera me pareció ver a un viejo co­nocido con el que hace años compartí mi tiempo militar, al pie del cañón, en un Regimiento de Artillería.
-Perdona. Si no recuerdo mal, tú eres Ochaíta, ¿verdad?
-Y tú, Serrano, ¿no?
Tomás Ochaíta, a quien no había vuelto a ver desde hace casi veinte años, es maestro de Trillo, su pueblo, prácticamente desde que comenzó en la profesión, siendo muy joven. Con él entré en la vida del pueblo y, desde luego, fui testigo por añadidura de alguna vivencia costum­brista y amable en el correr de sus días.
-El pueblo tendrá ahora unos 650 habitantes, más o menos, obre­ros en su mayoría. El campo aquí no es bueno y por eso no hay apenas nada de agricultura. Un ochenta por ciento de las familias viven del sanatorio, donde trabajan en los servicios del centro, y algunos otros en la construcción.
Hijo ilustre de Trillo lo fue el arzobispo don Luis Alonso Muño­yerro, a quien el pueblo le ha dedicado una de sus mejores calles. En la Plaza de la Vega nos encontramos con don Pablo Gutiérrez, noventa años a la espalda y cuerda para tirar. Don Pablo Gutiérrez es pescador donde los haya, buen hortelano, según él, y cantaor por el estilo que le pidan.
-Yo empecé a cantar a los doce años y lo hago mejor que ningún español. En San Isidro le canté a la Virgen del Campo. He cantado mucho en Zaragoza, y en Melilla, cuando estuve en 1912 tres años sin venir a casa. Allí cantaba yo para que bailasen los andaluces. Ahora quiero cantar en la radio para que me escuche mi hijo, que está de mi­sionero en América.
-Y la pesca, ¿qué?
-¿La pesca? Hoy he sacado dos barbos. No crea que sale mucho ahora, no. La pesca está todavía aletargada y es porque el río baja agua de nieve, pero cuando empiece a salir bien se sacará mucho. Mire: la boga es el pez más ligero que hay; a ése no le coge ni el lucio ni nin­guno.
-El lucio dicen que es peligroso, ¿no?
- ¡Qué va! Yo los he cogido hasta de 15 kilos ya mí no me han mordido nunca. En la gravera se sacan al pez vivo por arrobas.
-¿Qué hace usted con lo que pesca?
-Lo que pesco lo doy o lo tiro. Yo no puedo ya comerme eso.
-Pues, muy bien, señor Pablo. ¡Cuánto me alegro de haberle co­nocido!
-¡Ah! ¿No quiere usted que le cante una rondeña?
-Sí, hombre; no faltaría más, si es su deseo. . .
Después de cantar la rondeña que él mismo se había acompañado simulando sonidos de guitarra, don Pablo continuó adelante por el Camino de la Barca. Desde las eras del Castillo, se contempla abajo toda la zona residencial del pueblo nuevo, aunque uno, ésa es la verdad, prefiere la parte antigua, con sus rumores de agua que se despeña, sus cataratas y sus pescadores de caña debajo del puente.
-¿Qué? ¿Tomáis un traguillo?
En la bodega de Salvador llegamos a catar tres clases de vinos diferentes: guardados en tonel de madera, en botellón de cristal y en vasija de plástico. A la hora de opinar, uno reconoce su incapacidad en la materia, fruto de la inexperiencia, tal vez, y se marcha de allí con la remota sensación de haber desempeñado un mal papel. En la de Máximo probamos el churú, un extraño licor exótico, dulzón y de buen paladar, que pega a poco que se le pierda el respeto. El churú es ori­ginario de Morillejo y viene a ser como una mezcla de aguardiente y mosto de uva. La bodega de José Hernández, Joselete, está provista de luz artificial, altavoces, cocina de fuego bajo y servicio de bar. Es una bodega confortable y meticulosamente cuidada, un pequeño paraíso mo­runo abierto en las entrañas de la tierra. En la bodega de Joselete caímos a la hora justa de la merienda: conejo frito con ajos, pan y vino añejo en porrón recién sacado de la cueva, es un menú sin protocolos que suele sentar bien en cualquier momento. La gente de Trillo es ge­nerosa y hospitalaria, invita siempre con el corazón en la mano y es de buena educación aceptar sin condiciones; un detalle, al fin y al cabo, que les honra y que marcha a la par con todo lo bueno que en el pueblo hay y que nunca debiera pasar desapercibido.

(N.A. Junio, 1980)